domingo, 19 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 9




Tras cerrar la puerta, ella pensó que quizá había imaginado esa última parte. ¿Cómo podía haber visto la vieja casona desde el coche? No tenía sentido. ¿Habría ido andando desde la ciudad?


Probablemente era su conciencia culpable la que ponía palabras en su cabeza. Ella había participado en el plan. Si no de forma activa, al menos no había emitido ninguna protesta.


Suspiró al ver el número de mensajes que tenía en el contestador, y supo bien su razón. 


Contempló largo rato el pequeño aparato negro, con la cabeza aún martilleándole. Luego apagó las luces sin escuchar los mensajes y subió por la escalera hasta el dormitorio.


Al día siguiente, la lluvia había parado. Un brillante sol de septiembre inundaba las hojas cambiantes de los grandes robles que rodeaban la casa.


Acompañó a Manuel a la parada del autobús de la escuela y luego se dirigió a su huerto. El sol caía sobre su cabeza mientras trabajaba, iniciando lo que probablemente sería la última cosecha de hierbas del año.


Había sido un año bueno y rentable. El primero desde la muerte de Jose. Con algo de suerte y un invierno suave, quizá el próximo pudiera comprarse una camioneta nueva.


Después de vender el ganado que Jose había acumulado, había convertido el viejo granero en un tosco invernadero que le permitiría continuar con sus mejores cosechas incluso después de las primeras escarchas duras del otoño.


Durante el verano, al fin había conseguido establecer un acuerdo a largo plazo con dos de los restaurantes de Rockford. Le comprarían lo que pudiera cultivar y entregar de perejil, salvia, orégano y tomillo.


Poder cultivar las hierbas durante todo el año aliviaría los reveses financieros sufridos desde la muerte de Jose.


«Y quizá», pensó al ponerse en cuclillas y estirar la espalda, «incluso quede suficiente para que le compre a Manuel un ordenador para su cumpleaños el verano próximo».


Igual que muchas parejas, Paula y Jose no habían pensado en una muerte prematura ni en lo que la pérdida de ingresos significaría para los que quedaban atrás. El primer año, Manuel y ella apenas habían conseguido sobrevivir mientras intentaba rehacer sus vidas.


El segundo año, opuso batalla y descubrió que no tenía por qué ser una víctima después de todo. No era la vida que había planeado, pero era la que tenía, e iba a aprovecharla al máximo.


Mucha gente, incluyendo su propia familia, había comentado que no podría salir adelante tras la muerte de Jose. Estaba decidida a demostrar que se equivocaban.


Entró en la casa, sabiendo que Manuel no regresaría hasta al cabo de una hora. Metió los guantes sucios en la lavadora y subió a darse una ducha.


Echó los vaqueros y la camiseta sucios por el conducto que daba al cuarto de lavar mientras el agua se calentaba. Era una casa vieja, pero Jose y ella la habían adquirido por un buen precio después de casarse, cuando Paula acababa de enterarse de que estaba embarazada de Manuel. Les había parecido un regalo de Dios, un modo de salir de la casa de su madre antes de que naciera el bebé.


Era un hogar bueno y robusto. Miró las paredes que la rodeaban. Apenas entraba luz por las diminutas ventanas, y era frío en invierno y caluroso en verano. Pero era suyo.


Los veinte acres de su propiedad que circundaban la casa en su mayor parte estaban cubiertos de maleza y llenos de conejos. Cinco se los había alquilado a un granjero para que cultivara alfalfa para sus caballos. El resto, salvo aproximadamente el acre adyacente a la casa, no se usaba.


Jose había planeado criar ganado y caballos. 


Había sido su sueño. Su esperanza era comprar más terreno para sumarlo al que ya tenían… la tierra de los Hannon que la ciudad le había dado al nuevo sheriff.


La granja de los Hannon tenía cuarenta acres. 


Era una tierra buena, pero la propiedad llevaba abandonada más de veinte años. Se venía abajo, podrida casi toda. Carecía de agua corriente y electricidad.


La primera vez que se enteró del plan para desanimar al nuevo sheriff y desafiar a los comisionados del condado, Paula consideró que estaba mal, pero toda la gente lo apoyaba.


O, más bien, la gente cerró la boca y dejó que la familia Chaves le dijera lo que tenía que hacer.


Era imposible pedirles justicia o convencerlos de que le dieran una oportunidad. En el concejo municipal donde se decidió todo, la habían utilizado a ella y a Manuel como recordatorios vivos de que la ciudad necesitaba un sheriff local.


