domingo, 19 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 9




Tras cerrar la puerta, ella pensó que quizá había imaginado esa última parte. ¿Cómo podía haber visto la vieja casona desde el coche? No tenía sentido. ¿Habría ido andando desde la ciudad?


Probablemente era su conciencia culpable la que ponía palabras en su cabeza. Ella había participado en el plan. Si no de forma activa, al menos no había emitido ninguna protesta.


Suspiró al ver el número de mensajes que tenía en el contestador, y supo bien su razón. 


Contempló largo rato el pequeño aparato negro, con la cabeza aún martilleándole. Luego apagó las luces sin escuchar los mensajes y subió por la escalera hasta el dormitorio.


Al día siguiente, la lluvia había parado. Un brillante sol de septiembre inundaba las hojas cambiantes de los grandes robles que rodeaban la casa.


Acompañó a Manuel a la parada del autobús de la escuela y luego se dirigió a su huerto. El sol caía sobre su cabeza mientras trabajaba, iniciando lo que probablemente sería la última cosecha de hierbas del año.


Había sido un año bueno y rentable. El primero desde la muerte de Jose. Con algo de suerte y un invierno suave, quizá el próximo pudiera comprarse una camioneta nueva.


Después de vender el ganado que Jose había acumulado, había convertido el viejo granero en un tosco invernadero que le permitiría continuar con sus mejores cosechas incluso después de las primeras escarchas duras del otoño.


Durante el verano, al fin había conseguido establecer un acuerdo a largo plazo con dos de los restaurantes de Rockford. Le comprarían lo que pudiera cultivar y entregar de perejil, salvia, orégano y tomillo.


Poder cultivar las hierbas durante todo el año aliviaría los reveses financieros sufridos desde la muerte de Jose.


«Y quizá», pensó al ponerse en cuclillas y estirar la espalda, «incluso quede suficiente para que le compre a Manuel un ordenador para su cumpleaños el verano próximo».


Igual que muchas parejas, Paula y Jose no habían pensado en una muerte prematura ni en lo que la pérdida de ingresos significaría para los que quedaban atrás. El primer año, Manuel y ella apenas habían conseguido sobrevivir mientras intentaba rehacer sus vidas.


El segundo año, opuso batalla y descubrió que no tenía por qué ser una víctima después de todo. No era la vida que había planeado, pero era la que tenía, e iba a aprovecharla al máximo.


Mucha gente, incluyendo su propia familia, había comentado que no podría salir adelante tras la muerte de Jose. Estaba decidida a demostrar que se equivocaban.


Entró en la casa, sabiendo que Manuel no regresaría hasta al cabo de una hora. Metió los guantes sucios en la lavadora y subió a darse una ducha.


Echó los vaqueros y la camiseta sucios por el conducto que daba al cuarto de lavar mientras el agua se calentaba. Era una casa vieja, pero Jose y ella la habían adquirido por un buen precio después de casarse, cuando Paula acababa de enterarse de que estaba embarazada de Manuel. Les había parecido un regalo de Dios, un modo de salir de la casa de su madre antes de que naciera el bebé.


Era un hogar bueno y robusto. Miró las paredes que la rodeaban. Apenas entraba luz por las diminutas ventanas, y era frío en invierno y caluroso en verano. Pero era suyo.


Los veinte acres de su propiedad que circundaban la casa en su mayor parte estaban cubiertos de maleza y llenos de conejos. Cinco se los había alquilado a un granjero para que cultivara alfalfa para sus caballos. El resto, salvo aproximadamente el acre adyacente a la casa, no se usaba.


Jose había planeado criar ganado y caballos. 


Había sido su sueño. Su esperanza era comprar más terreno para sumarlo al que ya tenían… la tierra de los Hannon que la ciudad le había dado al nuevo sheriff.


La granja de los Hannon tenía cuarenta acres. 


Era una tierra buena, pero la propiedad llevaba abandonada más de veinte años. Se venía abajo, podrida casi toda. Carecía de agua corriente y electricidad.


La primera vez que se enteró del plan para desanimar al nuevo sheriff y desafiar a los comisionados del condado, Paula consideró que estaba mal, pero toda la gente lo apoyaba.


O, más bien, la gente cerró la boca y dejó que la familia Chaves le dijera lo que tenía que hacer.


