lunes, 13 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 32




Pedro miraba los ojos verdes de Paula con el corazón latiéndole con fuerza. Y aunque en el fondo sabía que ella tenía todo el derecho a preguntarle sobre su madre, todos sus instintos lo impulsaban a no decírselo. Porque, si se lo decía, le revelaría su yo interior y eso era algo que siempre había mantenido encerrado.


Comprendía de dónde procedía su aversión a la intimidad, pero estaba contento con mantenerla. 


Él hacía las reglas que gobernaban su vida y, si a los demás no les gustaban, mala suerte. Su estilo de vida exigente le había ido muy bien y, aunque sus amantes lo habían acusado de frío e insensible, no había visto motivos para cambiar. 


Había sido autosuficiente durante tanto tiempo, que se había convertido en un hábito.


Ni siquiera Pablo conocía los recuerdos oscuros que todavía lo atormentaban cuando menos lo esperaba. Pablo menos que nadie, porque proteger a su hermano había sido como una segunda naturaleza en él y lo primero en su lista de prioridades. Pero allí estaba Paula, su esposa embarazada de mirada brillante y curiosa, haciendo preguntas. Y aquello no era una reunión de trabajo, en la que podía aplastar los temas no deseados, ni una amante de la que podía alejarse sin mirar atrás porque era demasiado entrometida. Allí estaba con una mujer a la que estaba ahora atado legalmente, y era imposible evitar responder.


La miró a los ojos.


–Mi madre nos dejó.


Ella asintió y él captó el esfuerzo que hacía para no mostrar su reacción.


–Entiendo. Eso es… poco corriente, porque suele ser el hombre el que se va, pero no es…


–No –la interrumpió él–. ¿Quieres la verdad sin tapujos, Paula? Pero te advierto que es escandalosa.


–No me escandalizo fácilmente. Olvidas que mi madre también violó todas las reglas.


–Esta no –hubo una pausa–. Ella nos vendió.


–¿Os vendió? –a Paula le dio un vuelco el corazón–. Pedro, ¿cómo es posible?


–¿Cómo crees tú que es posible? Porque mi padre le ofreció un cheque importante para que saliera de nuestras vidas para siempre y ella lo hizo.


–¿Y no volvió nunca?


–No, no volvió nunca.


Paula parpadeó sin comprender.


–¿Pero por qué?


Pedro apretó los dientes. Deseaba que ella parara ya. No quería continuar porque entonces empezaría el dolor. Un dolor amargo y abrasador. No por él, sino por Pablo, el bebé cuya madre no lo había querido lo bastante para luchar por él. Sintió que se le encogía el corazón cuando empezó a hablar.


–No digo que mi padre no tuviera culpa –dijo con amargura–. Claro que sí. Lo habían criado para que pensara que era una especie de dios, el hijo de uno de los dueños de barcos más ricos del mundo. Era un mujeriego. En un momento en el que el amor libre era moneda corriente, siempre tenía mujeres, muchas mujeres. Por lo que tengo entendido, mi madre decidió que no podía tolerar más sus infidelidades y le dijo que ya había tenido bastante.


–Y si era así –preguntó Paula con cautela–, ¿por qué no se divorció de él?


–Porque a él se le ocurrió algo mucho más atractivo que un divorcio complicado. Le ofreció mucho dinero si desaparecía y nos dejaba en paz. «Una ruptura limpia», lo llamó él. Mejor para él. Mejor para ella. Mejor para todos –frunció los labios–. Ella solo tenía que firmar un acuerdo diciendo que nunca volvería a ver a sus dos hijos.


–¿Y lo firmó?


–Lo firmó –afirmó él, sombrío–. Firmó y se fue a empezar otra vida en Estados Unidos. Y no volvimos a verla nunca más. Pablo era solo un bebé.


–¿Y tú?


–Yo tenía diez años –repuso él con una voz sin inflexiones. Una voz que, en opinión de Paula, podía partirle el corazón a cualquiera.


