miércoles, 15 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 38



Paula lo miró mientras el deseo salía de su cuerpo como el agua de la bañera y en su lugar quedaba un vacío. Porque, independientemente de lo que hiciera o de lo que dijera, o de lo mucho que se esforzara o el tiempo que estuvieran casados, Pedro siempre estaría al mando. Podía aprender griego, pero no supondría ninguna diferencia. Podía incluso intentar averiguar algo más sobre los barcos que poseía su marido, pero sería perder el tiempo. 


Porque lo que ella quería no contaba. Solo contaba lo que quería él y siempre sería así, porque él mandaba y llevaba años haciéndolo.


Quería que ella supiera cuál era su sitio y que lo consultara todo con él. No quería extraños en la casa y, ahora que ella ya lo sabía, esperaba que respetara sus deseos. Su casa se había convertido en su cárcel y su esposo era el carcelero. Y la razón por la que no quería hacerle el amor en aquel momento no tenía nada que ver con sus miedos sobre el embarazo. La expresión de su cara era tan tormentosa como el día que le había hablado de su madre y Paula comprendió de pronto por qué. 


Porque no le gustaba el modo en que ella le hacía reaccionar.


«No quiere perder el control ni que nadie vea que pierde el control».


Y entendió también algo más. Que si se quedaba, pasaría el resto de su vida sometiéndose a los deseos y los caprichos de él. 

Lo único que había pedido cuando había aceptado casarse con él no se había materializado. Jamás serían iguales. ¿Y qué clase de ejemplo sería ese para su hijo?


Se llevó las manos a las mejillas calientes y lo miró fijamente.


–He terminado con esto, Pedro –susurró.


Él entrecerró los ojos.


–¿De qué hablas?


–De ti. De mí. De nosotros. Lo siento. No puedo seguir así. No puedo seguir en esta… esta farsa de matrimonio.


Pedro sonrió con crueldad. Ella no lo había visto mirarla así en mucho tiempo, pero le recordó la crueldad fundamental que yacía en el núcleo de él.


–Pero no tienes elección, Paula –dijo con voz sedosa–. Esperas un hijo mío y no pienso dejarte marchar.


Ella lo miró a los ojos con furia.


–Tú no puedes detenerme.


–Oh, creo que descubrirás que sí puedo. Tengo la experiencia y los recursos. Tú no tienes nada y yo lo tengo todo. Puedo conseguir que el tribunal dictamine a mi favor en una batalla por la custodia, no lo dudes, aunque preferiría no tener que seguir ese camino. Así que no me obligues. ¿Por qué no te calmas y reconsideras esto? –la miró con frialdad–. Quizá he sido poco razonable…


–¿Quizá? –preguntó ella–. No lo entiendes, ¿verdad? Esto no es un matrimonio. Es una farsa y una cárcel. Y no hablo solo de tu falta de confianza o del comportamiento de carcelero que has demostrado solo porque he tenido la temeridad de invitar a alguien a venir a casa.


–Paula…


–¡No! Tienes que escucharme. ¿Quieres oír la realidad de lo que es estar casada contigo? ¿Lo maravilloso que es? Tú pasas muchas horas en la oficina y, cuando vuelves, como máximo me toleras. Orgasmos garantizados y algún viaje que otro al teatro no crean intimidad, pero supongo que eso no debería sorprenderme porque tú no quieres intimidad. Tú mismo me lo dijiste y en ese momento pensé que podría vivir con ello, o que quizá eso cambiaría, pero ahora sé que no puedo. Porque yo no te importo nada. Solo te importa tu hijo. A veces haces que me sienta como un personaje en una película de ciencia ficción, alguien que lleva a tu hijo dentro para que puedas quitármelo en cuanto nazca. Como si fuera una maldita incubadora.


–Paula…


–¿Quieres dejar de interrumpirme? –gritó ella–. Cuando mencioné que tenemos demasiados empleados y comenté mi deseo de ayudar con el trabajo de casa, me miraste como si fuera un monstruo. ¿Qué se supone que debo hacer todo el día? ¿Ir de tiendas como una maniquí bien vestida gastando de tu tarjeta de crédito?


–Muchas mujeres lo hacen.


