sábado, 18 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 7




Al volante del vehículo, a Paula eso se le pasó por la cabeza. Ayudar a Pedro Alfonso no valdría el infierno por el que tendría que pasar cada vez que se encontrara con alguien de la ciudad.


Y sin duda él la había mandado al matadero al decirle a Ron quién era. Paula le había explicado la situación. Podría haberse callado. Podría…


—¿Mamá? —Manuel intentó captar su atención mientras Pedro salía del taller con una rueda nueva en el brazo—. ¿Vamos a dejar que vaya andando hasta su coche después de que le prometieras llevarlo?


El tono de voz de su hijo le indicó que abandonar a Pedro sería algo imperdonable. 


Suspiró y arrancó el motor.


—Lo llevaremos, Manuel. Pero luego ya no lo veremos más, ¿de acuerdo?


—Supongo que está bien. Pero no entiendo por qué no podemos verlo.


Paula sabía que la única culpable era ella. 


Tendría que haberlo dejado en paz. La ciudad jamás aceptaría a Pedro Alfonso como sheriff. 


Intentar mostrarse amable sólo significaba prolongar lo inevitable.


Pero terminaría lo que había comenzado. Metió la camioneta en el aparcamiento del taller y esperó mientras Manuel abría la puerta.


—Puede guardar la rueda en la parte de atrás, ¿verdad, mamá? —su hijo se volvió a ella.


—Claro —repuso con sequedad.


No miró a Pedro cuando cerró la puerta al subir.


Nada de lo que había pasado era culpa de él. 


Ella misma se había metido en esa situación incómoda al recogerlo.


Pero, de todos modos, estaba furiosa. Parecía una persona decente, aunque no había manera de que ganara esa batalla. Lo mejor que podría hacer era cambiar la rueda y continuar con su vida.


Pedro y Manuel mantuvieron una conversación rápida mientras el vehículo salía de la ciudad. 


Hablaron de juegos y ciencia, y de la realidad virtual, el tema predilecto de su hijo.


—¿Tienes un ordenador con CD ROM? —Manuel silbó—. Me encantaría verlo.


—Cuando quieras —prometió Pedro.


A Paula le hirvió la sangre e intentó que la vieja camioneta fuera más rápido. No quería pensar en la decepción de Manuel, pero en cuanto dejaran a Pedro en su coche, no volverían a verlo.


Soltó un suspiro de alivio cuando avistó el exótico deportivo rojo.


—Hemos llegado —dijo ella, deteniendo la camioneta en el arcén detrás del coche.


—Muchas gracias —Pedro bajó del vehículo—. Sé que no te será fácil explicarlo.


—Puedo ocuparme de ello —anunció con rigidez; deseaba que se marchara.


—¿Podemos esperar hasta que coloque la rueda y volver yo con él? —interrumpió Manuel.


—No creo…


—Me gustaría —aventuró Pedro con tono esperanzado—. No tardaré mucho.


—Manuel —gimió Paula—. No irás en ese coche.


—¡Mamá! ¡Ha dicho que pensaba cambiarlo! ¡Quizá sea la última oportunidad de ir en un coche como ése!


—No, Manuel.


—No es problema —aseguró Pedro—. Y prometo respetar el límite de velocidad.


—¡Por favor, mamá!


—Iré a cambiar la rueda —Pedro se distanció de la discusión.


—¡Mamá! —suplicó Manuel—. Sólo estamos a unos kilómetros de casa, y tú nos seguirás detrás. ¿Puedo ir con él? ¿Sólo esta vez?


Más tarde, Paula llegó a la conclusión de que el dolor de cabeza le había provocado una locura momentánea, y que por eso había aceptado. Ninguna otra cosa podía justificarlo.


—De acuerdo —meneó la cabeza—. De acuerdo. Puedes ir a casa con él y luego te meterás en la ducha y te irás a la cama.


—¡Sí, señora! —Manuel dio un grito de placer y bajó de un salto de la camioneta.


Paula apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos. Una ligera llamada al cristal la hizo alzarla con un sobresalto.


—Lamento haber tardado tanto —se disculpó Pedro—, Estamos listos.


—Yo también —repuso—. No va a…


—¿Ir a doscientos cincuenta? —rió entre dientes, su rostro casi invisible en la oscuridad—. Prometo ir sólo a ochenta. Puede controlarme.


—Lo haré —prometió, subiendo la ventanilla.


Manuel la saludó desde el interior iluminado del coche deportivo y Pedro arrancó el motor. Fiel a su palabra, condujo con cuidado por la carretera, con la camioneta como una sombra detrás de su guardabarros trasero.



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