–¿Y qué pasó luego? –preguntó ella.


Pedro se puso en pie, recogió sus papeles e hizo un montoncito ordenado con ellos en la mesa antes de contestar.


–Mi padre estaba ocupado celebrando lo que le parecía el trato perfecto, haberse librado de una esposa irritante. Contrató niñeras que nos cuidaran, pero ninguna pudo ocupar el lugar de nuestra madre. Aunque yo era pequeño, sospechaba que muchas habían sido elegidas por su aspecto más que por su habilidad para cuidar de un bebé confuso y asustado.


Fijó la vista a lo lejos.


–Fui yo el que cuidó de Pablo desde el principio. Era mi responsabilidad. Yo lo bañaba y le cambiaba los pañales. Le enseñé a nadar y a pescar. Le enseñé todo lo que sabía porque quería que fuera un niño normal. Y cuando llegó el momento, insistí en que fuera a un internado en Suiza porque lo quería lejos del estilo de vida libertino de mi padre. Por eso lo alenté a hacerse marinero, porque, cuando estás en el mar, no te dejas influir ni seducir por la riqueza. A tu alrededor solo hay mar, viento y naturaleza salvaje.


Y de pronto Paula comprendió mucho mejor a Pedro Alfonso, su necesidad de control y lo que antes le había parecido una actitud sobreprotectora hacia su hermano menor.


Y comprendió también por qué había amenazado con luchar por su hijo, por despiadado que pudiera parecer eso. Porque a Pedro no le gustaban las mujeres. ¿Y quién podía culparlo? Él no pensaba que las mujeres eran la parte que merecía quedarse al hijo en caso de separación. Él había visto una burla del llamado vínculo materno. Había luchado por proteger a su hermano y haría exactamente lo mismo por su hijo.


¿Pero habría sido tan mala su madre? ¿No corría el peligro de ver solo una versión de la historia?


–Quizá ella no habría podido hacer nada contra el poder de tu padre si hubiera intentado luchar por la custodia –aventuró.


–Al menos podría haberlo intentado –repuso él con voz helada–. O haber venido de visita. Haber escrito una carta, llamado por teléfono…


–¿No estaba deprimida? –preguntó ella a la desesperada, buscando algo, lo que fuera, para intentar entender qué podía haber motivado a una mujer a abandonar así a un bebé y a un hijo de diez años. Un niño que se había convertido en un hombre poderoso con un corazón de piedra.


–No, Paula, no estaba deprimida. O si lo estaba, lo ocultó bien con una serie interminable de fiestas. Le escribí una vez –dijo él–. Justo antes del quinto cumpleaños de Pablo. Hasta le envié una foto suya, jugando con un castillo de arena que habíamos hecho juntos en la playa de Assimenos. Quizá pensé que esa imagen le haría volver. Quizá mantenía todavía la ilusión de que en el fondo lo quería.


–¿Y?


–Y nada, Me devolvieron la carta sin abrir. Y un par de semanas después nos enteramos de que se había pinchado una dosis de heroína mayor de lo habitual –su voz vaciló un instante y, cuando volvió a hablar, estaba llena de desprecio–. La encontraron en el suelo del cuarto de baño con una jeringa en el brazo.


Paula se frotó las manos para intentar borrar así el frío que le cubría de pronto la piel.


–¡Pobre mujer! –musitó.


Pedro, recuperada ya la compostura, la miró con ojos tan fríos como el mar de invierno.


–¿La defiendes? ¿Defiendes lo indefendible? ¿Crees que todo el mundo tiene algún rasgo que lo redime? ¿O es porque se trata de un miembro de tu sexo?


–Solo intentaba verlo desde otra perspectiva, eso es todo –Paula respiró hondo–. Siento lo que os pasó a Pablo y a ti.


–Ahórratelo. No te lo he contado porque quisiera tu comprensión.


–¿No? ¿Y por qué me lo has contado?


