sábado, 18 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 6




Se puede saber qué hace aquí? —demandó Ron cuando Manuel se llevó a Pedro a la sala de juegos después de terminar de comer.


—Ya lo sabes —repuso ella enfadada.


—¡Sabes bien a qué me refiero! Ya tendría que haberse largado en ese coche deportivo que tiene. ¡Jamás pensé que llegaría a conocerlo! ¡Y menos verlo contigo!


—Ron, a mí no me importa si otra persona desempeña el trabajo de Jose. En especial un desconocido. Ya he tenido más que suficiente de eso. Así que Tomy y tú tendréis que librar vuestras propias batallas.


Ron quedó desconcertado con el exabrupto de Paula. Era un hombre pequeño y mezquino al que le encantaba cualquier manifestación de poder. Tenía el pelo tupido y grasiento y lo llevaba peinado hacia atrás.


—Paula —su tono fue claramente conciliador—. Sé que la muerte de Jose ha sido dura para ti y el muchacho, pero… no sales con ese hombre, ¿verdad?


—No —escupió la palabra e hizo a un lado el último trozo de su pizza—. Pero si saliera con él no sería asunto tuyo. Piensa quedarse, Ron, y después de conocerlo, no creo que haya nada que nadie pueda hacer para que cambie de parecer.


—Aún no ha visto la casa —sonrió y movió las cejas—. Después, ya veremos, ¿no?


—Creo que te sorprenderás —informó con tono lúgubre. No sabía bien qué habían esperado, pero no creía que estuvieran preparados para Pedro Alfonso.


Ron la dejó, se dirigió a la sala de juegos, encontró a su hijo y lo sacó del restaurante.


En el transcurso de la comida el dolor de cabeza se había vuelto intenso. Había buscado una aspirina en su bolso, pero no llevaba.


No se debía a nada que se hubieran dicho los dos hombres. Ron se había comportado como si Pedro hubiera sido un primo al que hacía tiempo no veía. No tenía suficiente valor para enfrentarse al hombre más alto y preparado que él por sí solo.


Pero las miradas que le había lanzado a Paula indicaban que eso no había terminado. Iría a Gold Springs y dedicaría la noche a llamar por teléfono para contarle a todo el mundo lo sucedido en la pizzería.


Pedro había intentado hablar con Ron sobre los cambios que se avecinaban, sobre las necesidades que el condado creía que no se iban a ver satisfechas con la situación actual.


El otro asintió y no dijo nada, prefiriendo reservar su vehemencia para cuando Pedro los dejó solos a la mesa. Entonces, se había desahogado con Paula, sin guardarse nada.


—¿Va todo bien? —preguntó Pedro, trayendo a Manuel después de que Ronnie se marchara.


—¿Bien? —Paula lo miró; la cabeza le palpitaba de forma atroz—. ¡No, nada va bien!


—Quizá deberíamos irnos —sugirió Pedro, y Manuel asintió.


—A veces se enfada —le dijo el niño al hombre mayor.


—A veces las mujeres se toman las cosas de la forma equivocada —suspiró Pedro.


—Creo que deberíamos irnos ahora mismo –los miró furiosa y depositó la cuenta en la mano de Pedro—. Gracias por la cena.


Pasó al lado de él y tomó la mano de Manuel con firmeza mientras abría la puerta a una noche fresca y lluviosa.


—¿No vamos a esperarlo como tú dijiste? —inquirió Manuel al llegar a la camioneta—. No podemos dejarlo —continuó al no obtener respuesta




DUDAS: CAPITULO 5




Estaba atestado para ser la noche de un miércoles. A Paula le preocupó que cada voz que oía fuera la de alguien que conocía. Nadie en Gold Springs entendería que ayudara a Pedro Alfonso. Ni ella misma lo entendía.


Encontraron una mesa y pidieron una pizza, luego Pedro y Manuel desaparecieron en la sala de juegos. La música sonaba alta; Paula se llevó una mano a la cabeza, que empezaba a dolerle. 


El único agobio que teñía su existencia era intentar conseguir un buen precio por su cosecha. Un encuentro fortuito había alterado toda su vida.


