miércoles, 18 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 21





–Estás más hermosa que nunca –dijo él.


–Te odio –contestó ella y le dio la espalda.


Ella oyó una risa sensual en voz baja a modo de respuesta y se estremeció.


¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Cuánto se quedaría?


«Sólo está aquí por la boda», se dijo. «No está aquí por mí».


Pero aquella manera en que la había mirado...


Había sido como un vikingo contemplando un tesoro largo tiempo perseguido y que había acudido a rescatar. La había mirado como si tuviera intención de poseerla. De hacerla gemir y retorcerse bajo él una y otra vez hasta que ella gritara por la intensidad de su placer indeseado...


La arpista comenzó a tocar la marcha nupcial y los invitados se pusieron en pie y giraron la cabeza para ver a la novia recorriendo el pasillo.


A Paula le temblaron las piernas al levantarse. 


Emilia estaba radiante con su vestido de tul blanco con velo, caminando del brazo de su padre. Ambos sonreían abiertamente.


Durante los últimos dos años, Emilia Saunders había sido más que la secretaria de la fundación para el parque: se había convertido en una buena amiga.


Pero incluso mientras sonreía a Emilia, Paula no pudo dejar de advertir la presencia de Pedro tras ella. Su calidez. Su fuego.


Nada más que el banco de madera le separaba de él. Podría haberle tocado con sólo haber elevado unos centímetros la mano. Pero no necesitaba tocarlo para sentirle con todo su cuerpo.


Percibió su cercanía de nuevo al sentarse en el banco junto a Andres; mientras el oficiante celebraba la boda; y cuando los novios se besaron y salieron felices de la catedral.


Al verlos marcharse y comenzar su nueva vida juntos, Paula sintió una repentina punzada de dolor en el corazón.


Se alegraba profundamente por Emilia. Pero aquel amor sólo aumentaba su sensación de soledad. Ella quería amar así. Quería que su preciosa hija tuviera la familia que se merecía, un hogar y un padre amorosos.


«Mejor no tener padre que un bastardo de corazón de hielo como Pedro Alfonso», se dijo a sí misma con fiereza. ¿Qué haría él si descubría que ella había tenido una hija suya? ¿Exigiría pasar tiempo con Rosario, entrometiéndose en sus vidas? ¿Usaría la custodia de su preciosa hija como un arma contra ella? ¿Presentaría a la pequeña a su interminable sucesión de novias y amantes?


El ya había destruido a sus padres y su hermana, pensó Paula. Ella no le daría la oportunidad de destruir también la vida de su bebé. No podía permitir que él conociera la existencia de Rosario. ¡Especialmente porque él sabría que no podía ser hija de Giovanni!


Andres tomó a Paula de la mano y la condujo por el pasillo hacia el exterior de la catedral. Ella vio a Pedro y una repentina cobardía se apoderó de ella, haciéndola esconderse tras la delgada figura de Andres.


Pedro se detuvo delante de ellos. Sus ojos oscuros pasaron por encima de Andres y se fijaron en los de Paula.


–Te acompañaré al banquete, Paula.


–Aparta, Alfonso –dijo Andres–. ¿No ves que está conmigo?


–¿Es eso cierto? –preguntó Pedro sin desviar la mirada de ella–. ¿Estás con él?


Ella llevaba varios meses saliendo con Andres y todo lo que él había hecho había sido besarle la mano y la mejilla. Había deseado más, pero ella no se lo había permitido. Ella había mantenido la esperanza de que algún día querría que él la besara, de que sentiría algo de pasión. Ella sabía que él sería un buen esposo. Un buen padre. Exactamente lo que Rosario necesitaba.


Pero no tan exactamente.


Paula tragó saliva.


–Sí, estoy con Andres –dijo agarrando la mano de su acompañante con más fuerza–. Así que, si nos disculpas...




martes, 17 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 20





-SABES que me preocupo por ti, querida. 


Andres abrazó a Paula por los hombros conforme se sentaban en el banco de la iglesia.


–¿Cuándo me darás el sí?


Ella lo miró y se mordió la lengua.


–Me encantan las Navidades, ¿a ti no? –murmuró él cambiando de tema con diplomacia–. Los regalos, la nieve... ¿No te parece romántico este lugar con las velas y las rosas?


Ciertamente, la catedral estaba decorada de forma muy romántica a causa de la Navidad, con acebo, ramas de abeto y rosas rojas iluminadas por multitud de velas. La boda aprovechaba la magia de aquella noche invernal.