Pedro se acercó a ella y Paula contuvo el aliento porque estaba lo bastante cerca para tocarla y porque su cuerpo poderoso trasmitía rabia.


–Para que reconozcas lo que es importante para mí –dijo él con voz ronca–. Y comprendas por qué nunca dejaré ir a mi hijo.


Ella lo miró y el corazón le latió con fuerza. Eso lo entendía, ¿pero dónde la dejaba aquello? 


¿Tenía que ser castigada por los pecados de su madre? ¿Sería siempre otra mujer a la que despreciar y mirar con recelo?


Apartó la vista de la distracción del hermoso rostro de él hasta las manos que apretaba con fuerza en su regazo. Miró el anillo de oro, colocado entre los diamantes del anillo de compromiso y pensó en lo que significaban esos anillos. Posesión, principalmente. Pero hasta el momento no había habido posesión física. Y sin embargo, a pesar de todo, lo deseaba. Quizá más que antes, porque lo que acababa de decirle le hacía parecer más humano. Había revelado la oscuridad de su alma y ella había llegado a entenderlo un poco mejor. ¿Eso no podría acercarlos un poco? ¿No podían intentarlo al menos?



domingo, 12 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 31




Entró en el cuarto de baño, terminó de desnudarse, se recogió el pelo encima de la cabeza y llenó la bañera, donde echó una cantidad generosa de aceite de baño antes de meterse. Era la primera vez en todo el día que se relajaba de verdad y permaneció allí un buen rato, estudiando la forma cambiante de su cuerpo mientras el agua se iba enfriando. Al final la sobresaltó la voz de Pedro desde el otro lado de la puerta.


–¿Paula?


Sus pezones se endurecieron al instante y tragó saliva.


–Estoy en la bañera.


–Lo suponía –hubo una pausa–. ¿Vas a salir pronto?


Ella tiró del tapón y el agua empezó a vaciarse.


–No pienso pasar la noche aquí –dijo.


Se secó y se hizo una coleta con el pelo mojado. 


Luego se puso unos pantalones de chándal gris claro y un jersey de cachemira del mismo tono y se dirigió a la sala de estar, donde empezaban a brillar como estrellas las luces de los rascacielos, fuera de los grandes ventanales. 


Pedro se había quitado la corbata y los zapatos y estaba tumbado en el sofá, hojeando unos papeles. Su camisa blanca, parcialmente desabrochada, dejaba ver parte de su pecho y, con las largas piernas estiradas ante sí, su poderoso cuerpo parecía relajado por una vez. 


Alzó la vista al entrar ella.


–¿Mejor? –preguntó.


–Mucho mejor.


–Deja de quedarte en la puerta como si fueras una visita. Esta es tu casa ahora. Ven a sentarte. ¿Quieres algo? ¿Una taza de té?


–Eso estaría muy bien –contestó ella.


Era consciente de que hablaban como dos extraños que se hubieran encontrado de pronto encerrados juntos. ¿Pero acaso no era eso lo que eran? ¿Qué sabía en realidad de Pedro Alfonso aparte de lo superficial? Esperaba que tocara un timbre y apareciera su ama de llaves, pero, para su sorpresa, él se puso en pie.


–Voy a prepararlo –dijo.


–¿Tú?


–Soy perfectamente capaz de hervir agua –repuso él con sequedad.


–¿Pero tu ama de llaves no está aquí?


–Esta noche no. Pensé que sería preferible que estuviéramos solos la primera noche de nuestra luna de miel. Sin interrupciones.


Cuando él salió, Paula se sentó en un sofá. Se sentía aliviada. Al menos podría relajarse sin el escrutinio silencioso de los empleados domésticos, que podían preguntarse por qué una de ellos se había convertido en su nueva señora.


Alzó la vista cuando volvió Pedro, con té de menta para ella y un vaso de whisky para él. Se sentó enfrente de ella y, mientras sorbía el whisky, Paula pensó en todos los aspectos contradictorios de su carácter que lo convertían en un enigma. Y de pronto deseó saber más. 


