domingo, 8 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 11
Paula observó a Pedro mientras se inclinaba sobre Kiara para ayudarla a manejar el martillo, cuidando de que no se hiciera daño. Se suponía que los perros y los niños eran los mejores jueces de las personas, pero ella todavía no se sentía dispuesta a confiar en aquel viejo refrán.
Por eso seguía siendo tan consciente de su presencia.
Acababa de quitar la última telaraña cuando sonó su teléfono móvil. Entró corriendo en la casa para contestar.
—¿Diga?
—¿Qué tal va la vida en la pequeña cabaña de las montañas? —le preguntó Ana, con su característico acento de Georgia.
—Llena de telarañas y de polvo —respondió, volviendo al porche.
—No digas que no te lo advertí. Las arañas adoran ese lugar, entre otros muchos insectos. ¿Has conocido a alguno de tus vecinos?
—De hecho, sólo tengo uno —Paula le explicó lo de la destrucción del puente. Al parecer, según Mattie, no lo habían reconstruido porque un tornado se había llevado las cabañas de la parte alta—. Y sí, ya lo conozco. Una especie de ermitaño barbado que cultiva manzanas ecológicas. Debe de haber comprado el viejo manzanar de los Delringer.
—Sí, hace tres años. Y también he conocido a Mattie y a Henry. Y a su hija Dolores.
—Dolores ya debe de estar en la universidad.
—La de Georgia. Está estudiando para profesora.
—Me alegro por ella. Entonces… ¿La cabaña sigue habitable?
—En eso estamos. Ahora mismo tengo todas las puertas y ventanas abiertas, para airearla. Y estaba en pleno proceso de retirada de telarañas.
—Bien. Porque no te llamaba precisamente para charlar.
—No me digas que el decano quiere que vuelva a para atender a otro estudiante descontento con sus notas.
—No, es sobre aquel antiguo orfanato donde estuviste. Meyers Bickham.
—¿Qué pasa con Meyers Bickham? —inquirió, súbitamente alerta.
—Lo están demoliendo.
—Se estaría cayendo de viejo. Ya sucedía cuando yo estuve allí, y desde entonces llevaba años cerrado.
—Un equipo de demolición se estaba ocupando del sótano cuando encontraron restos de niños enterrados en las paredes. Es la página de portada de los informativos de hoy. La policía ha abierto una investigación.
Niños enterrados en las paredes del sótano. Era una noticia verdaderamente espeluznante.
Como una pesadilla hecha realidad.
—¿Estás bien? —le preguntó Ana, al ver que no contestaba—. No he querido alterarte… Sólo pensé que podrías encontrarlo interesante. Además, estaba segura de que la noticia no habría llegado hasta allí…
—No te preocupes. Estoy bien. Lo que pasa es que es tan… Truculento. Y tienes razón. No me había enterado.
—¡Ah! Y otra cosa. La secretaria del departamento me dijo que alguien de la asociación de historiadores de Savannah llamó ayer para hablar contigo. Ella les dijo que estabas pasando el verano en mi cabaña y les dio tu número de móvil. Probablemente esperarán a que regreses al campus, pero yo quería decírtelo por si acaso estabas interesada en contactar con ellos antes.
—Gracias, pero lo dejaré para la vuelta. Ahora mismo estoy en vaqueros cortos y camiseta, y el pensamiento de vestirme de punta en blanco me aterra… Oye, ¿por qué no vienes a vernos en algún momento?
—Me encantaría si no tuviera tanta necesidad de quedarme aquí para supervisar la decoración de mi casa. Mañana me trasladaré a tu apartamento, si te parece bien. Van a empezar a levantar el suelo de la cocina y soy alérgica al polvo.
—Trasládate cuando quieras.
