sábado, 25 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 29




No volvió a verlo aquella mañana, y pasó el tiempo de forma productiva, recordándose que ya no era una adolescente. Un hombre no podía quitarle el aliento de esa manera.


Estar cerca de Pedro era como hallarse al lado de una corriente eléctrica. Le provocaba un hormigueo por todo el cuerpo. Rió, sintiéndose joven y tonta. Aunque no era ninguna de esas dos cosas. Era una viuda con un hijo pequeño y responsabilidades.


Sin embargo, había una parte de ella que quería volver a sentirse tonta y despreocupada. Hacía tanto que no experimentaba esa sensación… 


Con sólo pensar en ello se sentía culpable y con miedo.


¿Y si Pedro sólo estaba interesado en una aventura pasajera? No pensó que pudiera ser otra vez tan joven y tonta.


Sin embargo, ¿cómo podía enamorarse de él cuando había prometido amar para siempre a Jose? Y aunque Pedro era diferente, todavía existía el peligro real de que en última instancia pudieran sufrir el mismo destino.


Eran las cinco menos cinco cuando miró el reloj desde su mesa. La había reclamado junto con una silla del almacén. Había empleado un limpia muebles para dejarlas relucientes. Luego, se dedicó al escritorio de Jose.


¿Se daría cuenta de que se lo había limpiado? 


Recogió el abrigo y el bolso y cerró la puerta del despacho. La zona exterior, que con el tiempo sería un torbellino de actividad, aún estaba llena de serrín y cables sueltos.


Los carpinteros habían terminado aquel día, y los pintores aparecerían después del fin de semana. El lugar no tardaría en estar listo para el equipo y los empleados nuevos.


Había una luz encendida en una de las zonas aún no habilitadas de la parte de atrás; giró, pensando en fingir que no la había visto. Estaba cansada, y Manuel la esperaba.


Pero ya se había acostumbrado a apagar demasiadas luces en casa, siguiendo el rastro de su hijo. Soltó un suspiro, dio la vuelta y avanzó entre el mobiliario y los cubos de pintura hasta llegar al cuarto pequeño.


Estirándose de puntillas para llegar al cable que bajaba desde la bombilla, apoyó todo el peso en una plancha de madera. Sin previa advertencia, ésta cedió bajo su pie y ella cayó hacia delante. 


Logró frenarse apoyándose sobre las palmas de las manos pero no antes de arañarse la rodilla derecha. Lo peor fue que el pie quedó entre el agujero y la plancha, y aunque intentó liberarlo, no pudo.


Durante unos momentos tiró, pero el zapato y el pie se hallaban firmemente insertados en la madera.


Miró alrededor en busca de alguna herramienta que pudiera emplear para ayudarse. Por su cabeza pasó una larga serie de juramentos, que pensaba recordar el lunes cuando viera a los carpinteros. Le habían asegurado que todos los suelos eran seguros.


Tocó una espátula, pero resultó igual de inútil que las dos manos. Las palmas le escocían y en la rodilla tenía un corte que sangraba. Se sentó en el suelo e intentó sacar el pie del zapato.


Se negó a ceder a los temores de que pudiera pasar la noche en ese cuartucho sucio, y se alegró de no haber podido alcanzar el cable de la luz. Al menos, no estaba en la oscuridad preguntándose si había ratas.


No sabía cuánto tiempo había pasado, pero estaba dolorida y cansada. Al rato, se dio cuenta de que daba cabezadas y se sentó más erguida; miró el reloj. Llevaba más de dos horas con el pie atrapado en el suelo.


Sin duda, Ana debería estar preguntándose por qué no había ido a recoger a Manuel. Quizá llamara al sheriff o a uno de sus ayudantes, y alguien iría a buscarla.


Oyó que las puertas frontales se abrían y cerraban.


—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?


—¿Paula? —llegó la rápida respuesta.


Pedro—llamó con ansiedad—. Estoy aquí atrás. Trae un martillo o algo contigo.


—¿Qué ha pasado? ¿Paula?


—Estoy aquí atrás —odió que su voz sonara llorosa, pero estaba contenta de que Pedro hubiera llegado—. Aquí atrás, donde brilla la luz.


