El leve chirrido del columpio del porche parecía acompasarse con el canto de los grillos y el ocasional ulular de una lechuza. Paula tomó un sorbo de café, sorprendida de que la cena hubiera transcurrido tan bien. Los incómodos silencios que tanto había temido, apenas habían hecho acto de presencia. Aunque el mérito había sido más bien de Kiara, que no había parado de hablar.
Pero Kiara ya se había ido a la cama, y Pedro estaba sentado en el escalón superior del porche, con la mirada fija en la oscuridad. Le había sorprendido que se hubiera quedado a tomar café, y aún más que le hubiera fregado los platos mientras ella acostaba a su hija.
—En este lugar se respira una paz y una tranquilidad maravillosas —comentó Paula.
—Silencio hay, por lo menos.
—Aunque no sé si lo soportaría durante mucho tiempo. Quizá echaría de menos los restaurantes, las tiendas… Y sobretodo, los amigos.
—Se tarda tiempo en acostumbrarse.
—Pero a ti te gusta. Llevas tres años aquí.
Se encogió de hombros, sin responder. Paula se dijo que estaba insistiendo demasiado. Era mejor dejar en suspenso la conversación y disfrutar del momento. En lugar de ello, sin embargo, su mente divagó de nuevo a lo ocurrido en Meyers Bickham.
—Parecías bastante alterada cuando se marcharon esos tipos del FBI.
El comentario la sorprendió. De hecho, casi había esperado que se levantara para marcharse sin añadir otra palabra.
—No me gustó su actitud.
—¿Vinieron a preguntarte por los cadáveres encontrados en el orfanato?
—Sí.
Se estremeció. Era la reacción lógica cuando pensaba en aquel lóbrego sótano convertido en mausoleo de niños. Además, ignoraba que se hubiera enterado.
—Por lo que he visto en las noticias, se trata de recién nacidos. Incluso de niños de edad algo avanzada.
—Supongo que si ese es el caso, tiene que haber algún registro de los enterramientos. Quizá en el archivo parroquial de la antigua iglesia. O partidas de defunción. Algo, cualquier cosa…
—Ya. ¿Qué les dijiste a esos tipos del FBI?
—Que no sabía nada sobre los cuerpos. Pero no parecieron muy convencidos. Me preguntaron si había estado en ese sótano antes.
—¿Y estuviste?
—No… Despierta no, al menos.
—¿Eres sonámbula? —le preguntó, arqueando las cejas.
Sabía que no debería haber dicho nada, pero una vez que había empezado, sentía la extraña necesidad de contarle lo de las pesadillas.
—No. La verdad es que me costó mucho acostumbrarme a ese orfanato. De hecho, comencé a tener horribles pesadillas. Una noche me desperté gritando que había un bebé fantasma en el sótano, y que estaba llorando por mí…
—Pero tú nunca estuviste en ese sótano.
—En aquel entonces creía que sí —cerró los ojos, intentando recordar—. Creía haber visto un desfile en el sótano… Un desfile de fantasmas.
Por suerte había una persona en el orfanato, una doctora, que pareció comprender lo que estaba pasando.
Estuvo hablando conmigo durante horas y me dio unas pastillas. No sé lo que eran. Supongo que algo para calmar mi estado de ansiedad.
—¿Y ella te convenció de que sólo era una pesadilla?
—Sí, pero la pesadilla se repitió. Una y otra vez. Sigo teniéndola de vez en cuando, pero la mayor parte de las veces sólo oigo el llanto del bebé fantasmal. Sobretodo cuando estoy estresada. Es curioso que en mis pesadillas, yo estuviera convencida de que el sótano estaba embrujado. Y ahora resulta que en realidad estaba lleno de cadáveres…
Pedro volvió a quedarse en silencio. Aquello no la sorprendió. Pero sí las preguntas que le había hecho, y el interés que había demostrado por su estancia en el orfanato.
Se levantó, acercándosele, y apoyó la espalda en la barandilla del porche.
