sábado, 13 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 11



Intentó concentrarse en Mateo. ¿Por qué iba a ir a verla a ella? ¿Y qué negocios tenía con Pedro? Lo único que tenían en común era que a ninguno de los dos le gustaba Horacio Blackstone.


—¿Qué negocio se trae exactamente con Mateo? —Pedro se quedó inmóvil—. ¿Tiene algo que ver con los diamantes de Blackstone Rose? —añadió Paula.


—¿Qué sabe de esos diamantes?


—Que hace un mes aparecieron de manera misteriosa en el bufete de los abogados de Horacio y que tuvieron que dárselos a los Chaves —de repente, ató cabos—. Usted los encontró. Y los devolvió.


—Yo no los encontré. Me los dieron para que los autentificase.


—¿Quién?


—Eso tendrá que preguntárselo a Mateo, son suyos.


—Ya le dije que no lo conozco. Estuvo presente en el funeral, pero no quiso saber nada de nosotros.


—Debería escoger mejor con quién confraterniza —comentó él—. ¿Acaso hay alguien en el mundo a quien no le caiga mal Horacio Blackstone?


—El enfrentamiento entre ambas familias no fue sólo culpa de Horacio, y lo sabe.


—Hábleme de ello.


—Todo el mundo lo sabe.


—Yo sé lo que he leído en los periódicos —dijo él sentándose en un tronco y dando un par de palmaditas a su lado—. Quiero oírlo de boca de alguien de la familia.


Ella se sentó, muy consciente del cuerpo de Pedro, grande y caliente, demasiado cerca de ella. Vio una gota de sudor en su frente y pensó que su espalda debía de estar empapada también. Lo que no entendía era por qué eso hacía que se le acelerase el pulso, en vez de tener el efecto contrario.


Se inclinó y tomó un puñado de arena blanca para dejarlo escapar entre los dedos. Desde la muerte de Horacio, la prensa había hablado mucho de la enemistad entre los Blackstone y los Chaves, y ella estaba cansada del asunto.


—Javier, mi abuelo, y Horacio eran amigos y se convirtieron en socios después de que Horacio se casase con mi tía Úrsula. Tío Oliver, el hermano de mi madre y de Úrsula, se quedó en Nueva Zelanda, al frente del negocio familiar. Entonces, el abuelo Javier se puso enfermo y renunció a todos sus derechos de explotación a favor de Horacion. Y, como es natural, Oliver no se lo tomó demasiado bien.


Por decirlo de alguna manera. Según su primo Javier, al hombre todavía le daba un ataque cada vez que oía hablar de Horacio Blackstone.


—Le disgustó sobre todo que Javier regalase el Corazón del interior de Australia a tía Úrsula.


La joya formaba parte de la historia del país, pero como muchos otros diamantes excepcionales, también era conocido por traer mala suerte a su dueño.


—Horacio lo hizo cortar y engarzar en un fabuloso collar llamado Blackstone Rose.


—Eso, para echar sal en la herida de Chaves —murmuró Pedro.


Ella asintió.


—Pero después del secuestro de James, el primer hijo de Horacio, tía Úrsula se deprimió. Para animarla, el tío Horacio dio una fiesta para celebrar su treinta cumpleaños por todo lo alto. Asistió hasta el primer ministro —Paula sonrió al recordar cómo describía su madre los vestidos, la decoración—, pero terminó en lágrimas.


—Fue la noche que robaron el collar —comentó Pedro.


Todo el mundo tenía su teoría. Algunos pensaban que había sido un intento de chantaje fallido. Y seguro que Pedro pensaba que Horacio había escondido el collar para cobrar el dinero del seguro.


—Horacio acusó a Oliver y las cosas se pusieron muy feas —continuó Paula—. Oliver denunció a sus hermanas y les dijo que, para él, era como si estuvieran muertas… mientras tuvieran algo que ver con un Blackstone —terminó la frase señalándolo con un dedo, imitando a su tío Oliver.


Él sonrió. Le sonrió de verdad, y Paula sintió que se derretía por dentro.


—Pero se ha saltado una parte —la reprendió él.