Charlaron durante unos minutos más. No volvieron a hablar de Meyers Bickham, pero Paula ya no pudo quitarse aquella noticia de la cabeza. Siempre había estado convencida de que aquel sótano estaba hechizado. Y así había sido. Almas en pena encerradas en sus muros de ladrillo…
De repente maldijo para sus adentros. Claro. Por eso había recibido aquella nota tan extraña el día anterior. Quienquiera que la hubiera escrito, creía que ella estaba dispuesta a hablar. Cerró los ojos. Y volvió a abrirlos al escuchar el grito alborozado de Kiara:
—¡Estoy ayudando a hacer el puente, mami!
—Qué bien, corazón.
—¿Quieres venir a verme?
—Ahora mismo voy para allá.
Iría cuando se recuperara lo suficiente. Aún estaba estremecida. Niños enterrados en los muros de un orfanato. Era algo absolutamente horripilante.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 10
Pedro trabajaba a buen ritmo clavando las tablas que reforzaban la pasarela. Era un trabajo tan fácil como satisfactorio. Lo que lo molestaba era otra cosa: La necesidad que había sentido de ir allí.
Durante los tres últimos años, se las había arreglado para evitar casi todo contacto con la gente de la zona y con los turistas. A excepción de Henry y de Mattie, apenas abría la boca más que para saludar a la gente con la que se encontraba, algo de rigor en Georgia. Bueno, también hablaba con Bruno, por supuesto, pero fundamentalmente para indicarle lo que tenía que hacer en el manzanar.
En cambio, allí estaba ahora, trabajando para una pelirroja gruñona que iba a pasar todo aquel verano prácticamente a su lado. Claro que no había tenido otra elección. Aquel viejo puente corría el riesgo de derrumbarse el día menos pensado. Y si madre e hija se caían, o incluso si se ahogaban en época de crecida, sabía que jamás se lo perdonaría a sí mismo… Porque no sería la primera vez.
Musitó una retahíla de maldiciones cuando los recuerdos volvieron a asaltar su mente. Se suponía que el tiempo lo curaba todo, pero ya habían pasado tres años y medio y seguía siendo incapaz de evocar todo lo que había sucedido aquella noche sin que se le encogiera el corazón.
Se sentó en el puente, con las piernas colgando y la mirada fija en la cabaña. Kiara estaba tumbada en el porche, dibujando. Era una de las pocas veces que la había visto tan tranquila.
Paula estaba quitando las telarañas del tejado del mismo porche, estirándose todo lo que podía. Le gustaba la manera que tenía de moverse, tan fácil, tan natural, con sus firmes senos balanceándose levemente bajo su camiseta blanca. Si llevaba algún tipo de maquillaje, no se había dado cuenta. Un apagado rubor teñía de rosa sus mejillas, como el de las manzanas cuando empezaban a madurar. Tenía el pelo rebelde, con indómitos rizos que escapaban de su cola de caballo…
Kiara se levantó de pronto y se le acercó corriendo.
—Me gusta el nuevo puente, señor Pedro.
—Gracias.
—Yo puedo ayudarle a terminarlo.
—¿Quieres clavar los clavos en las tablas?
—Claro. Se me da muy bien.
—¿Lo has hecho alguna vez antes?
—No, pero sé que se me da bien.
—Toma —le tendió el martillo—. Pero ten cuidado.
—¡Cómo pesa! —exclamó, sujetándolo con las dos manos.
Pedro se dijo que debería levantarse y marcharse. Y volver cuando ni Paula ni Kiara estuvieran presentes. Pero no lo hizo. Quizá los años lo hubieran ablandado, después de todo. O quizá fuera simplemente un masoquista.
viernes, 6 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 9
Era como la escena de una película de terror. La única diferencia estribaba en la mirada interrogante de Pedro. Paula atrajo a Kiara hacia sí, protegiéndola con su cuerpo.
—¿Qué está haciendo usted aquí?
Se detuvo, mirándola fijamente.
—Limpiando de hierbas el sendero, para que no le cueste tanto caminar por él. ¿Qué creía que estaba haciendo?