–Pues yo no. Por si te interesa, me aburre muchísimo. Tuve una breve historia de amor con lo de gastar en exceso antes de casarnos, pero eso ya pasó. Es una existencia vacía y sin sentido. Prefiero donar dinero a caridades antes que seguir comprando más bolsos caros.


–Paula…


–No he terminado –continuó ella con frialdad–. Tú hablas griego y yo no, lo que significa que siempre estaré al margen, y cuando tomo la iniciativa de tomar clases, me acusas de querer conquistar al hermano de mi profesora.


–Te he oído –dijo él–. Y entiendo que mi reacción ha sido exagerada. Por supuesto que puedes tomar clases si quieres, pero al menos déjame que elija alguien apropiado para enseñarte. No puedes empezar sin más con la hermana de alguien a quien te has tropezado en un restaurante.


–¿Por qué no?


–Porque no han sido investigados –dijo él entre dientes.


Era la última gota, y en aquel momento Paula supo que no podía haber vuelta atrás. Ni tampoco hacia delante. El corazón le latía con fuerza, pero se las arregló para hablar con calma,


–¿Y qué quieres que haga, que me quede aquí encerrada mientras tú investigas a todos los que quieran verme? ¿Quieres construir barreras a mi alrededor tan altas como las que has construido a tu alrededor?


–¿Quién es la que exagera ahora? –preguntó él.


–Yo no. Pensaba que las cosas podían cambiar un poco cuando estuviéramos casados, pero en lugar de la intimidad que esperaba, solo encuentro rabia y recelo. Me das lástima, Pedro. Ver el mundo de un modo tan cínico implica que nunca serás feliz, y eso, inevitablemente, afectará a nuestras vidas. Y no criaré a un hijo mío en una atmósfera así. No quiero que nuestro hijo crezca conociendo solo desconfianza y cinismo, ni que se pregunte por qué mamá y papá nunca intercambian muestras de cariño. Quiero que tenga una visión sana del mundo, y por eso me marcho.


–Inténtalo –la desafió él.


Ella asintió con amargura y lo miró a los ojos.


–¿Eso es tu modo de decir que me cortarás el dinero? ¿Vas a ser también tirano financiero además de tirano emocional? ¿De verdad irías tan lejos, después de lo que pasaste tú? Pues bien, adelante, hazlo. Pero, si lo haces, iré directamente a un abogado y pediré que consiga una orden de manutención. O venderé esto –señaló los diamantes fríos que brillaban en sus dedos y la pulsera que colgaba de su muñeca–. O esto. O, si es preciso, iré a la prensa. Sí, también haría eso. Contaría mi historia y les diría cómo ha sido estar casada con el magnate griego. Haría lo que fuera por lograr que no me quites a mi hijo, por mucho que me ofrezcas por desaparecer de tu vida. Porque ninguna cantidad de dinero podría inducirme a separarme de mi hijo.


Respiró hondo.


–Yo no soy tu madre, Pedro –declaró con pasión.


Vio que se encogía como si lo hubiera golpeado, pero ya nada podía detenerla.


–Y ahora, si me disculpas, tengo que hacer las maletas –dijo con voz temblorosa–. Y si intentas detenerme, llamaré a la policía.




martes, 14 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 37




Pedro entró silenciosamente en el apartamento y oyó que alguien recitaba lentamente el alfabeto griego. Se quedó inmóvil. Los sonidos llegaban de la sala de música, que estaba situada en el extremo más alejado del ático, y los pronunciaba una voz que no reconoció. 


Frunció el ceño. A continuación oyó una segunda voz que repetía las letras con dificultad y se dio cuenta de que era su esposa. Echó a andar por el pasillo y lo que vio lo pilló por sorpresa. Una chica griega muy guapa, ataviada con un suéter y una falda vaquera muy corta, estaba de pie al lado de una de las grandes ventanas, y su esposa, sentada cerca del piano, leía en alto de un libro de texto. Las dos levantaron la vista al entrar él y Pedro vio que Paula lo miraba dudosa.


–¿Qué pasa aquí? –preguntó él, con una sonrisa que intentaba ser agradable.


–¡Pedro! No te esperaba.


–Eso parece –él enarcó las cejas–. ¿Y quién es esta?


–Eva. Es mi profesora de griego.


Hubo una pausa.