—¿Paula? —se asomó en el cuarto pequeño y la vio sentada en el suelo.


Pedro—se pasó una mano sucia por los ojos, tratando de evitar que viera que lloraba.


—¿Qué haces aquí atrás? ¿Te encuentras bien?


—Vine a apagar la luz que dejaron encendida esos malditos carpinteros, y el suelo cedió. Tengo el pie enganchado.


Se arrodilló a su lado y estudió su pie y el agujero en el suelo.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Unas dos horas —repuso, agradecida de ver su cara. Aunque tenía que reconocer que le habría alegrado ver cualquier rostro.


—Iré a buscar una palanca metálica a la camioneta y te sacaré en un segundo. Esta madera está podrida. Es el modo en que tienes enganchado el pie lo que dificulta liberarlo.


—De acuerdo —musitó.


Pedro captó el temblor en su voz y la miró, deseando tener al carpintero en sus manos en ese momento.


—Todo va a salir bien. Vuelvo enseguida.


Paula aguardó con impaciencia, y los breves momentos que estuvo ausente le parecieron varias horas. Regresó con una palanca metálica e introdujo el extremo fino en la madera podrida.


—Intenta sacarlo ahora.


Ella lo intentó, pero fue inútil.


—No sé si lo conseguiremos. Quizá tenga que quedarme a vivir aquí.


—No lo creo —empujó la palanca con más fuerza y la madera se astilló y rompió bajo la presión.


Paula sacó el pie y al instante se sintió mejor.


—Gracias, gracias —repitió una y otra vez, más aliviada de lo que había pensado.


La ayudó a levantarse y ella se aferró a Pedro


Él ni siquiera quiso luchar contra la sensación de tenerla en sus brazos.


—No sé si puedo caminar —murmuró ella al rato—. Siento el pie dormido —sin decir una palabra, la alzó en brazos y observó de cerca su cara manchada por las lágrimas—. No pretendía que tuvieras que llevarme —un sollozo ahogó su voz.


—No es nada —susurró él, y sus labios rozaron levemente los suyos.


Paula sintió que abría la boca. Los ojos de Pedro eran tan oscuros… Contempló sus labios y cerró los ojos, deseando más.





DUDAS: CAPITULO 28




A la mañana siguiente, llegó temprano a la oficina con el fin de cerciorarse de ver a Pedro


Llevaba la carta de dimisión en el bolso.


Pasó por debajo del nuevo cartel, admirando la obra que había hecho Doug Ruggles. Gold Springs empezaba a aceptar al nuevo sheriff, aunque fuera un foráneo.


—¿Hola? —llamó, dominada por la ira mientras entraba en el viejo edificio.


El silencio era perturbador. Estaba a punto de marcharse para esperarlo en la calle cuando las puertas dobles se abrieron de golpe y se desató el infierno.


—No podréis retenerme aquí —gritó Ricky Chaves mientras se debatía con los dos ayudantes que lo llevaban por los brazos.


—Tranquilo —aconsejó Pedro, siguiéndolos al interior y cerrando las puertas—. Siéntate, Ricky.


—Mis padres vendrán con nuestro abogado —amenazó Ricky, sin dejar de intentar quitarse de encima a los agentes, a pesar de ir esposado. 


Su rostro joven exhibía algunos cortes, aunque nada grave; pero Paula fue a buscar el botiquín de primeros auxilios.


—Me alegra que estés aquí —musitó Pedro cuando ella volvió.


—¿Qué hace Ricky aquí? —preguntó, furiosa porque lo suyo tuviera que esperar.


—Volvió a celebrar carreras de coches con sus amigos en el cruce —explicó el sheriff—. Se hizo esos arañazos al chocar contra un árbol.


Los dos ayudantes se marcharon para ir a buscar al resto de conductores. Otros dos estaban en el otro coche patrulla.


—Averigua cómo se llaman —instruyó Pedro a Paula—. Llamaremos a sus padres desde aquí para que puedan venir a recogerlos.


—¿Qué haces aquí, Paula? —preguntó Ricky cuando ella abrió el botiquín en la mesa.


—Trabajo aquí —explicó, sacando un trozo de algodón y Betadine—. No te muevas, te limpiaré los cortes.


