sábado, 12 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 41





Después de la comida, tomaron un taxi de vuelta al barco para ir a buscar sus cosas. Cole había hecho una reserva en el lujoso hotel Ocean Breeze para todos.


La habitación de Paula tenía un ventilador en el techo y una terraza privada con cómodos sillones.


Acababa de guardar sus cosas cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y se encontró con Pedro.


—Hola —le dijo el.


—Hola.


Él dudó un segundo y apartó la mirada antes de hablarle.


—El hotel ofrece paseos a caballo. Todo el mundo se ha apuntado. ¿Te apetece a ti también?


—Claro. Hace años que no monto, pero me encantará probar de nuevo.


—Muy bien —repuso él.


Parecía aliviado, como si hubiera pensado que ella iba a negarse. Le daba la impresión de que quería decirle algo más, pero no lo hizo.


—Muy bien. Te veo abajo dentro de unos quince minutos.



****


No eran las mejores circunstancias para montar a caballo. Hacía tanto calor que su blusa blanca de algodón se le estaba pegando como una segunda piel. A los caballos no parecía importarles. Resignados, agitaban sus colas para librarse de los persistentes mosquitos.


Sonrió. Eran un grupo de lo más peculiar. Las hermanas Granger estaban tan felices y animadas como siempre. El profesor Sheldon no paraba de limpiarse el sudor con la ayuda de un pañuelo. Margo tenía un estilo muy elegante montando e iba al lado de Hernan, escuchando con atención sus innumerables historias.


Y después estaba Pedro. El más serio de todos y haciendo un esfuerzo sobrehumano por ignorarla.


Sin saber muy bien por qué, decidió que no iba a conformarse con esa situación.


Se metió la mano en los vaqueros y sacó la pistola de agua que había comprado en la tienda de regalos del hotel antes de salir. Le había parecido que le sería útil para refrescarse durante el paseo, pero acababan de ocurrírsele otros posibles usos.


Agarró las riendas con la mano izquierda, levantó la pistola y apuntó al centro de la espalda de Pedro. El chorro de agua salió en línea recta y dio de lleno en su camisa.


Pedro se giró rápidamente y la miró con incredulidad y sorpresa.


—¿Qué ha sido eso?


Escondió la pistola en la silla de montar y fingió inocencia.


—¿El qué?


Él sacudió la cabeza y miró a los otros con perplejidad.


—Nada, nada.


Le pareció que seguía demasiado serio. Esperó unos segundos más y volvió a dispararle. El agua le dio entonces en la nuca. Le sorprendió lo buena que estaba siendo su puntería.


Esa vez, se giró antes de que pudiera esconder la pistola. Pedro le sonrió de mala gana.


—¿Es eso lo que creo que es?


—Me pareció que tenías calor…


Pedro sonrió entonces de verdad. No sólo con la boca, también con los ojos. El tipo de sonrisa que conseguía que su corazón diera tres vueltas de campana.


—Muy bien… Ya me vengaré. Y ya sabes lo que dicen de las venganzas, ¿no?


Por desgracia, ella lo sabía mejor que nadie.


Después del paseo a caballo, todos se pusieron sus trajes de baño y bajaron a la piscina. Todos menos Pedro.


Paula y Margo disfrutaron bajo las sombrillas de los zumos tropicales que la camarera acababa de llevarles. Hablaron de lo mucho que a Margo le gustaba enseñar. Sintió envidia por la pasión y dedicación que sentía por su trabajo. Consiguió que se sintiera aún más deprimida. Ella no había hecho nada con su vida.


Margo vio a Hernan al otro lado de la piscina y de repente bajó la vista y concentró toda su atención en el libro que tenía abierto sobre el regazo. Paula sacó otro de la bolsa y se puso a leer, pero no conseguía relajarse. No dejaba de mirar a su alrededor, estaba buscando a Pedro.


Pasó más de una hora y él seguía sin dar señales de vida. Se dio cuenta de que lo de la venganza había sido sólo un farol, que no iba a hacerle nada. Había temido que la empujara a la piscina o le tirara un vaso de agua por la cabeza, pero sabía que no era el tipo de hombre aficionado a las bromas.


—¿Qué será eso? —le preguntó Margo.


Señalaba al otro lado de la piscina, donde unos jóvenes estaban montando un escenario, altavoces y un micrófono. Minutos después, una animada música comenzó a sonar.


—Supongo que están preparando algún tipo de entretenimiento —le dijo ella.


No tardó mucho en aparecer un hombre con una camiseta con el logotipo del hotel y un estridente bañador naranja. Se subió al escenario y comprobó el sonido desde el micrófono.


