martes, 14 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 35




Cuando se marchó, Paula se recostó en las almohadas y parpadeó para reprimir las lágrimas que llenaban sus ojos. ¿Qué le ocurría y por qué estaba tan insatisfecha últimamente? Al casarse con Pedro, sabía perfectamente dónde se metía. Sabía que era un adicto al trabajo y que nunca le había prometido su corazón. Había sido sincero desde el principio y le había dicho que nunca podría amarla. Y ella lo había aceptado. 


Le daba tanto como era capaz de dar. Paula cerró los ojos y suspiró. Él no tenía la culpa de que los sentimientos de ella estuvieran cambiando, de que quisiera más de lo que él estaba dispuesto a dar. Y era inútil permitir que se intensificaran esos sentimientos. Se llevaría una decepción si seguía anhelando lo que no podía tener, en vez de sacarle el máximo provecho a lo que tenía.


Tomó el delicioso desayuno que había preparado la cocinera de Pedro y le dijo al chófer que no lo necesitaría ese día. Le dio la impresión de que el chófer parecía casi decepcionado y ella se preguntó, no por primera vez, si Pedro no le habría pedido que la vigilara. No. Tomó su bolso y comprobó que llevaba el teléfono móvil. No debía empezar a pensar de ese modo. Eso era ser paranoica.


Pensó en ir a ver las hojas de otoño en Hyde Park, pero algo le hizo tomar el metro hasta New Malden. ¿Era la nostalgia lo que le hacía volver a su antiguo barrio? ¿Para mirar su antiguo barrio e intentar recordar a la persona que había sido antes de que Pedro hubiera entrado en su vida y la hubiera cambiado de arriba abajo? Se encontró caminando por calles familiares hasta que llegó a su antiguo estudio y se quedó mirando la ventana. Se preguntó si imaginaba que la gente le lanzaba miradas subrepticias. 


¿Parecía fuera de lugar persiguiendo fantasmas del pasado con su ropa cara y su bolso de diseño?


Almorzó en un bar de sándwiches y pasó la tarde en la peluquería antes de volver a casa a prepararse para la cena, pero no consiguió sacudirse un aire de tristeza cuando el ama de llaves le abrió la puerta. No sabía lo que había esperado de su matrimonio con Pedro, pero no había sido aquella sensación de aislamiento. 


Sabía que él era complicado, distante y exigente, pero… Bueno, había tenido esperanzas.


¿Había pensado que la convivencia y un sexo increíble los acercarían más? ¿Que lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia podría convertirse, si no en uno de verdad, sí en uno que se le pareciera? Por supuesto que sí, porque las mujeres estaban programadas para pensar así.


Querían intimidad y compañía, especialmente si iban a tener un hijo. Sabía que había roto una barrera invisible cuando él le había contado el dolor de su infancia, y después de la pasión de la noche de bodas había esperado que la intimidad aumentara entre ellos. Pero no.


¿Y ahora?


Se puso un vestido de noche de seda negra por la cabeza, con cuidado de no despeinarse. 


Ahora se veía obligada a aceptar la dura realidad de estar casada con alguien que apenas parecía notar su presencia, a menos que estuviera desnuda. Un hombre que se marchaba por la mañana temprano y regresaba a la hora de cenar. Sí, la acompañaba a todas las citas con el doctor y murmuraba las palabras apropiadas cuando veía a su hijo en la pantalla. 


Y de vez en cuando iban juntos al campo o veían juntos una película, pasos pequeños que le hacían esperar que podrían tener algo de intimidad no sexual. Pero sus esperanzas se veían ahogadas cada vez que la apartaba él, el señor Enigmático que jamás volvería a cometer el error de confiarse a ella.


Pedro llegó a casa con prisa y fue directo a la ducha. Salió de su vestidor con un traje negro como su pelo espeso. Se acercó a la cómoda ante la que estaba sentada ella y empezó a masajearle los hombros, cubiertos solo por los tirantes del vestido negro. Paula sintió al instante los estremecimientos predecibles del deseo y se endurecieron sus pezones.


Pedro –dijo con voz ronca, cuando los dedos de él bajaron de sus hombros a acariciar su caja torácica.


–¿Qué? Solo estoy compensando por lo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. ¿Y cómo voy a evitar tocarte si estás tan hermosa?


Ella se puso un pendiente de ópalo.


–No me siento particularmente hermosa –dijo.