Sospechaba que, en circunstancias normales, él esquivaría cualquier pregunta de ella con impaciencia. Pero aquellas no eran circunstancias normales y no sería posible convivir con un hombre al que no conocía. Un hombre cuyo hijo llevaba en el vientre.


–¿Recuerdas que preguntaste si quería a mi madre en la boda? –dijo.


Él entrecerró los ojos.


–Sí. Y tú me dijiste que no estaba lo bastante bien para asistir.


–Sí. Es cierto. No lo está –ella respiró hondo–. Pero nunca has mencionado a tu madre y acabo de darme cuenta de que no sé nada de ella.


Él apretó los dedos en torno al vaso.


–¿Y por qué vas a saberlo? –preguntó con frialdad–. Mi madre está muerta. Eso es todo lo que necesitas saber.


Unos meses atrás, Paula podría haber aceptado eso. Conocía su lugar en la sociedad y no veía razones para salir del camino humilde por el que la había llevado la vida. Había hecho lo que había podido en sus circunstancias y había intentado mejorarlas, con distintos niveles de éxito. Pero las cosas eran distintas ahora. Ella era distinta. Llevaba al hijo de Pedro debajo del corazón.


–Perdóname si me resulta intolerable que esquives mi pregunta con una respuesta así –dijo.


–Y tú perdóname si te digo que es la única respuesta que vas a conseguir –replicó él.


–Pero estamos casados. Es curioso –ella respiró hondo–. Tú hablas abiertamente de sexo, pero rehúyes la intimidad.


–Puede que sea porque yo no entro en intimidades.


–¿Pero no crees que deberías intentarlo? No podemos seguir hablando de tazas de té y del tiempo.


–¿Por qué sientes curiosidad, Paula? ¿Quieres tener algo para controlarme? –dejó el whisky en una mesa cercana–. ¿Alguna información jugosa que te proporcione un dinero por si alguna vez quieres ir a la prensa?


–¿Crees que yo caería tan bajo?


–Ya lo hiciste cuando querías irte de Lasia, ¿recuerdas? ¿O vas a culpar a tus hormonas de tu falta de memoria?


Paula tardó un momento en recordar lo que había dicho cuando se sentía humillada al darse cuenta de que él se había acostado con ella por las razones equivocadas.


–Eso fue porque dijiste que no me permitirías salir de tu isla –replicó–. Esto es ahora y voy a tener un hijo tuyo.


–¿Y eso cambia las cosas?


–Por supuesto. Lo cambia todo.


–¿En qué sentido?


Paula se lamió los labios. Se sentía como si estuviera en un juicio.


–¿Y si nuestro hijo…? –empezó a decir.


Y vio que la expresión de él cambiaba de un modo dramático. Era la misma expresión de orgullo fiero que lo había invadido al asistir a la primera ecografía del bebé. Una expresión sorprendente en un hombre que afirmaba no tener emociones.


–¿Y si nuestro hijo empieza a hacer preguntas sobre su familia, como hacen los niños? –continuó ella. ¿No será perturbador que no pueda contestar a ninguna pregunta sobre su abuela solo porque su padre es un estirado que no quiere entrar en intimidades, porque insiste en ocultarse y no contarle esas cosas ni a su esposa?


–¿Tú no has dicho que nuestros votos no eran reales?


Ella lo miró a los ojos.


–Fingirlo para hacer que ocurra, ¿recuerdas?
Hubo una pausa. Él tomó su vaso y bebió un trago largo de whisky antes de volver a dejarlo.


–¿Qué quieres saber? –gruñó.


Había un millón de cosas que ella quería preguntar. Sentía curiosidad por saber qué lo volvía tan arrogante y controlador. Por qué parecía tan distante. Pero optó por una pregunta que quizá le diera alguna idea sobre su carácter.


–¿Qué fue de ella, Pedro? ¿Qué le pasó a tu madre?