Era imposible pedirles justicia o convencerlos de que le dieran una oportunidad. En el concejo municipal donde se decidió todo, la habían utilizado a ella y a Manuel como recordatorios vivos de que la ciudad necesitaba un sheriff local.


Paula había sonreído con gesto torvo y mantenido la boca cerrada, aunque no estaba segura de que eso hubiera sido lo correcto. 


Desde luego, ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Sin embargo, sentía pena por Pedro Alfonso. No había modo de que él supiera en lo que se iba a meter cuando lo contrataron en Chicago.


Salió de la ducha, temblando porque el calentador se había quedado sin agua caliente en el peor momento, cuando aún tenía champú en la cabeza.


Miró el reloj de la cómoda y se dio cuenta de que había tardado más tiempo del esperado. 


Manuel y su amigo llegarían en cualquier momento.


A toda velocidad, se puso unos vaqueros limpios y una camisa blanca de algodón, luego se cepilló el pelo. Contempló su cara en el espejo y vio el mismo rostro de todos los días. Ojos azules preocupados. La boca acentuada en una mueca más firme cada día que pasaba.


Se preguntó qué habría querido Jose. Era un hombre justo, pero tenía la tendencia a seguir la corriente. ¿Habría deseado que trataran al nuevo sheriff sin respeto? ¿Habría aceptado la decisión de proporcionarle la vieja casa de los Hannon?


La llamada de Manuel desde abajo le recordó que no tenía tiempo para fantasías. Se recogió el pelo que le llegaba hasta los hombros y se enfundó unas zapatillas deportivas, luego se reunió con su hijo en la escalera.


—¡Hola, mamá! —Manuel corrió hacia ella—. Pensábamos que te habías ido.


—¡Hola, señora Chaves! —Ronnie le sonrió y siguió a Manuel.


—La cena es a las cinco —dijo a su espalda cuando desaparecieron en el cuarto de su hijo.


Como era jueves, el último día de escuela esa semana, Ronnie iba a pasar la noche allí. Ésa había sido la última conversación que tendría aquel día. Suspiró. Quizá fuera el momento de acurrucarse a leer el libro que llevaba un mes esperándola.


La sobresaltó el sonido del teléfono.


Era su madre, que la llamaba para anunciarle que esa noche a las siete se había convocado una reunión de emergencia del concejo, y que querían que ella asistiera.


—¿Por qué? —demandó Paula—. Yo no tuve nada que ver con esto.


—Ana Chaves parece pensar que tu palabra, al ser la esposa del alguacil muerto, influirá mucho —explicó su madre, complacida de que la voz de su hija sirviera para algo. El día más orgulloso de su vida había sido cuando Paula se convirtió en una Chaves y el más lóbrego cuando enterraron a su joven marido.


—No puedo —replicó Paula—. Manuel y Ronnie están aquí. No puedo dejarlos solos.


—Iré yo a quedarme con ellos —ofreció su madre—. Paula, esto es muy importante. Creo que no te das cuenta.


—Sólo me doy cuenta de que no quiero que tenga nada que ver conmigo —musitó con voz cansada—. Pedro Alfonso parece ser un buen hombre. ¿Por qué no esperamos y vemos qué sucede?


—Iré a las seis y media —su madre soslayó sus comentarios—. Y, Paula —advirtió—, no le digas eso a nadie más.


Ésta no le mencionó que ya era demasiado tarde. Colgó y se preguntó qué diría Pedro cuando la viera.


«Reunión de urgencia del concejo», pensó con desdén, sacando una olla y una sartén del armario para apoyarlas con fuerza en la cocina.


Eran Tomy y su familia, que trataban de inflamar a todo el mundo contra el nuevo sheriff. A nadie de fuera de la ciudad le importaba quién iba a ser el sheriff. Ciertamente, en los barrios residenciales, que crecían con gran rapidez, no les importaba quién fuera el sheriff mientras cumpliera bien con su cometido.


Tampoco a ella. De hecho, le habría gustado no tener que volver a verlo. No quería pensar en cómo la hacía sentir. Aún lamentaba la pérdida de Jose.


Al menos ante una multitud grande y ruidosa no dispondrían de tiempo para estar juntos. Lo más probable era que él ni notara su presencia con tanta gente presente.


Bajó la vista a su ropa, adecuada para pasar una noche en casa con los chicos, y pensó en cambiarse.