—No lo sé. Me ha asustado. No me gusta que se me acerquen sigilosamente, sin hacer ruido.
—No era esa mi intención, sino desbrozar el sendero y reforzar un poco esa pasarela. Pero me marcharé ahora mismo, si usted quiere.
—A mí no me ha asustado, mami —terció Kiara—. Él es mi amigo —se acercó a Pedro, señalando su hoz—. ¿Qué es eso?
—Es una herramienta para cortar hierbas. Pero está muy afilada, y los niños tienen que mantenerle lejos de ella —la lanzó a un lado, lejos del sendero, y se volvió nuevamente hacia Paula—. A ver si lo entiendo bien… ¿Se ha asustado porque se ha sobresaltado al verme o porque me tiene miedo?
Paula soltó un suspiro de frustración. No sabía con quién estaba más enfadada, si con Pedro o consigo misma, pero quería ser razonablemente sincera.
—Lo cierto es que todavía no lo conozco a usted. Nos encontramos anoche, en la tienda de Mattie, y nos acompañó hasta aquí. Nada más.
—Efectivamente. Y en vez de eso, pude haberla dejado que encontrara sola el camino hasta la cabaña. Y sin molestarme en descargar su equipaje. Ahora mismo, por ejemplo, no tengo ninguna necesidad de estar aquí.
Paula pensó que a aquel hombre le gustaba ir directo y al grano.
—Perdone. Supongo que he exagerado un poco.
—Entonces… ¿Quiere que termine lo que he venido a hacer o no?
—Le agradecería que lo hiciera, si es que podemos volver a hablar civilizadamente.
—No se me dan muy bien las habilidades sociales.
—Ya lo he notado —Paula miró a su alrededor—. ¿Ha venido andando hasta aquí? No he visto su moto.
—No podía transportar mi herramienta en ella. Le he pedido prestada la camioneta a Bruno.
—¿Y dónde está?
—Tomé para venir la antigua pista forestal. Sale justo detrás de la cabaña.
—¿Entonces por qué no me trajo por allí anoche?
—Dudo que su furgoneta lo hubiera soportado. Está llena de baches. No creo que le hubiese gustado quedarse atascada allí.
—No, desde luego. Con la carretera Delringer ya tengo más que suficiente.
—Necesitaré usar la red eléctrica de la cabaña para encender la motosierra. Pero no se preocupe, haré fuera la conexión. Bruno tiene una buena extensión de cable en su caja de herramientas.
—Bien. Porque allí dentro no hay nada, la cabaña está desierta —repuso Paula, exagerando.
—¿Seguro? Tuve la impresión de haber descargado un montón de cosas de su furgoneta.
Acababa de hacer una pequeña broma, con un amago de sonrisa asomando a sus labios. Aquel leve cambio lo hizo parecer mucho más joven…
Y mucho menos inquietante. Tenía una buena dentadura, blanca y muy cuidada.
Ahora que se fijaba en ello, su ropa no parecía encajar con su cabello y su barba, tan desaliñados. Sus vaqueros eran viejos, pero limpios. Y se había planchado la camisa.
—Estaré por aquí el resto del día si necesita algo —le dijo, y tomó a su hija de la mano para empezar a caminar por el sendero.
Estaba absolutamente despejado de maleza.
—Mami, me gusta Pedro —comentó Kiara—. Ha cortado las malas hierbas.
Efectivamente. Y no les había cortado el cuello, tal como había temido en el escenario de terror que había asaltado su imaginación apenas unos minutos antes. Se sentía ridícula por haber pensado algo semejante, pero aun así seguía habiendo algo en aquel hombre que la inquietaba…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 8
Paula procuró no soltar la bolsa de la compra mientras cerraba con llave la furgoneta. Caminar por el sendero a la luz del día no resultaba tan difícil como de noche, pero fácil tampoco era. Y la pasarela constituía un gran desafío.