—¿El qué? Ah, bueno, supongo que sabe que la pobre tía Úrsula se cayó a la piscina…


—Después de haber bebido demasiado.


Paula se llevó un dedo a los labios.


—Nunca hablamos de ello —susurró de manera dramática—. Durante la pelea, Horacio también acusó a Oliver de haber organizado el secuestro del pequeño James.


Por desgracia, aquella acusación sería lo que nunca olvidaría Oliver. Su esposa, Katherine, y él no podían tener hijos. Javier y Mateo eran adoptados.


—¡Qué majo!


—Había perdido a un hijo —le recordó Paula—. Y aunque supongo que ha oído decir que le gustaban mucho las mujeres, mi madre siempre decía que quiso mucho a la tía Úrsula. No debió de ser divertido verla luchar contra la depresión.


Pedro no parecía impresionado, ni conmovido. Su choque con Horacio debía de haber sido espectacular.


Paula suspiró.


—No lo entiendo, Pedro—dijo Paula, tuteándolo por primera vez—. Mateo tiene derecho a estar enfadado, en especial después de lo ocurrido durante los últimos meses. Pero no entiendo por qué tú sigues odiándolo después de tanto tiempo.


—La curiosidad mató al gato —respondió él en tono frío.


—Creo que tu odio por Horacio raya en la obsesión.


—¿Sí? —dijo él, arqueando una ceja con cinismo.


—Es demasiado personal. ¿Qué te hizo? ¿Te quitó a una mujer?


Él rió.

—¿Son celos profesionales? ¿Te ganó en el negocio de tu vida? —insistió ella.


—Horacio Blackstone nunca me ganó en nada.


—Tal vez hayas oído las historias que se cuentan y hayas decidido que eres el hijo perdido de Horacio —bromeó Paula, a pesar de saber que era una broma macabra.


Su tío siempre había pensado que James, su primer hijo, aparecería algún día en la puerta de la casa. La investigación nunca se había cerrado y debió de dar un giro importante justo antes de su muerte, porque Horacio cambió el testamento. El nuevo perjudicaba a Kimberley y favorecía a su hijo mayor, James, si éste aparecía en un periodo de seis meses después de su muerte.


A la prensa le había encantado aquel nuevo episodio en la siempre emocionante saga de la familia Blackstone y se habían barajado varios candidatos, entre ellos, Javier Chaves, el hermano de Mateo.


—Veamos —continuó—, debes de tener más o menos su edad, unos treinta y cinco años. Y he oído que creciste en un hogar de acogida.


Él se puso tenso y la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada.


Pedro no dio señal de estar de acuerdo o en desacuerdo, pero algo la llevó a añadir:
—¿Qué pasó? ¿Fuiste a verlo con tu teoría y él se rió de ti y te echó de la habitación?


Pedro se quedó inmóvil un momento, luego puso una mano al lado de su pierna y se levantó, cerniéndose sobre ella. Olía a sudor, a jabón y a deseo. Colocó la otra mano al otro lado.


Estaba atrapada.


Lo vio bajar el rostro hacia el suyo.


—Estás equivocada, Paula —le dijo él en tono suave, mientras le lanzaba una mirada de advertencia y de deseo al mismo tiempo.


Paula pensó que había ido demasiado lejos con aquella estúpida broma.


—No soy el hijo perdido de Horacio —murmuró Pedro, acercándose todavía más—. Porque si lo fuera, jamás haría lo que voy a hacer.


Paula supo qué era lo que iba a hacer. Lo vio venir y no pudo moverse. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás y clavar las uñas en el tronco para agarrarse. Hasta que él cruzó el último milímetro que los separaba, el punto de no retorno.


Si hubiese estado de pie, se le habrían doblado las rodillas con el primer roce de sus labios. Se miraron a los ojos hasta que Pedro empezó a jugar con sus labios, con su lengua. La besó con firmeza, sin tocar ninguna otra parte de su cuerpo, pero invadiendo todos sus sentidos. Y Paula pensó que aquélla era la primera vez que la besaban de verdad en toda su vida.