Aunque no era porque quisiera estar presentable en caso de que él la viera. Después de cambiarse de ropa, añadió una pincelada de carmín a sus labios. Sentía mariposas en el estómago, pero sólo por los nervios que le producía la posibilidad de que los Chaves quisieran crear problemas.


«No notará mi presencia», repitió como un encantamiento.


Pero una voz baja susurró en su cabeza: «Tal vez sí».




sábado, 18 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 8





Manuel y Pedro ya habían bajado cuando aparcó la camioneta en la entrada de su casa.


—Quiero mostrarle a Pedro mi premio —dijo Manuel.


—No —dijo Paula—. Teníamos un acuerdo, ¿recuerdas? Tú querías montar en el coche, pero a cambio debías ir directamente a darte una ducha y a meterte en la cama.


—Mamá —gimió.


—En otra ocasión —prometió Pedro—. Se hace tarde.


—De acuerdo —Manuel observó a su nuevo amigo a la luz del porche—. Te veré luego.


—Creo que mi casa es la siguiente colina arriba —le informó Pedro con alegría—. Somos vecinos. Sin duda ya nos encontraremos.


A Paula se le hundió el corazón. Era verdad. La vieja granja de los Hannon era la siguiente camino arriba, más o menos a un kilómetro de distancia. Sin embargo, no era tan probable que se vieran.


—Agradezco tu ayuda, Paula —le dijo Pedro cuando Manuel entró en la casa.


—Hice lo que habría hecho cualquiera. Pero no veo qué bien te hará quedarte aquí.


Él soltó una risa ligera. El sonido provocó un temblor en ella, que atribuyó a lo tarde que era y a la brisa fresca que se había levantado después de la lluvia.


—No me rindo con tanta facilidad —afirmó Pedro.


—Nadie te quiere aquí —replicó ella de forma clara—. ¿Cómo esperas conseguir algo de esa manera?


—A veces hay que tomar la medicina aunque sea amarga —comentó con naturalidad—. Supongo que yo soy esa medicina.


Paula pensó en el estado en que se hallaba la propiedad de los Hannon, pero se mordió la lengua. No tuvo el valor ni el ánimo para contarle que no iba a encontrar allí el hogar que buscaba.


—Imagino que todo el mundo ha de hacer lo que considera mejor —se volvió a la puerta—. No te envidio.


«Y desearías que me fuera al infierno y olvidarme», pensó Pedro.


—Buenas noches, entonces —susurró ella en la oscuridad cuando la lluvia volvía a caer.


—Buenas noches —repitió él; y añadió—: He visto la casa, Paula.




DUDAS: CAPITULO 7




Al volante del vehículo, a Paula eso se le pasó por la cabeza. Ayudar a Pedro Alfonso no valdría el infierno por el que tendría que pasar cada vez que se encontrara con alguien de la ciudad.


Y sin duda él la había mandado al matadero al decirle a Ron quién era. Paula le había explicado la situación. Podría haberse callado. Podría…


—¿Mamá? —Manuel intentó captar su atención mientras Pedro salía del taller con una rueda nueva en el brazo—. ¿Vamos a dejar que vaya andando hasta su coche después de que le prometieras llevarlo?


El tono de voz de su hijo le indicó que abandonar a Pedro sería algo imperdonable. 


Suspiró y arrancó el motor.


—Lo llevaremos, Manuel. Pero luego ya no lo veremos más, ¿de acuerdo?


—Supongo que está bien. Pero no entiendo por qué no podemos verlo.


Paula sabía que la única culpable era ella. 


Tendría que haberlo dejado en paz. La ciudad jamás aceptaría a Pedro Alfonso como sheriff. 


Intentar mostrarse amable sólo significaba prolongar lo inevitable.


Pero terminaría lo que había comenzado. Metió la camioneta en el aparcamiento del taller y esperó mientras Manuel abría la puerta.


—Puede guardar la rueda en la parte de atrás, ¿verdad, mamá? —su hijo se volvió a ella.


—Claro —repuso con sequedad.


No miró a Pedro cuando cerró la puerta al subir.


Nada de lo que había pasado era culpa de él. 


Ella misma se había metido en esa situación incómoda al recogerlo.


Pero, de todos modos, estaba furiosa. Parecía una persona decente, aunque no había manera de que ganara esa batalla. Lo mejor que podría hacer era cambiar la rueda y continuar con su vida.


Pedro y Manuel mantuvieron una conversación rápida mientras el vehículo salía de la ciudad. 