Sobretodo cuando iba cargada de bolsas y con la niña.
Acababa de tomar a Kiara de la mano cuando de repente se quedó inmóvil. Había escuchado claramente el rumor de unos pasos en el bosque.
Allí estaba. Pedro Alfonso. Alto, sudoroso, con el cabello cubriéndole el rostro, las botas llenas de barro. Y la mirada oscura y sombría como la noche…
Tenía una hoz en la mano derecha. Parecía un auténtico demonio sacado de la peor de las pesadillas. Sólo que Paula estaba perfectamente despierta…
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 7
La despertó un rayo de sol que se abrió paso a través de los cristales cubiertos de polvo de la ventana. Se estiró, perezosa, pensando en la larga jornada de limpieza que tenía por delante.
Había dormido sorprendentemente bien. Se había despertado solamente una vez. Sólo por un instante, la había asaltado una punzada de pánico, preguntándose si habría cometido un error al alojarse en un lugar tan aislado para pasar el verano… Pero cuando se asomó a la ventana y contempló el cielo tachonado de estrellas, sus temores se disiparon por completo.
Ya se disponía a ponerse la bata, cuando de repente cambió de idea. No había nadie cerca para verla cuando se pusiera a preparar el café en pijama. Fue a la cocina y se aprestó a la tarea con la cafetera que había llevado de casa.
Minutos después, con una taza en la mano, salió al porche y se sentó en el columpio. Una brisa fresca le acariciaba el rostro y un cuervo graznó sobre su cabeza, desde la rama más baja de un nogal. El paisaje, los sonidos, incluso los olores le resultaban familiares.
Las montañas habían constituido la mejor parte de su vida en Meyers Bickham. O más bien, lo único bueno. Se había escapado a la menor oportunidad, huyendo lejos de aquella antigua iglesia convertida en orfanato. Nunca lo suficientemente lejos.
Evocó el texto de la nota que había recibido dos días atrás: Deja en paz el pasado. Seguía sin tener la menor idea de quién la había enviado ni por qué. Si se trataba de una amenaza, no era muy explícita. Aunque tampoco le importaba. No tenía ninguna intención de hablar de su pasado, ni siquiera de pensar en él, y ese podía ser un buen momento para empezar. Hacía un día demasiado bonito para estropearlo con pensamientos tan deprimentes.
Haría un poco de limpieza y luego iría a Dahlonega para hacer más compras y recoger algunos folletos turísticos. Incluso se dejaría caer por la tienda para charlar con Mattie. Sería interesante averiguar algo más sobre su único vecino. No era que estuviera interesada en él, ni que esperara verlo de nuevo. Pero el tipo era muy extraño y tenía algo que la inquietaba…
Le gustaría conocer la historia que escondía detrás de aquellos ojos oscuros e inquietantes.
Y asegurarse de paso de que no tenía nada de que preocuparse…
****
Ni siquiera de Kiara, que se hallaba a unos metros de ella, en el mostrador de las golosinas.
Cuando la pareja se hubo marchado, Paula se acercó a la caja.
—¿Qué tal estaba la cabaña? —le preguntó Mattie.
—Llena de polvo y decorada con telarañas e insectos muertos, pero va mejorando.
—Me alegro. ¿Probaste esos tomates?
—Sí, anoche, para hacerme un sandwich. Estaban deliciosos.
—Esos que están afuera los recogió Henry esta misma mañana.
—Entonces tendré que llevarme más.
—Sírvete tú misma. ¿Qué más quieres?
Paula se volvió para asegurarse de que Kiara seguía a la vista, pero no lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación.
—Me gustaría hacerte un par de preguntas… —le dijo en voz baja.
—Dispara. Llevo toda la vida aquí.
—Siento curiosidad por… Pedro Alfonso.