Paula había sonreído con gesto torvo y mantenido la boca cerrada, aunque no estaba segura de que eso hubiera sido lo correcto. 


Desde luego, ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Sin embargo, sentía pena por Pedro Alfonso. No había modo de que él supiera en lo que se iba a meter cuando lo contrataron en Chicago.


Salió de la ducha, temblando porque el calentador se había quedado sin agua caliente en el peor momento, cuando aún tenía champú en la cabeza.


Miró el reloj de la cómoda y se dio cuenta de que había tardado más tiempo del esperado. 


Manuel y su amigo llegarían en cualquier momento.


A toda velocidad, se puso unos vaqueros limpios y una camisa blanca de algodón, luego se cepilló el pelo. Contempló su cara en el espejo y vio el mismo rostro de todos los días. Ojos azules preocupados. La boca acentuada en una mueca más firme cada día que pasaba.


Se preguntó qué habría querido Jose. Era un hombre justo, pero tenía la tendencia a seguir la corriente. ¿Habría deseado que trataran al nuevo sheriff sin respeto? ¿Habría aceptado la decisión de proporcionarle la vieja casa de los Hannon?


La llamada de Manuel desde abajo le recordó que no tenía tiempo para fantasías. Se recogió el pelo que le llegaba hasta los hombros y se enfundó unas zapatillas deportivas, luego se reunió con su hijo en la escalera.


—¡Hola, mamá! —Manuel corrió hacia ella—. Pensábamos que te habías ido.


—¡Hola, señora Chaves! —Ronnie le sonrió y siguió a Manuel.


—La cena es a las cinco —dijo a su espalda cuando desaparecieron en el cuarto de su hijo.


Como era jueves, el último día de escuela esa semana, Ronnie iba a pasar la noche allí. Ésa había sido la última conversación que tendría aquel día. Suspiró. Quizá fuera el momento de acurrucarse a leer el libro que llevaba un mes esperándola.


La sobresaltó el sonido del teléfono.


Era su madre, que la llamaba para anunciarle que esa noche a las siete se había convocado una reunión de emergencia del concejo, y que querían que ella asistiera.


—¿Por qué? —demandó Paula—. Yo no tuve nada que ver con esto.


—Ana Chaves parece pensar que tu palabra, al ser la esposa del alguacil muerto, influirá mucho —explicó su madre, complacida de que la voz de su hija sirviera para algo. El día más orgulloso de su vida había sido cuando Paula se convirtió en una Chaves y el más lóbrego cuando enterraron a su joven marido.


—No puedo —replicó Paula—. Manuel y Ronnie están aquí. No puedo dejarlos solos.


—Iré yo a quedarme con ellos —ofreció su madre—. Paula, esto es muy importante. Creo que no te das cuenta.


—Sólo me doy cuenta de que no quiero que tenga nada que ver conmigo —musitó con voz cansada—. Pedro Alfonso parece ser un buen hombre. ¿Por qué no esperamos y vemos qué sucede?


—Iré a las seis y media —su madre soslayó sus comentarios—. Y, Paula —advirtió—, no le digas eso a nadie más.


Ésta no le mencionó que ya era demasiado tarde. Colgó y se preguntó qué diría Pedro cuando la viera.


«Reunión de urgencia del concejo», pensó con desdén, sacando una olla y una sartén del armario para apoyarlas con fuerza en la cocina.


Eran Tomy y su familia, que trataban de inflamar a todo el mundo contra el nuevo sheriff. A nadie de fuera de la ciudad le importaba quién iba a ser el sheriff. Ciertamente, en los barrios residenciales, que crecían con gran rapidez, no les importaba quién fuera el sheriff mientras cumpliera bien con su cometido.


Tampoco a ella. De hecho, le habría gustado no tener que volver a verlo. No quería pensar en cómo la hacía sentir. Aún lamentaba la pérdida de Jose.


Al menos ante una multitud grande y ruidosa no dispondrían de tiempo para estar juntos. Lo más probable era que él ni notara su presencia con tanta gente presente.


Bajó la vista a su ropa, adecuada para pasar una noche en casa con los chicos, y pensó en cambiarse.


Aunque no era porque quisiera estar presentable en caso de que él la viera. Después de cambiarse de ropa, añadió una pincelada de carmín a sus labios. Sentía mariposas en el estómago, pero sólo por los nervios que le producía la posibilidad de que los Chaves quisieran crear problemas.


«No notará mi presencia», repitió como un encantamiento.


Pero una voz baja susurró en su cabeza: «Tal vez sí».




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