–No sabía que tuvieras una profesora de griego.


–Porque no te lo he dicho. Quería que fuera una sorpresa.


–Oigan, veo que están ocupados –Eva miró primero a uno y luego al otro y empezó a recoger un montón de papeles y guardarlos en un maletín de piel–. Será mejor que me vaya.


–No –dijo Paula–. Todavía queda media hora de clase.


–Siempre puedo volver –repuso Eva, con una voz animosa que sugería que eso no sería una opción.


Pedro esperó hasta que Paula acompañó a la profesora a la puerta y regresó a la sala de música, donde lo miró de hito en hito.


–¿A qué ha venido eso? –preguntó.


–Yo puedo preguntarte lo mismo. ¿Quién demonios es Eva?


–Ya te lo he dicho. Es mi profesora de griego. ¿No es obvio?


–Tu profesora de griego –repitió él despacio–. ¿Y dónde la has encontrado?


Paula suspiró.


–Es la hermana del camarero que nos sirvió la noche que fuimos al restaurante Kastro. Me oyó decirle a Korinna que quería aprender griego y me dio la tarjeta de Eva cuando volvía del lavabo.


–Repite eso –dijo él–. ¿Es la hermana de un camarero al que conociste en un restaurante?


–¿Qué tiene eso de malo?


–¿Lo preguntas en serio? –quiso saber él–. Piénsalo bien. No conoces a esas personas.


–Ahora ya sí.


–Paula –explotó él–. ¿No te das cuenta de las consecuencias potenciales de invitar a desconocidos a mi casa?


–También es mi casa –contestó ella, con voz temblorosa–. Al menos, eso creo.


Pedro alteró con esfuerzo su tono de voz para intentar ahogar la furia que crecía dentro de él.


–No pretendo ser difícil, pero mi posición no es como la de otros hombres. Sucede que soy extremadamente rico y tú lo sabes.


–Oh, sí, lo sé. No es probable que lo olvide, ¿verdad? –replicó ella con calor–. ¿Qué quieres que haga, que vaya corriendo a ver si Eva se ha llevado uno de tus preciosos huevos Fabergé?


–O quizá –continuó él, como si no la hubiera oído–, presentarte a la profesora de griego era una distracción inteligente y el guapo camarero tiene algún interés en ti.


–¿Crees que tiene interés por mí? –Paula se levantó y soltó una risa de incredulidad mientras se colocaba las manos en la curva del vientre–. ¿Conmigo así? ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a decirme algo así?


Pedro escuchó sus palabras, pero en lugar de sentirse irritado por su desafío, solo pudo pensar lo atractiva que resultaba enfadada. El pelo rubio le caía salvajemente en torno a la cara y sus ojos verdes escupían fuego esmeralda. La tomó en sus brazos y ella abrió mucho los ojos y le golpeó furiosamente el pecho con las manos, pero gimió cuando él empezó a besarla y volvió a gemir cuando le rozó el pezón y sintió que este se endurecía en su mano. Ella le devolvió el beso y el suyo era caliente, duro y furioso, pero dejó de golpearlo con las manos. Él la atrajo hacia sí para que notara lo excitado que estaba y ella se retorció contra él con frustración furiosa.


Pedro deslizó las manos bajo el vestido de ella y empezó a acariciarle los muslos. Oía la respiración jadeante de ella y, cuando se desabrochó el cinturón y se quitaba el pantalón, tenía la sensación de que podía explotar. Estaba duro como una piedra y el olor inconfundible de la excitación de ella impregnó el aire cuando los dedos de él tocaron sus braguitas y las encontraron húmedas. Muy húmedas. Volvió a gemir y ella también lo hizo cuando él deslizó un dedo en su carne dulce, seguro de que el sexo disolvería la tensión entre ellos, como hacía siempre. ¿No podía mostrarle quién era el jefe y no aceptaría eso el cuerpo de ella, como hacía siempre? Paula le echó los brazos al cuello y él se disponía a tomarla en brazos y llevarla hasta el diván cuando recuperó el sentido común.


–No –dijo de pronto.


Su corazón protestó cuando retiró la mano de ella de sus pantalones y la apartó.


Ella tardó varios momentos en hablar y, cuando lo hizo, lo miró confuso.


–¿No?