—Le pasa a la mayoría de la gente. Es un tipo extraño. Vive como un ermitaño. Henry me dijo que anoche te llevó a la cabaña. Eso me sorprendió, pero supongo que Henry se lo sugeriría. Pedro no se relaciona con nadie excepto con Henry y conmigo, y sólo lo vemos cuando se pasa por la tienda.
—Es un tipo inofensivo, ¿no?
—A mí me lo parece. Lo único que hace es ocuparse de su manzanar. Él hace casi todo el trabajo. Y sus manzanas son las mejores del condado. Hay gente que viene de Atlanta para comprarselas.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?
—Apareció hará unos tres años, y compró la antigua casa de Delringer. El huerto de frutales y la casa estaban muy deteriorados desde que murió el viejo. Nos sorprendió que alguien quisiera comprarla. Y eso es todo lo que se sabe sobre Pedro, aunque hay muchas especulaciones…
—¿Qué tipo de especulaciones?
—Hay gente que dice que es un fugitivo de la justicia y que Pedro no es su verdadero nombre, sino un alias…
—¿Y por qué dicen eso?
—Algunos porque les gusta hablar para oírse a sí mismos. Otros porque no tienen nada mejor que hacer, que inventarse historias sobre la gente que es diferente. O que no les habla cuando intentan entablar conversación.
—¿Tú qué piensas de él?
—Mira, yo le vendo sus manzanas y él me da una generosa comisión. Es un buen trato para los dos. Generalmente yo le dejo dinero a deber. Él me compra las verduras. Solemos saldar las cuentas a finales de mes.
De repente una joven atractiva, de unos veintipocos años, aparcó su coche frente a la tienda. Kiara se puso a hablar con ella en la puerta. La niña se fiaba de todo el mundo, y Paula tenía que vigilarla constantemente.
—¿Entonces tú crees que todos esos rumores negativos que corren sobre él son infundados?
—Yo no he tenido ningún problema con él, y a Henry le cae bien. Pero es que Henry también es un tipo muy callado —alzó la mirada, sonriente, al ver a la joven—. Ahí está mi hija.
Acércate, Dolores. Déjame presentarte a la mujer que está viviendo en la cabaña de los Jackson.
Hizo las presentaciones, y Dolores siguió charlando con Kiara mientras Paula pagaba sus compras.
Cuando le estaba dando las vueltas, Mattie se inclinó hacia ella y añadió con tono confidencial:
—Creo que Pedro es un hombre que ha sufrido mucho. No soy psicóloga, pero te diré una cosa: No suelo equivocarme a la hora de juzgar a la gente.
Le dio una cariñosa palmadita en la mano como si fueran viejas amigas.
Al volverse, vio que Kiara estaba ayudando a Dolores a reponer de latas de refresco la nevera de la tienda. Una tarea que Mattie debía de haber dejado interrumpida en algún momento.
—Por cierto, si necesitas una niñera mientras estés aquí, te comunico que estoy disponible —se ofreció la joven.
—Sí, mami… ¿Podré ir a su casa?
—Hoy no, pero seguro que lo tendré en cuenta.
—Cuando quieras. Cuando no tengo nada que hacer, mi padre me pone a limpiar verduras, a reponer género o a lo que sea con tal de que me quede en la tienda. Y mucho me temo que cuando sean viejos, además tendré que hacerles de niñera —Dolores las acompañó hasta la furgoneta y ayudó a Kiara a sentarse en su asiento, abrochándole el cinturón—. ¿Es la primera vez que vienes por aquí?
—Por esta zona en concreto, sí —respondió Paula—. Pero crecí cerca, un poco más al oeste.
—Aquí tendrás mucho que hacer. Deberías visitar Helen. Parece un típico pueblo alpino. Y en el parque natural organizan actividades de conocimiento de la naturaleza para los niños cada semana. Yo suelo colaborar con ellos como voluntaria.
