viernes, 12 de abril de 2019
UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 8
Al día siguiente y por acuerdo tácito, Paula y Pedro se evitaron. Ella tenía que precisar el diseño, pero, cada vez que miraba el diamante, cambiaba de idea. Levantó la piedra y la miró al trasluz, y deseó haberla visto en bruto, antes de ser tallada.
Había docenas de borradores por el suelo, pero, por el momento, lo único que sabía era que quería engarzar el diamante en platino, cuyo color se complementaba a la perfección con los tonos rosas y amarillos de la piedra. Además, quería que el diamante fuese la estrella, no el engarce.
Después de varias horas sin tomar ninguna decisión, tomó el diamante en la mano y se sentó en el suelo con él.
En ese momento entró Pedro, con una bandeja en una mano y varios utensilios y una copa de vino en la otra. La miró con incredulidad por un momento y luego dejó todo lo que llevaba encima de la mesa. Paula apoyó la espalda en la pata de la mesa y, de repente, se preguntó cómo estaría su pelo. ¿Se había duchado esa mañana…?
Lo miró y se dijo que era muy atractivo. Llevaba unos pantalones chinos negros y un polo de color claro que acentuaba la anchura de sus hombros y los músculos de sus brazos. Calzaba unos náuticos sin calcetines y llevaba un Rolex de platino en la muñeca.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó él.
—Pensar. ¿Qué le había parecido?
Él señaló con un gesto la bandeja que había llevado.
—Coma.
—¿Qué hora es? —preguntó, levantando la cabeza para mirar por la ventana. Estaba oscuro. ¿Adónde había ido el día?
—Las ocho —contestó él, frunciendo el ceño al ver que no había tocado la comida que le había llevado al medio día.
Sin soltar el diamante, Paula descruzó las piernas y se puso en pie, atraída por el olor a comida, que le recordó que casi no había probado bocado en todo el día. Dejó el diamante en su sitio y tomó primero la copa de vino.
—¿Qué tal va?
Era un vino suave. Tragó y abrió la boca para contestar, pero un bostezo la sorprendió.
—Bien.
Pero no era cierto. Se estaba volviendo loca. La inspiración siempre tardaba en llegar. Podía pasarse horas o días dándole vueltas a una idea. Y la originalidad era primordial.
—¿Hasta qué hora trabajaste anoche?
Ella se encogió de hombros, recordando la discusión de la noche anterior. Habría preferido que Pedro la dejase sola con sus pensamientos y su comida.
—Se tolera comer y dormir de manera ocasional —lo oyó decir.
Paula no supo si había querido hacer un chiste.
Se acercó a la comida; de repente, estaba hambrienta.
—Gracias.
—¿Tiene algún problema con el engarce? —preguntó Pedro, agachándose a coger uno de los borradores que estaba en el suelo, hecho una pelota.
—No —contestó ella tomando el tenedor y pinchando un trozo de brócoli—. Todavía no lo he concretado, pero no se preocupe, lo haré.
Pedro tiró el papel a la papelera. Luego fue hacia el caballete y ladeó la cabeza para estudiar su último borrador.
—¿Le han sido de ayuda los gráficos que le proporcioné?
Paula negó con la cabeza y cortó el cordero, que estaba muy tierno y tenía una salsa que sabía a pimientos. La informática estaba muy bien para aprender, pero la mayoría de los diseñadores que ella conocía preferían trabajar con un estilo libre.
Pedro se acercó al escritorio en el que estaba ella y puso la mano encima de su carpeta de trabajos.
—¿Puedo?
Paula se quedó inmóvil. Todavía recordaba los comentarios que había hecho en el pasado acerca de su trabajo. No obstante, allí estaba, en una lujosa casa, siendo agasajada, esperando a que le pagasen una enorme suma de dinero y, todo, por el privilegio de trabajar con un diamante increíble.
Se encogió de hombros. Pensase lo que pensase aquel hombre de su trabajo, ya le había hecho un cumplido contratándola. Pedro Alfonso, el gran experto en gemas australianas, había querido que ella diseñase una joya.