–No te deseo, Paula. Ahora no.


–¿No me deseas? –preguntó ella. Soltó una risita de incredulidad–. ¿Estás seguro? ¿No es así como te gusta arreglar todas nuestras disputas?


Él reprimió un gemido y se obligó a alejarse.


–No voy a hacer el amor contigo cuando los dos estamos de este humor –dijo con voz espesa–. Estoy enfadado y tú también, y temo que pueda ser más… brusco contigo de lo que debería.


–¿Y?


–Y eso no es muy buena idea contigo embarazada.



TRAICIÓN: CAPITULO 36




Paula seguía pensando en esas palabras cuando entraron en el restaurante griego, donde los condujeron hasta la mejor mesa del comedor. Pero ella casi no se fijó en la decoración de las paredes, pintadas de azul cielo, ni en las columnas de mármol que daban la impresión de que estuvieran en un templo griego antiguo. Seguía rumiando la noticia de la niñera de tal modo que le costó concentrarse en los nombres de los colegas de Pedro ni de sus hermosas esposas, todas esbeltas y morenas. Recitó los nombres para sí en silencio, como un niño que aprendiera las tablas de multiplicar. Theo y Anna. Nikios y Korinna.


Y por supuesto, todos hablaban griego de vez en cuando. ¿Y por qué no, si era su lengua materna? Aunque pasaban enseguida al inglés para no excluirla, Paula se sentía fuera de lugar. 


Y aquello sería lo que ocurriría cuando tuviera el niño. Estaría en la periferia de todas las conversaciones y eventos. La madre inglesa que no se podía comunicar con su hijo medio griego. 


Que permanecía al margen como un fantasma silencioso. Tragó saliva. A menos que hiciera algo al respecto. Tenía que empezar a ser proactiva en lugar de dejar que los demás decidieran su destino por ella. Si no le gustaba algo, tenía que cambiarlo.


Los hombres conversaban entre ellos y Paula miró a Korinna, que jugueteaba con su sorbete de manzana.


–Estoy pensando en aprender griego –dijo.


–Bien hecho –Korinna sonrió–. Aunque no es un idioma fácil.


–No, ya me doy cuenta –respondió Paula–. Pero voy a hacer todo lo que pueda.


Cuando volvía del lavabo, se cruzó con el camarero joven que les había servido toda la cena y él se hizo a un lado para dejarla pasar.


–¿Disfruta de la comida, Kyria Alfonso? –preguntó solícito.


–Oh, sí. Es deliciosa. Mis cumplidos al chef.


–Disculpe la intromisión –dijo él, en un inglés impecable–. Pero he oído que quiere aprender griego.


–Así es.


Él sonrió.


–Si quiere, puedo ayudarla. Mi hermana es profesora y es muy buena. Enseña en la Escuela Griega de Camden, pero también da clases privadas. ¿Quiere que le dé su tarjeta?


Paula vaciló cuando le tendió la tarjeta. Se dijo que sería una grosería rechazar una oferta así y quizá aquello era el destino que intervenía para ayudarla. ¿No sería una buena sorpresa para Pedro que se diera cuenta de que ella hacía un esfuerzo por integrarse en una cultura que era tan importante para él?


Le demostraría de lo que era capaz. Y él estaría orgulloso de ella.


–Gracias –dijo con una sonrisa. Tomó la tarjeta y la guardó en el bolso.




TRAICIÓN: CAPITULO 35




Cuando se marchó, Paula se recostó en las almohadas y parpadeó para reprimir las lágrimas que llenaban sus ojos. ¿Qué le ocurría y por qué estaba tan insatisfecha últimamente? Al casarse con Pedro, sabía perfectamente dónde se metía. Sabía que era un adicto al trabajo y que nunca le había prometido su corazón. Había sido sincero desde el principio y le había dicho que nunca podría amarla. Y ella lo había aceptado. 


Le daba tanto como era capaz de dar. Paula cerró los ojos y suspiró. Él no tenía la culpa de que los sentimientos de ella estuvieran cambiando, de que quisiera más de lo que él estaba dispuesto a dar. Y era inútil permitir que se intensificaran esos sentimientos. Se llevaría una decepción si seguía anhelando lo que no podía tener, en vez de sacarle el máximo provecho a lo que tenía.