Ella no habría podido parar aquel beso, pero fue Pedro quien se separó de repente y la dejó allí sentada, sin aliento.


—¿Te ha parecido el beso de un primo, Paula? —le preguntó sin dejar de mirarla.


Ella todavía estaba intentando recuperar el sentido común y la dignidad cuando lo vio marcharse corriendo.


Notó que le dolía el dedo corazón y se lo llevó a la boca para intentar sacarse la astilla que se le había clavado.


Se sentía completamente perdida.





UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 10




Poco antes de las seis de la mañana, una hora infame para ella, Paula salió de la casa a contemplar el amanecer sobre la playa. La marea estaba alta y la temperatura debía de rondar los veinte grados. Bostezó y fue dando traspiés entre los árboles que bordeaban la playa, luego se quitó las sandalias y probó el agua.


Durante toda la noche, no había podido dejar de darle vueltas a la respuesta física de su cuerpo hacia Pedro en el taller.


Aquel hombre no era su amigo. Además, ya tenía una mujer, una mujer especial, a juzgar por el valor del regalo que iba a hacerle. ¿Pero por qué tenía que ser tan impresionante? ¿Cómo iba a vivir bajo el mismo techo que él durante las tres siguientes semanas sin sucumbir a sus encantos?


Sabía cómo. Sólo tenía que acordarse de Nick… de la humillación.


El agua se le metió entre los dedos de los pies, estaba fría y le recordó a un frío día de invierno dos años antes. Nico casi había terminado con ella.


Tenía que habérselo imaginado; con veinticinco años, no era ninguna novata. Nico la había agasajado, le había hecho perder la cabeza en un espacio de tiempo relativamente corto. Le había prometido amor y matrimonio, y para siempre. Ya pesar de que ella siempre había vivido en una pecera para evitar a los medios de Sidney, había confiado en él.


Hasta el día en que había salido de casa para ir a probarse el vestido de novia y se había encontrado con diez periodistas esperándola en la puerta, bajo la lluvia. A partir de aquel día, había empezado a odiar los paraguas grandes y negros. Le recordaban a los buitres esperando a que alguien muriese.


Los periodistas conocían muchos detalles de la boda. Mientras ella se había quedado en casa preparando, tan contenta, su boda, Nico se había dedicado a entretener a una conocida actriz de culebrones en un callejón, cerca de un club nocturno. Las fotografías eran pornográficas. Cuando le había pedido explicaciones, el muy canalla, borracho, había acusado a Paula de haberle mentido acerca de su posición en la familia Blackstone. A pesar de que ella se lo había repetido en numerosas ocasiones, hasta entonces no se había dado cuenta de que no era la heredera de la fortuna, sino que no tenía dinero.


Horacio había ido a rescatarla, como había hecho con su madre años antes. Y Paula había deseado desaparecer. Un par de meses recorriendo Asia habían reducido su dolor, pero también habían hecho que su madre se preocupase mucho por ella. Cansada del constante escrutinio de la prensa, se había negado a volver a Sidney, y Horacio la había apoyado para que abriese su negocio allí, en Port, donde nadie la conocía ni les interesaba que fuese Paula Chaves, de la familia Blackstone.


El amanecer era precioso y le recordó por qué le encantaba aquel lugar. Se llenó los pulmones con el aire del mar y se dijo que tenía que resistirse a Pedro, porque si no lo hacía, le haría todavía más daño que Nico. Y aquello le estropearía aquel maravilloso lugar para siempre.


Se sintió más fuerte, decidida a terminar el trabajo lo antes posible y acabar con la tentación, pero el corazón le dio un vuelco al ver una figura vestida con pantalones cortos de color azul y una camiseta negra sin mangas que corría hacia ella. Se le había olvidado que le gustaba correr temprano por las mañanas, antes de que el calor y la humedad se volviesen insoportables.


Pedro redujo la velocidad al verla.


—¿Demasiado calor para dormir?


Paula creyó verlo sonreír con ironía. Era evidente que se acordaba de cuál había sido su reacción ante él la noche anterior, y que quería que ella se diese cuenta de que lo sabía.