Lo vio encender la lámpara y pasar las páginas.
Estudió cada una de ellas detenidamente. Y ella lo observó mientras comía.
La camisa se le pegaba al pecho e insinuaba unos abdominales impresionantes. Una fina capa de vello oscuro cubría sus antebrazos. Y estaban empezando a salirle canas en las patillas. Debía de tener unos treinta y cinco años, y seguro que hacía mucho deporte para mantenerse tan en forma.
Apartó la mirada antes de que él se diese cuenta y, de repente, sintió calor. Pedro era demasiado grande para aquella habitación, y demasiado atractivo.
De pronto, lo vio clavar sus profundos ojos marrones en ella.
—Son buenos.
Paula no se había dado cuenta hasta entonces de que estaba conteniendo la respiración.
—Ah, gracias.
—Ha mejorado… y madurado.
«Tampoco te pases con los halagos, colega», pensó ella.
—Gracias.
—Tal vez escogió mal la pieza del concurso.
—Pues creo que fue el único en pensarlo —dijo ella, aunque sabía que era mentira; nunca se había sentido satisfecha con su trabajo.
—Ahora, esto…
Pasó varias páginas y señaló una con el dedo.
Paula se levantó y se puso a su lado. Olía a limpio y a hombre, y ella sentía placer al estar tan cerca de él. De repente, ya no estaba cansada.
Miró lo que le señalaba.
—¡Las Keishi!
Era uno de sus primeros trabajos y seguía siendo su favorito.
Las perlas Keishi de diecinueve milímetros y color champán estaban engarzadas en oro blanco y se intercalaban con rosas de oro, cada una de ellas con un pequeño zafiro redondo en el medio.
—Con ésta habrías ganado el premio, sólo por su color y brillo.
—Yo quise presentarla, pero me dijeron que no tenía el suficiente valor.
Pedro la miró a los ojos y se le detuvo el corazón.
Paula sintió calor y no pudo apartar la mirada.
Estaba tan cerca que podía ver las líneas que surcaban la parte exterior de sus ojos y la cicatriz de la boca, y deseó pasar un dedo por ella, para ver si era tan suave como parecía. Sus ojos eran oscuros y la miraban con perplejidad.
Entonces, bajó a la boca.
—Confíe siempre en su instinto —dijo él.
Si hubiese sabido lo que le decía su instinto en ese momento… Lo tenía tan cerca que podía sentir su aliento en la cara. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Aquel hombre era como un imán. Entonces, Paula pensó que tenía la nuca húmeda, y los rizos, que se había peinado al menos diez horas antes, enmarañados.
¿Diez horas antes? Retrocedió corriendo, pensando en lo despeinada que debía de estar.
Seguro que tenía brócoli entre los dientes, y no se había duchado esa mañana…
Y tenía su orgullo. Ni siquiera sabía por qué le gustaba aquel hombre, pero si se planteaba sucumbir a la intensa atracción que sentía por él, al menos debía hacerlo estando limpia y oliendo bien.
—Creo que me voy a la cama —dijo con voz ronca.
—Sólo son las ocho.
Ella se pasó la lengua por los dientes.
—Ha sido un día muy largo.
Pedro asintió y posó la vista en su pecho lo suficiente como para que Paula tuviese que aceptar lo que ya sabía, que se le habían endurecido los pezones y él se había dado cuenta.
—Puede llevarse el diamante a dormir —le dijo ella sin bajar la vista. Y se sintió torpe.
Pedro hizo una mueca.
Ella se ruborizó. Seguro que la mujer a la que iba a regalarle el diamante era mucho más sofisticada que ella, seguro que nunca se despeinaba.
—Parece que tiene calor —comentó él en tono divertido.
—Debería bajar el aire acondicionado. Hace mucho calor aquí, a causa de las luces —dijo ella después de aclararse la garganta—. Buenas noches.
Y se marchó antes de que a él le diese tiempo a responder.
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