martes, 14 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 37
Pedro entró silenciosamente en el apartamento y oyó que alguien recitaba lentamente el alfabeto griego. Se quedó inmóvil. Los sonidos llegaban de la sala de música, que estaba situada en el extremo más alejado del ático, y los pronunciaba una voz que no reconoció.
Frunció el ceño. A continuación oyó una segunda voz que repetía las letras con dificultad y se dio cuenta de que era su esposa. Echó a andar por el pasillo y lo que vio lo pilló por sorpresa. Una chica griega muy guapa, ataviada con un suéter y una falda vaquera muy corta, estaba de pie al lado de una de las grandes ventanas, y su esposa, sentada cerca del piano, leía en alto de un libro de texto. Las dos levantaron la vista al entrar él y Pedro vio que Paula lo miraba dudosa.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó él, con una sonrisa que intentaba ser agradable.
–¡Pedro! No te esperaba.
–Eso parece –él enarcó las cejas–. ¿Y quién es esta?
–Eva. Es mi profesora de griego.
Hubo una pausa.
–No sabía que tuvieras una profesora de griego.
–Porque no te lo he dicho. Quería que fuera una sorpresa.
–Oigan, veo que están ocupados –Eva miró primero a uno y luego al otro y empezó a recoger un montón de papeles y guardarlos en un maletín de piel–. Será mejor que me vaya.
–No –dijo Paula–. Todavía queda media hora de clase.
–Siempre puedo volver –repuso Eva, con una voz animosa que sugería que eso no sería una opción.
Pedro esperó hasta que Paula acompañó a la profesora a la puerta y regresó a la sala de música, donde lo miró de hito en hito.
–¿A qué ha venido eso? –preguntó.
–Yo puedo preguntarte lo mismo. ¿Quién demonios es Eva?
–Ya te lo he dicho. Es mi profesora de griego. ¿No es obvio?
–Tu profesora de griego –repitió él despacio–. ¿Y dónde la has encontrado?
Paula suspiró.
–Es la hermana del camarero que nos sirvió la noche que fuimos al restaurante Kastro. Me oyó decirle a Korinna que quería aprender griego y me dio la tarjeta de Eva cuando volvía del lavabo.
–Repite eso –dijo él–. ¿Es la hermana de un camarero al que conociste en un restaurante?
–¿Qué tiene eso de malo?
–¿Lo preguntas en serio? –quiso saber él–. Piénsalo bien. No conoces a esas personas.
–Ahora ya sí.
–Paula –explotó él–. ¿No te das cuenta de las consecuencias potenciales de invitar a desconocidos a mi casa?
–También es mi casa –contestó ella, con voz temblorosa–. Al menos, eso creo.
Pedro alteró con esfuerzo su tono de voz para intentar ahogar la furia que crecía dentro de él.
–No pretendo ser difícil, pero mi posición no es como la de otros hombres. Sucede que soy extremadamente rico y tú lo sabes.
–Oh, sí, lo sé. No es probable que lo olvide, ¿verdad? –replicó ella con calor–. ¿Qué quieres que haga, que vaya corriendo a ver si Eva se ha llevado uno de tus preciosos huevos Fabergé?
–O quizá –continuó él, como si no la hubiera oído–, presentarte a la profesora de griego era una distracción inteligente y el guapo camarero tiene algún interés en ti.
–¿Crees que tiene interés por mí? –Paula se levantó y soltó una risa de incredulidad mientras se colocaba las manos en la curva del vientre–. ¿Conmigo así? ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a decirme algo así?
Pedro escuchó sus palabras, pero en lugar de sentirse irritado por su desafío, solo pudo pensar lo atractiva que resultaba enfadada. El pelo rubio le caía salvajemente en torno a la cara y sus ojos verdes escupían fuego esmeralda. La tomó en sus brazos y ella abrió mucho los ojos y le golpeó furiosamente el pecho con las manos, pero gimió cuando él empezó a besarla y volvió a gemir cuando le rozó el pezón y sintió que este se endurecía en su mano. Ella le devolvió el beso y el suyo era caliente, duro y furioso, pero dejó de golpearlo con las manos. Él la atrajo hacia sí para que notara lo excitado que estaba y ella se retorció contra él con frustración furiosa.