TRAICIÓN: CAPITULO 30




Durante el recorrido hasta el apartamento, Paula se quitó las flores escarlatas de la cabeza y se sacudió trocitos de confeti del pelo. Pero no pudo sacudirse el desapego cuando Pedro y ella entraron en el impresionante vestíbulo de su bloque de apartamentos, donde mozos y porteros se mostraron atentos y algunos hombres trajeados la miraron con curiosidad. 


Ella se apretó el chal alrededor de los hombros en un intento vano por ocultar todo lo posible el vestido escarlata. ¿Por qué no se había cambiado antes y puesto algo más práctico?


Un ascensor privado los llevó hasta el ático, con sus vistas impresionantes de muchos de los edificios icónicos de Londres y su serie aparentemente interminable de habitaciones.


Las terrazas exteriores estaban llenas de una jungla de plantas, que hacían olvidar que uno se encontraba en el corazón de la ciudad. Paula solo había estado allí una vez, en una visita incómoda para supervisar la instalación de su ropa nueva en una habitación grande que ahora era su vestidor y donde el ama de llaves de Pedro había colgado cada prenda en hileras ordenadas por colores.


Abrazó su chal cuando entraron en un vestíbulo tan grande como su estudio, donde una estatua de mármol de un hombre parecía mirarla de manera amenazadora.


–¿Y qué hacemos ahora? –preguntó ella sin rodeos.


–¿Por qué no te cambias ese vestido? –sugirió él–. No has dejado de temblar desde que salimos de la recepción. Acompáñame y te recordaré dónde está nuestro dormitorio.


Ella lo miró.


–¿Quieres decir que compartiremos dormitorio?


–No seas ingenua, Paula –él sonrió–. Por supuesto que sí. Quiero tener sexo contigo. Creía que lo había dejado claro. Es lo que hacen los matrimonios.


–Pero los votos que hemos hecho no eran reales.


–¿No? Entonces podemos hacer que lo sean. ¿Recuerdas lo que he dicho antes de fingirlo para hacer que ocurra? –se echó a reír–. Y no me mires así. Pareces una de esas mujeres de una película antigua a la que han atado a las vías y acaba de darse cuenta de que se acerca el tren. No pretendo comportarme como un cavernícola, si es lo que te preocupa.


–Pero tú dijiste…


–Dije que quería tener sexo contigo. Y es cierto. Pero tiene que ser consentido. Tendrías que entregarte a mí plena y conscientemente. No hablo de un encuentro en mitad de la noche, donde chocan dos cuerpos y cuando quieren darse cuenta están practicando sexo sin intercambiar ni una palabra.


–¿Quieres decir como la noche en la que concebimos a nuestro hijo? –preguntó ella.


Él soltó una risa breve.


–Eso es exactamente lo que quiero decir. Pero esta vez quiero que los dos seamos plenamente conscientes de lo que sucede –hubo una pausa–. A menos que a ti te excite someterte en silencio.


–Ya te lo dije, prácticamente no tengo experiencia sexual –repuso ella.


De pronto le parecía importante que él dejara de considerarla una especie de estereotipo y empezara a tratarla como a una persona real. 


Se mordió el labio inferior.


–Nunca había tenido un orgasmo hasta que me acosté contigo.


Él la miró y ella pudo ver un brillo de algo incomprensible en sus ojos azules.


–Quizá por eso no me esfuerzo mucho por seducirte –comentó–. Quizá quiera que dejes de mirarme como si fuera el lobo feroz y te relajes un poco. Tu vestidor está ahí al lado. ¿Por qué no te quitas el vestido de novia y te pones algo más cómodo?


–¿Por ejemplo?


–Lo que te haga sentirte bien. Pero no te preocupes –añadió él con sequedad–. Seguro que podré evitar tocarte si eso es lo que quieres.


–Eso es lo que quiero –repuso ella.