—No creo que esos tipos fueran del FBI, Paula.
—Me enseñaron sus credenciales.
—Una credencial es muy fácil de falsificar. Un buen profesional puede incluso engañar a un experto.
Y ella no era ninguna experta. No había mirado sus placas de cerca. Ni siquiera estaba segura de que Roberto le hubiese enseñado la suya.
—¿Por qué piensas que eran unos impostores?
—Por el momento en que han venido. El FBI no reacciona tan rápido en un caso que no es de emergencia. Dudo incluso que hayan recibido el aviso a estas alturas. Aún no hay evidencia alguna de que se trate de un crimen interestatal, o de algo que escape al ámbito de las autoridades locales.
—Pero si no eran del FBI… ¿Entonces quiénes eran?
—Quizá una parte interesada en averiguar si sabes o no algo que pueda incriminarlos.
—¡Dios mío! Has estado pensando a fondo en esto, ¿no?
—Sólo te estoy comentando lo que me parece obvio.
A ella no se lo había parecido. Quizá Pedro dedicara a aquel pasatiempo todas las horas que pasaba solo. A especular y a inventarse todo tipo de teorías paranoicas.
Sólo que su actitud le parecía mucho más razonable, que la de los dos hombres que la habían visitado en su cabaña para hacerle todo tipo de preguntas absurdas.
Y además, estaba la nota que había recibido antes de dejar Columbus.
Se preguntó qué pensaría de eso. Dado que ya había compartido sus problemas con él, bien podría pulsar su opinión al respecto.
—Tengo algo que me gustaría que leyeras.
Pedro asintió con la cabeza.
Fue a su dormitorio y sacó la carta de su bolso. Antes de salir, recogió la linterna que estaba al lado de la cama. No atraía los mosquitos tanto como la luz del porche. Le entregó ambas a Pedro y se quedó a su lado, esperando a que leyera la nota.
—Alguien está convencido de que tú sabes algo sobre esos cadáveres.
—Pero eso es absurdo. Yo estuve cinco años en ese orfanato y no recuerdo que ningún bebé muriera.
—¿Pero había bebés allí?
—Por supuesto, pero la mayoría no se quedaban mucho tiempo. Eran adoptados rápidamente. La gente adora a los bebés. Eran los niños flacuchos de diez años, con la cara llena de pecas como yo, los que nadie quería.
Una mezcla de furia y dolor asomó a su tono de voz. Había pasado mucho tiempo, pero el dolor seguía agazapado, esperando para saltar sobre ella a la menor oportunidad.
—Yo no sé nada de eso. No alcanzo a imaginar de dónde pudieron haber salido esos bebés ni cuándo fueron enterrados allí. Tampoco sé de cuántas tumbas están hablando…
—Ocho, hasta el momento.
—Aun así, todavía no estoy segura de que se trate de un crimen —repuso Paula—. Tal vez aquel sótano fuera utilizado como cripta…
—Es posible. Pero también lo es que esos niños fueran asesinados.
Paula tuvo que apoyarse en la barandilla del porche, presa de una repentina náusea. Le flaqueaban las piernas.
—No mataban niños en Meyers Bickham, Pedro. Era un orfanato, por el amor de Dios.
—Pero no parece que tengas muy buenos recuerdos de ese lugar, aparte de la doctora que me has mencionado.
—No tengo ningún recuerdo bueno de Meyers Bickham. Los guardianes eran estrictos y severos. Me castigaban y me hacían sentirme como si fuera una basura que nadie quería. Pero nunca llegaron a pegarme, a maltratarme físicamente. El maltrato era más bien psíquico.
Se volvió, dándole la espalda. Se estaba poniendo demasiado sentimental, y revelando cosas sobre sí misma que Nat no necesitaba saber. Ni siquiera eran amigos. Hacía apenas un día que se conocían.
—Puede que esté equivocado, Paula. Quizá esos tipos fueran del FBI y estuvieran recopilando información de todas las personas que han pasado por ese orfanato.