Hablaron de juegos y ciencia, y de la realidad virtual, el tema predilecto de su hijo.


—¿Tienes un ordenador con CD ROM? —Manuel silbó—. Me encantaría verlo.


—Cuando quieras —prometió Pedro.


A Paula le hirvió la sangre e intentó que la vieja camioneta fuera más rápido. No quería pensar en la decepción de Manuel, pero en cuanto dejaran a Pedro en su coche, no volverían a verlo.


Soltó un suspiro de alivio cuando avistó el exótico deportivo rojo.


—Hemos llegado —dijo ella, deteniendo la camioneta en el arcén detrás del coche.


—Muchas gracias —Pedro bajó del vehículo—. Sé que no te será fácil explicarlo.


—Puedo ocuparme de ello —anunció con rigidez; deseaba que se marchara.


—¿Podemos esperar hasta que coloque la rueda y volver yo con él? —interrumpió Manuel.


—No creo…


—Me gustaría —aventuró Pedro con tono esperanzado—. No tardaré mucho.


—Manuel —gimió Paula—. No irás en ese coche.


—¡Mamá! ¡Ha dicho que pensaba cambiarlo! ¡Quizá sea la última oportunidad de ir en un coche como ése!


—No, Manuel.


—No es problema —aseguró Pedro—. Y prometo respetar el límite de velocidad.


—¡Por favor, mamá!


—Iré a cambiar la rueda —Pedro se distanció de la discusión.


—¡Mamá! —suplicó Manuel—. Sólo estamos a unos kilómetros de casa, y tú nos seguirás detrás. ¿Puedo ir con él? ¿Sólo esta vez?


Más tarde, Paula llegó a la conclusión de que el dolor de cabeza le había provocado una locura momentánea, y que por eso había aceptado. Ninguna otra cosa podía justificarlo.


—De acuerdo —meneó la cabeza—. De acuerdo. Puedes ir a casa con él y luego te meterás en la ducha y te irás a la cama.


—¡Sí, señora! —Manuel dio un grito de placer y bajó de un salto de la camioneta.


Paula apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos. Una ligera llamada al cristal la hizo alzarla con un sobresalto.


—Lamento haber tardado tanto —se disculpó Pedro—, Estamos listos.


—Yo también —repuso—. No va a…


—¿Ir a doscientos cincuenta? —rió entre dientes, su rostro casi invisible en la oscuridad—. Prometo ir sólo a ochenta. Puede controlarme.


—Lo haré —prometió, subiendo la ventanilla.


Manuel la saludó desde el interior iluminado del coche deportivo y Pedro arrancó el motor. Fiel a su palabra, condujo con cuidado por la carretera, con la camioneta como una sombra detrás de su guardabarros trasero.



DUDAS: CAPITULO 6




Se puede saber qué hace aquí? —demandó Ron cuando Manuel se llevó a Pedro a la sala de juegos después de terminar de comer.


—Ya lo sabes —repuso ella enfadada.


—¡Sabes bien a qué me refiero! Ya tendría que haberse largado en ese coche deportivo que tiene. ¡Jamás pensé que llegaría a conocerlo! ¡Y menos verlo contigo!


—Ron, a mí no me importa si otra persona desempeña el trabajo de Jose. En especial un desconocido. Ya he tenido más que suficiente de eso. Así que Tomy y tú tendréis que librar vuestras propias batallas.


Ron quedó desconcertado con el exabrupto de Paula. Era un hombre pequeño y mezquino al que le encantaba cualquier manifestación de poder. Tenía el pelo tupido y grasiento y lo llevaba peinado hacia atrás.


—Paula —su tono fue claramente conciliador—. Sé que la muerte de Jose ha sido dura para ti y el muchacho, pero… no sales con ese hombre, ¿verdad?


—No —escupió la palabra e hizo a un lado el último trozo de su pizza—. Pero si saliera con él no sería asunto tuyo. Piensa quedarse, Ron, y después de conocerlo, no creo que haya nada que nadie pueda hacer para que cambie de parecer.


—Aún no ha visto la casa —sonrió y movió las cejas—. Después, ya veremos, ¿no?


—Creo que te sorprenderás —informó con tono lúgubre. No sabía bien qué habían esperado, pero no creía que estuvieran preparados para Pedro Alfonso.


Ron la dejó, se dirigió a la sala de juegos, encontró a su hijo y lo sacó del restaurante.