Él se volvió y cerró la puerta tras de sí. Paula pensó que la naturaleza humana era algo curioso. Se había preparado para combatir los avances de él, pero saber que no los iba a haber la decepcionaba. Nunca sabía en qué punto estaba con él. Tenía la sensación de ir de puntillas a nivel emocional. ¿Era esa la intención de Pedro o era solo su modo de comportarse con las mujeres? Bajó la cremallera del vestido rojo e intentó asimilar que aquella habitación con sus vistas increíbles era suya.


Pero no. Suya no. Todo era de él. Hasta el vestido y los zapatos que acababa de quitarse.


Pero el niño de su vientre no. Aquel niño también era suyo.




TRAICIÓN: CAPITULO 29





Paula no sabía qué contestar, porque la verdad era compleja y extraña. Por primera vez en su vida, se sentía segura y mimada. Se daba cuenta de que Pedro jamás dejaría que nadie le hiciera daño. Que usaría su fuerza para protegerla a toda costa. Pero se recordó que no lo hacía por ella. Lo hacía porque llevaba dentro una carga preciosa y, como custodia del hijo de él, merecía sus cuidados y atenciones. Por eso era tan considerado, y si ella intentaba ver algo más en aquello, se embarcaría en un camino peligroso.


–Estoy algo cansada –admitió–. Ha sido un día largo y no esperaba que fuera tan… un evento tan grande.


Él frunció el ceño.


–¿Quieres saltarte la comida e irte a casa?


–¿Cómo voy a hacer eso. No quedaría muy bien que la novia no apareciera a su almuerzo de bodas.


–¿Crees que me importa? –él extendió el brazo y le rozó el rostro con las yemas de los dedos–. Tu bienestar está por delante de todo.


–No, de verdad, estoy bien –insistió Paula.


El contacto de los dedos de él causaba reacciones extrañas en su corazón y, cuando vio que Megan los fotografiaba con el teléfono, algo le hizo querer mantener el mito de su matrimonio. ¿Era orgullo? Forzó una sonrisa cuando vio el flash del teléfono.


–Vamos a reunirnos con los demás –dijo–. Tengo hambre.


Pero su renuencia a abandonar la recepción no era solo por hambre. Temía el regreso al apartamento de Pedro convertidos en marido y mujer, y no solo porque la intimidaba su interior, vasto y muy masculino. Se había hospedado en el famoso hotel Granchester mientras duraban los preparativos, porque Pedro había insistido en que solo compartirían casa como marido y mujer. Lo cual resultaba un poco raro, porque el vientre prominente de ella hacía burla de esas sensibilidades anticuadas. Pero al menos había tenido espacio propio y la posibilidad de acostumbrarse a su nueva vida sin que la distrajera la presencia de Pedro. Sabía que no podía seguir posponiendo vivir con él, pero ahora que se acercaba el momento, estaba aterrorizada. Aterrorizada de compartir un apartamento con él e insegura de cómo lidiaría con eso. A veces se sentía más como una niña que como una mujer adulta que pronto tendría un hijo. Y se preguntaba si eso era normal.


Pero apartó esas reservas de su mente y se sentó para el banquete griego que había proporcionado el hotel. Era un alivio poder comer después de los primeros meses de náuseas. Sentía renacer sus fuerzas mientras consumía las deliciosas ensaladas, aunque solo consiguió terminar la mitad de uno de los ricos pasteles baklava que sirvieron al final del almuerzo. A pesar de que la lista de invitados era relativamente pequeña, aquello parecía una boda de verdad y Pedro incluso le había preguntado si quería que fuera su madre. Paula se había sentido dividida por su sugerencia. En cierto modo, le resultaba simbólico que su madre presenciara su boda, pero una infección de pecho en el último momento había acabado con la idea. Y quizá fuera mejor así. Aunque hubiera podido darse cuenta de lo que ocurría, ¿le habría importado a su madre verla casada cuando ella había hecho burla del matrimonio?