Pedro deslizó las manos bajo el vestido de ella y empezó a acariciarle los muslos. Oía la respiración jadeante de ella y, cuando se desabrochó el cinturón y se quitaba el pantalón, tenía la sensación de que podía explotar. Estaba duro como una piedra y el olor inconfundible de la excitación de ella impregnó el aire cuando los dedos de él tocaron sus braguitas y las encontraron húmedas. Muy húmedas. Volvió a gemir y ella también lo hizo cuando él deslizó un dedo en su carne dulce, seguro de que el sexo disolvería la tensión entre ellos, como hacía siempre. ¿No podía mostrarle quién era el jefe y no aceptaría eso el cuerpo de ella, como hacía siempre? Paula le echó los brazos al cuello y él se disponía a tomarla en brazos y llevarla hasta el diván cuando recuperó el sentido común.
–No –dijo de pronto.
Su corazón protestó cuando retiró la mano de ella de sus pantalones y la apartó.
Ella tardó varios momentos en hablar y, cuando lo hizo, lo miró confuso.
–¿No?
–No te deseo, Paula. Ahora no.
–¿No me deseas? –preguntó ella. Soltó una risita de incredulidad–. ¿Estás seguro? ¿No es así como te gusta arreglar todas nuestras disputas?
Él reprimió un gemido y se obligó a alejarse.
–No voy a hacer el amor contigo cuando los dos estamos de este humor –dijo con voz espesa–. Estoy enfadado y tú también, y temo que pueda ser más… brusco contigo de lo que debería.
–¿Y?
–Y eso no es muy buena idea contigo embarazada.
TRAICIÓN: CAPITULO 36
Paula seguía pensando en esas palabras cuando entraron en el restaurante griego, donde los condujeron hasta la mejor mesa del comedor. Pero ella casi no se fijó en la decoración de las paredes, pintadas de azul cielo, ni en las columnas de mármol que daban la impresión de que estuvieran en un templo griego antiguo. Seguía rumiando la noticia de la niñera de tal modo que le costó concentrarse en los nombres de los colegas de Pedro ni de sus hermosas esposas, todas esbeltas y morenas. Recitó los nombres para sí en silencio, como un niño que aprendiera las tablas de multiplicar. Theo y Anna. Nikios y Korinna.
Y por supuesto, todos hablaban griego de vez en cuando. ¿Y por qué no, si era su lengua materna? Aunque pasaban enseguida al inglés para no excluirla, Paula se sentía fuera de lugar.
Y aquello sería lo que ocurriría cuando tuviera el niño. Estaría en la periferia de todas las conversaciones y eventos. La madre inglesa que no se podía comunicar con su hijo medio griego.
Que permanecía al margen como un fantasma silencioso. Tragó saliva. A menos que hiciera algo al respecto. Tenía que empezar a ser proactiva en lugar de dejar que los demás decidieran su destino por ella. Si no le gustaba algo, tenía que cambiarlo.
Los hombres conversaban entre ellos y Paula miró a Korinna, que jugueteaba con su sorbete de manzana.
–Estoy pensando en aprender griego –dijo.
–Bien hecho –Korinna sonrió–. Aunque no es un idioma fácil.
–No, ya me doy cuenta –respondió Paula–. Pero voy a hacer todo lo que pueda.
Cuando volvía del lavabo, se cruzó con el camarero joven que les había servido toda la cena y él se hizo a un lado para dejarla pasar.
–¿Disfruta de la comida, Kyria Alfonso? –preguntó solícito.
–Oh, sí. Es deliciosa. Mis cumplidos al chef.
–Disculpe la intromisión –dijo él, en un inglés impecable–. Pero he oído que quiere aprender griego.
–Así es.
Él sonrió.
–Si quiere, puedo ayudarla. Mi hermana es profesora y es muy buena. Enseña en la Escuela Griega de Camden, pero también da clases privadas. ¿Quiere que le dé su tarjeta?
Paula vaciló cuando le tendió la tarjeta. Se dijo que sería una grosería rechazar una oferta así y quizá aquello era el destino que intervenía para ayudarla. ¿No sería una buena sorpresa para Pedro que se diera cuenta de que ella hacía un esfuerzo por integrarse en una cultura que era tan importante para él?
