viernes, 11 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 38




El profesor Sheldon se había despertado con un dolor de cabeza espantoso, así que Margo decidió ir al pueblo con las hermanas Granger y con Paula. Le daba pena que aquel hombre estuviera sufriendo por culpa de las migrañas, pero a Paula le gustó ver que su hija estaba encantada al poder ir con ellas al pueblo.


Pedro y Hernan se quedaron a bordo para vigilar el barco. Antes de que se fueran, les advirtieron que debían tener cuidado con sus bolsos.


Las cuatro mujeres tomaron un taxi al lado del muelle. Era un viejo y destartalado coche marrón y naranja que no parecía un taxi en absoluto. Se sentaron en la parte de atrás. Margo y Paula a ambos lados de las felices hermanas Granger, que llevaban trajes de cuadros verdes y blancos aquel día. Envidiaba a esas mujeres y su capacidad para disfrutar de la vida.


El conductor no dejaba de cantar las canciones que sonaban por la radio. Las llevó por una carretera llena de curvas que rodeaba la isla.


Paula había visto sitios maravillosos en su vida. 


Su padre era multimillonario y siempre había disfrutado de viajes paradisíacos, pero ese sitio era especial, tenía una belleza pura que estaba consiguiendo enamorarla.


La arena de las playas era tan blanca que parecía azúcar y había esbeltas palmeras por todas partes. Vio a algunos niños jugando con las olas y riendo felices.


—Es impresionante —comentó Margo.


—Así es —confirmó Lily.


—¿Por que nos gusta tanto el invierno? —preguntó Lyle.


—No lo sé, es difícil recordarlo ahora mismo, ¿verdad? —contestó Paula.


Las playas desaparecieron según se acercaban a la principal ciudad de la isla. Allí había suaves colinas y casas. Las que se situaban en las cimas eran lujosas mansiones, pero según se alejaban del océano y acercaban a la ciudad, notaron que las casas eran cada vez más modestas, hasta llegar a encontrarse con chabolas tan pequeñas y frágiles como cobertizos.


Algunas no tenían más que tres paredes. Vieron una que estaba abierta y en la que había tres sacos de dormir tendidos en el suelo y los restos de un fuego. Una mujer con una especie de túnica parecía estar preparando algo para comer. Llevaba a un bebé montado sobre su cadera.


Era asombroso pasar de mansiones lujosas a esa pobreza en cuestión de pocos minutos.


—¡Vaya! —exclamó Margo.


—Sí… —murmuró Lyle.


Estaban sin palabras. Las cuatro estaban pensando lo mismo y se mantuvieron calladas el resto del viaje. Diez minutos después, el conductor las dejó en una estrecha calle llena de fachadas multicolores y tiendas. Un lugar hecho para el mero disfrute de los turistas.


Se bajaron y se quedaron paradas, ya no estaban tan contentas como cuando salieron del barco.


—Bueno, señoras, podemos quedarnos aquí y sentirnos culpables o ver qué podemos ofrecer a esta isla. Seguro que agradecen que dejemos aquí gran parte de nuestro dinero —les dijo Lyle.


—Una idea maravillosa —repuso su hermana—. ¿Qué os parece?


Entraron las cuatro en la primera tienda.


Una bella mujer mulata con pelo negro y brillante las recibió con cordialidad.


Las hermanas Granger vieron una mesa llena de joyas hechas con caracolas y se pusieron a probarse algunas. Paula y Margo dieron una vuelta por la tienda y se entretuvieron admirando cuencos de madera labrados.


—Parece que Hernan y tú os divertisteis mucho ayer —le comentó Paula con naturalidad.


—Sí. Pero no va a pasar nada, eso lo tengo claro.


—Tú le gustas, Margo.


—Sí, pero…


—Pero no creo que sea el tipo de hombre que busque algo más.


—Sólo quiere divertirse —confirmó Margo.


—Sí, algo así.


Vieron una percha llena de pareos multicolores y veraniegos vestidos. Paula sacó uno azul y lo colocó frente a Margo.


—Éste te sentaría fenomenal.


—No es el tipo de ropa que suelo usar. No tendría ocasión de ponérmelo…


—Te lo puedes poner ahora que estás de vacaciones.


—A mi padre le daría algo…


—¿Tiene derecho a opinar en todo lo que haces?