Pero él no se lo creía… Era la conclusión inevitable. Si hubiera sido así, no habría sacado el tema a colación. Parecía inquieto. Incluso había desviado la mirada.
—Bueno, se está haciendo tarde. Gracias otra vez por todo.
Le tocó un brazo, y Pedro lo retiró como si su contacto lo hubiese quemado. De nuevo había tropezado con aquel muro invisible que había levantado en torno a su persona.
Se volvió para marcharse, sin mirar atrás.
Acababa de bajar el último escalón del porche cuando se detuvo en seco.
—Ten cuidado, Paula, Yo no tengo teléfono, pero si necesitas algo, cualquier cosa, ven a mi casa. Es el primer desvío según sales por la carretera Delringer.
Lo observó hasta que desapareció en lo oscuro, sorprendida de su invitación, pero asustada al mismo tiempo. Si le había hecho un ofrecimiento, era porque pensaba, que podía estar en peligro. Justo lo que necesitaba después de haberse trasladado a una aislada cabaña en las montañas.
Pero por fuerza tenía que estar equivocado. Ella no sabía nada de aquellos cadáveres de Meyers Bickham. Y no estaba dispuesta a consentir que los demonios sin rostro de su pasado volvieran a enseñorearse de su vida. Ya no era ninguna niña desvalida. Aun así, al día siguiente iría a una ferretería de Dahlonega a comprar cerraduras para las ventanas.
El hombre se pegó el móvil al oído, intentando escuchar algo pese a las interferencias:
—Hemos hablado con Paula Chaves.
Más interferencias.
—¿Qué dices? No puedo oírte. Te he preguntado por lo que has averiguado.
—Dice que no sabe nada, o al menos que no recuerda nada, pero no me fío. Es muy lista. Quizá nos ha estado mintiendo. No puedo asegurarlo.
—¿Por qué habría de mentirle al FBI?
—Mira, yo sólo te estoy diciendo lo que me pareció. ¡Ah! Y no está sola con su hija en esa cabaña.
—¿Quién más está con ella?
—Una especie de montañés. Tenía una hoz y por su aspecto parecía como si fuera a cortarnos la cabeza de un momento a otro.
—¡Un montañés! Es increíble el gusto que pueden llegar a tener esas profesoras de universidad.
—¿Entonces… Qué quieres que hagamos?
—Tendré que pensarlo. Puede que me decida a visitar yo mismo a la señora Chaves.
—No se alegrará de verte. Es evidente que Meyers Bickham no ocupa un lugar preferente en su corazón.
—Ni en el mío. Pero Paula Chaves tampoco.
Pedro se estaba enjabonando el pelo bajo la ducha, disfrutando de la caricia del agua caliente. Había aceptado aquella invitación a cenar en el peor momento. Ayudarla con su trabajo era una cosa, pero entablar una conversación normal mientras cenaban era algo muy distinto. Para ello se necesitaban una serie de habilidades sociales que no estaba muy seguro de haber conservado.
Aunque tampoco había planeado convertirse en el individuo antisocial que ahora era. Había intentado seguir adelante con su vida… Hasta que ya no le había quedado vida alguna. Una pierna inútil. Una culpa punzante, enloquecedora. Un corazón que se había secado como una manzana madura en el árbol, bajo el abrasador sol de Georgia.
Así que se había replegado sobre sí mismo como un oso herido, recluyéndose en una vieja casona y en un huerto de frutales.
Se aclaró el champú, cerró el grifo y se ató una toalla a la cintura. Limpió de vaho el espejo con la palma de la mano y se miró. Realmente no conocía al hombre que le devolvía la mirada.
Aquel pelo largo, la barba, el rostro atezado por el sol, las arrugas en torno a los ojos. Tenía treinta y cinco años, pero era como si tuviera cien.