Paula se había preguntado por qué Pedro no había sugerido un viaje al juzgado acompañados solo por dos testigos. ¿No habría sido lo más apropiado dadas las circunstancias?


–A lo mejor quiero hacer una declaración de intenciones –había explicado él.


–¿Declaración de intenciones?


–Así es. Gritarlo a los cuatro vientos. Empezar por fingirlo para provocar que ocurra.


–¿Te refieres a poner tu sello sobre mí? –había preguntado ella con acidez–. ¿Marcarme como propiedad de Alfonso, como hiciste la noche que te acostaste conmigo?


A él le habían brillado los ojos como la luz del sol en un mar griego oscuro.


–Sígueme la corriente, Paula, ¿quieres? Solo por esta vez.


Y ella lo había hecho. Incluso consiguió sonreír cuando él se había levantado para pronunciar un discurso, en el que incluyó una referencia a una escopeta que arrancó risas afectuosas, especialmente a Pablo.


–Es curioso –dijo este más tarde, moviendo la cabeza–. Pedro siempre juró que nunca se casaría y parecía que lo decía en serio. Jamás habría adivinado que había algo entre vosotros. 
El día de la galería de arte, se podía cortar el aire con un cuchillo.


Paula no tuvo valor para desilusionarlo. Se preguntó qué diría si supiera que Pedro se había acostado con ella solo para asegurarse de que su hermano no la quisiera para sí y que ella había sido demasiado estúpida y débil para resistirse. Pero la necesidad de control de él le había salido mal y ahora estaba atado a una mujer a la que no quería, aunque lo disimulaba muy bien. Cuando él alzó su copa para brindar por su esposa, Paula debería haber odiado su habilidad de interpretación, pero lo que pasó fue que sintió un vacío estúpido en el corazón cuando se sorprendió anhelando algo que nunca podría ser suyo. Él parecía un recién casado y actuaba como tal, pero el brillo frío en sus ojos azules contaba otra historia.


«Jamás te querrá», se dijo. «No lo olvides nunca».





sábado, 11 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 28





–¡Guau! Nunca he visto a una novia de rojo –exclamó Megan–. ¿Es una moda nueva?


Pero antes de que Paula tuviera ocasión de responder a la mujer que le había prestado el vestido en Lasia, su ya marido se le adelantó.


–Es una antigua costumbre griega –dijo Pedro con suavidad–. Tradicionalmente, la novia llevaba un velo rojo para espantar a los malos espíritus. Pero Paula le ha añadió un giro moderno poniéndose una corona de rosas rojas a juego con el vestido.


Paula alzó la vista hacia él e intentó no reaccionar cuando Pedro le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí como un novio amoroso y atento. Pensó con amargura hasta qué punto podían engañar las apariencias. 


Porque él no era un novio amoroso, sino un controlador despiadado que resplandecía de satisfacción porque una hora antes le había colocado una alianza de oro en el dedo. Había logrado lo que quería y ella era ahora su esposa, atrapada en un matrimonio no deseado que él estaba decidido a hacer durar.


Pedro acercó la boca a su oído y un escalofrío recorrió la columna de ella cuando el aliento de él le abanicó la piel.


–Ha sido muy inteligente por tu parte investigar así las costumbres griegas –murmuró–. ¿Soy yo el espíritu malvado al que intentas espantar?


–Por supuesto –ella sonrió ampliamente, porque había descubierto que podía guardar las apariencias tan bien como él. Podía interpretar el papel de novia ruborosa, solo tenía que practicar un poco. ¿Y por qué estropear el día con algo tan decepcionante como la verdad? ¿Por qué no dejar que la gente creyera lo que quisiera, la versión cuento de hadas de su historia, que la hija pobre de una actriz olvidada había cazado a uno de los solteros más cotizados del mundo?


En aquel momento, él acariciaba con el dedo la parte delantera del vestido de ella y se detuvo levemente en la curva del vientre, como si estuviera en su derecho de hacer eso. Y seguramente lo estaba. Porque ahora él movía los hilos, ¿no? Le había dado una tarjeta de crédito nueva y le había dicho que comprara lo que quisiera para transformarse en la mujer que iba a ser su esposa.