Margo la miró sorprendida por la pregunta y Paula se arrepintió al instante de haberla hecho.


—Perdona, no debería haber…


—No, no pasa nada. Ya sé que eso es lo que parece. Que soy una solterona viviendo aún con su padre.


—No eres una solterona, Margo.


—La verdad es que sí, lo soy.


—¿Puedo decirte algo?


—Claro.


Paula se quedó mirándola un momento, no quería hacerle daño, pero necesitaba decírselo.


—No pareces muy feliz.


—Supongo que no lo soy.


—Entonces, ¿por qué no cambias las cosas que te hacen infeliz?


—No es tan fácil, Paula —repuso ella bajando la mirada—. Me secuestraron cuando tenía seis años. Mi padre y yo estábamos en un centro comercial. Él se estaba probando ropa y yo jugaba fuera de los probadores. Llegó un hombre y me preguntó si había visto a su hija. Lo acompañé para ayudarlo a buscarla. Pasaron tres años antes de que alguien me reconociera. Era tres años mayor que la niña de la foto que había salido en todos los periódicos, pero una persona me vio y pudo reconocerme.


—¿Te secuestraron? —preguntó Paula con incredulidad.


Margo asintió.


No supo que decirle. Simplemente acarició su brazo. No podía ni imaginarse cuánto habían sufrido ella y su padre durante ese tiempo.


—Pasaron muchos años hasta que pude por fin dejar de pensar continuamente en lo que había pasado, pero sé que para mi padre es aún un recuerdo muy doloroso. Y, aunque ya soy mayor y no corro peligro, no puede dejar de preocuparse por mí.


La imagen que tenía del profesor Sheldon cambió de inmediato. Se sintió culpable.


—Esos años que estuviste secuestrada… Debieron de ser un infierno para él.


Margo asintió.


—Lo peor fue no saber si estaba viva o muerta. Aunque horrible, la muerte parece más fácil de aceptar, al menos así puedes intentar seguir con tu vida. Pero esperar sin saber…


No terminó la frase, pero Paula la entendía. Se imaginó lo que sería para un padre perder a su hijo de esa manera.


—Aún no lo ha superado, ¿verdad?


—No. Sufrió una severa depresión durante mi secuestro y aún arrastra los efectos.


Pero le pareció que allí había algo más.


—No te estarás culpando por lo que pasó, ¿no?


—No desde un punto de vista lógico, pero una parte de mí no puede evitar sentirse un poco culpable. Yo sabía que no debía hablar con extraños.


—Tenías seis años. Margo.


Ella asintió.


—Lo sé, pero no puedo evitar recordar sus palabras. Siempre me decía que no hablara con extraños, pero supongo que yo esperaba que los malos tuvieran cara de malos, ¿entiendes? El hombre que me secuestró parecía amable y simpático.


—Es una de las cosas que más cuesta hacer entender a los niños. La maldad a veces se esconde bajo la apariencia de algo bueno.


—Sí —repuso ella mientras se concentraba de nuevo en los vestidos—. No es nada sencillo.


Siguieron mirando cosas en silencio durante un tiempo.


—Sé cómo es sentirse responsable de la felicidad de otras personas —le confesó Paula después de un rato.


Margo la miró con interés.


—Mi situación era muy distinta, pero pasé gran parte de mi vida intentando ser lo que mi padre esperaba de mí. Tardé mucho en darme cuenta de que no podía vivir así, nunca iba a conseguir satisfacer sus expectativas. Así que dejé de intentarlo. Pero creo que entonces lo decepcioné a él y también a mí misma.


—¿Por qué?


—Porque no hice nada con mi vida.


—Creo que exageras…


—No, no exagero. Desgraciadamente, no exagero. Malgasté casi diez años viajando por Europa, intentando convencerme de que tenía suficiente talento para ser pintora. Ahora me cuesta comprender por qué tuve que rebelarme contra mi padre como lo hice. Pero entonces me pareció importante probarle que podía valerme por mí misma, que no lo necesitaba.


Margo parecía entenderla. Hacía poco que conocía a esa mujer, pero se dio cuenta de que se entendían mejor que mucha gente. Las dos habían sufrido en sus vidas y pasado por situaciones similares. Las dos sufrían ahora porque pensaban que nunca podrían resarcir a sus padres del dolor que les habían causado.




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