Y sin embargo, allí estaba, dispuesto a cenar con una mujer que había cometido la locura de invitarlo. Una mujer que había recibido la visita, aquella misma tarde, de dos agentes del FBI.
Dudaba que hubiera cometido algún delito que mereciera su atención. En cualquier caso, no tenía ninguna intención de profundizar en ello, ni preguntarle sobre el particular.
Se pasó el peine por el pelo. Tuvo la tentación de agarrar las tijeras y cortárselo, pero corría el riesgo de que Paula pensara que lo había hecho por ella. Y definitivamente no quería transmitirle ninguna idea de ese tipo.
Era una mujer muy hermosa, y sin embargo, se comportaba como si no fuera consciente de ello. Piernas largas y bien torneadas. Bonito trasero. Labios invitadores. Se estaba excitando, pero por suerte experimentó una súbita punzada de temor que enfrió su libido. Habían pasado tres años y medio desde la última vez que había estado con una mujer. Durante todo ese tiempo había intentado no pensar en ello. Y lo intentaría también aquella noche, por supuesto.
Cuando terminó de peinarse, se puso unos vaqueros limpios y una camisa azul. Todavía eran las seis y media, demasiado pronto para presentarse en casa de Paula. Encendió el televisor y puso los informativos de la tarde.
Se disponía a buscar un vaso de agua a la cocina cuando se detuvo en seco al escuchar un nombre conocido: «Meyers Bickham». Escuchó atentamente los sucintos detalles sobre los huesos que habían sido descubiertos mientras los obreros demolían el antiguo orfanato al este de Dahlonega. Hacía dos días.
Hacía dos días, y Paula había recibido ese mismo día la visita del FBI. Resultaba algo extraño… Sumamente improbable. La maquinaria burocrática de la Agencia no trabajaba con tanta rapidez. Y con mayor motivo cuando todo indicaba que se trataba de un crimen antiguo que no entrañaba un peligro inmediato.
Pero no importaba. Aquella no era su batalla.
Hacía mucho tiempo que él ya había perdido la suya.
Paula jamás se había visto envuelta en investigación policial alguna, lo cual confería a los dos agentes una indudable ventaja sobre ella. Para no hablar de que iban vestidos con toda formalidad y ella llevaba unos vaqueros cortos, una vieja camiseta con el emblema de la universidad y unos deportivos llenos de barro.
—No ha sido usted fácil de localizar, señora Chaves.
—¿Cómo me han encontrado, por cierto?
—La Agencia tiene sus maneras de hacerlo.
—Entonces me sorprende que no hayan descubierto también, que yo no sé absolutamente nada de los restos de niños que se han encontrado en el sótano de Meyers Bickham.
—A veces las personas saben más de lo que creen que saben.
Romeo Trotter se recostó en el sofá y cruzó las piernas, como si estuvieran manteniendo una amigable conversación. Hasta el momento él era el único que había hablado, porque su compañero parecía más preocupado en mirar constantemente por la ventana.
Finalmente Roberto asintió con la cabeza y concentró su atención en ella:
—¿Cuánto tiempo estuvo internada en Meyers Bickham? ¿Cinco, diez años?
—Cinco años.
Pensó en la llamada que le había mencionado Ana, y se preguntó si lo de la «asociación de historiadores de Atlanta» no habría sido un truco del FBI para localizarla.
—Supongo que en cinco años debió de haber visto y oído muchas cosas.
—Pues sí. Oí reglas, y sermones, y horarios agotadores de trabajo. Vi niños maltratados, supervisores perdiendo la paciencia con ellos. Por lo demás, me harté de fregar platos y de limpiar servicios.
—¿Cuerpos no?
—Jamás. Nadie murió mientras estuve allí, al menos que yo sepa. Los niños abandonaban constantemente al orfanato para ir a casas de acogida o con familias que los adoptaban, pero ninguno falleció. Supongo que esos cadáveres procederían del tiempo en que el edificio fue utilizado como iglesia.
—Tal vez.
