lunes, 13 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 32




Pedro miraba los ojos verdes de Paula con el corazón latiéndole con fuerza. Y aunque en el fondo sabía que ella tenía todo el derecho a preguntarle sobre su madre, todos sus instintos lo impulsaban a no decírselo. Porque, si se lo decía, le revelaría su yo interior y eso era algo que siempre había mantenido encerrado.


Comprendía de dónde procedía su aversión a la intimidad, pero estaba contento con mantenerla. 


Él hacía las reglas que gobernaban su vida y, si a los demás no les gustaban, mala suerte. Su estilo de vida exigente le había ido muy bien y, aunque sus amantes lo habían acusado de frío e insensible, no había visto motivos para cambiar. 


Había sido autosuficiente durante tanto tiempo, que se había convertido en un hábito.


Ni siquiera Pablo conocía los recuerdos oscuros que todavía lo atormentaban cuando menos lo esperaba. Pablo menos que nadie, porque proteger a su hermano había sido como una segunda naturaleza en él y lo primero en su lista de prioridades. Pero allí estaba Paula, su esposa embarazada de mirada brillante y curiosa, haciendo preguntas. Y aquello no era una reunión de trabajo, en la que podía aplastar los temas no deseados, ni una amante de la que podía alejarse sin mirar atrás porque era demasiado entrometida. Allí estaba con una mujer a la que estaba ahora atado legalmente, y era imposible evitar responder.


La miró a los ojos.


–Mi madre nos dejó.


Ella asintió y él captó el esfuerzo que hacía para no mostrar su reacción.


–Entiendo. Eso es… poco corriente, porque suele ser el hombre el que se va, pero no es…


–No –la interrumpió él–. ¿Quieres la verdad sin tapujos, Paula? Pero te advierto que es escandalosa.


–No me escandalizo fácilmente. Olvidas que mi madre también violó todas las reglas.


–Esta no –hubo una pausa–. Ella nos vendió.


–¿Os vendió? –a Paula le dio un vuelco el corazón–. Pedro, ¿cómo es posible?


–¿Cómo crees tú que es posible? Porque mi padre le ofreció un cheque importante para que saliera de nuestras vidas para siempre y ella lo hizo.


–¿Y no volvió nunca?


–No, no volvió nunca.


Paula parpadeó sin comprender.


–¿Pero por qué?


Pedro apretó los dientes. Deseaba que ella parara ya. No quería continuar porque entonces empezaría el dolor. Un dolor amargo y abrasador. No por él, sino por Pablo, el bebé cuya madre no lo había querido lo bastante para luchar por él. Sintió que se le encogía el corazón cuando empezó a hablar.


–No digo que mi padre no tuviera culpa –dijo con amargura–. Claro que sí. Lo habían criado para que pensara que era una especie de dios, el hijo de uno de los dueños de barcos más ricos del mundo. Era un mujeriego. En un momento en el que el amor libre era moneda corriente, siempre tenía mujeres, muchas mujeres. Por lo que tengo entendido, mi madre decidió que no podía tolerar más sus infidelidades y le dijo que ya había tenido bastante.


–Y si era así –preguntó Paula con cautela–, ¿por qué no se divorció de él?


–Porque a él se le ocurrió algo mucho más atractivo que un divorcio complicado. Le ofreció mucho dinero si desaparecía y nos dejaba en paz. «Una ruptura limpia», lo llamó él. Mejor para él. Mejor para ella. Mejor para todos –frunció los labios–. Ella solo tenía que firmar un acuerdo diciendo que nunca volvería a ver a sus dos hijos.


–¿Y lo firmó?


–Lo firmó –afirmó él, sombrío–. Firmó y se fue a empezar otra vida en Estados Unidos. Y no volvimos a verla nunca más. Pablo era solo un bebé.


–¿Y tú?


–Yo tenía diez años –repuso él con una voz sin inflexiones. Una voz que, en opinión de Paula, podía partirle el corazón a cualquiera.


–¿Y qué pasó luego? –preguntó ella.


Pedro se puso en pie, recogió sus papeles e hizo un montoncito ordenado con ellos en la mesa antes de contestar.


–Mi padre estaba ocupado celebrando lo que le parecía el trato perfecto, haberse librado de una esposa irritante. Contrató niñeras que nos cuidaran, pero ninguna pudo ocupar el lugar de nuestra madre. Aunque yo era pequeño, sospechaba que muchas habían sido elegidas por su aspecto más que por su habilidad para cuidar de un bebé confuso y asustado.