–Porque quiero que, a partir de ahora, parezcas mi esposa –le había dicho– y no una trabajadora de supermercado que lleva mi anillo.


El comentario la había molestado y había sentido tentaciones de llevar siempre su ropa más vieja, a ver qué le parecía a él. ¿Eso lo alentaría a librarse de ella y concederle la libertad que tanto anhelaba? Pero luego había pensado en su hijo y en que pronto sería madre. 


¿De verdad quería empujar un carrito por los lugares que frecuentaba Pedro vestida con ropa de una tienda de segunda mano? ¿Eso no destrozaría aún más su confianza en sí misma?


Pero lo que más la perturbaba era que, una vez que había empezado, le había resultado sorprendentemente fácil gastar el dinero de su multimillonario prometido. Quizá se parecía más a su madre de lo que pensaba. O quizá había olvidado el señuelo del dinero y cómo podía lograr que la gente hiciera cosas impredecibles. 


Durante su infancia, cuando tenían medios, el dinero había resbalado entre los dedos de su madre como si fuera arena y, a veces, si se sentía benévola, gastaba una parte en su única hija. Pero sus regalos habían sido un fracaso. 


Paula recibía vestidos adornados poco prácticos que la hacían destacar entre los monos vaqueros de las otras chicas. Había arruinado unos zapatos de ante frívolos en un charco y había usado lazos y cintas que le daban aire de otra época. Y, como represalia, casi se había convertido luego en un chicazo.


Pero se aficionó a la nueva tarjeta de crédito sin problemas, compró con entusiasmo para su inminente papel como esposa de Pedro y se permitió dejarse influir por la amable estilista que le habían asignado los grandes almacenes de lujo. Compró ropa elegida especialmente teniendo en cuenta el embarazo y compró también ropa interior nueva, zapatos y bolsos. 


¿Y acaso no disfrutaba de la sensación de seda y cachemira en la piel en lugar de las telas rasposas que llevaba antes? Se dijo que solo hacía lo que le habían ordenado, pero la mirada de especulación que le lanzó Pedro cuando su chófer entró en el apartamento de la City cargado de bolsas le había resultado… incómoda. Como si ella acabara de confirmarle algunos de sus peores prejuicios sobre las mujeres.


Pero el dinero era liberador. Le daba opciones que no existían antes en su vida y esa sensación de liberación recién adquirida la animó a comprar el vestido de seda escarlata y zapatos a juego, y disfrutó de la reacción de sorpresa de la estilista cuando le explicó que eran para su boda.


–Eres una especie de mujer escarlata, ¿verdad? –había bromeado la mujer.


Y ahora, en la recepción pequeña pero deslumbrante, Paula se dio cuenta de que Pedro la apartaba un poco para mirarla bien, con sus ardientes ojos revisando cada centímetro de la seda escarlata que se pegaba a las curvas de ella.


–Espectacular –murmuró–. Bastante espectacular.


Ella se sentía expuesta, casi desnuda, lo cual no había sido su intención en absoluto. También se sentía excitada, y eso probablemente era aún más peligroso. Levantó la barbilla con aire de desafío, intentando ahogar el deseo repentino que le calentaba la piel y le endurecía los pezones.


–Entonces, ¿te gusta mi vestido de novia? –preguntó.


–¿Cómo no me va a gustar? Habría sido poco apropiado que una novia que se nota que está embarazada llevara un blanco virginal –Pedro sonrió–. Y a pesar de tu elección poco convencional, con la que sospecho que querías provocarme, permíteme decir que eres una novia arrebatadora, Paula. Deslumbrante, joven e intensamente fecunda.


–Tomaré eso como un cumplido –murmuró ella, casi sin aliento.


–Es lo que pretende ser –él entrecerró los ojos–. ¿Cómo te sientes, esposa?