—Pero ustedes no lo creen. Porque si así fuera, no me estarían interrogando.
—En este momento todavía no hay nada definitivo. Estamos investigando todas las posibilidades.
Lo cual seguía sin explicar por qué se habían molestado en localizarla, pensó Paula.
—¿Estuvo usted alguna vez en el sótano? —le preguntó Romeo, con el mismo tono amable que estaba empezando a impacientarla.
—No —respondió, aunque eso no era del todo verdad.
En sus pesadillas, había estado allí cientos de veces. Pero no estaba dispuesta a hablarles de sus terrores nocturnos de la infancia. No, cuando tenía la inequívoca sensación de que estaban intentando manipularla.
—¿Oyó hablar a otros niños acerca del sótano?
—Corrían rumores.
—¿Qué tipo de rumores?
—Se decía que era frío y oscuro, y que estaba repleto de grandes ratas grises —cruzó y descruzó las piernas, nerviosa, deseando que fueran directamente al grano o se marcharan de una vez—. Si pretenden hablar con todas y cada una de las personas que estuvieron internadas en Meyers Bickham, van a estar pero que muy ocupados.
—Supongo que sí.
De repente Kiara abrió la puerta del dormitorio.
—Mami, ¿puedo salir ya? Estoy cansada de ver la película.
—Todavía no, corazón. Antes necesito seguir hablando con estos señores durante unos minutos más. No tardaré mucho.
—Vale, porque tengo hambre y quiero comer.
Cerró la puerta.
—De verdad que no sé cómo puedo ayudarlos —comentó Paula, dirigiéndose de nuevo a los agentes—. Y tampoco tiene mucho sentido que pierdan el tiempo. Ni que me lo hagan perder a mí.
—Sólo tenemos unas cuantas preguntas más.
—No, lo siento —ella misma se sorprendió de su audacia. Ignoraba por qué, pero no le gustaban nada aquellos individuos—. Preferiría que se marcharan ahora mismo. Déjenme sus tarjetas para que pueda llamarlos si se me ocurre algo más.
—Hemos venido de muy lejos para hablar con usted. Necesitamos contar con su plena colaboración. ¿Entiende lo que queremos decir, verdad?
Paula se tensó, e inmediatamente oyó unos pasos en el porche. Era Pedro. En la mano derecha llevaba la hoz con la que había estado cortando las malas hierbas. Tenía todo el aspecto de un hombre capaz de cometer una verdadera masacre. O al menos Romeo debió de haberlo pensado así, porque se apresuró a levantarse, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Entra, Pedro—lo invitó Paula, encantada con su aparición. No dudó en tutearlo, para que aquellos hombres creyeran que era amigo suyo y que podía contar con él en cualquier circunstancia—. Mis invitados ya se marchaban, ¿no es así, caballeros?
Pedro le lanzó una mirada de sorpresa, pero al instante pareció darse cuenta de lo que estaba pasando. Tal vez fuera un ermitaño hosco y huraño, pero no era ningún estúpido. Abrió la puerta de rejilla y entró en la cabaña, deslizando un dedo por la hoja de su hoz.
—Gracias por el tiempo que nos ha dedicado —murmuró Roberto, encaminándose hacia la salida con una sonrisa forzada.
Romeo se apresuró a seguirlo.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro una vez que se marcharon.
—Sí. Sí, estoy bien.
Pensó en lo mucho que había cambiado su percepción de Pedro. Aquella mañana por poco le había dado un ataque cardíaco al verlo, empuñando aquella misma hoz. En ese momento, sin embargo, parecía mucho más seguro y digno de confianza que aquellos tipos del FBI. Además, estaba en deuda con él. Por todo lo que había hecho y principalmente, por haber amedrentado con su presencia a sus indeseables visitantes.
—Han venido a preguntarme por algo que ha sucedido en el antiguo orfanato de Meyers Bickham. Yo estuve interna allí durante un tiempo, pero no sabía nada y no pude ayudarlos. Se lo dije, pero sospecho que no me han creído.