No era que le tuviera miedo a los vecinos y a la familia. Pero no quería que pensaran que no los apoyaba.


—¡Vaya! —Manuel saltó sobre la silla que había al lado de ella, con el rostro acalorado pero feliz—. Es bueno.


Pedro ocupó la silla de enfrente y le sonrió al pequeño.


—He pasado mucho tiempo en lugares donde no había otra cosa que hacer —se encogió de hombros—. Por eso soy el mejor.


—Podría serlo —Manuel sonrió y luego se levantó de un salto—. ¿Puedo ir a probar otra vez con Wrangler?


—Ve —autorizó Paula—. Las pizzas tardarán un rato.


—Gracias —le sacó algunas monedas más—. Si sigo practicando, podría ser tan bueno como Pedro. Ha dicho que tengo un talento natural.


—Eso es estupendo —ella sonrió y miró a Pedro—. Buena suerte.


—Llámame si llega la pizza —gritó a la carrera.


—No estoy segura de que deba darle las gracias por decirle que practicara.


—No debería —sacudió la cabeza y apoyó los brazos en la reluciente mesa blanca—. Quería un rato para hablar con usted a solas. Me pareció la forma más fácil.


Paula se puso tensa y miró la servilleta que había doblado con pulcritud sobre la mesa.


—Mire, lamento lo que ha sucedido —dijo ella—. Se fue de las manos.


—¿Qué es exactamente lo que ha sucedido? —preguntó, adelantándose para intentar captar sus ojos—. Creo que tengo derecho a saberlo.


—No resulta fácil explicarlo —desplegó la servilleta blanca de papel—. La comisión del condado y la gente de la ciudad discreparon acerca de quién debería dirigir el departamento del sheriff. Parece una tontería, lo sé, pero la gente de la ciudad consideraba que debía ser alguien de Gold Springs. Alguien que conociera la zona.


—A mí me dijeron que no había nadie con los conocimientos suficientes para organizar el tipo de departamento que deseaban —explicó Pedro.


—El mayor problema son los Chaves —se mordió el labio, sintiendo como si de algún modo traicionara a Tomy y a los otros.


—¿Es su marido? —aventuró él.


Entonces ella lo miró, y la profundidad de dolor que Pedro vio en sus ojos hizo que lamentara haber deseado conocer la verdad.


—Mi cuñado. Mi marido murió hace dos años. Era el alguacil de Gold Springs. Podría haber sido el nuevo sheriff.


—Lo siento —al oír las palabras le parecieron vacías—. Esto debe de ser duro para usted.


—En realidad, no lo es. Parece molestar a los demás, a los padres de Tomy y Jose, más que a mí. Quizá se debe a que siempre odié que Jose desempeñara ese trabajo. Es lo que lo mató.


Pedro respiró hondo y apartó la vista, lamentando los recuerdos que esas palabras provocaban en él.


—Así que no se trata de nada personal. Habrían odiado a cualquiera.


—Así es —coincidió Paula con un encogimiento de hombros—. Sólo Tomy habría sido lo bastante bueno para los Chaves después de la desaparición de Jose.


—¿Por qué Tomy no realizó el curso de entrenamiento y asumió el puesto? —inquirió él con voz dura.


—La comisión dejó bien claro desde el principio que quería a alguien con experiencia para organizar el departamento del sheriff. Aunque se hubiera preparado, Tomy se habría visto desbordado por la responsabilidad. Jose poseía la experiencia y los conocimientos. La comisión le habría dado el trabajo a él —miró la servilleta de papel y descubrió que la había hecho trizas.


Pedro le tocó levemente la mano, luego apartó los dedos como si se hubiera quemado.


—Lamento causarle todos estos problemas. No sabía nada.


—Lo supongo —recogió los trozos de servilleta y los llevó a una papelera próxima a su mesa—. Yo también lo lamento por usted —volvió a sentarse y lo observó con gesto pensativo.