Le demostraría de lo que era capaz. Y él estaría orgulloso de ella.
–Gracias –dijo con una sonrisa. Tomó la tarjeta y la guardó en el bolso.
TRAICIÓN: CAPITULO 35
Cuando se marchó, Paula se recostó en las almohadas y parpadeó para reprimir las lágrimas que llenaban sus ojos. ¿Qué le ocurría y por qué estaba tan insatisfecha últimamente? Al casarse con Pedro, sabía perfectamente dónde se metía. Sabía que era un adicto al trabajo y que nunca le había prometido su corazón. Había sido sincero desde el principio y le había dicho que nunca podría amarla. Y ella lo había aceptado.
Le daba tanto como era capaz de dar. Paula cerró los ojos y suspiró. Él no tenía la culpa de que los sentimientos de ella estuvieran cambiando, de que quisiera más de lo que él estaba dispuesto a dar. Y era inútil permitir que se intensificaran esos sentimientos. Se llevaría una decepción si seguía anhelando lo que no podía tener, en vez de sacarle el máximo provecho a lo que tenía.
Tomó el delicioso desayuno que había preparado la cocinera de Pedro y le dijo al chófer que no lo necesitaría ese día. Le dio la impresión de que el chófer parecía casi decepcionado y ella se preguntó, no por primera vez, si Pedro no le habría pedido que la vigilara. No. Tomó su bolso y comprobó que llevaba el teléfono móvil. No debía empezar a pensar de ese modo. Eso era ser paranoica.
Pensó en ir a ver las hojas de otoño en Hyde Park, pero algo le hizo tomar el metro hasta New Malden. ¿Era la nostalgia lo que le hacía volver a su antiguo barrio? ¿Para mirar su antiguo barrio e intentar recordar a la persona que había sido antes de que Pedro hubiera entrado en su vida y la hubiera cambiado de arriba abajo? Se encontró caminando por calles familiares hasta que llegó a su antiguo estudio y se quedó mirando la ventana. Se preguntó si imaginaba que la gente le lanzaba miradas subrepticias.
¿Parecía fuera de lugar persiguiendo fantasmas del pasado con su ropa cara y su bolso de diseño?
Almorzó en un bar de sándwiches y pasó la tarde en la peluquería antes de volver a casa a prepararse para la cena, pero no consiguió sacudirse un aire de tristeza cuando el ama de llaves le abrió la puerta. No sabía lo que había esperado de su matrimonio con Pedro, pero no había sido aquella sensación de aislamiento.
Sabía que él era complicado, distante y exigente, pero… Bueno, había tenido esperanzas.
¿Había pensado que la convivencia y un sexo increíble los acercarían más? ¿Que lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia podría convertirse, si no en uno de verdad, sí en uno que se le pareciera? Por supuesto que sí, porque las mujeres estaban programadas para pensar así.
Querían intimidad y compañía, especialmente si iban a tener un hijo. Sabía que había roto una barrera invisible cuando él le había contado el dolor de su infancia, y después de la pasión de la noche de bodas había esperado que la intimidad aumentara entre ellos. Pero no.
¿Y ahora?
Se puso un vestido de noche de seda negra por la cabeza, con cuidado de no despeinarse.
Ahora se veía obligada a aceptar la dura realidad de estar casada con alguien que apenas parecía notar su presencia, a menos que estuviera desnuda. Un hombre que se marchaba por la mañana temprano y regresaba a la hora de cenar. Sí, la acompañaba a todas las citas con el doctor y murmuraba las palabras apropiadas cuando veía a su hijo en la pantalla.
Y de vez en cuando iban juntos al campo o veían juntos una película, pasos pequeños que le hacían esperar que podrían tener algo de intimidad no sexual. Pero sus esperanzas se veían ahogadas cada vez que la apartaba él, el señor Enigmático que jamás volvería a cometer el error de confiarse a ella.
Pedro llegó a casa con prisa y fue directo a la ducha. Salió de su vestidor con un traje negro como su pelo espeso. Se acercó a la cómoda ante la que estaba sentada ella y empezó a masajearle los hombros, cubiertos solo por los tirantes del vestido negro. Paula sintió al instante los estremecimientos predecibles del deseo y se endurecieron sus pezones.