—Ánimo —dijo ella con educación mientras caminaba de vuelta hacia los árboles.


Pero Pedro empezó a trotar marcha atrás, delante de ella.


—¿Sabías que Mateo Alfonso va a venir dentro de un par de días?


—No, no lo sabía —contestó ella, sorprendida por la pregunta.


No lo conocía en persona. Lo había visto en el funeral de Horacio, pero él había guardado las distancias con toda la familia. Paula había pretendido presentarse pero, al final, y dadas las circunstancias, había preferido presentar un frente unido junto a la familia del hombre que la había criado.


Había visto al hermano de Mateo, Javier, un par de veces y le había caído muy bien. Pero era comprensible que Mateo estuviese disgustado por la presencia de Marise en el avión accidentado y su inclusión en el testamento del magnate. En especial, dado que la prensa había dudado de que él fuese el padre de Benito, su hijo y de Marise.


—¿Cómo lo sabe?


—Porque me llamó anoche.


—¿Lo llamó? —preguntó ella frunciendo el ceño.


Pedro dejó de correr y se agachó a atarse bien los cordones de las zapatillas.


—Los dos nos dedicamos a comerciar con piedras preciosas. No es tan raro, ¿no?


Paula lo miró con curiosidad.


—Le comenté que estaba aquí y me dijo que él también iba a venir. Di por hecho, dado que es su prima, que venía a verla a usted.


Ella negó con la cabeza.


—Jamás vendría hasta aquí a verme.


Pedro se apoyó en un tronco para estirar el músculo de la pantorrilla y Paula no pudo evitar fijarse en el vello oscuro que cubría sus fuertes piernas.






viernes, 12 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 9




Pedro echó la cabeza hacia atrás y observó las potentes luces del techo.


—Contrólate —murmuró.


Se preguntó si Paula se habría dado cuenta de que estaba excitado. Él sí había notado que ella lo estaba. Era increíble la sexualidad que flotaba en el ambiente cuando los dos estaban en la misma habitación.


Lo que le había quedado claro era que, a pesar de su insolencia, la chica estaba interesada en él.


Aquello daba una nueva dimensión a la situación. No la había tocado, pero sabía que eran compatibles sexualmente.


Interesante… Miró el plato de comida vacío y recordó por qué había ido allí. Se había cansado de estar solo, de comer solo, algo raro, porque solía comer siempre solo. De hecho, lo prefería. 


Su vida era una incansable noria de cenas en restaurantes de lujo y aviones privados.


Pero su piso de Sidney era un lugar ordenado y tranquilo. Para él, comerse un sándwich de queso frente al ventanal que daba a la ciudad más bella del mundo, era mucho mejor que cualquier comida de doscientos dólares en un restaurante.


Eso debía de ser debido a que, de niño, la hora de comer siempre había sido un momento caótico en su casa.


Había crecido con unos padres que lo querían, pero que eran muy excéntricos y que habían llenado su enorme casa de Sidney de niños de acogida. De pequeño, Pedro había tenido que compartirlo todo: el amor de sus padres, su habitación, sus juguetes, incluso a su esposa, que se había ido a vivir con ellos mientras estaba en la universidad. Estudiaba para convertirse en asistente social y le encantaba ayudar a los chicos. Pedro tuvo que compartirla hasta el día de su muerte. Un tumor cerebral se la había llevado con tan sólo veintiséis años.


En esos momentos, no compartía mucho con nadie, pero, aun así, adoraba a sus padres. Lo único que le molestaba era que no dejasen de preguntarle cuándo les iba a dar nietos. Su respuesta siempre había sido la misma:


—De niño aprendí que hay demasiados niños no deseados en el mundo.


Tomó la caja con el diamante y se la llevó a su habitación para guardarla. Luego recogió el plato vacío y la comida que le había llevado para almorzar. Le sonó el teléfono mientras bajaba las escaleras. Era Mateo Alfonso, que lo llamaba desde Nueva Zelanda.


Ya lo conocía de antes, dado que ambos eran accionistas en varias empresas, entre otras, Blackstone Diamonds.