Pensó que tenía un rostro amable, y ojos que entendían lo que ella sentía, porque parecía que él también había sufrido unas cuantas veces. Y había algo más. Algo que nunca había esperado volver a sentir, que creía que había muerto con su marido. Calor. Fuego. Cuando la tocaba, cuando la miraba. No quería experimentar eso, pero no podía negarlo. Su voz parecía abrazarla, acariciarla. Sus palabras le provocaban escalofríos por la espalda.


—No lo lamente —sonrió, y sus ojos brillaron al tomar una rápida decisión. Ya no pensaba seguir huyendo. Ni de sus recuerdos ni de ese lugar—. No pienso irme a ninguna parte.


—Quizá no entienda…


Llegó la pizza, acompañada por los gritos de júbilo de Manuel.


—Mira quién está aquí, mamá —arrastró a su amigo a la mesa—. El proyecto de ciencia de Ronnie ganó el primer premio, y su padre también lo trajo aquí.


—Papá dice que deberíamos compartir una mesa —indicó Ronnie con un tono que indicaba que le daba lo mismo mientras pudiera volver a los videojuegos—. Está allí.


Paula miró por el atestado restaurante, y el padre de Ronnie, Ron, la saludó con entusiasmo. Indicó los asientos vacíos de su mesa y le hizo señas para que se reuniera con él.


—Oh, Dios —gimió.


—Será mejor que se acostumbren a la idea —Pedro saludó y esbozó una sonrisa.


—Yo he de vivir aquí —informó ella—. Todo el mundo va a pensar que lo planeé.


—Lo siento, Paula —comentó en voz baja—. Yo tampoco lo planeé.


—¡Paula! —Ron se dirigió a su mesa con un refresco en la mano—. Pensaba que mi mesa era más grande, pero si prefieres sentarte aquí, perfecto —acercó dos sillas.


Paula miró con ojos centelleantes a Pedro, quien desvió la vista. ¿Era eso lo que se merecía por su buena acción? Tendría que haberse mantenido al margen.


—Creo que no nos conocemos —desde el otro lado de la mesa Ron estiró la mano hacia el desconocido—. Ron Washington.


Pedro Alfonso —estrechó la mano con fuerza. Escrutó su rostro y vio que la mirada hasta ese momento amistosa se volvía hostil.


—¿Pedro Alfonso? —soltó Ron, observando a Paula, que se negaba a mirarlo—. ¿De Chicago?


—Sí —Pedro sonrió.


DUDAS: CAPITULO 4




Manuel se puso a hablar de su proyecto de ciencia, y describió en detalle cómo las larvas de los mosquitos se desarrollaban hasta convertirse a su vez en mosquitos. Explicó que salían a cenar porque había conseguido el segundo puesto y que algún día le encantaría mostrarle a Pedro el proyecto y el diploma.


—Me encantará verlos —aseguró él—. Déjeme en cualquier sitio —le dijo a Paula mientras atravesaban las atestadas calles de la ciudad.


—Conozco un taller justo al lado de donde vamos nosotros —comentó ella, apretando con fuerza el volante—. Allí podrá comprar la rueda y, cuando volvamos a casa, lo llevaremos hasta su coche.


—Es demasiado —indicó Pedro—. Esto ha sido perfecto.


—No es ningún problema —mintió ella. No estaba segura de que no fuera a plantearle demasiados problemas. No obstante, se sentía obligada a ayudarlo.


La comisión lo había traído desde muy lejos y le había prometido un buen trabajo. Tomy y su familia no permitirían que se quedara. Era un desconocido, pero todo el mundo merecía algo mejor.


—Se lo agradezco —trató de mirarle el rostro, pero ya había oscurecido. Ella debía de estar arriesgándose por él, y no sabía por qué—. Me gustaría invitarlos a la pizza, si le parece bien.


—¡Estupendo! —aceptó Manuel contento—. ¡Así tendré más monedas para los juegos!


—Aguarda un segundo —dijo Pedro—. No será una de esas pizzerías con videojuegos, ¿verdad? Odio esos sitios.


—Hay algunos juegos —se defendió Manuel—. Están en otra sala.


—No es por eso —respondió Pedro mientras abrían las puertas del vehículo para bajar—. Me conocen en todos. ¿Sabes?, es que soy el mejor.