–Pedro –dijo con voz ronca, cuando los dedos de él bajaron de sus hombros a acariciar su caja torácica.
–¿Qué? Solo estoy compensando por lo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. ¿Y cómo voy a evitar tocarte si estás tan hermosa?
Ella se puso un pendiente de ópalo.
–No me siento particularmente hermosa –dijo.
–Pues lo eres. Te lo digo yo. De hecho, tengo tentaciones de llevarte ahora mismo a la cama para demostrarte cuánto me excitas. ¿Eso te gustaría?
Por supuesto que le gustaría. Pero usar el sexo como única forma de comunicación empezaba a resultar peligroso. El contraste entre su pasión física y su distancia mental resultaba desconcertante y… perturbador. Paula se puso el segundo pendiente.
–No tenemos tiempo.
–Pues saquemos tiempo.
–No –dijo ella con firmeza.
Se puso en pie. Llevaba unos zapatos que probablemente no eran la elección más sensata para una mujer embarazada, pero era la primera vez que iba a ver a los colegas de Pedro y, naturalmente, quería impresionar.
–No quiero llegar con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto después de haber pasado media tarde en la peluquería.
–Pues la próxima vez quizá deberías saltarte la peluquería si te pone de tan mal humor –gruñó él.
Era una de aquellas pequeñas riñas estúpidas que surgían de pronto y Paula sabía que debía despejar la atmósfera, que seguía tensa cuando entraron en el automóvil. Su mal humor no iba a mejorar las cosas. Le puso una mano en la rodilla a Pedro y sintió el músculo duro flexionarse bajo sus dedos.
–Siento haber estado gruñona.
Él la miró.
–No te preocupes –repuso–. Probablemente solo serán las hormonas.
Ella quería gritar que no todo tenía que ver con sus condenadas hormonas, pero se contuvo.
Miró su vientre antes de alzar la mirada hasta la de él. ¿Por qué no hablarle de algo que le preocupaba últimamente, un tema práctico que podía mejorar la calidad de sus vidas? Vaciló un momento.
–¿Es necesario que tengamos tantos empleados? –preguntó al fin.
Él entrecerró los ojos.
–No sé a qué te refieres.
Ella se encogió de hombros.
–Tenemos ama de llaves, mujer de la limpieza, cocinera, chófer y secretaria, además de un hombre que viene una vez a la semana a regar las plantas de la terraza.
–¿Y? Es un apartamento grande. Todos tienen un papel necesario en mi vida.
–Ya lo sé. Pero creo que yo también podría ayudar.
Pedro frunció la frente.
–¿Haciendo qué?
–No sé. Tareas. Cosas. Algo que me haga sentir como una persona real que está conectada con el mundo, más que como una muñeca a la que le dan todo hecho. Limpiar un poco, quizá. O cocinar –se mordió el labio–. Pero el otro día le ofrecí a Maria pelar patatas y reaccionó como si hubiera amenazado con tirar una bomba en mitad de la cocina.
–Probablemente porque no le pareció apropiado –contestó él, que parecía elegir sus palabras con cuidado.
–¿Y eso por qué?
–Porque tú ya no eres una empleada –Pedro ya no intentó ocultar su irritación–. Ahora eres la señora de mi casa y yo preferiría que te portaras como tal.
Ella se sentó más recta.
–Hablas como si te avergonzaras de mí.
–No seas absurda –replicó él–. Pero no es posible saltar entre los dos mundos, eso tienes que entenderlo. No puedes pelar patatas un momento y al momento siguiente pedirle a alguien que te sirva té. Tienes que tener claro tu nuevo papel y demostrárselo a todos para que nadie se confunda. ¿Comprendes?
Ella tragó saliva.
–Creo que capto la idea general.
Él le tomó la mano.
–Y todo irá mejor cuando tengas al bebé.
–Sí, probablemente. Al menos eso es algo que puedo hacer yo.
Hubo una pausa. Él le acariciaba la mano con el pulgar.
–Aunque necesitaremos una niñera, por supuesto –añadió él.
–Pero… –Paula empezaba a sentir gotas de sudor en la frente–. Pensaba que, como te ocupaste tanto de Pablo, no querrías que tuviéramos ayuda exterior con el bebé. ¿Estoy equivocada también en eso?
Vio que se oscurecía el rostro de él.