—¡Hola a todos! Soy Randy Hartman. Nací en Michigan, pero no me gustaba el invierno y decidí trasladarme a este paraíso que ustedes han escogido como lugar de vacaciones. ¡Bienvenidos al paraíso! ¿Acaso no tengo razón? ¿No es esto un paraíso?


Alguien aulló con entusiasmo y todo el mundo comenzó a silbar y a aplaudir.


—Muy bien. Es hora entonces de empezar a divertirse. Veo a un montón de gente guapa aquí esta tarde. Sobre todo las mujeres. Creo que el de hoy va a ser un concurso estupendo.


El micrófono chirrió y el animador tuvo que ajustarlo antes de seguir hablando.


—Vamos a hacer un concurso de talentos. Quiero saber cómo cantáis.


Se llevó el micrófono en la mano y comenzó a andar alrededor de la piscina, mirando a la gente mientras lo hacía. Se detuvo al lado de su silla, la miró y le sonrió.


—Nuestra primera concursante de esta tarde es la señorita Paula Chaves —anunció mientras tomaba su mano y la levantaba de la tumbona.


—¿Qué? —repuso ella completamente confundida.


—Venga, mujer, ¿no irás ahora a cambiar de opinión? Y gracias por ser la primera en apuntarte al concurso, Paula. Me alegra ver que tengo a alguien valiente entre el público. Ven conmigo, vamos a empezar con tu actuación.


—¡Espera! —exclamó ella mientras intentaba zafarse de él—. Si yo no me he apuntado…


—No te pongas ahora en plan tímido, Paula. Después de ti, seguro que el resto de nuestras invitadas deciden seguir tus pasos y participar.


Margo empezó a aplaudir con entusiasmo.


—¡Venga, Paula! ¡Animo!


Miró nerviosa alrededor. No le costó dar con Pedro, estaba en el bar de la piscina, al lado de Hernan.


Pedro le sonrió y la saludó levantando su copa.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 40




Pedro y Hernan cruzaron la calle y se acercaron a las cuatro mujeres.


—¿Habéis encontrado todo lo que buscabais? —les preguntó Hernan.


—No hemos empezado mal —repuso Paula mostrándole las bolsas.


—Estupendo. Parece que vamos a pasar más tiempo aquí del que pensábamos —les dijo Hernan.


—¿Es que pasa algo, capitán? —le preguntó Lyle a Pedro.


—Vamos a tener que pasar aquí la noche —les dijo—. La parte que falta para reparar el ancla tienen que encargarla a otra de las islas. Puede que llegue a aquí esta tarde, pero lo más seguro es que no llegue hasta mañana. Creo que lo mejor es que nos quedemos. Pueden pasar la noche en el barco o en un hotel. Hay uno muy agradable en la playa.


—Lo del hotel suena fenomenal —repuso entusiasmada Lily mientras miraba a las otras mujeres—. ¿Que os parece, chicas?


—No me importaría salir unas horas del barco, la verdad —confesó Margo.


—A mí tampoco —añadió Paula.


—Bueno, parece que está decidido —concluyó Pedro.


La joven que les había vendido los collares cruzó entonces la calle y fue a sentarse en el muro donde había estado Pedro unos minutos antes. Sacó un biberón de leche de su bolso y se lo dio al niño, que lo tomó con ansia y apetito.


Miró a Paula, que también contemplaba la escena. Ella lo miró entonces, los ojos húmedos, llenos de emoción. Él asintió con la cabeza y ella apartó la mirada, pero sólo unos segundos. 


Después le sonrió. Se dio cuenta de que a Paula le había gustado mucho que apreciara su gesto. 


Lo más extraño fue darse cuenta de que aquello significaba también mucho para él.


Comieron en la ciudad, en un pequeño restaurante cerca de las tiendas. El sitio era minúsculo, pero la comida era excelente.


Sentados a una gran mesa redonda bajo la sombrilla de la terraza, se pasaron cuencos de gambas picantes, arroz y otras exquisiteces.
Hernan les contó historias sobre su familia. 


Parecía el argumento de un culebrón televisivo. 


No pararon de reír. A Paula le parecía increíble que sólo conociera a esas personas desde hacía unos días porque ya le importaban como si fueran viejos amigos.


Estaba sentada al lado del profesor Sheldon, que había ido a buscarlos a la ciudad, y se esforzó por ver más allá de la fachada que el hombre mostraba al mundo, ahora que sabía cuánto había sufrido con el secuestro de su hija.