Durante un instante Manuel lo observó con nuevo respeto, luego puso los ojos en blanco.


—¡Baje! Podría ganarle en cualquiera de los juegos de saltos. Nadie puede conmigo en esos.


—Lo siento —musitó Pedro con pesar—. Quizá no debería entrar contigo…


—No me lo creo —Manuel rió, deslizándose por el asiento para bajar—. No puede ser tan bueno. Nadie es tan bueno.


—Bueno —Pedro meneó la cabeza y bajó la vista al suelo—, en cualquier caso, tu madre aún no ha dicho…


—Mamá —Manuel se volvió hacia Paula, que había estado a punto de rechazar su invitación—. Tenemos que dejar que venga con nosotros. Sé que miente.


Ella observó los oscuros ojos de Pedro, clavados en la espalda de su hijo, con una leve sonrisa en las comisuras de sus labios. Suspiró y esperó que no se encontraran con nadie conocido.


—Puede venir con nosotros.



viernes, 17 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 3




La lluvia había cesado cuando Paula y Manuel fueron a poner en marcha la vieja camioneta. No iban a menudo a la ciudad de Rockford. «Menos mal», pensó, ya que no sabía cuántos kilómetros de vida le quedaban al vehículo.


—Necesitamos una camioneta nueva —indicó Manuel mientras traqueteaban por la carretera—. El padre de Ronnie acaba de comprarse una.


—Lo sé.


—El tío Tomy dice que te podría conseguir una nueva —comentó él con inocencia.


Paula hizo una mueca en el retrovisor. Unos ojos azules le advirtieron de que no podía informarle a su hijo de que su tío le había hecho el mismo ofrecimiento varias veces en diferentes circunstancias. No le gustaban los lazos que ello acarrearía.


—Nos arreglaremos con lo que tenemos —repuso con calma, apartando un mechón de pelo castaño rojizo de la mejilla.


—Nos iría mejor con una nueva —respondió Manuel, mirando por la ventanilla.


—Cada día te pareces más a tu padre —meneó la cabeza y lo miró—. Y también eres obstinado como él.


—Gracias —asintió con gesto solemne—. Todo el mundo sabe que mi padre era un gran hombre. Fue un héroe.


—Lo fue —susurró con un nudo en la garganta.


Alzó la vista con rapidez cuando vieron a una solitaria figura al pasar por la tienda de artículos generales mientras salían de Gold Springs.


—Un autostopista —dijo Manuel, identificando al hombre.


—No exactamente —respiró hondo y tomó una decisión antes de llegar hasta él.


—¿Qué haces? ¿Mamá? ¿Vamos a recoger a un autostopista?


—Ves mucha televisión, Manuel —indicó, aminorando—. Ven aquí y quédate quieto un rato.


Manuel la miró pero obedeció; se alejó de la puerta y se pegó a ella.


—¿Necesita que lo lleven a alguna parte? —ofreció Paula, con el corazón acelerado mientras Pedro abría la puerta.


—Creo que ya conoce la respuesta —registró la presencia del niño y la miró a la cara.


Ella notó que en su mirada no había alegría. 


Estaba enfadado, y no lo culpaba. Los comisionados del condado los habían colocado a todos en una situación embarazosa.


—Suba y lo llevaré a la ciudad —sabía que se estaba metiendo en problemas, pero parecía lo mínimo que podía hacer.


Pedro subió y cerró la puerta. El suave perfume de Paula pareció envolverlo. Sintió los ojos de ella mientras se ponía el cinturón de seguridad. 


Al alzar la vista, Paula apartó los ojos. No había ninguna duda de que el niño era suyo. Los ojos azules grandes y profundos se clavaron en él de un modo que su madre no habría hecho, pero eran idénticos.


Pedro sintió un aguijonazo de pesar. Una curva distinta, otro camino, y el niño habría sido suyo. 


Descartó esos pensamientos. El dolor era algo con lo que vivía desde hacía mucho tiempo.


—Billy no aceptó traer su coche —conjeturó ella; arrancó y puso los limpiaparabrisas, ya que había empezado a llover otra vez.