Pedro asintió, como si no estuviera interesado en saber más. Lo cual no hacía sino satisfacerla.
—Dime una cosa, Pedro. ¿Los ermitaños suelen aceptar invitaciones a cenar?
—No lo sé. No recuerdo haber recibido ninguna desde que me trasladé a las montañas.
—Entonces esta será la primera. Me encantaría que cenaras esta noche conmigo y con Kiara. Es la única manera que se me ocurre de corresponder a la ayuda que nos has prestado.
Vio que vacilaba. Por un instante estuvo segura de que iba a negarse.
—Tú no me debes nada.
—Entonces ven simplemente por una razón: Porque nos gustaría tenerte como invitado.
Echándose hacia atrás la melena con su mano libre, le lanzó una mirada tan penetrante como el bisturí de un cirujano.
—Puedo venir a cenar, pero no esperes nada de mí, Paula. Quiero decir que… No veas cosas donde no hay nada. Te ayudé porque lo necesitabas. Eso es todo.
—Solamente es una cena, Pedro. Y yo no me hago ilusiones sobre nada. Había pensado en preparar pastel de carne con patatas y judías verdes.
—¿A qué hora?
—¿Qué tal a las siete?
—A las siete entonces.
Dicho y hecho. Recogió su hoz y se marchó.
Paula se dijo que no esperaría nada de Pedro. Y lo mejor de todo era que él tampoco esperaría nada de ella.
Tardó poco en averiguarlo. Dos hombres, dos desconocidos, aparecieron en el sendero y se encaminaron hacia la pasarela. Uno era alto y atractivo, de unos cuarenta y tantos años. El otro más joven, rubio, con una sonrisa algo engreída.
Se detuvieron al pie del puente y permanecieron inmóviles por un momento, mirando fijamente a Pedro.
El mayor sacó su cartera y le mostró una credencial del FBI.
—Soy Romeo Trotter, del FBI. Y éste es mi compañero Roberto Dagger. Hemos venido a ver a Paula Chaves.
—Yo soy Paula Chaves.
Buscó a Kiara con la mirada. La niña ya estaba corriendo hacia ellos, curiosa.
—¿Pueden decirme a qué se debe su visita? —les preguntó, apresurándose a tomarla de la mano.
—El orfanato Meyers Bickham. Usted estuvo interna allí, ¿verdad?
A Paula se le aceleró el corazón.
—Sólo deseamos hacerle unas cuantas preguntas —añadió Romeo—. A solas.
Miró significativamente a Pedro, que se hizo a un lado para dejarlos pasar.
—Yo me encargaré de Kiara mientras usted habla con ellos.
—¡Oh, no hace falta! Me la llevaré dentro conmigo. Se quedará viendo una película en el dormitorio. Creo que ya ha tomado demasiado el sol.
El pulso le atronaba en las sienes mientras entraba en la cabaña. En un rincón de su cerebro volvió a escuchar el llanto infantil con el que había convivido durante veinte años. Los gemidos del bebé fantasmal pidiendo ayuda.
Sólo que esa vez al parecer, el bebé fantasmal había pedido ayuda al FBI.
Fue a la cocina y desahogó su frustración exprimiendo limones. Preparó una limonada, que sirvió en tres vasos con hielo, y salió al porche.
Al parecer Kiara se había cansado de clavar clavos y había vuelto al dibujo que había estado coloreando antes.
—Me gustan esos colores —le comentó Paula, dejándole un vaso al lado.
—Es nuestra cabaña. El amarillo es el sol y el marrón nuestro columpio. Ahora voy a pintar al señor Pedro con su barba. Es más larga que la de Santa Claus, pero no es blanca.
Paula se acercó con los otros dos vasos a la pasarela. Pedro alzó la mirada al verla acercarse, pero continuó con su tarea.
—Le he traído un poco de limonada.
—Gracias.
Terminó de clavar una tabla y se reunió con ella en la ribera del arroyo.