Frente a ella estaba sentado Pedro y de vez en cuando sentía que la miraba. Tan a menudo que no pudo evitar sentir una especie de felicidad dentro de ella. En su mirada aún había algo de la admiración que había visto antes. Pocas veces había sentido a alguien mirándola así. Era el tipo de mirada que había echado de menos en su padre.


Apenada por los recuerdos, tuvo que cerrar los ojos un instante.


Estaba convencida de que si Pedro supiera cómo era de verdad y lo que había hecho, la admiración desaparecería pronto de sus ojos.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 39




Pedro estaba sentado en un muro cercano a la zona de compras. Estaba muy inquieto. Sacó el móvil y comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas perdidas. Intentaba controlarse para no escuchar el contestador cien veces al día, pero el optimismo del detective había conseguido darle nuevas esperanzas.


Creía que sería más fácil aceptar que no iba a volver a ver a su hija que seguir esperando y esperando sin saber cómo ni dónde estaba.


Sabía que siempre la buscaría, aunque tuviera que pasarse así el resto de su vida. Se sentía culpable por no haberse dado cuenta de lo que tenía hasta que desapareció de su vida. Rezaba cada día para tener la oportunidad de corregir sus errores.


Vio a Paula y a las otras tres mujeres. Salían de una de las tiendas. Hernan había ido al mercado que había cerca de allí para comprarles botellas de agua.


Comenzó a llamar a las mujeres, pero se detuvo al ver que Paula observaba a una joven que tenía un bebé en brazos. La mujer era delgada, muy delgada, sus brazos no eran más que huesos y tenía las mejillas hundidas. Estaba al lado de una pequeña mesa en la que había expuestos collares y pulseras hechos con cuentas de madera de vivos colores.


Paula se acercó a ella, le sonrió y tomó uno de los collares. Le dijo algo a la joven y ésta sonrió también.


El bebé empezó a llorar y la mujer le frotó la frente con al mano. A pesar de estar a cierta distancia. Pedro podía ver cómo el bebé movía la boca. Debía de tener hambre. Se preguntó si aquella mujer podría darle de comer.


Miró de nuevo a Paula y vio que parecía muy preocupada, estaba seguro de que estaba pensando lo mismo que él.


Paula se giró y dijo algo a las otras mujeres, que se acercaron a la mesa y comenzaron a examinar los collares. No tardaron más que unos minutos en elegir cada una varias piezas de bisutería. Cuando terminaron, no quedaba nada sobre la mesa. Le pagaron y la mujer les entregó bolsitas con sus compras mientras les sonreía agradecida.


Hernan volvió entonces con el agua y le entregó una botella a Pedro.


—¡Ahí están! —exclamó Hernan al ver a las pasajeras.


—Sí… —repuso el mientras tomaba un trago.


—Parece que han arrasado comprando —comentó Hernan mirando las bolsas.


Paula miró entonces hacia donde estaban ellos y levantó el brazo con timidez para saludarlo. Él se quedó mirándola unos instantes. En cierto modo, sentía que la estaba viendo por primera vez.



viernes, 11 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 38




El profesor Sheldon se había despertado con un dolor de cabeza espantoso, así que Margo decidió ir al pueblo con las hermanas Granger y con Paula. Le daba pena que aquel hombre estuviera sufriendo por culpa de las migrañas, pero a Paula le gustó ver que su hija estaba encantada al poder ir con ellas al pueblo.


Pedro y Hernan se quedaron a bordo para vigilar el barco. Antes de que se fueran, les advirtieron que debían tener cuidado con sus bolsos.


Las cuatro mujeres tomaron un taxi al lado del muelle. Era un viejo y destartalado coche marrón y naranja que no parecía un taxi en absoluto. Se sentaron en la parte de atrás. Margo y Paula a ambos lados de las felices hermanas Granger, que llevaban trajes de cuadros verdes y blancos aquel día. Envidiaba a esas mujeres y su capacidad para disfrutar de la vida.


El conductor no dejaba de cantar las canciones que sonaban por la radio. Las llevó por una carretera llena de curvas que rodeaba la isla.


Paula había visto sitios maravillosos en su vida. 


Su padre era multimillonario y siempre había disfrutado de viajes paradisíacos, pero ese sitio era especial, tenía una belleza pura que estaba consiguiendo enamorarla.


La arena de las playas era tan blanca que parecía azúcar y había esbeltas palmeras por todas partes. Vio a algunos niños jugando con las olas y riendo felices.


—Es impresionante —comentó Margo.


—Así es —confirmó Lily.


—¿Por que nos gusta tanto el invierno? —preguntó Lyle.


—No lo sé, es difícil recordarlo ahora mismo, ¿verdad? —contestó Paula.


