lunes, 13 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 33
Quería saborear la sal sutil de su piel e inhalar su virilidad. Quería volver a sentirlo dentro de ella. Pasó el dedo por los diamantes fríos. Podía mostrarse orgullosa y distante y empujarlo a los brazos de otra mujer, si era eso lo que quería.
Pero esa idea le resultaba repelente.
Se lamió los labios secos porque la alternativa tenía también sus inconvenientes. ¿Él era consciente de que la invadía la intimidad al intentar seducir a un hombre tan experimentado como él? Lo único que habían compartido hasta el momento había sido una noche de pasión con el ruido del mar apagando sus gritos. Había ocurrido tan espontáneamente, que no había tenido que pensar en ellos, mientras que la idea de tener sexo con él ahora parecía calculada.
¿Esperaba él que se levantara y le echara los brazos al cuello, o que pegara su cuerpo al de él como había visto hacer en las películas?
–¿Pedro? –preguntó. Alzó la vista hacia él en una súplica silenciosa.
Pedro leyó consentimiento en los estanques oscurecidos de sus ojos verdes y una oleada de deseo lo invadió. Le había contado más cosas que a ningún otro ser vivo y el instinto le decía que sería mejor esperar a que hubiera recuperado la compostura del todo antes de tocarla. Hasta que los recuerdos amargos se hubieran debilitado. Pero su necesidad era tan fuerte, que la idea de esperar le resultaba intolerable. ¡Qué irónico que aquella mujer llevara un hijo suyo en el vientre y, sin embargo, él conociera tan poco su cuerpo! Apenas había explorado la opulencia de sus pechos ni acariciado el vello rubio que guardaba su más preciado tesoro. Tiró de ella para levantarla, impaciente por sentir su cuerpo fundirse contra él.
–¿Un matrimonio de verdad? –preguntó. Le alzó la barbilla con los dedos para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Es eso lo que quieres, Paula?
–Sí –respondió ella–. O tan de verdad como podamos hacerlo.
Pero cuando tiró de la cinta de su cola de caballo para que le cayera el pelo en ondas, Pedro comprendió que tenía que ser sincero con ella. Paula tenía que entender que las confidencias que habían compartido ese día no serían algo habitual. Le había dicho lo que ella necesitaba saber para entender de dónde procedía. Pero tenía que aceptar sus limitaciones, una en especial.
–No esperes que sea el hombre de tus sueños –dijo con voz ronca–. Seré el padre y el esposo que pueda ser y te volveré loca en la cama. Eso te lo prometo. Pero nunca podré amarte. ¿Lo comprendes? Porque si puedes aceptar eso y estás dispuesta a vivir con ello, podemos hacer que esto funcione.
Ella asintió. Abrió los labios como para hablar, pero él ahogó sus palabras con un beso. Porque había terminado de hablar. Quería aquello y lo quería ya. Pero no allí. La tomó en brazos y echó a andar hacia el dormitorio.
–Peso mucho –protestó ella sin convicción.
–¿Eso crees? –preguntó él.
Vio que ella abría mucho los ojos cuando abrió la puerta del dormitorio de una patada y se dio cuenta demasiado tarde de que ese era el tipo de cosas con las que las mujeres construían sus fantasías. Pues muy bien. Él solo podía ser como era en realidad. ¿No le había advertido de lo que era capaz y de lo que no? La depositó vestida sobre la cama, pero cuando ella empezó a arañarle los hombros, le apartó las manos con gentileza.
–Déjame desnudarme antes –dijo.
Cuando se desabrochó la camisa, le temblaban los dedos como a un borracho y eso lo divirtió.
¿Qué poder tenía aquella rubia sobre él con aquellos ojos verdes oscurecidos por el deseo? ¿Era porque llevaba dentro a su hijo? ¿Era eso lo que le hacía sentirse poderoso y débil a la vez?
Vio que ella abría mucho los ojos cuando dejó caer la camisa el suelo y se quitó los pantalones, pero la pregunta que habría hecho normalmente de si disfrutaba con el espectáculo no le pareció apropiado Porque aquello era… diferente. Sintió una punzada de rebelión. ¿Acaso se había creído los votos que había hecho ese día?
–Pedro –susurró Paula, y de pronto se sintió confusa porque no sabía qué había hecho que se oscureciera su rostro. ¿Se estaría arrepintiendo? Pero no. Podía ver por sí misma que ese no era el caso, y aunque tanta hambre sexual debería haberla asustado, la verdad era que se estremecía de anticipación.
Alzó los labios, pero el beso de él fue solo un roce breve antes de bajarle los pantalones y sacarle el jersey por la cabeza, de modo que ella se quedó en ropa interior. Y Paula se alegró de haber dejado que la estilista la convenciera de comprar un conjunto a juego que había costado una fortuna. El sujetador de seda, que se abrochaba delante, se pegaba a sus pechos y las braguitas a juego hacían que sus piernas parecieran mucho más largas que de costumbre.
La apreciación que mostraban los ojos de él le hacía sentirse muy femenina.
Él posó una mano en el pecho de ella y Paula sintió que se endurecía su pezón. Él también debió de notarlo, porque una sonrisa breve curvó sus labios.
–Te deseo –murmuró.
–Yo también a ti –susurró ella.
Él se inclinó para bajarle las braguitas.
–Nunca he hecho el amor con una embarazada.
Paula lo miró con reproche.
–Espero que no.
–Todo esto es nuevo para mí –dijo él. Abrió el sujetador y bajó la cabeza para tomar uno de los pezones entre los dientes.
–Para mí también –gimió ella. Echó atrás la cabeza y la apoyó en la almohada.
Él tardó su tiempo. Más tiempo del que ella habría creído posible dada su evidente excitación. El cuerpo de él estaba tenso cuando acariciaba la piel de ella como si estuviera decidido a volver a familiarizarse con aquella versión nueva y embarazada de ella. Y a Paula le encantaba lo que le hacía. Él le palmeó los pechos y trazó círculos pequeños alrededor de su ombligo con la punta de la lengua. Enredó sus dedos en el vello púbico de ella y la acarició hasta que se retorció. Hasta que sus terminaciones nerviosas estaban tan excitadas que creía que no podría soportarlo más. Hasta que ella susurró su nombre y él la penetró por fin. Paula gimió cuando la llenó con su pene en la primera embestida y él se quedó inmediatamente inmóvil y le miró la cara.
–¿Te hago daño?
–En absoluto. Eres… –el instinto le hizo adelantar las caderas para que él entrara todavía más en su cuerpo. Porque aquello era más seguro que decirle que era el hombre más atractivo que había visto jamás y que no podía creer que fuera su esposo.
–¡Oh, Pedro! –exclamó. Dio un respingo cuando él empezó a moverse dentro de ella.
Y él sonrió porque aquel sonido sí le resultaba familiar. El sonido de una mujer pronunciando así su nombre. Se obligó a concentrarse en el placer de ella, en hacer que nunca olvidara su noche de bodas. Porque una mujer satisfecha era una mujer dócil y eso era lo que más le convenía. Cuando ella llegó al orgasmo, él estaba a punto de perder su autocontrol, así que se permitió por fin el lujo de su propio orgasmo.
Pero no estaba preparado para el modo en que atravesó su cuerpo como una tormenta furiosa ni para el sonido primitivo, casi salvaje, que surgió de su garganta.
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