—¿Trabajas aquí? —rió enfadado—. ¡No pienses que por mucho tiempo! ¡Sabes que mamá cerrará este sitio en cuanto sepa lo que ha pasado!


—No puedes cerrar una oficina del sheriff porque no te guste lo que hace —le informó con paciencia—. Cuando quebrantas la ley…


—La ley es lo que nosotros decimos que es —cortó Ricky, apartando la cara de su contacto—. Y tampoco te dará las gracias por estar aquí, ¿sabes?


—Lo sé —reconoció.


Los Chaves entraron por las puertas cuando el segundo grupo de jóvenes era conducido al interior. Joel y Ana vieron a Ricky y fueron a su lado.


—¿Qué sucede aquí? —demandó Ana; entonces vio a Paula cuando ésta llamaba a los padres de los otros muchachos—. ¡Paula! ¿Tú formas parte de esto?


—Señora Chaves, señor Chaves —habló Pedro, atrayendo su atención. Tenía el rostro impertérrito.


—Sheriff —Joel asintió—. ¿Qué ha pasado?


—Tuve que traer a su hijo por correr en el cruce de caminos. Les hemos hecho a los chicos muchas advertencias, y no han hecho caso.


—No me extraña —se mofó Ana Chaves, con la cabeza blanca muy erguida—. Los jóvenes han corrido ahí desde que yo era niña. No puede entrar en la ciudad y ponerle fin a eso.


—Lo que su hijo ha estado haciendo va contra las leyes del estado y del condado, señora Chaves —Pedro la miró fijamente—. Quizá en su época no lo fuera. En la actualidad, el condado quiere que no haya carreras.


—¡Es ridículo!


—Ana —su marido intentó callarla.


—Nuestro abogado no tardará en llegar —continuó sin prestarle atención.


—No he arrestado a Ricky —expuso Pedro—. Quería cerciorarme de que los padres de los chicos supieran lo que estaba sucediendo. Son menores, pero la próxima vez, pasarán la noche en la celda del condado.


—Agradecemos la advertencia —dijo Joel, estrechándole la mano—. ¿Podemos llevarnos al chico a casa ya?


—Claro. Retendremos su coche, o lo que queda de él, durante tres días. Luego puede venir a recogerlo.


—Lamentará esta decisión —añadió Ana con acritud—. Vamos a casa, Ricky.


Otros padres iban llegando con diversos grados de enfado y hostilidad. Algunas de las madres lloraban. Unos pocos padres gritaban al sheriff y a sus hijos.


Paula observó desde su mesa. Pedro en ningún momento alzó la voz, y con calma, explicó lo sucedido y qué pasaría si los jóvenes eran sorprendidos de nuevo en las carreras. Su rostro por lo general expresivo se veía impasible, pero los ojos exhibían una expresión vigilante. Paula tuvo la impresión de que, si alguno de los padres hubiera hecho algo más que gritar, habría estado preparado para actuar.


Entonces, se dio cuenta de que había una diferencia entre Pedro y Jose.


Jose había sido un espíritu realmente plácido, realizando sus buenas obras como un boy scout grande que se ganara sus medallas al mérito.


Pedro era más duro, más decidido. Una parte de él esperaba y observaba hasta ver el problema. 


Parecía más un soldado cumpliendo con su trabajo y menos un boy scout haciendo buenas obras, a pesar de que parecía dedicar su tiempo a ayudar a los demás.


Lo cual le recordó su propio problema. Los últimos padres se marchaban y los cansados ayudantes iban a tomar café.


E.J. Marks, ayudante y perforador de pozos, que había abierto el pozo de agua de Paula, le hizo un gesto cortés. Parecía estar de gala con su uniforme.


—¿Quiere acompañarnos, señora Chaves?


—No, gracias, E.J. —respondió con suavidad, deseando que se marchara para acabar con su asunto.


—¿Sheriff? —miró al hombre que había detrás de ella con respeto y algo próximo a la amistad en sus pálidos ojos azules.


—No, gracias, E.J. Quizá más tarde —Pedro se sentó en el borde de un viejo escritorio cerca de la entrada. E.J. asintió y se fue—. De acuerdo —continuó Pedro—. Aquí estoy. Un blanco predispuesto.