Fijó la vista a lo lejos.


–Fui yo el que cuidó de Pablo desde el principio. Era mi responsabilidad. Yo lo bañaba y le cambiaba los pañales. Le enseñé a nadar y a pescar. Le enseñé todo lo que sabía porque quería que fuera un niño normal. Y cuando llegó el momento, insistí en que fuera a un internado en Suiza porque lo quería lejos del estilo de vida libertino de mi padre. Por eso lo alenté a hacerse marinero, porque, cuando estás en el mar, no te dejas influir ni seducir por la riqueza. A tu alrededor solo hay mar, viento y naturaleza salvaje.


Y de pronto Paula comprendió mucho mejor a Pedro Alfonso, su necesidad de control y lo que antes le había parecido una actitud sobreprotectora hacia su hermano menor.


Y comprendió también por qué había amenazado con luchar por su hijo, por despiadado que pudiera parecer eso. Porque a Pedro no le gustaban las mujeres. ¿Y quién podía culparlo? Él no pensaba que las mujeres eran la parte que merecía quedarse al hijo en caso de separación. Él había visto una burla del llamado vínculo materno. Había luchado por proteger a su hermano y haría exactamente lo mismo por su hijo.


¿Pero habría sido tan mala su madre? ¿No corría el peligro de ver solo una versión de la historia?


–Quizá ella no habría podido hacer nada contra el poder de tu padre si hubiera intentado luchar por la custodia –aventuró.


–Al menos podría haberlo intentado –repuso él con voz helada–. O haber venido de visita. Haber escrito una carta, llamado por teléfono…


–¿No estaba deprimida? –preguntó ella a la desesperada, buscando algo, lo que fuera, para intentar entender qué podía haber motivado a una mujer a abandonar así a un bebé y a un hijo de diez años. Un niño que se había convertido en un hombre poderoso con un corazón de piedra.


–No, Paula, no estaba deprimida. O si lo estaba, lo ocultó bien con una serie interminable de fiestas. Le escribí una vez –dijo él–. Justo antes del quinto cumpleaños de Pablo. Hasta le envié una foto suya, jugando con un castillo de arena que habíamos hecho juntos en la playa de Assimenos. Quizá pensé que esa imagen le haría volver. Quizá mantenía todavía la ilusión de que en el fondo lo quería.


–¿Y?


–Y nada, Me devolvieron la carta sin abrir. Y un par de semanas después nos enteramos de que se había pinchado una dosis de heroína mayor de lo habitual –su voz vaciló un instante y, cuando volvió a hablar, estaba llena de desprecio–. La encontraron en el suelo del cuarto de baño con una jeringa en el brazo.


Paula se frotó las manos para intentar borrar así el frío que le cubría de pronto la piel.


–¡Pobre mujer! –musitó.


Pedro, recuperada ya la compostura, la miró con ojos tan fríos como el mar de invierno.


–¿La defiendes? ¿Defiendes lo indefendible? ¿Crees que todo el mundo tiene algún rasgo que lo redime? ¿O es porque se trata de un miembro de tu sexo?


–Solo intentaba verlo desde otra perspectiva, eso es todo –Paula respiró hondo–. Siento lo que os pasó a Pablo y a ti.


–Ahórratelo. No te lo he contado porque quisiera tu comprensión.


–¿No? ¿Y por qué me lo has contado?


Pedro se acercó a ella y Paula contuvo el aliento porque estaba lo bastante cerca para tocarla y porque su cuerpo poderoso trasmitía rabia.


–Para que reconozcas lo que es importante para mí –dijo él con voz ronca–. Y comprendas por qué nunca dejaré ir a mi hijo.


Ella lo miró y el corazón le latió con fuerza. Eso lo entendía, ¿pero dónde la dejaba aquello? 


¿Tenía que ser castigada por los pecados de su madre? ¿Sería siempre otra mujer a la que despreciar y mirar con recelo?


Apartó la vista de la distracción del hermoso rostro de él hasta las manos que apretaba con fuerza en su regazo. Miró el anillo de oro, colocado entre los diamantes del anillo de compromiso y pensó en lo que significaban esos anillos. Posesión, principalmente. Pero hasta el momento no había habido posesión física. Y sin embargo, a pesar de todo, lo deseaba. Quizá más que antes, porque lo que acababa de decirle le hacía parecer más humano. Había revelado la oscuridad de su alma y ella había llegado a entenderlo un poco mejor. ¿Eso no podría acercarlos un poco? ¿No podían intentarlo al menos?



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