–Obviamente, tú harás casi todo, pero yo estaré fuera trabajando la mayor parte del día –dijo.
–¿Y? –preguntó ella, confusa.
Los ojos de él reflejaron un momento el brillo de las luces cuando el automóvil se detuvo delante del restaurante.
–Y necesitamos una niñera que hable griego para que mi hijo crezca hablando mi lengua. Eso es vital, teniendo en cuenta todo lo que heredará algún día.
lunes, 13 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 34
Un brillo suave se coló por debajo de las pestañas de Paula y se desperezó con languidez. Repleta de los placeres de la noche y con el olor almizcleño del sexo persistente todavía en el aire, extendió el brazo en busca de Pedro, pero el espacio a su lado en la cama estaba vacío y la sábana fría. Buscó su reloj, parpadeando, y miró al otro lado de la habitación. Eran poco más de las seis de la mañana de un sábado y allí estaba su esposo, abrochándose los gemelos. Ella se incorporó un poco en la cama.
–¿Vas a trabajar?
Él se acercó a la cama.
–Me temo que sí.
–Pero es sábado.
–¿Y?
Paula apartó el edredón. Se dijo que la dedicación de Pedro al trabajo era el precio que se pagaba por estar casada con un hombre tan rico. Pero le resultaba difícil no mostrarse disgustada porque habría sido agradable pasar la mañana en la cama por una vez. Haber hecho cosas como los recién casados normales, gemir, reír por encontrarse migas en la cama o debatir a quién le tocaba hacer el café.
Pero ella no era una recién casada normal, claro. Era la esposa de un hombre poderoso que se había casado con ella solo por el bien del bebé.
Forzó una sonrisa.
–¿A qué hora volverás a casa? –preguntó.
Pedro tomó su chaqueta y miró a Paula tumbada sobre la cama. Sus pesados pechos se desbordaban por encima del camisón de seda, lo cual, de algún modo, le daba un aire aún más decadente que si hubiera estado desnuda. Tragó saliva para paliar la sequedad repentina que sentía en la boca. Había sido una noche en la que ella se había mostrado todavía más sensual que de costumbre, con respuestas desinhibidas a los avances de él.
Había llegado a casa con un ramo de flores que había comprado impulsivamente a un vendedor callejero fuera de la oficina, un ramo vibrante que no se parecía a las rosas de tallo largo que solía encargar una de sus secretarias para aplacarla cuando se veía retenido en una reunión. Y Paula las había tomado con placer, había enterrado la nariz en ellas y había ido a la cocina a ponerlas en agua antes de que el ama de llaves la apartara para ocuparse ella de la tarea.
Se le encogió el corazón al recordar el brillo suave de los ojos de ella cuando se había puesto de puntillas para besarlo. Después de cenar, la había sentado en sus rodillas y había jugado perezosamente con su pelo hasta que ella se había girado con una pregunta silenciosa y él la había llevado al dormitorio con un gemido de posesión primitiva. ¿Le había dicho en una ocasión que no era un cavernícola? Porque se había equivocado. Y no le gustaba equivocarse.
La vio colocarse un mechón de pelo detrás de las orejas y el movimiento hizo que sus pechos tensaran todavía más el satén suave del camisón. Pedro se obligó a apartar la vista. A alinear los gemelos debajo de la chaqueta como si esa fuera la tarea más importante del día.
¿Conocía ella el poder creciente que tenía sobre él? Seguramente sí. Hasta alguien tan relativamente inocente como ella no podía ignorar el hecho de que a veces él no sabía ni qué día era cuando lo miraba con sus ojos verdes.
Quizá intentaba ampliar ese poder sutil. Tal vez fuera esa la razón de la expresión de determinación que había cruzado su rostro suave.
–¿Pedro? –preguntó ella–. ¿Es necesario que vayas?
–Me temo que sí. Anatoly Bezrodny viene desde Moscú el lunes y tengo que mirar algunas cosas antes de que llegue.
Hubo una pausa. Ella encendió la luz de la mesilla e hizo un mohín con los labios.
–Pasas más tiempo en la oficina que en casa.
–¿Quizá te gustaría dictarme mi agenda? –preguntó él–. ¿Hablar con mi secretaria para que consulte mis citas contigo?