—¿Podemos vernos la semana que viene? —le preguntó Mateo—. Entre otras cosas, quería agradecerte que hayas traído los diamantes rosas de vuelta a casa.


El mes anterior, Pedro había autentificado cuatro diamantes rosas para la ex cuñada de Mateo, Briana Davenport, una supermodelo de Melbourne. Briana los había encontrado en la caja fuerte de su piso después de la muerte de su hermana Marise en el accidente de avión. A Pedro le había sorprendido que perteneciesen al collar Blackstone Rose, que le habían robado a Horacio casi tres décadas antes. Y le había dicho a Briana que tenía que devolvérselos a su verdadero dueño. Ella se los había enviado a los abogados de Horacio Blackstone.


Todo el mundo sabía que Horacio había cambiado su testamento poco antes del accidente para dejarle su colección de joyas a Marise. Pedro no sabía si aquel collar robado estaría incluido en la colección, ya que seguía figurando como robado. En cualquier caso, había pensado que aquello sería lo mejor para Briana, su cliente.


Después de deliberarlo, los abogados habían declarado que Blackstone Rose estaba incluido en la colección de joyas. Y dado que Marise no había cambiado su testamento antes del accidente, los diamantes rosas pertenecían en esos momentos a Mateo Chaves.


—Estaré de vacaciones en Port Douglas durante las dos próximas semanas —le dijo Pedro por teléfono.


—¿Bromeas? Yo iré para allá dentro de un par de días. Nos vemos allí, entonces, si te parece bien.


Pedro se preguntó si Mateo iba a ir a Port Douglas a ver a Paula. Eran primos, pero según había oído, la división entre los Blackstone y los Chaves incluía a Paula y a su madre, Sonya.


—Mientras tanto —continuó Mateo—, me gustaría que corrieses la voz de que quiero comprar el quinto diamante de Blackstone Rose, el grande, sin hacer preguntas y a cualquier precio.


Pedro colgó el teléfono y pensó que toda su existencia, tanto personal como profesional, parecía estar relacionada de alguna manera con las familias Blackstone y Chaves. Primero había sido Mateo y los diamantes rosas, después la cohabitación forzada con Paula Chaves. Volvió a estremecerse al recordar el deseo que había visto en sus ojos unos minutos antes, al oír que se le ponía la voz ronca. Sabía que aquella noche iba a pasarla solo, soñando con su enigmático rostro y con su ágil cuerpo.


Decidió que haría suya a Paula Chaves. Le ayudaría a pasar el tiempo en aquella sauna antes de volver a la civilización.


Sonrió y se metió entre las sábanas y pensó que acostarse con la protegida de Horacio Blackstone sería como darle a éste una patada en las narices, estuviese vivo o muerto. Y era la segunda vez que se vengaba de él en ese mes. 


El viejo Horacio debía de haberse retorcido en su tumba cuando los diamantes de Blackstone Rose volvieron a manos de los Chaves.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 8



Al día siguiente y por acuerdo tácito, Paula y Pedro se evitaron. Ella tenía que precisar el diseño, pero, cada vez que miraba el diamante, cambiaba de idea. Levantó la piedra y la miró al trasluz, y deseó haberla visto en bruto, antes de ser tallada.


Había docenas de borradores por el suelo, pero, por el momento, lo único que sabía era que quería engarzar el diamante en platino, cuyo color se complementaba a la perfección con los tonos rosas y amarillos de la piedra. Además, quería que el diamante fuese la estrella, no el engarce.


Después de varias horas sin tomar ninguna decisión, tomó el diamante en la mano y se sentó en el suelo con él.


En ese momento entró Pedro, con una bandeja en una mano y varios utensilios y una copa de vino en la otra. La miró con incredulidad por un momento y luego dejó todo lo que llevaba encima de la mesa. Paula apoyó la espalda en la pata de la mesa y, de repente, se preguntó cómo estaría su pelo. ¿Se había duchado esa mañana…?


