sábado, 18 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 5




Estaba atestado para ser la noche de un miércoles. A Paula le preocupó que cada voz que oía fuera la de alguien que conocía. Nadie en Gold Springs entendería que ayudara a Pedro Alfonso. Ni ella misma lo entendía.


Encontraron una mesa y pidieron una pizza, luego Pedro y Manuel desaparecieron en la sala de juegos. La música sonaba alta; Paula se llevó una mano a la cabeza, que empezaba a dolerle. 


El único agobio que teñía su existencia era intentar conseguir un buen precio por su cosecha. Un encuentro fortuito había alterado toda su vida.


No era que le tuviera miedo a los vecinos y a la familia. Pero no quería que pensaran que no los apoyaba.


—¡Vaya! —Manuel saltó sobre la silla que había al lado de ella, con el rostro acalorado pero feliz—. Es bueno.


Pedro ocupó la silla de enfrente y le sonrió al pequeño.


—He pasado mucho tiempo en lugares donde no había otra cosa que hacer —se encogió de hombros—. Por eso soy el mejor.


—Podría serlo —Manuel sonrió y luego se levantó de un salto—. ¿Puedo ir a probar otra vez con Wrangler?


—Ve —autorizó Paula—. Las pizzas tardarán un rato.


—Gracias —le sacó algunas monedas más—. Si sigo practicando, podría ser tan bueno como Pedro. Ha dicho que tengo un talento natural.


—Eso es estupendo —ella sonrió y miró a Pedro—. Buena suerte.


—Llámame si llega la pizza —gritó a la carrera.


—No estoy segura de que deba darle las gracias por decirle que practicara.


—No debería —sacudió la cabeza y apoyó los brazos en la reluciente mesa blanca—. Quería un rato para hablar con usted a solas. Me pareció la forma más fácil.


Paula se puso tensa y miró la servilleta que había doblado con pulcritud sobre la mesa.


—Mire, lamento lo que ha sucedido —dijo ella—. Se fue de las manos.


—¿Qué es exactamente lo que ha sucedido? —preguntó, adelantándose para intentar captar sus ojos—. Creo que tengo derecho a saberlo.


—No resulta fácil explicarlo —desplegó la servilleta blanca de papel—. La comisión del condado y la gente de la ciudad discreparon acerca de quién debería dirigir el departamento del sheriff. Parece una tontería, lo sé, pero la gente de la ciudad consideraba que debía ser alguien de Gold Springs. Alguien que conociera la zona.


—A mí me dijeron que no había nadie con los conocimientos suficientes para organizar el tipo de departamento que deseaban —explicó Pedro.


—El mayor problema son los Chaves —se mordió el labio, sintiendo como si de algún modo traicionara a Tomy y a los otros.


—¿Es su marido? —aventuró él.


Entonces ella lo miró, y la profundidad de dolor que Pedro vio en sus ojos hizo que lamentara haber deseado conocer la verdad.


—Mi cuñado. Mi marido murió hace dos años. Era el alguacil de Gold Springs. Podría haber sido el nuevo sheriff.


—Lo siento —al oír las palabras le parecieron vacías—. Esto debe de ser duro para usted.


—En realidad, no lo es. Parece molestar a los demás, a los padres de Tomy y Jose, más que a mí. Quizá se debe a que siempre odié que Jose desempeñara ese trabajo. Es lo que lo mató.


Pedro respiró hondo y apartó la vista, lamentando los recuerdos que esas palabras provocaban en él.


—Así que no se trata de nada personal. Habrían odiado a cualquiera.


—Así es —coincidió Paula con un encogimiento de hombros—. Sólo Tomy habría sido lo bastante bueno para los Chaves después de la desaparición de Jose.


—¿Por qué Tomy no realizó el curso de entrenamiento y asumió el puesto? —inquirió él con voz dura.


—La comisión dejó bien claro desde el principio que quería a alguien con experiencia para organizar el departamento del sheriff. Aunque se hubiera preparado, Tomy se habría visto desbordado por la responsabilidad. Jose poseía la experiencia y los conocimientos. La comisión le habría dado el trabajo a él —miró la servilleta de papel y descubrió que la había hecho trizas.


Pedro le tocó levemente la mano, luego apartó los dedos como si se hubiera quemado.


—Lamento causarle todos estos problemas. No sabía nada.


—Lo supongo —recogió los trozos de servilleta y los llevó a una papelera próxima a su mesa—. Yo también lo lamento por usted —volvió a sentarse y lo observó con gesto pensativo.


Pensó que tenía un rostro amable, y ojos que entendían lo que ella sentía, porque parecía que él también había sufrido unas cuantas veces. Y había algo más. Algo que nunca había esperado volver a sentir, que creía que había muerto con su marido. Calor. Fuego. Cuando la tocaba, cuando la miraba. No quería experimentar eso, pero no podía negarlo. Su voz parecía abrazarla, acariciarla. Sus palabras le provocaban escalofríos por la espalda.


—No lo lamente —sonrió, y sus ojos brillaron al tomar una rápida decisión. Ya no pensaba seguir huyendo. Ni de sus recuerdos ni de ese lugar—. No pienso irme a ninguna parte.


—Quizá no entienda…


Llegó la pizza, acompañada por los gritos de júbilo de Manuel.


—Mira quién está aquí, mamá —arrastró a su amigo a la mesa—. El proyecto de ciencia de Ronnie ganó el primer premio, y su padre también lo trajo aquí.


—Papá dice que deberíamos compartir una mesa —indicó Ronnie con un tono que indicaba que le daba lo mismo mientras pudiera volver a los videojuegos—. Está allí.


Paula miró por el atestado restaurante, y el padre de Ronnie, Ron, la saludó con entusiasmo. Indicó los asientos vacíos de su mesa y le hizo señas para que se reuniera con él.


—Oh, Dios —gimió.


—Será mejor que se acostumbren a la idea —Pedro saludó y esbozó una sonrisa.


—Yo he de vivir aquí —informó ella—. Todo el mundo va a pensar que lo planeé.


—Lo siento, Paula —comentó en voz baja—. Yo tampoco lo planeé.


—¡Paula! —Ron se dirigió a su mesa con un refresco en la mano—. Pensaba que mi mesa era más grande, pero si prefieres sentarte aquí, perfecto —acercó dos sillas.


Paula miró con ojos centelleantes a Pedro, quien desvió la vista. ¿Era eso lo que se merecía por su buena acción? Tendría que haberse mantenido al margen.


—Creo que no nos conocemos —desde el otro lado de la mesa Ron estiró la mano hacia el desconocido—. Ron Washington.


Pedro Alfonso —estrechó la mano con fuerza. Escrutó su rostro y vio que la mirada hasta ese momento amistosa se volvía hostil.


—¿Pedro Alfonso? —soltó Ron, observando a Paula, que se negaba a mirarlo—. ¿De Chicago?


—Sí —Pedro sonrió.


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