sábado, 11 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 28





–¡Guau! Nunca he visto a una novia de rojo –exclamó Megan–. ¿Es una moda nueva?


Pero antes de que Paula tuviera ocasión de responder a la mujer que le había prestado el vestido en Lasia, su ya marido se le adelantó.


–Es una antigua costumbre griega –dijo Pedro con suavidad–. Tradicionalmente, la novia llevaba un velo rojo para espantar a los malos espíritus. Pero Paula le ha añadió un giro moderno poniéndose una corona de rosas rojas a juego con el vestido.


Paula alzó la vista hacia él e intentó no reaccionar cuando Pedro le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí como un novio amoroso y atento. Pensó con amargura hasta qué punto podían engañar las apariencias. 


Porque él no era un novio amoroso, sino un controlador despiadado que resplandecía de satisfacción porque una hora antes le había colocado una alianza de oro en el dedo. Había logrado lo que quería y ella era ahora su esposa, atrapada en un matrimonio no deseado que él estaba decidido a hacer durar.


Pedro acercó la boca a su oído y un escalofrío recorrió la columna de ella cuando el aliento de él le abanicó la piel.


–Ha sido muy inteligente por tu parte investigar así las costumbres griegas –murmuró–. ¿Soy yo el espíritu malvado al que intentas espantar?


–Por supuesto –ella sonrió ampliamente, porque había descubierto que podía guardar las apariencias tan bien como él. Podía interpretar el papel de novia ruborosa, solo tenía que practicar un poco. ¿Y por qué estropear el día con algo tan decepcionante como la verdad? ¿Por qué no dejar que la gente creyera lo que quisiera, la versión cuento de hadas de su historia, que la hija pobre de una actriz olvidada había cazado a uno de los solteros más cotizados del mundo?


En aquel momento, él acariciaba con el dedo la parte delantera del vestido de ella y se detuvo levemente en la curva del vientre, como si estuviera en su derecho de hacer eso. Y seguramente lo estaba. Porque ahora él movía los hilos, ¿no? Le había dado una tarjeta de crédito nueva y le había dicho que comprara lo que quisiera para transformarse en la mujer que iba a ser su esposa.


–Porque quiero que, a partir de ahora, parezcas mi esposa –le había dicho– y no una trabajadora de supermercado que lleva mi anillo.


El comentario la había molestado y había sentido tentaciones de llevar siempre su ropa más vieja, a ver qué le parecía a él. ¿Eso lo alentaría a librarse de ella y concederle la libertad que tanto anhelaba? Pero luego había pensado en su hijo y en que pronto sería madre. 


¿De verdad quería empujar un carrito por los lugares que frecuentaba Pedro vestida con ropa de una tienda de segunda mano? ¿Eso no destrozaría aún más su confianza en sí misma?


Pero lo que más la perturbaba era que, una vez que había empezado, le había resultado sorprendentemente fácil gastar el dinero de su multimillonario prometido. Quizá se parecía más a su madre de lo que pensaba. O quizá había olvidado el señuelo del dinero y cómo podía lograr que la gente hiciera cosas impredecibles. 


Durante su infancia, cuando tenían medios, el dinero había resbalado entre los dedos de su madre como si fuera arena y, a veces, si se sentía benévola, gastaba una parte en su única hija. Pero sus regalos habían sido un fracaso. 


Paula recibía vestidos adornados poco prácticos que la hacían destacar entre los monos vaqueros de las otras chicas. Había arruinado unos zapatos de ante frívolos en un charco y había usado lazos y cintas que le daban aire de otra época. Y, como represalia, casi se había convertido luego en un chicazo.


Pero se aficionó a la nueva tarjeta de crédito sin problemas, compró con entusiasmo para su inminente papel como esposa de Pedro y se permitió dejarse influir por la amable estilista que le habían asignado los grandes almacenes de lujo. Compró ropa elegida especialmente teniendo en cuenta el embarazo y compró también ropa interior nueva, zapatos y bolsos. 


¿Y acaso no disfrutaba de la sensación de seda y cachemira en la piel en lugar de las telas rasposas que llevaba antes? Se dijo que solo hacía lo que le habían ordenado, pero la mirada de especulación que le lanzó Pedro cuando su chófer entró en el apartamento de la City cargado de bolsas le había resultado… incómoda. Como si ella acabara de confirmarle algunos de sus peores prejuicios sobre las mujeres.


Pero el dinero era liberador. Le daba opciones que no existían antes en su vida y esa sensación de liberación recién adquirida la animó a comprar el vestido de seda escarlata y zapatos a juego, y disfrutó de la reacción de sorpresa de la estilista cuando le explicó que eran para su boda.


–Eres una especie de mujer escarlata, ¿verdad? –había bromeado la mujer.


Y ahora, en la recepción pequeña pero deslumbrante, Paula se dio cuenta de que Pedro la apartaba un poco para mirarla bien, con sus ardientes ojos revisando cada centímetro de la seda escarlata que se pegaba a las curvas de ella.


–Espectacular –murmuró–. Bastante espectacular.


Ella se sentía expuesta, casi desnuda, lo cual no había sido su intención en absoluto. También se sentía excitada, y eso probablemente era aún más peligroso. Levantó la barbilla con aire de desafío, intentando ahogar el deseo repentino que le calentaba la piel y le endurecía los pezones.


–Entonces, ¿te gusta mi vestido de novia? –preguntó.


–¿Cómo no me va a gustar? Habría sido poco apropiado que una novia que se nota que está embarazada llevara un blanco virginal –Pedro sonrió–. Y a pesar de tu elección poco convencional, con la que sospecho que querías provocarme, permíteme decir que eres una novia arrebatadora, Paula. Deslumbrante, joven e intensamente fecunda.


–Tomaré eso como un cumplido –murmuró ella, casi sin aliento.


–Es lo que pretende ser –él entrecerró los ojos–. ¿Cómo te sientes, esposa?




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