—Gracias. Y no me olvidaré de tu oferta. Pienso pasar la mayor parte del tiempo con Kiara, pero nunca se sabe cuándo necesitaré algún descanso.
—Sólo tienes que llamarme. Yo puedo ir a la cabaña, o tú llevar a la niña a la granja. A mi padre le encantan los niños. Le enseñará los animales que tenemos y seguro que Kiara se lo pasará estupendamente.
—En ese caso, creo que la visita es obligada.
Paula no podía alegrarse más de haber pasado por la tienda de Mattie. Dolores le recordaba a los mejores alumnos que había tenido, los más activos y motivados. Pero seguía sin saber a qué atenerse respecto a Pedro Alfonso. Alguna gente sospechaba que era una fugitivo de la justicia. Mattie pensaba que era un hombre que había sufrido mucho. Y lo único que ella sabía, era que su presencia le provocaba una extraña inquietud…
Pero con un poco de suerte, no tendría que volver a pensar en él. Si era realmente el solitario que Mattie le había dicho que era, no lo vería nunca más.
jueves, 5 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 6
Empezó el recorrido abriendo y asomándose a las cuatro puertas que daban al salón. No había gran cosa que ver. La cabaña era básicamente un salón cuadrado, rodeado de cuatro habitaciones sin pasillos. Asaltada por una punzada de hambre, echó un vistazo a la cocina.
Era de gas. Los fuegos estaban cubiertos de polvo, pero limpios, sin grasa acumulada. Al parecer alguien los había limpiado antes de irse.
—Hora de cenar, Kiara. Tenemos cocina y todo.
La nevera estaba relativamente limpia. Paula se agachó para conectar el enchufe. Funcionaba.
—Quédate aquí —le dijo cuando oyó abrirse la puerta de entrada, con un crujido.
—¿Por qué no puedo quedarme en el porche, columpiándome?
—Porque hay mosquitos y aún no hemos sacado el repelente.
Paula terminó de inspeccionar la nevera. Le encantaba la mesa de la cocina, de roble macizo con sólidas patas. Y estaba colocada justo bajo la ventana desde la que se divisaban las montañas.
En la pared del fondo había un enorme armario, con cortinas de cuadros en lugar de puertas.
Una cosa más que necesitaba lavar. Su único contenido, era un extintor de incendios. Pero el otro armario, el de encima del mostrador, estaba lleno de platos. De porcelana. Definitivamente llevaban allí mucho tiempo. Y también vasos, cubertería de acero inoxidable y un rico surtido de sartenes y cazuelas. Todo lo que Kiara y ella necesitarían durante aquel verano. Y a un precio accesible. Gratis.
Los dormitorios eran igualmente austeros. Dos camas gemelas en uno, una cama de matrimonio en el otro, y cada uno con un pequeño armario y una cómoda de cuatro cajones. Todas las camas tenían colchas de punto, que antaño habían sido blancas y ahora amarillearon de polvo.
Kiara se reunió con ella. Llevaba un libro en la mano que debía de haber encontrado en la estantería.
—Yo dormiré aquí —se sentó en una de las camas gemelas, la que estaba debajo de un ventanuco—. Así podré ver las estrellas.
—Buena idea. Cuando te ponga tus sábanas de sirenitas y tu manta amarilla, te sentirás como en casa.
—¿Dónde está el cuarto de baño?
El cuarto de baño. Seguro que tenía que haber uno, pero no recordaba haberlo visto.
—Está detrás de la cocina.
Paula se volvió para descubrir a Pedro en el umbral, con una gran maleta en cada mano. Los músculos de sus brazos se delineaban bajo la fina tela de su camisa y la oscura melena le caía sobre la frente.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó ella.
—Ya había revisado la cabaña antes. Creía que estaba abandonada.
—¿Cómo pudo entrar? Estaba cerrada con llave.
—La puerta sí. Pero las ventanas no. Ni siquiera tienen cerraduras. Aunque tampoco las necesita, en una zona tan aislada como esta.