Pero Paula no deseaba celebrar su boda en Navidad. Sólo deseaba regresar junto a su hija, quien se hallaba acostada en su cuna bajo la atenta vigilancia de una niñera.


Y las rosas rojas le hacían pensar en un hombre de pelo oscuro y hombros anchos que había revolucionado su mundo y luego le había herido profundamente.


–Cásate conmigo, Paula –le susurró Andres–. Seré un buen padre para Rosario. Os cuidaré a las dos para siempre.


Ella se humedeció los labios. Andres Oppenheimer era un buen hombre, sería un buen marido y un padre aún mejor. Entonces, ¿por qué ella no lograba decir que sí? ¿Cuál era su problema?


–¿Qué me dices? –insistió Andres.


Ella desvió la mirada y tragó saliva.


–Lo siento, Andres. Mi respuesta sigue siendo no.


El se la quedó mirando unos instantes y luego le dio unos suaves golpecitos en la mano.


–No hay problema, Paula. Te esperaré. Esperaré y confiaré.


Paula se ruborizó sintiéndose culpable. A ella le gustaba Andres. Mantenía la esperanza de que algún día se enamoraría de él o al menos sería capaz de aceptar un matrimonio amistoso, igual que el primero. Pero una noche de pasión con Pedro la había arruinado para siempre. Ya no conseguía imaginar casarse con un hombre si no existía ese fuego.


Sabía que estaba siendo una estúpida. Su hija necesitaba un padre. Pero...


Desvió la mirada. Los bancos de la iglesia estaban llenos de amigos tanto de su amiga y empleada, Emilia Saunders, como del novio, Nicolas Carter. Oyó que alguien recién llegado se sentaba justo detrás de ella.


–Me gustaría llevarte a algún lugar para Nochevieja –anunció Andres sujetándole la mano–. El Caribe, Santa Lucía... O a esquiar en Sun Valley. Adonde tú quieras ir.


Andres le besó la mano.


Ella oyó una leve tos a su espalda. Se dio la vuelta distraídamente y volvió a girarse mientras el tiempo se detenía en seco.


Pedro.


Estaba sentado en el banco a su espalda con la mirada clavada en ella. Vestía una camisa, corbata y pantalones todo negro y resultaba más apuesto, seductor y travieso que el propio diablo. Era el único hombre que había logrado que se sintiera viva. El único hombre al que ella odiaba con cada fibra de su cuerpo.


–Hola, Paula –saludó él con tranquilidad.


–¿Qué estás haciendo aquí? –le espetó ella–. ¡Emilia dijo que te encontrabas en Asia y que seguramente no llegarías a tiempo!


–¿No lo sabes? Soy mago –dijo él e hizo una inclinación de cabeza a Andres– . Oppenheimer, ya le recuerdo.


–Y yo le recuerdo a usted, Alfonso –dijo Andres mirándolo con suspicacia–. Pero los tiempos han cambiado. Esta vez no me arrebatará el bailar con ella.


Por toda respuesta, Pedro miró a Paula y a ella le pareció que él realmente era un mago, porque con una sola mirada cambió su invierno en verano, le desgarró el formal vestido de seda de Chanel y ella sintió el calor del cuerpo desnudo de él contra el suyo.


Incluso un año y medio después, el recuerdo de él haciéndole el amor entre las rosas era tan intenso como si hubiera sucedido una hora antes.


Ella se había dicho a sí misma que le había borrado de su memoria. Pero, ¿cómo podía haberlo hecho cuando cada mañana se encontraba con los mismos ojos brillantes en el adorable rostro de su hija?


Rosario.


¿Qué ocurriría si él se enteraba? Le invadió el miedo. Después de casi nueve meses de embarazo y otros nueve tras el nacimiento de su hija, ella había creído que se hallaban a salvo. 


Que Pedro nunca regresaría a Nueva York. El
nunca se enteraría de que ella había tenido una hija suya.


Toda la sociedad creía que Rosario era la hija póstuma del conde, un milagro nacido nueve meses después de su fallecimiento. Ella no podía deshonrar la memoria de Giovanni ni proporcionar al hombre al que odiaba razones para interferir en sus vidas.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 19





Por más que había intentado olvidarla, la recordaba. Recordaba la forma en que la había sostenido entre sus brazos al besarla en el salón de baile.


Recordaba el temblor de su virginal cuerpo cuando la había poseído en el jardín. Recordaba la explosiva manera en que la había deseado. Y la forma en que ella le había mirado, maravillada, mientras hacían el amor... y con odio cuando ella había descubierto quién era él.


Ella era la única mujer que se había negado a sus deseos.