–Pero tú eres el jefe –protestó ella, sin dejarse disuadir por la regañina–. Y no tienes por qué trabajar tantas horas. ¿Por qué lo haces?
–Lo hago porque soy el jefe. Tengo que dar ejemplo. Por eso tienes una casa hermosa en la que vivir y mucha ropa bonita que ponerte. Deja de protestar y dale un beso de despedida a tu esposo –se acercó a la cama y se inclinó sobre ella–. No has olvidado que esta noche cenamos fuera, ¿verdad?
–Pues claro que no –ella alzó sus labios a los de él–. Lo estoy deseando.
Pero a él le pareció que el beso que le dio era más obligado que apasionado y eso era un desafío para él, porque no le complacía nada que no fuera una capitulación total. Tomó el rostro de ella entre sus manos y profundizó el beso hasta que Paula empezó a gemir y él se sintió muy tentado a darle lo que quería, hasta que una mirada rápida al reloj le indicó que su coche estaría esperando abajo.
–Más tarde –prometió, antes de alejarse de mala gana.
TRAICIÓN: CAPITULO 33
Quería saborear la sal sutil de su piel e inhalar su virilidad. Quería volver a sentirlo dentro de ella. Pasó el dedo por los diamantes fríos. Podía mostrarse orgullosa y distante y empujarlo a los brazos de otra mujer, si era eso lo que quería.
Pero esa idea le resultaba repelente.
Se lamió los labios secos porque la alternativa tenía también sus inconvenientes. ¿Él era consciente de que la invadía la intimidad al intentar seducir a un hombre tan experimentado como él? Lo único que habían compartido hasta el momento había sido una noche de pasión con el ruido del mar apagando sus gritos. Había ocurrido tan espontáneamente, que no había tenido que pensar en ellos, mientras que la idea de tener sexo con él ahora parecía calculada.
¿Esperaba él que se levantara y le echara los brazos al cuello, o que pegara su cuerpo al de él como había visto hacer en las películas?
–¿Pedro? –preguntó. Alzó la vista hacia él en una súplica silenciosa.
Pedro leyó consentimiento en los estanques oscurecidos de sus ojos verdes y una oleada de deseo lo invadió. Le había contado más cosas que a ningún otro ser vivo y el instinto le decía que sería mejor esperar a que hubiera recuperado la compostura del todo antes de tocarla. Hasta que los recuerdos amargos se hubieran debilitado. Pero su necesidad era tan fuerte, que la idea de esperar le resultaba intolerable. ¡Qué irónico que aquella mujer llevara un hijo suyo en el vientre y, sin embargo, él conociera tan poco su cuerpo! Apenas había explorado la opulencia de sus pechos ni acariciado el vello rubio que guardaba su más preciado tesoro. Tiró de ella para levantarla, impaciente por sentir su cuerpo fundirse contra él.
–¿Un matrimonio de verdad? –preguntó. Le alzó la barbilla con los dedos para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Es eso lo que quieres, Paula?
–Sí –respondió ella–. O tan de verdad como podamos hacerlo.
Pero cuando tiró de la cinta de su cola de caballo para que le cayera el pelo en ondas, Pedro comprendió que tenía que ser sincero con ella. Paula tenía que entender que las confidencias que habían compartido ese día no serían algo habitual. Le había dicho lo que ella necesitaba saber para entender de dónde procedía. Pero tenía que aceptar sus limitaciones, una en especial.
–No esperes que sea el hombre de tus sueños –dijo con voz ronca–. Seré el padre y el esposo que pueda ser y te volveré loca en la cama. Eso te lo prometo. Pero nunca podré amarte. ¿Lo comprendes? Porque si puedes aceptar eso y estás dispuesta a vivir con ello, podemos hacer que esto funcione.
Ella asintió. Abrió los labios como para hablar, pero él ahogó sus palabras con un beso. Porque había terminado de hablar. Quería aquello y lo quería ya. Pero no allí. La tomó en brazos y echó a andar hacia el dormitorio.
–Peso mucho –protestó ella sin convicción.
–¿Eso crees? –preguntó él.