Las playas desaparecieron según se acercaban a la principal ciudad de la isla. Allí había suaves colinas y casas. Las que se situaban en las cimas eran lujosas mansiones, pero según se alejaban del océano y acercaban a la ciudad, notaron que las casas eran cada vez más modestas, hasta llegar a encontrarse con chabolas tan pequeñas y frágiles como cobertizos.


Algunas no tenían más que tres paredes. Vieron una que estaba abierta y en la que había tres sacos de dormir tendidos en el suelo y los restos de un fuego. Una mujer con una especie de túnica parecía estar preparando algo para comer. Llevaba a un bebé montado sobre su cadera.


Era asombroso pasar de mansiones lujosas a esa pobreza en cuestión de pocos minutos.


—¡Vaya! —exclamó Margo.


—Sí… —murmuró Lyle.


Estaban sin palabras. Las cuatro estaban pensando lo mismo y se mantuvieron calladas el resto del viaje. Diez minutos después, el conductor las dejó en una estrecha calle llena de fachadas multicolores y tiendas. Un lugar hecho para el mero disfrute de los turistas.


Se bajaron y se quedaron paradas, ya no estaban tan contentas como cuando salieron del barco.


—Bueno, señoras, podemos quedarnos aquí y sentirnos culpables o ver qué podemos ofrecer a esta isla. Seguro que agradecen que dejemos aquí gran parte de nuestro dinero —les dijo Lyle.


—Una idea maravillosa —repuso su hermana—. ¿Qué os parece?


Entraron las cuatro en la primera tienda.


Una bella mujer mulata con pelo negro y brillante las recibió con cordialidad.


Las hermanas Granger vieron una mesa llena de joyas hechas con caracolas y se pusieron a probarse algunas. Paula y Margo dieron una vuelta por la tienda y se entretuvieron admirando cuencos de madera labrados.


—Parece que Hernan y tú os divertisteis mucho ayer —le comentó Paula con naturalidad.


—Sí. Pero no va a pasar nada, eso lo tengo claro.


—Tú le gustas, Margo.


—Sí, pero…


—Pero no creo que sea el tipo de hombre que busque algo más.


—Sólo quiere divertirse —confirmó Margo.


—Sí, algo así.


Vieron una percha llena de pareos multicolores y veraniegos vestidos. Paula sacó uno azul y lo colocó frente a Margo.


—Éste te sentaría fenomenal.


—No es el tipo de ropa que suelo usar. No tendría ocasión de ponérmelo…


—Te lo puedes poner ahora que estás de vacaciones.


—A mi padre le daría algo…


—¿Tiene derecho a opinar en todo lo que haces?


Margo la miró sorprendida por la pregunta y Paula se arrepintió al instante de haberla hecho.


—Perdona, no debería haber…


—No, no pasa nada. Ya sé que eso es lo que parece. Que soy una solterona viviendo aún con su padre.


—No eres una solterona, Margo.


—La verdad es que sí, lo soy.


—¿Puedo decirte algo?


—Claro.


Paula se quedó mirándola un momento, no quería hacerle daño, pero necesitaba decírselo.


—No pareces muy feliz.


—Supongo que no lo soy.


—Entonces, ¿por qué no cambias las cosas que te hacen infeliz?


—No es tan fácil, Paula —repuso ella bajando la mirada—. Me secuestraron cuando tenía seis años. Mi padre y yo estábamos en un centro comercial. Él se estaba probando ropa y yo jugaba fuera de los probadores. Llegó un hombre y me preguntó si había visto a su hija. Lo acompañé para ayudarlo a buscarla. Pasaron tres años antes de que alguien me reconociera. Era tres años mayor que la niña de la foto que había salido en todos los periódicos, pero una persona me vio y pudo reconocerme.


—¿Te secuestraron? —preguntó Paula con incredulidad.


Margo asintió.


No supo que decirle. Simplemente acarició su brazo. No podía ni imaginarse cuánto habían sufrido ella y su padre durante ese tiempo.


—Pasaron muchos años hasta que pude por fin dejar de pensar continuamente en lo que había pasado, pero sé que para mi padre es aún un recuerdo muy doloroso. Y, aunque ya soy mayor y no corro peligro, no puede dejar de preocuparse por mí.


La imagen que tenía del profesor Sheldon cambió de inmediato. Se sintió culpable.


—Esos años que estuviste secuestrada… Debieron de ser un infierno para él.


Margo asintió.


—Lo peor fue no saber si estaba viva o muerta. Aunque horrible, la muerte parece más fácil de aceptar, al menos así puedes intentar seguir con tu vida. Pero esperar sin saber…


No terminó la frase, pero Paula la entendía. Se imaginó lo que sería para un padre perder a su hijo de esa manera.