Tomó el delicioso desayuno que había preparado la cocinera de Pedro y le dijo al chófer que no lo necesitaría ese día. Le dio la impresión de que el chófer parecía casi decepcionado y ella se preguntó, no por primera vez, si Pedro no le habría pedido que la vigilara. No. Tomó su bolso y comprobó que llevaba el teléfono móvil. No debía empezar a pensar de ese modo. Eso era ser paranoica.


Pensó en ir a ver las hojas de otoño en Hyde Park, pero algo le hizo tomar el metro hasta New Malden. ¿Era la nostalgia lo que le hacía volver a su antiguo barrio? ¿Para mirar su antiguo barrio e intentar recordar a la persona que había sido antes de que Pedro hubiera entrado en su vida y la hubiera cambiado de arriba abajo? Se encontró caminando por calles familiares hasta que llegó a su antiguo estudio y se quedó mirando la ventana. Se preguntó si imaginaba que la gente le lanzaba miradas subrepticias. 


¿Parecía fuera de lugar persiguiendo fantasmas del pasado con su ropa cara y su bolso de diseño?


Almorzó en un bar de sándwiches y pasó la tarde en la peluquería antes de volver a casa a prepararse para la cena, pero no consiguió sacudirse un aire de tristeza cuando el ama de llaves le abrió la puerta. No sabía lo que había esperado de su matrimonio con Pedro, pero no había sido aquella sensación de aislamiento. 


Sabía que él era complicado, distante y exigente, pero… Bueno, había tenido esperanzas.


¿Había pensado que la convivencia y un sexo increíble los acercarían más? ¿Que lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia podría convertirse, si no en uno de verdad, sí en uno que se le pareciera? Por supuesto que sí, porque las mujeres estaban programadas para pensar así.


Querían intimidad y compañía, especialmente si iban a tener un hijo. Sabía que había roto una barrera invisible cuando él le había contado el dolor de su infancia, y después de la pasión de la noche de bodas había esperado que la intimidad aumentara entre ellos. Pero no.


¿Y ahora?


Se puso un vestido de noche de seda negra por la cabeza, con cuidado de no despeinarse. 


Ahora se veía obligada a aceptar la dura realidad de estar casada con alguien que apenas parecía notar su presencia, a menos que estuviera desnuda. Un hombre que se marchaba por la mañana temprano y regresaba a la hora de cenar. Sí, la acompañaba a todas las citas con el doctor y murmuraba las palabras apropiadas cuando veía a su hijo en la pantalla. 


Y de vez en cuando iban juntos al campo o veían juntos una película, pasos pequeños que le hacían esperar que podrían tener algo de intimidad no sexual. Pero sus esperanzas se veían ahogadas cada vez que la apartaba él, el señor Enigmático que jamás volvería a cometer el error de confiarse a ella.


Pedro llegó a casa con prisa y fue directo a la ducha. Salió de su vestidor con un traje negro como su pelo espeso. Se acercó a la cómoda ante la que estaba sentada ella y empezó a masajearle los hombros, cubiertos solo por los tirantes del vestido negro. Paula sintió al instante los estremecimientos predecibles del deseo y se endurecieron sus pezones.


Pedro –dijo con voz ronca, cuando los dedos de él bajaron de sus hombros a acariciar su caja torácica.


–¿Qué? Solo estoy compensando por lo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. ¿Y cómo voy a evitar tocarte si estás tan hermosa?


Ella se puso un pendiente de ópalo.


–No me siento particularmente hermosa –dijo.


–Pues lo eres. Te lo digo yo. De hecho, tengo tentaciones de llevarte ahora mismo a la cama para demostrarte cuánto me excitas. ¿Eso te gustaría?


Por supuesto que le gustaría. Pero usar el sexo como única forma de comunicación empezaba a resultar peligroso. El contraste entre su pasión física y su distancia mental resultaba desconcertante y… perturbador. Paula se puso el segundo pendiente.


–No tenemos tiempo.


–Pues saquemos tiempo.


–No –dijo ella con firmeza.


Se puso en pie. Llevaba unos zapatos que probablemente no eran la elección más sensata para una mujer embarazada, pero era la primera vez que iba a ver a los colegas de Pedro y, naturalmente, quería impresionar.