Lo miró y se dijo que era muy atractivo. Llevaba unos pantalones chinos negros y un polo de color claro que acentuaba la anchura de sus hombros y los músculos de sus brazos. Calzaba unos náuticos sin calcetines y llevaba un Rolex de platino en la muñeca.


—¿Qué está haciendo? —le preguntó él.


—Pensar. ¿Qué le había parecido?


Él señaló con un gesto la bandeja que había llevado.


—Coma.


—¿Qué hora es? —preguntó, levantando la cabeza para mirar por la ventana. Estaba oscuro. ¿Adónde había ido el día?


—Las ocho —contestó él, frunciendo el ceño al ver que no había tocado la comida que le había llevado al medio día.


Sin soltar el diamante, Paula descruzó las piernas y se puso en pie, atraída por el olor a comida, que le recordó que casi no había probado bocado en todo el día. Dejó el diamante en su sitio y tomó primero la copa de vino.


—¿Qué tal va?


Era un vino suave. Tragó y abrió la boca para contestar, pero un bostezo la sorprendió.


—Bien.


Pero no era cierto. Se estaba volviendo loca. La inspiración siempre tardaba en llegar. Podía pasarse horas o días dándole vueltas a una idea. Y la originalidad era primordial.


—¿Hasta qué hora trabajaste anoche?


Ella se encogió de hombros, recordando la discusión de la noche anterior. Habría preferido que Pedro la dejase sola con sus pensamientos y su comida.


—Se tolera comer y dormir de manera ocasional —lo oyó decir.


Paula no supo si había querido hacer un chiste. 


Se acercó a la comida; de repente, estaba hambrienta.


—Gracias.


—¿Tiene algún problema con el engarce? —preguntó Pedro, agachándose a coger uno de los borradores que estaba en el suelo, hecho una pelota.


—No —contestó ella tomando el tenedor y pinchando un trozo de brócoli—. Todavía no lo he concretado, pero no se preocupe, lo haré.


Pedro tiró el papel a la papelera. Luego fue hacia el caballete y ladeó la cabeza para estudiar su último borrador.


—¿Le han sido de ayuda los gráficos que le proporcioné?


Paula negó con la cabeza y cortó el cordero, que estaba muy tierno y tenía una salsa que sabía a pimientos. La informática estaba muy bien para aprender, pero la mayoría de los diseñadores que ella conocía preferían trabajar con un estilo libre.


Pedro se acercó al escritorio en el que estaba ella y puso la mano encima de su carpeta de trabajos.


—¿Puedo?


Paula se quedó inmóvil. Todavía recordaba los comentarios que había hecho en el pasado acerca de su trabajo. No obstante, allí estaba, en una lujosa casa, siendo agasajada, esperando a que le pagasen una enorme suma de dinero y, todo, por el privilegio de trabajar con un diamante increíble.


Se encogió de hombros. Pensase lo que pensase aquel hombre de su trabajo, ya le había hecho un cumplido contratándola. Pedro Alfonso, el gran experto en gemas australianas, había querido que ella diseñase una joya.


Lo vio encender la lámpara y pasar las páginas. 


Estudió cada una de ellas detenidamente. Y ella lo observó mientras comía.


La camisa se le pegaba al pecho e insinuaba unos abdominales impresionantes. Una fina capa de vello oscuro cubría sus antebrazos. Y estaban empezando a salirle canas en las patillas. Debía de tener unos treinta y cinco años, y seguro que hacía mucho deporte para mantenerse tan en forma.


Apartó la mirada antes de que él se diese cuenta y, de repente, sintió calor. Pedro era demasiado grande para aquella habitación, y demasiado atractivo.


De pronto, lo vio clavar sus profundos ojos marrones en ella.


—Son buenos.


Paula no se había dado cuenta hasta entonces de que estaba conteniendo la respiración.


—Ah, gracias.


—Ha mejorado… y madurado.


«Tampoco te pases con los halagos, colega», pensó ella.


—Gracias.


—Tal vez escogió mal la pieza del concurso.


—Pues creo que fue el único en pensarlo —dijo ella, aunque sabía que era mentira; nunca se había sentido satisfecha con su trabajo.