—Tendría que haber usado el teléfono para averiguarlo —repuso él con tensión—. Como hubo una avería en todas las líneas de la ciudad y no sé dónde se encuentra el taller…


—Los teléfonos funcionaban —se apresuró a indicar Manuel—. El señor Maddox, el conductor del autobús, paró para llamar a su casa cuando dejamos atrás la tienda.


—Creo que ha sido un error —Paula miró a su hijo.


—Eso creo —Pedro miró por la ventanilla—. Un gran error.


Ella se concentró en la conducción, sin pensar en lo que hacía. Casi habían llegado a Rockford cuando vieron una mancha roja por la ventanilla empapada.


—¿Ése es su coche? —inquirió Manuel.


—Sí.


—¿Qué le pasa?


—Manuel —María intentó apagar la curiosidad de su hijo.


—No se preocupe —miró el rostro tenso de ella por encima de la cabeza de su hijo—. No es culpa del pequeño.


Paula mantuvo los ojos en el camino mientras él explicaba que había olvidado llevar una segunda rueda de repuesto después de que la primera se le pinchara a unos ciento sesenta kilómetros de distancia.


—Ha sido un descuido —comentó Manuel, observando con cautela al desconocido.


—Sí —le sonrió—. Un gran descuido.


—¿Qué coche era? —continuó el niño—. Creo que vi uno como ése en una revista.


—Un Porsche —indicó—. Alcanza los doscientos cincuenta en una carretera recta como ésta.


—¡Vaya! ¿Puedo ir con usted algún día? —Manuel lo miró bajo una luz nueva. Alguien que tuviera un coche como ése no podía ser malo.


—No cuando vaya a doscientos cincuenta kilómetros —intervino Paula, deteniéndose ante el primer semáforo rojo a la entrada de Rockford.


Miró a Pedro Alfonso en la luz que desaparecía. Se preguntó por qué demonios había parado para ayudarlo otra vez. No sabía nada de él salvo que estaba cualificado para ser sheriff. Y que le inspiraba pena. Aún no había visto la casa que le había prometido la comisión.


—Pero voy a cambiarlo —dijo Pedro—. En cuanto le sustituya la rueda.


—¿Por qué? —demandó Manuel.


—Creo que ahora voy a necesitar algo diferente —repuso pensativo—. Quizá algo parecido a esta camioneta.


—Puede quedarse con ésta —ofreció Manuel—. Tal vez podría comprársela a mamá para que ella pueda comprarse una nueva.


Paula pisó el acelerador, sintiendo que se ruborizaba. No existía un niño discreto. Pedro rió.


—Tengo una hermana menor —reveló él en voz baja—. Mi madre me obligaba a llevarla conmigo en mis citas para que no me metiera en problemas. Créame. Esto no es nada.




DUDAS: CAPITULO 2



Sabía que era una esperanza vana que no hubieran reconocido su vehículo en la lluvia. 


Cuando entró en casa después de guardar la camioneta, el teléfono ya sonaba.


—¿Qué demonios haces? —demandó Tomy Lightner sin saludar—. ¿Has traído a Pedro Alfonso a la ciudad después de saber lo que piensa la gente? Pensé que estabas con nosotros, Paula.


—No estoy con nadie —sacudió la cabeza y las gotas volaron mientras dejaba las compras y se quitaba los guantes—. Nunca dije eso, Tomy.


—¿Así que estás en contra de nosotros? —inquirió con pasión.


—No —suspiró—, y estoy de acuerdo en que los comisionados tendrían que haber contado con nosotros antes de contratarlo. Pero intentar pagarlo con él está mal, y todo el mundo lo sabe. En cuanto a traerlo, su coche se había averiado. No sabía quién era.


—¿Subiste a tu coche a un completo desconocido? —se quedó mudo.


—Llovía. Paré y lo traje los últimos kilómetros a la ciudad. En ese momento, no sabía quién era, pero de cualquier modo me habría ofrecido a llevarlo, Tomy. Sigue siendo un ser humano.