–No quiero llegar con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto después de haber pasado media tarde en la peluquería.


–Pues la próxima vez quizá deberías saltarte la peluquería si te pone de tan mal humor –gruñó él.


Era una de aquellas pequeñas riñas estúpidas que surgían de pronto y Paula sabía que debía despejar la atmósfera, que seguía tensa cuando entraron en el automóvil. Su mal humor no iba a mejorar las cosas. Le puso una mano en la rodilla a Pedro y sintió el músculo duro flexionarse bajo sus dedos.


–Siento haber estado gruñona.


Él la miró.


–No te preocupes –repuso–. Probablemente solo serán las hormonas.


Ella quería gritar que no todo tenía que ver con sus condenadas hormonas, pero se contuvo. 


Miró su vientre antes de alzar la mirada hasta la de él. ¿Por qué no hablarle de algo que le preocupaba últimamente, un tema práctico que podía mejorar la calidad de sus vidas? Vaciló un momento.


–¿Es necesario que tengamos tantos empleados? –preguntó al fin.


Él entrecerró los ojos.


–No sé a qué te refieres.


Ella se encogió de hombros.


–Tenemos ama de llaves, mujer de la limpieza, cocinera, chófer y secretaria, además de un hombre que viene una vez a la semana a regar las plantas de la terraza.


–¿Y? Es un apartamento grande. Todos tienen un papel necesario en mi vida.


–Ya lo sé. Pero creo que yo también podría ayudar.


Pedro frunció la frente.


–¿Haciendo qué?


–No sé. Tareas. Cosas. Algo que me haga sentir como una persona real que está conectada con el mundo, más que como una muñeca a la que le dan todo hecho. Limpiar un poco, quizá. O cocinar –se mordió el labio–. Pero el otro día le ofrecí a Maria pelar patatas y reaccionó como si hubiera amenazado con tirar una bomba en mitad de la cocina.


–Probablemente porque no le pareció apropiado –contestó él, que parecía elegir sus palabras con cuidado.


–¿Y eso por qué?


–Porque tú ya no eres una empleada –Pedro ya no intentó ocultar su irritación–. Ahora eres la señora de mi casa y yo preferiría que te portaras como tal.


Ella se sentó más recta.


–Hablas como si te avergonzaras de mí.


–No seas absurda –replicó él–. Pero no es posible saltar entre los dos mundos, eso tienes que entenderlo. No puedes pelar patatas un momento y al momento siguiente pedirle a alguien que te sirva té. Tienes que tener claro tu nuevo papel y demostrárselo a todos para que nadie se confunda. ¿Comprendes?


Ella tragó saliva.


–Creo que capto la idea general.


Él le tomó la mano.


–Y todo irá mejor cuando tengas al bebé.


–Sí, probablemente. Al menos eso es algo que puedo hacer yo.


Hubo una pausa. Él le acariciaba la mano con el pulgar.


–Aunque necesitaremos una niñera, por supuesto –añadió él.


–Pero… –Paula empezaba a sentir gotas de sudor en la frente–. Pensaba que, como te ocupaste tanto de Pablo, no querrías que tuviéramos ayuda exterior con el bebé. ¿Estoy equivocada también en eso?


Vio que se oscurecía el rostro de él.


–Obviamente, tú harás casi todo, pero yo estaré fuera trabajando la mayor parte del día –dijo.


–¿Y? –preguntó ella, confusa.


Los ojos de él reflejaron un momento el brillo de las luces cuando el automóvil se detuvo delante del restaurante.


–Y necesitamos una niñera que hable griego para que mi hijo crezca hablando mi lengua. Eso es vital, teniendo en cuenta todo lo que heredará algún día.




lunes, 13 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 34




Un brillo suave se coló por debajo de las pestañas de Paula y se desperezó con languidez. Repleta de los placeres de la noche y con el olor almizcleño del sexo persistente todavía en el aire, extendió el brazo en busca de Pedro, pero el espacio a su lado en la cama estaba vacío y la sábana fría. Buscó su reloj, parpadeando, y miró al otro lado de la habitación. Eran poco más de las seis de la mañana de un sábado y allí estaba su esposo, abrochándose los gemelos. Ella se incorporó un poco en la cama.


–¿Vas a trabajar?


Él se acercó a la cama.