—¿A qué te refieres? —preguntó nerviosa—. ¿Acaso ahora lees los pensamientos? —él le sonrió y Paula apartó la vista.


—No hace falta mucha telepatía saber que el señor Spivey al fin te cambió la caldera y luego me delató.


—¿En qué pensabas? —exigió ella, con las manos apretadas con fuerza.


—Pensaba que no había motivo para que Manuel y tú sufrierais. Trabajas para mí. Podemos establecer un plan de pago.


—¿Y qué clase de plan de pago se te ha pasado por la cabeza? —lo miró furiosa.


—Uno en el que pagas lo que puedes cada semana hasta saldar la deuda —indicó despacio, sin dejar de observarla—. ¿Qué habías pensado tú, Paula?


—Nosotros… bueno, tú me besaste.


—Y tú también me besaste —replicó.


—Pensé que tal vez quisieras más —explicó incómoda.


—Y así es —sus ojos no titubearon—. Me refiero a que quiero más. Pero espero no haber llegado a un punto en mi vida en que tengo que chantajear a una mujer para que mantenga una relación conmigo.


—Bien —dijo Paula, intentando encontrar una salida a una situación difícil. Ella había hecho que fueran más allá de una relación de jefe empleada. Mientras buscaba palabras, luchó con furia para retroceder.


—Bien —él se incorporó y se limpió los pantalones con mano despreocupada—. ¿Podemos volver ya al trabajo?


Ella asintió, aliviada.


—¿Tuviste tiempo de echarle un vistazo al plano?


—Sí —indicó Pedro—. Tendré que recibir la autorización de la comisión, pero me pareció prometedor.


—Bien —contestó ella, de repente tímida—. Me… hmm… pondré a trabajar en otra cosa.


—Debes llamar a la oficina del condado y establecer un horario para empezar el cursillo de preparación antes de que llegue todo el equipo.


—De acuerdo.


Pedro le sonrió.




DUDAS: CAPITULO 27




Manuel salía de la escuela antes de que Paula regresara a casa. Decidieron que el autobús lo dejara en el hogar de los Chaves y que pasaría a recogerlo al salir del trabajo.


Manuel le mostró el principio de una escultura de madera que iba a hacer con la ayuda de su abuelo mientras la esperaba cada tarde.


—Es un pato —anunció, sosteniéndolo con orgullo.


—Es estupenda. ¿Cómo ha ido la escuela hoy?


—Bien, supongo. Este año quieren que actuemos en una obra para navidad. Algo con ángeles y ovejas. Como hacen en la iglesia todos los años.


—Suena muy bien —repuso ella—. ¿No te parece?


—Yo no quiero ser una oveja —confesó—. No quería estar en esa obra tonta, pero lo que de verdad no quiero es ser una oveja.


—Imagino que todo el mundo ha de ser algo. No todos pueden tener los personajes buenos.


—Supongo —se encogió de hombros y dejó la mochila—, ¿Qué hay para cenar?


Repasó mentalmente lo que tenían.


—Podemos comer pastel de carne o pizza. Con cualquiera emplearemos el horno, y así la cocina estará más caliente.


—¿Podemos acompañar el pastel con patatas fritas?


—Claro.


—¿Cuándo vamos a arreglar la caldera? 


Empieza a hacer mucho frío.


—Espero que pronto —Paula lo observó trazar un dibujo en la ventanilla de la camioneta. En realidad, no estaba segura de que pudieran disponer de ese dinero. Había intentado conseguir un préstamo, pero su economía no representaba un riesgo controlado para el banco. Podía pedírselo a los Chaves, pero odiaba pensar en ello. Detuvo el vehículo en el patio y miró a Manuel—. Encendamos la chimenea y comamos allí. Y también hará más calor para que puedas hacer tus deberes en el salón en vez de emplear la mesa de la cocina.


—¿Tengo que llevar leña? —gimió Manuel.


—Pondré a hacer la cena y te ayudaré —sugirió ella.


—De acuerdo.


Entraron y Manuel dejó los libros en la mesa de la cocina.


—Hace calor aquí.


Paula asintió. Sintió una leve esperanza de que la vieja caldera hubiera funcionado, de que todavía no estuviera perdida. No era posible, pero, no obstante, entraba aire caliente por el conducto de la calefacción.