Vio que ella abría mucho los ojos cuando abrió la puerta del dormitorio de una patada y se dio cuenta demasiado tarde de que ese era el tipo de cosas con las que las mujeres construían sus fantasías. Pues muy bien. Él solo podía ser como era en realidad. ¿No le había advertido de lo que era capaz y de lo que no? La depositó vestida sobre la cama, pero cuando ella empezó a arañarle los hombros, le apartó las manos con gentileza.
–Déjame desnudarme antes –dijo.
Cuando se desabrochó la camisa, le temblaban los dedos como a un borracho y eso lo divirtió.
¿Qué poder tenía aquella rubia sobre él con aquellos ojos verdes oscurecidos por el deseo? ¿Era porque llevaba dentro a su hijo? ¿Era eso lo que le hacía sentirse poderoso y débil a la vez?
Vio que ella abría mucho los ojos cuando dejó caer la camisa el suelo y se quitó los pantalones, pero la pregunta que habría hecho normalmente de si disfrutaba con el espectáculo no le pareció apropiado Porque aquello era… diferente. Sintió una punzada de rebelión. ¿Acaso se había creído los votos que había hecho ese día?
–Pedro –susurró Paula, y de pronto se sintió confusa porque no sabía qué había hecho que se oscureciera su rostro. ¿Se estaría arrepintiendo? Pero no. Podía ver por sí misma que ese no era el caso, y aunque tanta hambre sexual debería haberla asustado, la verdad era que se estremecía de anticipación.
Alzó los labios, pero el beso de él fue solo un roce breve antes de bajarle los pantalones y sacarle el jersey por la cabeza, de modo que ella se quedó en ropa interior. Y Paula se alegró de haber dejado que la estilista la convenciera de comprar un conjunto a juego que había costado una fortuna. El sujetador de seda, que se abrochaba delante, se pegaba a sus pechos y las braguitas a juego hacían que sus piernas parecieran mucho más largas que de costumbre.
La apreciación que mostraban los ojos de él le hacía sentirse muy femenina.
Él posó una mano en el pecho de ella y Paula sintió que se endurecía su pezón. Él también debió de notarlo, porque una sonrisa breve curvó sus labios.
–Te deseo –murmuró.
–Yo también a ti –susurró ella.
Él se inclinó para bajarle las braguitas.
–Nunca he hecho el amor con una embarazada.
Paula lo miró con reproche.
–Espero que no.
–Todo esto es nuevo para mí –dijo él. Abrió el sujetador y bajó la cabeza para tomar uno de los pezones entre los dientes.
–Para mí también –gimió ella. Echó atrás la cabeza y la apoyó en la almohada.
Él tardó su tiempo. Más tiempo del que ella habría creído posible dada su evidente excitación. El cuerpo de él estaba tenso cuando acariciaba la piel de ella como si estuviera decidido a volver a familiarizarse con aquella versión nueva y embarazada de ella. Y a Paula le encantaba lo que le hacía. Él le palmeó los pechos y trazó círculos pequeños alrededor de su ombligo con la punta de la lengua. Enredó sus dedos en el vello púbico de ella y la acarició hasta que se retorció. Hasta que sus terminaciones nerviosas estaban tan excitadas que creía que no podría soportarlo más. Hasta que ella susurró su nombre y él la penetró por fin. Paula gimió cuando la llenó con su pene en la primera embestida y él se quedó inmediatamente inmóvil y le miró la cara.
–¿Te hago daño?
–En absoluto. Eres… –el instinto le hizo adelantar las caderas para que él entrara todavía más en su cuerpo. Porque aquello era más seguro que decirle que era el hombre más atractivo que había visto jamás y que no podía creer que fuera su esposo.
–¡Oh, Pedro! –exclamó. Dio un respingo cuando él empezó a moverse dentro de ella.
Y él sonrió porque aquel sonido sí le resultaba familiar. El sonido de una mujer pronunciando así su nombre. Se obligó a concentrarse en el placer de ella, en hacer que nunca olvidara su noche de bodas. Porque una mujer satisfecha era una mujer dócil y eso era lo que más le convenía. Cuando ella llegó al orgasmo, él estaba a punto de perder su autocontrol, así que se permitió por fin el lujo de su propio orgasmo.
Pero no estaba preparado para el modo en que atravesó su cuerpo como una tormenta furiosa ni para el sonido primitivo, casi salvaje, que surgió de su garganta.
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