–Me temo que sí.


–Pero es sábado.


–¿Y?


Paula apartó el edredón. Se dijo que la dedicación de Pedro al trabajo era el precio que se pagaba por estar casada con un hombre tan rico. Pero le resultaba difícil no mostrarse disgustada porque habría sido agradable pasar la mañana en la cama por una vez. Haber hecho cosas como los recién casados normales, gemir, reír por encontrarse migas en la cama o debatir a quién le tocaba hacer el café.


Pero ella no era una recién casada normal, claro. Era la esposa de un hombre poderoso que se había casado con ella solo por el bien del bebé.


Forzó una sonrisa.


–¿A qué hora volverás a casa? –preguntó.


Pedro tomó su chaqueta y miró a Paula tumbada sobre la cama. Sus pesados pechos se desbordaban por encima del camisón de seda, lo cual, de algún modo, le daba un aire aún más decadente que si hubiera estado desnuda. Tragó saliva para paliar la sequedad repentina que sentía en la boca. Había sido una noche en la que ella se había mostrado todavía más sensual que de costumbre, con respuestas desinhibidas a los avances de él.


Había llegado a casa con un ramo de flores que había comprado impulsivamente a un vendedor callejero fuera de la oficina, un ramo vibrante que no se parecía a las rosas de tallo largo que solía encargar una de sus secretarias para aplacarla cuando se veía retenido en una reunión. Y Paula las había tomado con placer, había enterrado la nariz en ellas y había ido a la cocina a ponerlas en agua antes de que el ama de llaves la apartara para ocuparse ella de la tarea.


Se le encogió el corazón al recordar el brillo suave de los ojos de ella cuando se había puesto de puntillas para besarlo. Después de cenar, la había sentado en sus rodillas y había jugado perezosamente con su pelo hasta que ella se había girado con una pregunta silenciosa y él la había llevado al dormitorio con un gemido de posesión primitiva. ¿Le había dicho en una ocasión que no era un cavernícola? Porque se había equivocado. Y no le gustaba equivocarse.


La vio colocarse un mechón de pelo detrás de las orejas y el movimiento hizo que sus pechos tensaran todavía más el satén suave del camisón. Pedro se obligó a apartar la vista. A alinear los gemelos debajo de la chaqueta como si esa fuera la tarea más importante del día.


¿Conocía ella el poder creciente que tenía sobre él? Seguramente sí. Hasta alguien tan relativamente inocente como ella no podía ignorar el hecho de que a veces él no sabía ni qué día era cuando lo miraba con sus ojos verdes.


Quizá intentaba ampliar ese poder sutil. Tal vez fuera esa la razón de la expresión de determinación que había cruzado su rostro suave.


–¿Pedro? –preguntó ella–. ¿Es necesario que vayas?


–Me temo que sí. Anatoly Bezrodny viene desde Moscú el lunes y tengo que mirar algunas cosas antes de que llegue.


Hubo una pausa. Ella encendió la luz de la mesilla e hizo un mohín con los labios.


–Pasas más tiempo en la oficina que en casa.


–¿Quizá te gustaría dictarme mi agenda? –preguntó él–. ¿Hablar con mi secretaria para que consulte mis citas contigo?


–Pero tú eres el jefe –protestó ella, sin dejarse disuadir por la regañina–. Y no tienes por qué trabajar tantas horas. ¿Por qué lo haces?


–Lo hago porque soy el jefe. Tengo que dar ejemplo. Por eso tienes una casa hermosa en la que vivir y mucha ropa bonita que ponerte. Deja de protestar y dale un beso de despedida a tu esposo –se acercó a la cama y se inclinó sobre ella–. No has olvidado que esta noche cenamos fuera, ¿verdad?


–Pues claro que no –ella alzó sus labios a los de él–. Lo estoy deseando.


Pero a él le pareció que el beso que le dio era más obligado que apasionado y eso era un desafío para él, porque no le complacía nada que no fuera una capitulación total. Tomó el rostro de ella entre sus manos y profundizó el beso hasta que Paula empezó a gemir y él se sintió muy tentado a darle lo que quería, hasta que una mirada rápida al reloj le indicó que su coche estaría esperando abajo.


–Más tarde –prometió, antes de alejarse de mala gana.