—Aún no lo ha superado, ¿verdad?


—No. Sufrió una severa depresión durante mi secuestro y aún arrastra los efectos.


Pero le pareció que allí había algo más.


—No te estarás culpando por lo que pasó, ¿no?


—No desde un punto de vista lógico, pero una parte de mí no puede evitar sentirse un poco culpable. Yo sabía que no debía hablar con extraños.


—Tenías seis años. Margo.


Ella asintió.


—Lo sé, pero no puedo evitar recordar sus palabras. Siempre me decía que no hablara con extraños, pero supongo que yo esperaba que los malos tuvieran cara de malos, ¿entiendes? El hombre que me secuestró parecía amable y simpático.


—Es una de las cosas que más cuesta hacer entender a los niños. La maldad a veces se esconde bajo la apariencia de algo bueno.


—Sí —repuso ella mientras se concentraba de nuevo en los vestidos—. No es nada sencillo.


Siguieron mirando cosas en silencio durante un tiempo.


—Sé cómo es sentirse responsable de la felicidad de otras personas —le confesó Paula después de un rato.


Margo la miró con interés.


—Mi situación era muy distinta, pero pasé gran parte de mi vida intentando ser lo que mi padre esperaba de mí. Tardé mucho en darme cuenta de que no podía vivir así, nunca iba a conseguir satisfacer sus expectativas. Así que dejé de intentarlo. Pero creo que entonces lo decepcioné a él y también a mí misma.


—¿Por qué?


—Porque no hice nada con mi vida.


—Creo que exageras…


—No, no exagero. Desgraciadamente, no exagero. Malgasté casi diez años viajando por Europa, intentando convencerme de que tenía suficiente talento para ser pintora. Ahora me cuesta comprender por qué tuve que rebelarme contra mi padre como lo hice. Pero entonces me pareció importante probarle que podía valerme por mí misma, que no lo necesitaba.


Margo parecía entenderla. Hacía poco que conocía a esa mujer, pero se dio cuenta de que se entendían mejor que mucha gente. Las dos habían sufrido en sus vidas y pasado por situaciones similares. Las dos sufrían ahora porque pensaban que nunca podrían resarcir a sus padres del dolor que les habían causado.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 37




Paula se despertó a la mañana siguiente al oír voces en algún lugar del barco. Escuchó con atención unos minutos. Podía escuchar coches a lo lejos. Estaban atracados en algún puerto. 


Quería saber qué estaba pasando, así que salió de la cama y subió las escaleras mientras se atusaba con las manos su revuelta melena.


—Buenos días —la saludó Pedro desde cubierta.


Sabía que tendría un aspecto horrible. Le dieron ganas de dar media vuelta y correr escaleras abajo hasta la seguridad de su camarote, pero decidió no preocuparse por su imagen.


—Oí algunos ruidos que me despertaron y no sabía…


—Lo siento —la interrumpió Pedro—. El mecanismo del ancla se estropeó anoche y avisé para que alguien viniera a repararlo esta mañana.


—¿Dónde estamos?


—En la isla de Tango, cerca de la República Dominicana.


Se sintió de repente avergonzada por estar allí con su minúsculo pijama. La camiseta tenía un dibujo y una frase que decía Los renacuajos son muy monos, pero acaban haciéndose ranas con el tiempo. Cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia las escaleras.


—Bueno, creo que voy a vestirme, entonces.


—Hay tiendas para hacer compras en la isla —le dijo él—. Tendremos tiempo para que la gente baje a dar una vuelta por el pueblo.


—Muy bien.


—La frase de tu camiseta… ¿Es ésa tu filosofía ante la vida?


Sintió cómo se sonrojaba.


—Algo así.


—Es curioso —repuso él con una sonrisa—. Yo pensé que eras de las que aún creen que las ranas pueden convertirse en príncipes azules.


—Así era. Lo creí hasta que tuve… Déjame pensar… Sí, hasta los ocho años más o menos.


Por primera vez se dio cuenta de lo azules que eran sus ojos y de cuánto destacaban contra su bronceado rostro. Dio un paso atrás, pero su pie resbaló y tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer.


—¿Estás bien? —le preguntó él mientras se acercaba a ella.


—Sí. De verdad —repuso ella con la mano en alto—. Será mejor que me vista, tengo compras que hacer.


—Claro, las compras son siempre lo primero.


Bajó las escaleras tan rápido como pudo, intentando no pensar en lo que le acababa de decir Pedro ni en por que le molestaba tanto.