En el transcurso de la comida el dolor de cabeza se había vuelto intenso. Había buscado una aspirina en su bolso, pero no llevaba.


No se debía a nada que se hubieran dicho los dos hombres. Ron se había comportado como si Pedro hubiera sido un primo al que hacía tiempo no veía. No tenía suficiente valor para enfrentarse al hombre más alto y preparado que él por sí solo.


Pero las miradas que le había lanzado a Paula indicaban que eso no había terminado. Iría a Gold Springs y dedicaría la noche a llamar por teléfono para contarle a todo el mundo lo sucedido en la pizzería.


Pedro había intentado hablar con Ron sobre los cambios que se avecinaban, sobre las necesidades que el condado creía que no se iban a ver satisfechas con la situación actual.


El otro asintió y no dijo nada, prefiriendo reservar su vehemencia para cuando Pedro los dejó solos a la mesa. Entonces, se había desahogado con Paula, sin guardarse nada.


—¿Va todo bien? —preguntó Pedro, trayendo a Manuel después de que Ronnie se marchara.


—¿Bien? —Paula lo miró; la cabeza le palpitaba de forma atroz—. ¡No, nada va bien!


—Quizá deberíamos irnos —sugirió Pedro, y Manuel asintió.


—A veces se enfada —le dijo el niño al hombre mayor.


—A veces las mujeres se toman las cosas de la forma equivocada —suspiró Pedro.


—Creo que deberíamos irnos ahora mismo –los miró furiosa y depositó la cuenta en la mano de Pedro—. Gracias por la cena.


Pasó al lado de él y tomó la mano de Manuel con firmeza mientras abría la puerta a una noche fresca y lluviosa.


—¿No vamos a esperarlo como tú dijiste? —inquirió Manuel al llegar a la camioneta—. No podemos dejarlo —continuó al no obtener respuesta




DUDAS: CAPITULO 5




Estaba atestado para ser la noche de un miércoles. A Paula le preocupó que cada voz que oía fuera la de alguien que conocía. Nadie en Gold Springs entendería que ayudara a Pedro Alfonso. Ni ella misma lo entendía.


Encontraron una mesa y pidieron una pizza, luego Pedro y Manuel desaparecieron en la sala de juegos. La música sonaba alta; Paula se llevó una mano a la cabeza, que empezaba a dolerle. 


El único agobio que teñía su existencia era intentar conseguir un buen precio por su cosecha. Un encuentro fortuito había alterado toda su vida.


No era que le tuviera miedo a los vecinos y a la familia. Pero no quería que pensaran que no los apoyaba.


—¡Vaya! —Manuel saltó sobre la silla que había al lado de ella, con el rostro acalorado pero feliz—. Es bueno.


Pedro ocupó la silla de enfrente y le sonrió al pequeño.


—He pasado mucho tiempo en lugares donde no había otra cosa que hacer —se encogió de hombros—. Por eso soy el mejor.


—Podría serlo —Manuel sonrió y luego se levantó de un salto—. ¿Puedo ir a probar otra vez con Wrangler?


—Ve —autorizó Paula—. Las pizzas tardarán un rato.


—Gracias —le sacó algunas monedas más—. Si sigo practicando, podría ser tan bueno como Pedro. Ha dicho que tengo un talento natural.


—Eso es estupendo —ella sonrió y miró a Pedro—. Buena suerte.


—Llámame si llega la pizza —gritó a la carrera.


—No estoy segura de que deba darle las gracias por decirle que practicara.


—No debería —sacudió la cabeza y apoyó los brazos en la reluciente mesa blanca—. Quería un rato para hablar con usted a solas. Me pareció la forma más fácil.


Paula se puso tensa y miró la servilleta que había doblado con pulcritud sobre la mesa.


—Mire, lamento lo que ha sucedido —dijo ella—. Se fue de las manos.


—¿Qué es exactamente lo que ha sucedido? —preguntó, adelantándose para intentar captar sus ojos—. Creo que tengo derecho a saberlo.


—No resulta fácil explicarlo —desplegó la servilleta blanca de papel—. La comisión del condado y la gente de la ciudad discreparon acerca de quién debería dirigir el departamento del sheriff. Parece una tontería, lo sé, pero la gente de la ciudad consideraba que debía ser alguien de Gold Springs. Alguien que conociera la zona.


—A mí me dijeron que no había nadie con los conocimientos suficientes para organizar el tipo de departamento que deseaban —explicó Pedro.


