lunes, 13 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 34




Un brillo suave se coló por debajo de las pestañas de Paula y se desperezó con languidez. Repleta de los placeres de la noche y con el olor almizcleño del sexo persistente todavía en el aire, extendió el brazo en busca de Pedro, pero el espacio a su lado en la cama estaba vacío y la sábana fría. Buscó su reloj, parpadeando, y miró al otro lado de la habitación. Eran poco más de las seis de la mañana de un sábado y allí estaba su esposo, abrochándose los gemelos. Ella se incorporó un poco en la cama.


–¿Vas a trabajar?


Él se acercó a la cama.


–Me temo que sí.


–Pero es sábado.


–¿Y?


Paula apartó el edredón. Se dijo que la dedicación de Pedro al trabajo era el precio que se pagaba por estar casada con un hombre tan rico. Pero le resultaba difícil no mostrarse disgustada porque habría sido agradable pasar la mañana en la cama por una vez. Haber hecho cosas como los recién casados normales, gemir, reír por encontrarse migas en la cama o debatir a quién le tocaba hacer el café.


Pero ella no era una recién casada normal, claro. Era la esposa de un hombre poderoso que se había casado con ella solo por el bien del bebé.


Forzó una sonrisa.


–¿A qué hora volverás a casa? –preguntó.


Pedro tomó su chaqueta y miró a Paula tumbada sobre la cama. Sus pesados pechos se desbordaban por encima del camisón de seda, lo cual, de algún modo, le daba un aire aún más decadente que si hubiera estado desnuda. Tragó saliva para paliar la sequedad repentina que sentía en la boca. Había sido una noche en la que ella se había mostrado todavía más sensual que de costumbre, con respuestas desinhibidas a los avances de él.


Había llegado a casa con un ramo de flores que había comprado impulsivamente a un vendedor callejero fuera de la oficina, un ramo vibrante que no se parecía a las rosas de tallo largo que solía encargar una de sus secretarias para aplacarla cuando se veía retenido en una reunión. Y Paula las había tomado con placer, había enterrado la nariz en ellas y había ido a la cocina a ponerlas en agua antes de que el ama de llaves la apartara para ocuparse ella de la tarea.


Se le encogió el corazón al recordar el brillo suave de los ojos de ella cuando se había puesto de puntillas para besarlo. Después de cenar, la había sentado en sus rodillas y había jugado perezosamente con su pelo hasta que ella se había girado con una pregunta silenciosa y él la había llevado al dormitorio con un gemido de posesión primitiva. ¿Le había dicho en una ocasión que no era un cavernícola? Porque se había equivocado. Y no le gustaba equivocarse.


La vio colocarse un mechón de pelo detrás de las orejas y el movimiento hizo que sus pechos tensaran todavía más el satén suave del camisón. Pedro se obligó a apartar la vista. A alinear los gemelos debajo de la chaqueta como si esa fuera la tarea más importante del día.


¿Conocía ella el poder creciente que tenía sobre él? Seguramente sí. Hasta alguien tan relativamente inocente como ella no podía ignorar el hecho de que a veces él no sabía ni qué día era cuando lo miraba con sus ojos verdes.


Quizá intentaba ampliar ese poder sutil. Tal vez fuera esa la razón de la expresión de determinación que había cruzado su rostro suave.


–¿Pedro? –preguntó ella–. ¿Es necesario que vayas?


–Me temo que sí. Anatoly Bezrodny viene desde Moscú el lunes y tengo que mirar algunas cosas antes de que llegue.


Hubo una pausa. Ella encendió la luz de la mesilla e hizo un mohín con los labios.


–Pasas más tiempo en la oficina que en casa.


–¿Quizá te gustaría dictarme mi agenda? –preguntó él–. ¿Hablar con mi secretaria para que consulte mis citas contigo?


–Pero tú eres el jefe –protestó ella, sin dejarse disuadir por la regañina–. Y no tienes por qué trabajar tantas horas. ¿Por qué lo haces?


–Lo hago porque soy el jefe. Tengo que dar ejemplo. Por eso tienes una casa hermosa en la que vivir y mucha ropa bonita que ponerte. Deja de protestar y dale un beso de despedida a tu esposo –se acercó a la cama y se inclinó sobre ella–. No has olvidado que esta noche cenamos fuera, ¿verdad?


–Pues claro que no –ella alzó sus labios a los de él–. Lo estoy deseando.


Pero a él le pareció que el beso que le dio era más obligado que apasionado y eso era un desafío para él, porque no le complacía nada que no fuera una capitulación total. Tomó el rostro de ella entre sus manos y profundizó el beso hasta que Paula empezó a gemir y él se sintió muy tentado a darle lo que quería, hasta que una mirada rápida al reloj le indicó que su coche estaría esperando abajo.


–Más tarde –prometió, antes de alejarse de mala gana.



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