Se le acercó. Su presencia parecía empequeñecer el dormitorio, y Paula volvió a experimentar otra punzada de inquietud. Sólo que esa vez, la sensación no era exactamente de miedo. No sabía lo que era. Solamente que tenía un nudo en la garganta que le costaba tragar…
—¿Dónde quiere que le ponga esto? —inquirió él, señalando las maletas con la cabeza.
—La verde aquí —procuró mantener un tono firme de voz—. Y la negra va en el otro dormitorio.
Hacia allí se dirigió. Paula aspiró profundamente y se esforzó por reflexionar racionalmente sobre su situación. No podía ser atracción lo que sentía por aquel hombre. No podía sentirse atraída por alguien a quien apenas podía ver la cara detrás de aquella melena, y cuya mirada parecía traspasarle el alma.
—Voy a ayudar al hombre de la barba —anunció Kiara.
—No —lo dijo demasiado rápidamente, sin pensarlo.
—Pero tiene una pierna mala, mami. No debería hacer él solo todo el trabajo.
—Quiero que te quedes aquí.
La niña saltó de la cama y se plantó ante ella con las manos en las caderas.
—¿Por qué? No hay que tener miedo de lo oscuro. Es lo que tú me dices siempre cuando tengo pesadillas.
—No eres lo suficientemente mayor como para cargar con cosas.
—Puedo cargar con mi bolsa de juguetes y de películas.
—Te puedes caer al agua.
—No me caeré. Soy una niña mayor.
—Creo que el señor Pedro prefiere que le dejemos trabajar solo. Pero podrías ayudarme a deshacer tu equipaje. Y decidir en qué cajones quieres que guardemos tus pijamas, tu ropa interior y tu ropa de jugar.
—Bien. Y meteré mis zapatos en el armario.
—Buena chica —le dio un fuerte abrazo—. Pero primero veamos ese cuarto de baño.
Suspiró de alivio cuando el agua parda de la ducha empezó a aclararse poco a poco. No tenía un gran aspecto, pero funcionaba. Al menos por el momento.
Para cuando volvió al salón, Pedro entró con la televisión en un brazo y una garrafa grande de agua en el otro.
—No creo que pueda sintonizar una buena cadena sin una antena parabólica.
—Sólo la pondremos para las películas de vídeo de Kiara.
—¿Quiere que la deje en la habitación de la niña?
—No, déjela ahí por el momento, gracias. De hecho, no hace falta que meta nada más en las habitaciones. Ya lo haré yo cuando haya terminado de limpiar.
El hombre asintió, mirándola detenidamente. Y Paula volvió a inquietarse bajo aquella oscura e hipnótica mirada, de expresión inescrutable.
—¿Qué edad tiene su hija?
—Cumplirá cinco años la semana que viene.
—Vigile que no se acerque demasiado al arroyo. Ahora está bajo, pero el nivel sube mucho con las lluvias.
—Lo haré.
—Y evite que se interne sola en el bosque. Podría perderse.
No dijo nada más, simplemente giró sobre sus talones y se marchó, pero aquella preocupación por su hija sorprendió a Paula. No había esperado eso de él. Aunque, la primera vez que lo vio en la puerta de la tienda, tampoco había esperado que terminaría ayudándola a descargar sus cosas en la cabaña.
Aun así, seguía habiendo algo en aquel hombre que la llenaba de inquietud. Algo que no necesitaba para nada… Sobretodo cuando estaba en medio de un bosque, en una zona tan aislada como aquella.
Por otra parte, dudaba que volviera a verlo, a no ser que se lo encontrara en la tienda de Mattie.
Estaban solas. Kiara, ella y las arañas. Pero al menos tenían agua y la nevera funcionaba. Y no tenía clases que prepararse ni exámenes que corregir. ¿Qué más podía necesitar una mujer?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)