—Un ser humano al que no queremos aquí—se quejó Tomy—. ¿Ya te has olvidado de Jose? Él habría sido el sheriff si no lo hubieran matado. ¿Eso no significa nada para ti?


—Debo colgar, Tomy —musitó cansada—. Manuel va a llegar pronto. Hablaré luego contigo.


Colgó, sin darle la oportunidad de añadir algo que luego ambos podrían lamentar. Era su cuñado y el tío de Manuel. No quería crisparlo.


Se puso a guardar botellas y latas en la cocina hasta que se detuvo a echar un vistazo por la ventana que había encima del fregadero.


A Jose le había encantado esa ventana, la vista de las colinas verdes y onduladas… Todavía le dolía incluso oír su nombre, pero eso no hacía que fuera justo pagarlas con Pedro Alfonso. Sólo cumplía con su trabajo. El condado le había pagado para ir a Gold Springs.


La ciudad había necesitado un departamento del sheriff independiente de la policía del condado que pasaba por allí cuando había problemas. El rápido crecimiento de los complejos urbanísticos hacía que su formación fuera aún más importante.


Gold Springs estaba en pleno desarrollo. Sus habitantes necesitaban la estabilidad que aportaría a la zona un departamento del sheriff.


Pero a todos les molestaba el hecho de no haber podido elegir a otro hombre de la ciudad para dirigir el proyecto a la muerte de Jose.


Durante diez años, Jose Chaves había sido el alguacil de la ciudad. Después de la muerte de Jose, Mike Matthews, el anterior alguacil ya jubilado, había aceptado ocupar su lugar, pero sólo hasta que pudieran encontrar a alguien que lo sustituyera.


Tomy Chaves había sido ayudante de ambos, y todo el mundo había esperado que la comisión del condado lo nombrara a él nuevo sheriff. Pero los sorprendieron contratando a alguien con experiencia y de fuera.


—¡Mamá, mamá! —su hijo irrumpió en la cocina, haciendo que la puerta chocara contra la pared—. ¿Adivina qué pasó? Mi proyecto de ciencia consiguió el segundo puesto.


Con orgullo, alzó la cinta roja y le sonrió. La visión de varios dientes que le faltaban le derritió el corazón.


Manuel era la imagen de su padre. Pelo castaño claro, grandes ojos azules, se parecía hasta en las pecas de la nariz y en los hoyuelos de las mejillas.


Pensar en Jose, en todas las cosas que iba a echar de menos, hizo que las lágrimas afloraran a sus ojos mientras se arrodillaba y abrazaba a Manuel.


—Es maravilloso —le dijo—. Después de todo el duro trabajo que pusimos en ello, me alegra la recompensa.


—No llores, mamá —le tocó la mejilla con la mano sucia—. Sólo era un proyecto de ciencia.


—Lo sé —respondió con voz temblorosa, a pesar de sus esfuerzos por controlarla—. Y no lloro.


Pero no podía engañarlo. Manuel apenas tenía ocho años, pero había visto llorar a su madre demasiadas veces desde la muerte de su padre. 


La abrazó con fuerza.


—Te quiero, mamá.


—Yo también te quiero, Manu —volvió a abrazarlo, luego se rehízo, se levantó y le quitó la pesada mochila y la tartera—. Y creo que esta noche deberíamos salir a celebrarlo. ¿Qué te parece si vamos a Pizza Express?


—¡Estupendo! ¿Puedo comprar fichas para jugar en los videojuegos?


—Bueno —aceptó—. Guarda tus cosas y nos iremos. Han dicho que va a seguir lloviendo toda la noche, y me gustaría regresar pronto.


—¡Oh, mamá! —hizo una mueca—. Para ti tarde es las siete o las ocho. ¿Sabes?, a veces la gente se queda hasta las diez.


—No la gente que al día siguiente tiene que ir a la escuela —se puso el impermeable mientras él subía corriendo hasta su dormitorio.


Se secó las mejillas con mano impaciente. A pesar de sus promesas de no volver a llorar, de vez en cuando las lágrimas la pillaban por sorpresa.


Con eso no podría recuperarlo. Jose y su vida en común habían desaparecido. Nada podría cambiarlo.