—Hay calor —se alegró Manuel—. ¡Podemos cenar algo que no sea congelado!


—Quizá el señor Spivey pudo arreglarla —Paula frunció el ceño. Marcó el número del fontanero y se lo preguntó.


—¡Eso sí que es gracioso, señora Chaves! —exclamó regocijado—. Como si ese trasto se pudiera arreglar.


—Pues está funcionando —explicó, irritada.


—¡Es la caldera nueva! Ha de durar por lo menos veinte años. ¿A que es estupenda?


—Pero, señor Spivey —Paula analizó sus palabras—, yo no pagué ninguna caldera nueva.


—Eso es verdad. Pero el dinero del sheriff es tan bueno como el suyo, señora Chaves.


—¿Del sheriff? —demandó, con un nudo en el estómago.


—Vino a pagarla hace unos días. Debió olvidar comentárselo.


—Habrá sido eso —aceptó—. Gracias, señor Spivey.


Paula intentó ponerse en contacto con Pedro en la oficina mientras Manuel hacía sus deberes, pero no obtuvo respuesta. Le costaba creer que un hombre que apenas la conocía encargara que le pusieran una caldera nueva en su casa.


Y justo cuando pensaba que todo iba a salir bien. Eso era lo más duro. Había calculado que en poco tiempo podría comprar la caldera. Pero iba a tener que sufrir la humillación de pedirle al señor Spivey que se la llevara o solicitar el dinero prestado a los Chaves para pagarle a Pedro Alfonso.


«¿Cómo puede hacerme algo así?», pensó en mitad de la noche mientras caminaba de un lado a otro de su templada habitación. En algún momento antes del amanecer decidió que él quería algo a cambio y que esa era su manera de pedirlo. Las miradas cálidas, el beso en la cocina. ¡No era mejor que Tomy Chaves!


viernes, 24 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 26




Los siguientes días su relación de trabajo se mantuvo igual. En su mayor parte se evitaron, y cuando se veían, sus palabras siempre iban al grano y siempre sobre cosas del departamento.


Paula sólo necesitó dos días para ordenar el despacho y comenzar el proceso de catalogar y organizar el viejo mobiliario que había quedado en el ayuntamiento. Desplegó el plano de los cinco despachos y de la entrada y lo dejó sobre la mesa de Pedro.


Se marchó a las cinco, tomando nota de llamar a los pintores al día siguiente. Los carpinteros ya casi habían terminado y los electricistas habían finalizado ese día y le habían entregado a Paula la factura. También se la dejó a Pedro, sabiendo que él sería el responsable de mandársela al condado.


El equipo del sistema de emergencias lo iban a instalar a fin de mes, junto con los ordenadores y el resto de aparatos electrónicos. Pedro le había dejado una nota en la que le indicaba que quería que publicara un anuncio en el periódico solicitando más ayuda. Ella sería responsable de entrevistar y elegir a los candidatos que considerara adecuados.


No lo había visto en todo el día. Había ido a diversas reuniones con la comisión del condado en Rockford. La oficina estaba silenciosa y extrañamente vacía.


Intentó no pensar en su ausencia. Si no intimaba mucho con él, no lo echaría de menos si sucedía algo. Él era el sheriff. Y ella trabajaba en el departamento del sheriff. No tenía por qué ir más allá.



DUDAS: CAPITULO 25




Al mediodía. Paula se había quitado la chaqueta del traje y había perdido el broche que sujetaba su pelo.


Pero los obreros habían quedado convencidos de que debían finalizar la obra lo antes posible, y los pintores fueron enviados a casa hasta que el electricista y los carpinteros hubieran concluido su parte. Había convencido al carpintero de que trajera más ayudantes, prometiéndole que no volvería a ver otro cheque hasta que no hubiera terminado su trabajo.


Luego, se puso a ordenar el escritorio de Pedro


En un rincón polvoriento había un archivador algo abollado, pero estaba vacío. Todas las fichas que había abierto desde su llegada a Gold Springs yacían diseminadas por la mesa.


Había grupos de papeles extendidos en el suelo y en una mesa lateral, cubierta a su vez por mapas de la zona.