Él no quería recordar esas cosas. Llevaba el último año y medio intentando olvidarlas. Pero, ¿cómo hacerlo cuando Paula era la mujer a quien todos los hombres deseaban y él había sido el único que la había tocado? Al menos el primero. De pronto se preguntó con cuántos hombres se habría acostado ella en el último año y medio. Agarró su copa con fuerza.


–Aunque la condesa no puede compararse con mi mujer –puntualizó Nicolas–. Emilia es cálida y amorosa. La condesa es muy guapa, no hay duda, ¡pero tan fría!


–¿Fría? –murmuró Pedro–. Yo no la recuerdo así.


Ella había sido puro fuego, desde la pasión de su primer beso hasta la feroz intensidad de su odio.


–Te atrapó en su red, ¿cierto?


Pedro elevó la vista y vio a Nathan mirándolo divertido.


–Por supuesto que no –replicó–. Tan sólo es la mujer que decidió poner un parque donde deberían haber estado mis rascacielos. Aparte de eso, no significa nada para mí.


–Me alegra oírte decir eso –comentó Nicolas con gravedad–. Porque es evidente que ella te ha olvidado. Lleva viéndose con el mismo hombre desde hace meses. Se espera que cualquier día anuncie su compromiso de boda.


Una ola helada se apoderó del cuerpo de Pedro


¿Paula, comprometida?


–¿Quién es él?


–Un rico abogado de una acomodada familia de Nueva York. Andres Oppenheimer.


Era el poderoso hombre de pelo blanco que había conocido al abuelo de Pedro. ¿Él iba a convertirse en marido de Paula?


Pedro sabía que ese matrimonio no sería célibe como el primero.


Oppenheimer la deseaba... igual que todos los hombres, igual que él, reconoció Pedro.


Tomó aire profundamente mientras los colores y sonidos del bar zumbaban a su alrededor. Se dio cuenta de que dieciocho meses de duro trabajo físico no habían atenuado su deseo hacia Paula Chaves. En absoluto.


Aunque ella lo detestara... él la tendría.




OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 18





Pedro se llevó el frío vaso a la frente. Él había tomado su decisión: no quería esposa. Ni hijos.


Él había tenido familia una vez, gente que lo amaba. Y no había sabido conservarlos. Mejor no tener a nadie a quien amar que fallarles. Eso era más fácil, más seguro para todo el mundo.


Qué pena que Nicolas no se diera cuenta de eso.


«Él nos amaba. Fue mejor hombre de lo que tú serás nunca».


–¿Pedro? –oyó que le decía Nicolas–. Cielos, tienes mal aspecto.


Aliviado por la interrupción, Pedro elevó la vista y vio a su viejo amigo junto a la mesa del bar. Nicolas le sonreía y tenía un aspecto de lo más saludable con sus vaqueros y un suéter.


–Y yo nunca te había visto tan feliz –admitió Pedro extendiendo la mano–. ¡Incluso has engordado!


Nicolas le estrechó la mano con una sonrisa. Se sentó a la mesa y se dio unas palmaditas sobre la tripa con gesto de arrepentimiento.


–Emilia me alimenta bien. ¡Y después de hoy, sólo irá a más!


Pedro lo miró fijamente.


–Pues sal corriendo.


–El mismo Pedro de siempre –dijo su amigo con una carcajada y sacudió la cabeza–. Me alegro de que hayas venido. No esperaba que te desplazaras desde Mongolia. De haberlo sabido, te habría nombrado mi padrino.


–Es mi última oportunidad para convencerte de que no te cases. Que sigas siendo libre.


–Créeme, cuando encuentras a la mujer adecuada, la libertad es lo último que deseas.


Pedro resopló.


–Lo digo en serio –aseguró Nicolas.


–Es una locura. Sólo conoces a la chica desde hace cuánto... ¿seis meses?


–Un año y medio. Y acabamos de conocer una noticia que aumenta la felicidad de este día –anunció Nicolas y se acercó más a él con una sonrisa–: Emilia está embarazada.


Pedro se lo quedó mirando. Nicolas rió al ver su expresión.


–¿No vas a felicitarme?


Su viejo amigo no sólo iba a casarse, además iba a ser padre. Pedro sintió cada uno de sus treinta y nueve años. ¿Cuál era su condenado problema? ¡Él llevaba una vida perfecta como soltero, la vida que él deseaba!


–Enhorabuena –dijo Pedro sin ninguna efusividad.


–Estamos buscando casa en Connecticut. Yo iré a la ciudad todos los días para trabajar, pero seguiremos teniendo una bonita casa con jardín para los niños. Emilia quiere un jardín.