—El mayor problema son los Chaves —se mordió el labio, sintiendo como si de algún modo traicionara a Tomy y a los otros.


—¿Es su marido? —aventuró él.


Entonces ella lo miró, y la profundidad de dolor que Pedro vio en sus ojos hizo que lamentara haber deseado conocer la verdad.


—Mi cuñado. Mi marido murió hace dos años. Era el alguacil de Gold Springs. Podría haber sido el nuevo sheriff.


—Lo siento —al oír las palabras le parecieron vacías—. Esto debe de ser duro para usted.


—En realidad, no lo es. Parece molestar a los demás, a los padres de Tomy y Jose, más que a mí. Quizá se debe a que siempre odié que Jose desempeñara ese trabajo. Es lo que lo mató.


Pedro respiró hondo y apartó la vista, lamentando los recuerdos que esas palabras provocaban en él.


—Así que no se trata de nada personal. Habrían odiado a cualquiera.


—Así es —coincidió Paula con un encogimiento de hombros—. Sólo Tomy habría sido lo bastante bueno para los Chaves después de la desaparición de Jose.


—¿Por qué Tomy no realizó el curso de entrenamiento y asumió el puesto? —inquirió él con voz dura.


—La comisión dejó bien claro desde el principio que quería a alguien con experiencia para organizar el departamento del sheriff. Aunque se hubiera preparado, Tomy se habría visto desbordado por la responsabilidad. Jose poseía la experiencia y los conocimientos. La comisión le habría dado el trabajo a él —miró la servilleta de papel y descubrió que la había hecho trizas.


Pedro le tocó levemente la mano, luego apartó los dedos como si se hubiera quemado.


—Lamento causarle todos estos problemas. No sabía nada.


—Lo supongo —recogió los trozos de servilleta y los llevó a una papelera próxima a su mesa—. Yo también lo lamento por usted —volvió a sentarse y lo observó con gesto pensativo.


Pensó que tenía un rostro amable, y ojos que entendían lo que ella sentía, porque parecía que él también había sufrido unas cuantas veces. Y había algo más. Algo que nunca había esperado volver a sentir, que creía que había muerto con su marido. Calor. Fuego. Cuando la tocaba, cuando la miraba. No quería experimentar eso, pero no podía negarlo. Su voz parecía abrazarla, acariciarla. Sus palabras le provocaban escalofríos por la espalda.


—No lo lamente —sonrió, y sus ojos brillaron al tomar una rápida decisión. Ya no pensaba seguir huyendo. Ni de sus recuerdos ni de ese lugar—. No pienso irme a ninguna parte.


—Quizá no entienda…


Llegó la pizza, acompañada por los gritos de júbilo de Manuel.


—Mira quién está aquí, mamá —arrastró a su amigo a la mesa—. El proyecto de ciencia de Ronnie ganó el primer premio, y su padre también lo trajo aquí.


—Papá dice que deberíamos compartir una mesa —indicó Ronnie con un tono que indicaba que le daba lo mismo mientras pudiera volver a los videojuegos—. Está allí.


Paula miró por el atestado restaurante, y el padre de Ronnie, Ron, la saludó con entusiasmo. Indicó los asientos vacíos de su mesa y le hizo señas para que se reuniera con él.


—Oh, Dios —gimió.


—Será mejor que se acostumbren a la idea —Pedro saludó y esbozó una sonrisa.


—Yo he de vivir aquí —informó ella—. Todo el mundo va a pensar que lo planeé.


—Lo siento, Paula —comentó en voz baja—. Yo tampoco lo planeé.


—¡Paula! —Ron se dirigió a su mesa con un refresco en la mano—. Pensaba que mi mesa era más grande, pero si prefieres sentarte aquí, perfecto —acercó dos sillas.


Paula miró con ojos centelleantes a Pedro, quien desvió la vista. ¿Era eso lo que se merecía por su buena acción? Tendría que haberse mantenido al margen.


—Creo que no nos conocemos —desde el otro lado de la mesa Ron estiró la mano hacia el desconocido—. Ron Washington.


Pedro Alfonso —estrechó la mano con fuerza. Escrutó su rostro y vio que la mirada hasta ese momento amistosa se volvía hostil.


—¿Pedro Alfonso? —soltó Ron, observando a Paula, que se negaba a mirarlo—. ¿De Chicago?


—Sí —Pedro sonrió.