Despacio, de una carpeta por vez, Paula empezó a progresar en despejar la mesa. 


Estableció su propio sistema de archivo para localizar la información, escribiéndolo todo en un papel para que el sheriff también pudiera encontrarlo.


Había una carpeta sobre la familia Chaves y otra sobre Jose, que abrió y estudió rápidamente, sin perder de vista la puerta. No contenía mucho. 


Unas pocas palabras del condado sobre su muerte y la investigación posterior.


Había una nota unida a un fax que daba la posible fecha de la liberación de Frank Martin a finales del año siguiente. Asimismo había una advertencia acerca de posibles problemas si aquel decidía volver a Gold Springs.


Paula observó la fecha. Pedro había recibido la información la semana anterior. Cerró la carpeta y la colocó con las otras.


Tenían razón. La información de que Frank Martin iba a ser liberado no sería bien recibida por la familia Chaves. Ella misma tenía sentimientos encontrados.


La puerta se abrió y se sobresaltó, sintiéndose culpable por haber leído los ficheros. Pedro y dos ayudantes entraron en la oficina mientras aún hablaban de la llamada de la tienda de artículos generales.


—Estaba asustado —comentó un hombre joven y delgado de pelo castaño corto—. Cuando el arma se disparó… ¡vaya!


Al otro hombre Paula lo reconoció de la gasolinera que había a las afueras de Gold Springs, aunque no sabía su nombre. Le daba palmadas al joven en la espalda.


—Lo llevaste muy bien. ¡No podía créelo cuando el sheriff pasó a tu lado y le pidió el arma a Ray! Hizo falta mucho… —calló y observó a Paula con ojos entrecerrados.


Pedro notó que Paula se ponía pálida. Escoltó a los dos hombres fuera de su despacho y cerró la puerta.


—¿Te encuentras bien?


Ella asintió, recuperándose.


—He estado archivando.


—Archivando —repitió él entusiasmado—. Hasta ahora parece estupendo.


—Vi la carpeta de Frank Martin —reconoció con sinceridad—. Y la fecha en que le darían la libertad condicional.


Pedro se sentó en su sillón, entrelazó los dedos y miró por la ventana sucia.


—En este despacho habrá cosas que no serán del dominio público. A los abogados de la familia Chaves se les notificará la fecha la semana próxima. Mientras tanto… —su voz cambio cuando giró para observarla—… se trata de información privilegiada.


—Lo sé —asintió con la vista clavada en la superficie del escritorio.


—No te habría querido aquí si no considerara que puedo confiar en ti, Paula —dijo con seriedad—. Personalmente sé que es algo duro para ti, pero habrá más casos. Si piensas que es pedirte demasiado…


—No —repuso con rapidez y alzó la cabeza—. Puedo sobrellevarlo. ¿Ha habido un tiroteo?


—Era Ray Morrison. En realidad no fue un tiroteo. Más bien un malentendido.


—¿Alguien confundió un arma?


—Ray intentaba probar una pistola en la tienda, y se le disparó. J.P trató de decirle que no podía hacerlo dentro, pero Ray estaba borracho y no quiso escuchar.


—De modo que te acercaste y le pediste que te la entregara —conjeturó ella.


—No había mucho más que pudiera hacer —quería que lo entendiera, que fuera capaz de vivir con ello.


Paula junto con fuerza las manos y sintió que le temblaban.


—Envié a los pintores a casa hasta que hubieran terminado los carpinteros y electricistas. Se estorbaban y…


—Paula —titubeó un instante—. Yo no soy Jose.


—No pensé que lo fueras —en ese momento no deseaba pensar qué sentía. Sólo quería que el día terminara.


—Tengo veinte años de experiencia y de constante adiestramiento. No va a pasar nada.


—Jose me contaba lo mismo cada vez que salía de casa —le clavó una mirada dolida.


No había nada más que decir. Cuando ella salió, Pedro dejó el sombrero sobre la mesa. Sólo las palabras jamás convencerían a Paula de que la vida no siempre se repetía.


Y, después de todo, ¿por qué debía convencerla? ¿Para prepararla a ella y a Manuel para volver a ser heridos? Nadie tenía el derecho de pedirle eso a otro ser humano.