Un jardín. Pedro recordó de pronto un jardín italiano repleto de rosas escondido del mundo tras unos muros de piedra de dos metros y medio de alto. El sol calentando la piel, el zumbido de las moscas y el viento moviendo los árboles. Y el sabor de la piel de ella. Aquel sabor dulce...


–Y pensar que no hubiera conocido a Emilia de no ser por aquel terreno del Far West Side... –añadió Nicolas–. ¿Lo recuerdas?


–Recuerdo que lo perdimos.


Él todavía no se había recuperado de aquella pérdida. Era la única vez en su vida que no había logrado algo.


No. Había habido otra vez: cuando él tenía siete años y su madre le había sacado a la nieve en mitad de la noche. Ella tenía el rostro cubierto de hollín y empapado de lágrimas de terror. Luego ella había regresado a la cabaña en busca de su marido y su hijo mayor. Pedro había esperado, pero ellos no habían salido...


–Conocí a Emilia en el baile benéfico «En blanco y negro» –le informó Nicolas dando las gracias a la camarera que acababa de traerle su copa–.
Trabaja para la condesa Chaves. Recuerdas a la condesa, ¿verdad? Es una mujer a la que ningún hombre puede olvidar.


–Sí, la recuerdo –murmuró Pedro.




lunes, 16 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 17





Dieciocho meses después.



Pedro no podía creerlo: Nicolas iba a casarse.


Se conocían de cuando ambos eran estudiantes en Alaska. Durante quince años habían disfrutado del estilo de vida de los solteros con fobia al compromiso y adictos al trabajo, ganando auténticas fortunas y saliendo con una interminable sucesión de mujeres bellas.


Él nunca hubiera creído que Nicolas se asentaría. Pero se había equivocado:
su amigo iba a casarse ese mismo día.


Pedro le esperaba en una mesa en el bar del hotel Cavanaugh, donde llevaba diez minutos apurando lentamente su whisky.


¿Sería demasiado tarde para convencer a Nicolas de que no se casara? ¿De agarrar al pobre estúpido y obligarle a salir corriendo antes de que fuera demasiado tarde?


Pedro se frotó la nuca con la mano, todavía bajo los efectos del jet lag tras su largo vuelo desde Ulan Bator. Terminado su proyecto en Mongolia el día anterior, había aterrizado en Nueva York hacía una hora. Era su primera vez en la ciudad en más de un año y medio, y a punto había estado de no acudir.


Pero no podía permitir que su viejo amigo se enfrentara solo al pelotón de fusilamiento.


Faltaba una semana para Navidad y el moderno bar del hotel se hallaba repleto de hombres de negocios con trajes oscuros de buen corte y muy caros.


También había algunas mujeres, unas pocas con traje de chaqueta, pero la mayoría con vestidos ceñidos y pintalabios rojo tan falso y cuidadosamente dispuesto como sus radiantes sonrisas de flirteo.


Podría ser cualquier otro bar caro en cualquier hotel de cinco estrellas del mundo. Pedro bebió otro trago de su delicioso Glenlivet de cuarenta años y se sintió desconectado de todo y todos. 


Contempló su vaso medio lleno. El whisky sólo era un año mayor que él. Dentro de un año él tendría cuarenta. Y, aunque se decía a sí mismo que la vida sólo le iba mejorando, había veces en que...


Oyó la risa forzada de una rubia pechugona ante la broma de un hombre bajo y calvo a su lado. Los contempló beber champán rosado y fingir que estaban enamorados. Qué falso todo.


Pedro no podía creerse que estuviera otra vez en Nueva York. Desearía seguir en el terreno en construcción, durmiendo en un jergón dentro de una tienda de campaña en Mongolia. O trabajando en Tokio. O en Dubai. O incluso regresar a Alaska. Cualquier lugar menos Nueva York.


¿Estaría ella allí por Navidad? La pregunta se coló en su mente de pronto y no fue bien recibida. Pedro frunció el ceño y bebió otro trago de whisky.


Durante el último año y medio había trabajado sin descanso para intentar olvidarla.


La única mujer que le había proporcionado un placer tan inmenso.


La única mujer que le había dejado con ganas de más.


La única mujer que lo odiaba tan intensamente.


¿De forma merecida? Las acusaciones de ella todavía le quemaban el alma.


«Me has seducido por unos rascacielos que nunca corresponderán a tu amor. ¿Y dices que mi padre fue un fracasado? Él nos amaba. Fue mejor hombre de lo que tú serás nunca».