–Pues lo eres. Te lo digo yo. De hecho, tengo tentaciones de llevarte ahora mismo a la cama para demostrarte cuánto me excitas. ¿Eso te gustaría?


Por supuesto que le gustaría. Pero usar el sexo como única forma de comunicación empezaba a resultar peligroso. El contraste entre su pasión física y su distancia mental resultaba desconcertante y… perturbador. Paula se puso el segundo pendiente.


–No tenemos tiempo.


–Pues saquemos tiempo.


–No –dijo ella con firmeza.


Se puso en pie. Llevaba unos zapatos que probablemente no eran la elección más sensata para una mujer embarazada, pero era la primera vez que iba a ver a los colegas de Pedro y, naturalmente, quería impresionar.


–No quiero llegar con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto después de haber pasado media tarde en la peluquería.


–Pues la próxima vez quizá deberías saltarte la peluquería si te pone de tan mal humor –gruñó él.


Era una de aquellas pequeñas riñas estúpidas que surgían de pronto y Paula sabía que debía despejar la atmósfera, que seguía tensa cuando entraron en el automóvil. Su mal humor no iba a mejorar las cosas. Le puso una mano en la rodilla a Pedro y sintió el músculo duro flexionarse bajo sus dedos.


–Siento haber estado gruñona.


Él la miró.


–No te preocupes –repuso–. Probablemente solo serán las hormonas.


Ella quería gritar que no todo tenía que ver con sus condenadas hormonas, pero se contuvo. 


Miró su vientre antes de alzar la mirada hasta la de él. ¿Por qué no hablarle de algo que le preocupaba últimamente, un tema práctico que podía mejorar la calidad de sus vidas? Vaciló un momento.


–¿Es necesario que tengamos tantos empleados? –preguntó al fin.


Él entrecerró los ojos.


–No sé a qué te refieres.


Ella se encogió de hombros.


–Tenemos ama de llaves, mujer de la limpieza, cocinera, chófer y secretaria, además de un hombre que viene una vez a la semana a regar las plantas de la terraza.


–¿Y? Es un apartamento grande. Todos tienen un papel necesario en mi vida.


–Ya lo sé. Pero creo que yo también podría ayudar.


Pedro frunció la frente.


–¿Haciendo qué?


–No sé. Tareas. Cosas. Algo que me haga sentir como una persona real que está conectada con el mundo, más que como una muñeca a la que le dan todo hecho. Limpiar un poco, quizá. O cocinar –se mordió el labio–. Pero el otro día le ofrecí a Maria pelar patatas y reaccionó como si hubiera amenazado con tirar una bomba en mitad de la cocina.


–Probablemente porque no le pareció apropiado –contestó él, que parecía elegir sus palabras con cuidado.


–¿Y eso por qué?


–Porque tú ya no eres una empleada –Pedro ya no intentó ocultar su irritación–. Ahora eres la señora de mi casa y yo preferiría que te portaras como tal.


Ella se sentó más recta.


–Hablas como si te avergonzaras de mí.


–No seas absurda –replicó él–. Pero no es posible saltar entre los dos mundos, eso tienes que entenderlo. No puedes pelar patatas un momento y al momento siguiente pedirle a alguien que te sirva té. Tienes que tener claro tu nuevo papel y demostrárselo a todos para que nadie se confunda. ¿Comprendes?


Ella tragó saliva.


–Creo que capto la idea general.


Él le tomó la mano.


–Y todo irá mejor cuando tengas al bebé.


–Sí, probablemente. Al menos eso es algo que puedo hacer yo.


Hubo una pausa. Él le acariciaba la mano con el pulgar.


–Aunque necesitaremos una niñera, por supuesto –añadió él.


–Pero… –Paula empezaba a sentir gotas de sudor en la frente–. Pensaba que, como te ocupaste tanto de Pablo, no querrías que tuviéramos ayuda exterior con el bebé. ¿Estoy equivocada también en eso?


Vio que se oscurecía el rostro de él.


–Obviamente, tú harás casi todo, pero yo estaré fuera trabajando la mayor parte del día –dijo.


–¿Y? –preguntó ella, confusa.


Los ojos de él reflejaron un momento el brillo de las luces cuando el automóvil se detuvo delante del restaurante.


–Y necesitamos una niñera que hable griego para que mi hijo crezca hablando mi lengua. Eso es vital, teniendo en cuenta todo lo que heredará algún día.




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