—Ahora, esto…


Pasó varias páginas y señaló una con el dedo. 


Paula se levantó y se puso a su lado. Olía a limpio y a hombre, y ella sentía placer al estar tan cerca de él. De repente, ya no estaba cansada.


Miró lo que le señalaba.


—¡Las Keishi!


Era uno de sus primeros trabajos y seguía siendo su favorito.


Las perlas Keishi de diecinueve milímetros y color champán estaban engarzadas en oro blanco y se intercalaban con rosas de oro, cada una de ellas con un pequeño zafiro redondo en el medio.


—Con ésta habrías ganado el premio, sólo por su color y brillo.


—Yo quise presentarla, pero me dijeron que no tenía el suficiente valor.


Pedro la miró a los ojos y se le detuvo el corazón.


Paula sintió calor y no pudo apartar la mirada. 


Estaba tan cerca que podía ver las líneas que surcaban la parte exterior de sus ojos y la cicatriz de la boca, y deseó pasar un dedo por ella, para ver si era tan suave como parecía. Sus ojos eran oscuros y la miraban con perplejidad. 


Entonces, bajó a la boca.


—Confíe siempre en su instinto —dijo él.


Si hubiese sabido lo que le decía su instinto en ese momento… Lo tenía tan cerca que podía sentir su aliento en la cara. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Aquel hombre era como un imán. Entonces, Paula pensó que tenía la nuca húmeda, y los rizos, que se había peinado al menos diez horas antes, enmarañados.


¿Diez horas antes? Retrocedió corriendo, pensando en lo despeinada que debía de estar. 


Seguro que tenía brócoli entre los dientes, y no se había duchado esa mañana…


Y tenía su orgullo. Ni siquiera sabía por qué le gustaba aquel hombre, pero si se planteaba sucumbir a la intensa atracción que sentía por él, al menos debía hacerlo estando limpia y oliendo bien.


—Creo que me voy a la cama —dijo con voz ronca.


—Sólo son las ocho.


Ella se pasó la lengua por los dientes.


—Ha sido un día muy largo.


Pedro asintió y posó la vista en su pecho lo suficiente como para que Paula tuviese que aceptar lo que ya sabía, que se le habían endurecido los pezones y él se había dado cuenta.


—Puede llevarse el diamante a dormir —le dijo ella sin bajar la vista. Y se sintió torpe.


Pedro hizo una mueca.


Ella se ruborizó. Seguro que la mujer a la que iba a regalarle el diamante era mucho más sofisticada que ella, seguro que nunca se despeinaba.


—Parece que tiene calor —comentó él en tono divertido.


—Debería bajar el aire acondicionado. Hace mucho calor aquí, a causa de las luces —dijo ella después de aclararse la garganta—. Buenas noches.


Y se marchó antes de que a él le diese tiempo a responder.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 7




—¡Estupendo!


Paula dio un portazo y subió las escaleras murmurando entre dientes.


Era cierto que Horacio Blackstone no había sido un santo, pero gracias a él su madre y ella habían vivido muy bien. Por eso Sonya y Paula eran de las pocas personas que habían llorado su pérdida.


Abrió la puerta del taller y la cerró con otro portazo.


Sonya había ido a vivir con Horacio y su hermana, Úrsula, a la edad de doce años. 


Úrsula se había deprimido cuando habían raptado a su hijo recién nacido y se había quitado la vida. Había sido imposible consolar a Horacio, así que Sonya se había quedado a vivir con él para cuidar de sus sobrinos Kimberley y Ramiro. Cuando ella se había quedado embarazada, Horacio la había convencido para que se quedase con su hija y la criase con todas las comodidades que tenían sus propios hijos. 


Horacio le había pagado los estudios a Paula y, a lo largo de los años, habían ido forjando un vínculo de cariño que la había llevado a pensar que, a veces, parecía llevarse mejor con ella que con sus propios hijos.


Pensó que la gente no conocía al verdadero Horacio. Tenía muchos defectos, pero Sonya y ella habían conocido una parte de él que no dejaba entrever a casi nadie. Y siempre le estarían agradecidas.