miércoles, 15 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 38



Paula lo miró mientras el deseo salía de su cuerpo como el agua de la bañera y en su lugar quedaba un vacío. Porque, independientemente de lo que hiciera o de lo que dijera, o de lo mucho que se esforzara o el tiempo que estuvieran casados, Pedro siempre estaría al mando. Podía aprender griego, pero no supondría ninguna diferencia. Podía incluso intentar averiguar algo más sobre los barcos que poseía su marido, pero sería perder el tiempo. 


Porque lo que ella quería no contaba. Solo contaba lo que quería él y siempre sería así, porque él mandaba y llevaba años haciéndolo.


Quería que ella supiera cuál era su sitio y que lo consultara todo con él. No quería extraños en la casa y, ahora que ella ya lo sabía, esperaba que respetara sus deseos. Su casa se había convertido en su cárcel y su esposo era el carcelero. Y la razón por la que no quería hacerle el amor en aquel momento no tenía nada que ver con sus miedos sobre el embarazo. La expresión de su cara era tan tormentosa como el día que le había hablado de su madre y Paula comprendió de pronto por qué. 


Porque no le gustaba el modo en que ella le hacía reaccionar.


«No quiere perder el control ni que nadie vea que pierde el control».


Y entendió también algo más. Que si se quedaba, pasaría el resto de su vida sometiéndose a los deseos y los caprichos de él. 

Lo único que había pedido cuando había aceptado casarse con él no se había materializado. Jamás serían iguales. ¿Y qué clase de ejemplo sería ese para su hijo?


Se llevó las manos a las mejillas calientes y lo miró fijamente.


–He terminado con esto, Pedro –susurró.


Él entrecerró los ojos.


–¿De qué hablas?


–De ti. De mí. De nosotros. Lo siento. No puedo seguir así. No puedo seguir en esta… esta farsa de matrimonio.


Pedro sonrió con crueldad. Ella no lo había visto mirarla así en mucho tiempo, pero le recordó la crueldad fundamental que yacía en el núcleo de él.


–Pero no tienes elección, Paula –dijo con voz sedosa–. Esperas un hijo mío y no pienso dejarte marchar.


Ella lo miró a los ojos con furia.


–Tú no puedes detenerme.


–Oh, creo que descubrirás que sí puedo. Tengo la experiencia y los recursos. Tú no tienes nada y yo lo tengo todo. Puedo conseguir que el tribunal dictamine a mi favor en una batalla por la custodia, no lo dudes, aunque preferiría no tener que seguir ese camino. Así que no me obligues. ¿Por qué no te calmas y reconsideras esto? –la miró con frialdad–. Quizá he sido poco razonable…


–¿Quizá? –preguntó ella–. No lo entiendes, ¿verdad? Esto no es un matrimonio. Es una farsa y una cárcel. Y no hablo solo de tu falta de confianza o del comportamiento de carcelero que has demostrado solo porque he tenido la temeridad de invitar a alguien a venir a casa.


–Paula…


–¡No! Tienes que escucharme. ¿Quieres oír la realidad de lo que es estar casada contigo? ¿Lo maravilloso que es? Tú pasas muchas horas en la oficina y, cuando vuelves, como máximo me toleras. Orgasmos garantizados y algún viaje que otro al teatro no crean intimidad, pero supongo que eso no debería sorprenderme porque tú no quieres intimidad. Tú mismo me lo dijiste y en ese momento pensé que podría vivir con ello, o que quizá eso cambiaría, pero ahora sé que no puedo. Porque yo no te importo nada. Solo te importa tu hijo. A veces haces que me sienta como un personaje en una película de ciencia ficción, alguien que lleva a tu hijo dentro para que puedas quitármelo en cuanto nazca. Como si fuera una maldita incubadora.


–Paula…


–¿Quieres dejar de interrumpirme? –gritó ella–. Cuando mencioné que tenemos demasiados empleados y comenté mi deseo de ayudar con el trabajo de casa, me miraste como si fuera un monstruo. ¿Qué se supone que debo hacer todo el día? ¿Ir de tiendas como una maniquí bien vestida gastando de tu tarjeta de crédito?


–Muchas mujeres lo hacen.


–Pues yo no. Por si te interesa, me aburre muchísimo. Tuve una breve historia de amor con lo de gastar en exceso antes de casarnos, pero eso ya pasó. Es una existencia vacía y sin sentido. Prefiero donar dinero a caridades antes que seguir comprando más bolsos caros.


–Paula…


–No he terminado –continuó ella con frialdad–. Tú hablas griego y yo no, lo que significa que siempre estaré al margen, y cuando tomo la iniciativa de tomar clases, me acusas de querer conquistar al hermano de mi profesora.


–Te he oído –dijo él–. Y entiendo que mi reacción ha sido exagerada. Por supuesto que puedes tomar clases si quieres, pero al menos déjame que elija alguien apropiado para enseñarte. No puedes empezar sin más con la hermana de alguien a quien te has tropezado en un restaurante.


–¿Por qué no?


–Porque no han sido investigados –dijo él entre dientes.


Era la última gota, y en aquel momento Paula supo que no podía haber vuelta atrás. Ni tampoco hacia delante. El corazón le latía con fuerza, pero se las arregló para hablar con calma,


–¿Y qué quieres que haga, que me quede aquí encerrada mientras tú investigas a todos los que quieran verme? ¿Quieres construir barreras a mi alrededor tan altas como las que has construido a tu alrededor?


–¿Quién es la que exagera ahora? –preguntó él.


–Yo no. Pensaba que las cosas podían cambiar un poco cuando estuviéramos casados, pero en lugar de la intimidad que esperaba, solo encuentro rabia y recelo. Me das lástima, Pedro. Ver el mundo de un modo tan cínico implica que nunca serás feliz, y eso, inevitablemente, afectará a nuestras vidas. Y no criaré a un hijo mío en una atmósfera así. No quiero que nuestro hijo crezca conociendo solo desconfianza y cinismo, ni que se pregunte por qué mamá y papá nunca intercambian muestras de cariño. Quiero que tenga una visión sana del mundo, y por eso me marcho.


–Inténtalo –la desafió él.


Ella asintió con amargura y lo miró a los ojos.


–¿Eso es tu modo de decir que me cortarás el dinero? ¿Vas a ser también tirano financiero además de tirano emocional? ¿De verdad irías tan lejos, después de lo que pasaste tú? Pues bien, adelante, hazlo. Pero, si lo haces, iré directamente a un abogado y pediré que consiga una orden de manutención. O venderé esto –señaló los diamantes fríos que brillaban en sus dedos y la pulsera que colgaba de su muñeca–. O esto. O, si es preciso, iré a la prensa. Sí, también haría eso. Contaría mi historia y les diría cómo ha sido estar casada con el magnate griego. Haría lo que fuera por lograr que no me quites a mi hijo, por mucho que me ofrezcas por desaparecer de tu vida. Porque ninguna cantidad de dinero podría inducirme a separarme de mi hijo.


Respiró hondo.


–Yo no soy tu madre, Pedro –declaró con pasión.


Vio que se encogía como si lo hubiera golpeado, pero ya nada podía detenerla.


–Y ahora, si me disculpas, tengo que hacer las maletas –dijo con voz temblorosa–. Y si intentas detenerme, llamaré a la policía.




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