martes, 17 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 18
Pedro se llevó el frío vaso a la frente. Él había tomado su decisión: no quería esposa. Ni hijos.
Él había tenido familia una vez, gente que lo amaba. Y no había sabido conservarlos. Mejor no tener a nadie a quien amar que fallarles. Eso era más fácil, más seguro para todo el mundo.
Qué pena que Nicolas no se diera cuenta de eso.
«Él nos amaba. Fue mejor hombre de lo que tú serás nunca».
–¿Pedro? –oyó que le decía Nicolas–. Cielos, tienes mal aspecto.
Aliviado por la interrupción, Pedro elevó la vista y vio a su viejo amigo junto a la mesa del bar. Nicolas le sonreía y tenía un aspecto de lo más saludable con sus vaqueros y un suéter.
–Y yo nunca te había visto tan feliz –admitió Pedro extendiendo la mano–. ¡Incluso has engordado!
Nicolas le estrechó la mano con una sonrisa. Se sentó a la mesa y se dio unas palmaditas sobre la tripa con gesto de arrepentimiento.
–Emilia me alimenta bien. ¡Y después de hoy, sólo irá a más!
Pedro lo miró fijamente.
–Pues sal corriendo.
–El mismo Pedro de siempre –dijo su amigo con una carcajada y sacudió la cabeza–. Me alegro de que hayas venido. No esperaba que te desplazaras desde Mongolia. De haberlo sabido, te habría nombrado mi padrino.
–Es mi última oportunidad para convencerte de que no te cases. Que sigas siendo libre.
–Créeme, cuando encuentras a la mujer adecuada, la libertad es lo último que deseas.
Pedro resopló.
–Lo digo en serio –aseguró Nicolas.
–Es una locura. Sólo conoces a la chica desde hace cuánto... ¿seis meses?
–Un año y medio. Y acabamos de conocer una noticia que aumenta la felicidad de este día –anunció Nicolas y se acercó más a él con una sonrisa–: Emilia está embarazada.
Pedro se lo quedó mirando. Nicolas rió al ver su expresión.
–¿No vas a felicitarme?
Su viejo amigo no sólo iba a casarse, además iba a ser padre. Pedro sintió cada uno de sus treinta y nueve años. ¿Cuál era su condenado problema? ¡Él llevaba una vida perfecta como soltero, la vida que él deseaba!
–Enhorabuena –dijo Pedro sin ninguna efusividad.
–Estamos buscando casa en Connecticut. Yo iré a la ciudad todos los días para trabajar, pero seguiremos teniendo una bonita casa con jardín para los niños. Emilia quiere un jardín.
Un jardín. Pedro recordó de pronto un jardín italiano repleto de rosas escondido del mundo tras unos muros de piedra de dos metros y medio de alto. El sol calentando la piel, el zumbido de las moscas y el viento moviendo los árboles. Y el sabor de la piel de ella. Aquel sabor dulce...
–Y pensar que no hubiera conocido a Emilia de no ser por aquel terreno del Far West Side... –añadió Nicolas–. ¿Lo recuerdas?
–Recuerdo que lo perdimos.
Él todavía no se había recuperado de aquella pérdida. Era la única vez en su vida que no había logrado algo.
No. Había habido otra vez: cuando él tenía siete años y su madre le había sacado a la nieve en mitad de la noche. Ella tenía el rostro cubierto de hollín y empapado de lágrimas de terror. Luego ella había regresado a la cabaña en busca de su marido y su hijo mayor. Pedro había esperado, pero ellos no habían salido...
–Conocí a Emilia en el baile benéfico «En blanco y negro» –le informó Nicolas dando las gracias a la camarera que acababa de traerle su copa–.
Trabaja para la condesa Chaves. Recuerdas a la condesa, ¿verdad? Es una mujer a la que ningún hombre puede olvidar.
–Sí, la recuerdo –murmuró Pedro.
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