Paula le tendió el vaso, pero en lugar de aceptarlo enseguida, se desabrochó la camisa, se enjugó con ella el sudor de la cara y la arrojó sobre una roca, a sus pies. Tenía un torso musculoso y atezado, con un fino vello oscuro que se espesaba en torno a sus tetillas para descender, en forma de uve, por su vientre. De repente tomó conciencia de que lo estaba mirando fijamente y se apresuró a desviar la mirada.
Cuando sus ojos se encontraron, experimentó la misma sensación de inquietud que la noche anterior, una intensidad que le traspasaba el alma. Sólo que esa vez también sintió algo más.
Una atracción irresistible.
—Puede que no quiera acercarse demasiado a mí —pronunció, retrocediendo un paso—. Me temo que apesto a sudor.
—El olor de un hombre que trabaja duro. Eso no puede ser tan malo.
Se llevó el vaso a los labios y bebió, con su prominente nuez de Adán subiendo y bajando a cada trago. Una vez apurada la mitad de la limonada, se tumbó en la ribera y estiró las piernas, apoyándose sobre los codos.
—Debe de estar cansado —le comentó ella.
—No más de lo normal.
—Ha hecho un gran trabajo con la pasarela. Parece que tiene usted maña para estas cosas.
—Sólo he clavado una cuantas tablas. No se necesita mucha maña para eso.
—Quizá no, pero yo no podría haberlo hecho, al menos no tan bien ni tan rápido como usted —se sentó a su lado, medio esperando que se apartara. Como no lo hizo, decidió seguir hablando. Tal vez, si llegaba a conocerlo mejor, desapareciera la inquietud que le provocaba. Y hablar con alguien de cualquier cosa que no fuera Meyers Bickham quizá la ayudara a ahuyentar los recuerdos que le había evocado la llamada de Ana—. Por su acento, no parece usted de Georgia.
—No.
—¿Qué le ha traído hasta aquí?
—Estaba de paso por la zona y vi que el manzanar estaba en venta.
—Así que lo compró y se dedicó al cultivo de frutales.
—Sí.
—Realmente no le gusta hablar mucho de usted, ¿verdad?
—No especialmente.
—Mattie dice que vive como un ermitaño.
—No deja de tener razón.
—Aun así, anoche no sólo me ayudó a encontrar la cabaña y a establecerme en ella, sino que hoy ha vuelto para reforzar el puente. ¿Por qué?
—Me pareció que necesitaba un poco de ayuda. Yo diría que la sigue necesitando. Aunque dudo que sea el tipo de ayuda que yo le pueda ofrecer.
—Para ser un ermitaño, es usted muy perspicaz.
—No se crea. Está haciendo pedazos esa servilleta que tiene en las manos.
Así era. Reunió los minúsculos pedazos y se los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.
—Si se ha traído los problemas con usted… No creo que disfrute mucho de las vacaciones —añadió él.
—No hace falta que me los traiga. Es mi propio pasado, que no me suelta —le confesó, en un impulso.
Por alguna razón, sentía la necesidad de explicarle su respuesta.
—El pasado suele hacer esas cosas con la gente —terminó su limonada y se levantó, aparentemente deseoso de volver a su trabajo y nada dispuesto a escuchar sus problemas.
No se molestó en recoger su camisa.
Simplemente agarró el martillo y escogió una tabla del montón que había serrado.
—Relájese y olvídelo —le aconsejó, para su sorpresa—. Si no puede hacerlo por su propio bien, hágalo por el de su hija.
Paula tuvo la sensación de que aquel consejo estaba realmente dirigido a sí mismo, como si se estuviera refiriendo a aquello que lo había empujado a esconderse del mundo, refugiándose en aquellas montañas.
Estaba pensando en invitarlo a comer en la cabaña cuando oyeron acercarse un coche.
—Parece que tiene compañía —comentó Pedro.
—No consigo imaginar quién puede ser.