Pedro dejó el lápiz en el portalápices y se frotó los ojos. Eran las diez de la noche. Sólo había comido un bocadillo a mediodía que le había traído su secretaria y volvía a tener hambre, pero no le apetecía más comida rápida y la tienda ya debía de haber cerrado. Además, los detalles de aquel caso, especialmente el informe médico, le habían revuelto el estómago. El niño estaba ya en un hogar de acogida y Pedro pensaba que eso sería mejor, sobre todo si no tenía un hermano con el que planear una fuga.
Aquel día se había seleccionado al jurado para el caso de la señora Stapleton, que había sido acusada de agresión y negligencia. Aquello había ido demasiado lejos antes de que nadie se diera cuenta. Había muchas evidencias, pero se preguntaba lo que la niña no le habría contado al psicólogo asignado al caso, cuánto habría dejado fuera.
—El lunes —pensó en voz alta. El lunes empezaría el caso y le haría saber al jurado lo que sintió aquella niña.
Ya casi ni merecía la pena volver a casa a dormir a medianoche para volver a la oficina tan temprano. Tal vez pudiera llamar a Paula para que le llevara ropa para cambiarse y el cepillo de dientes. Ella tenía una llave de su casa.
Puso una mano en el teléfono y después la apartó. Era tarde y no quería que ella cruzase toda la ciudad sola por la noche. Él se ofrecería a pagarle un taxi, ella aceptaría y después tomaría el metro para ahorrar unos cuantos dólares. Y no quería que hiciera eso.
Una pena, porque si ella quisiera ir y hacerle compañía un rato, sería muy agradable. Podría decirle que se trajera un libro para leer en el sillón mientras él trabajaba. Podría incluso traerse el pijama si quería.
En la cara de Pedro se dibujó una mueca y su cuerpo se caldeó con sólo pensarlo. No, no podía hacer eso. Así no podría trabajar nada.
Incluso si lograba contenerse de saltar en el sillón y tomarla en sus brazos y acariciarle todo el cuerpo, no sería capaz de concentrarse en su trabajo pensando en ello. Y todo eso mientras ella seguía pasando páginas como si nada, levantando la mirada del libro y sonriéndole cada poco rato.
Imposible. No necesitaba que fuera allí. Podía trabajar unas cuantas horas más, ir a casa a dormir un poco, cambiarse y volver. Y tampoco necesitaba compañía. Jeffers estaba por allí, en algún sitio, trabajando también en el caso Stapleton. Pedro era el fiscal del caso puesto que había pasado más tiempo con los testigos.
Quería saberlo todo y se había puesto como meta que la señora Stapleton pasara mucho tiempo a la sombra.
—Pedro —dijo una voz—. Soy tu conciencia.
Pedro se quedó asombrado un momento.
Después se dio cuenta de que la voz de su conciencia se parecía un montón a la de Jeffers.
Apretó el botón del intercomunicador y respondió:
—¿Sí?
—Vete a casa —dijo Jeffers desde su despacho.
—Aún tengo que...
—Te he dicho que te vayas a casa. Éste es un caso terrible, pero no puedes hacerte el héroe. Prefiero tener a alguien consciente trabajando en ello. No protestes y márchate.
Pedro no se molestó en responder. Sacó el maletín de debajo de su mesa y empezó a preparar ordenadamente las cosas que tenía que llevarse a casa. Cuando hubo acabado, se puso de pie.
En esa posición, podía ver sus zapatos.
Recordaba la impresión que había sufrido al ver la etiqueta del precio. Acababa de conseguir un nuevo trabajo, así que se los podía permitir, pero no estaba acostumbrado a pagar tal cantidad de dinero por algo que iba a llevar puesto. Por eso los cuidaba mucho y los llevaba a un zapatero a que los abrillantase, aunque hubiera podido comprarse unos nuevos en cualquier momento.
Vio que tenían unas pequeñas manchitas en la punta, así que se quitó la corbata de seda azul, a punto estuvo de estrangularse en el proceso, y les sacó brillo con ella. Cuando acabó, tiró la corbata a la papelera.
Estaba estresándose mucho. Tenía que relajarse, Jeffers tenía razón. Hora de ir a casa.
No, ni siquiera Jeffers tenía idea de lo que implicaba el trabajo de Pedro. Su trabajo consistía en exorcizar su memoria, limpiar su pasado, curar la enfermedad que llevaba en la sangre. Quería ver a la señora Stapleton pagar, pagar por lo que su padre les había hecho a él y a Damian.
Porque Pedro estaba ya muy lejos de su padre y no podría hacerle pagar su culpa.
****
Jonathan Simmons fumaba en la ventana de su nuevo y polvoriento apartamento. Había mucha gente que caminaba por la calle, dos plantas por debajo de él. De forma inconsciente miraba a todos los hombres que pasaban, preguntándose si reconocería a sus hijos si los viera después de tanto tiempo. Realmente, no le importaba. No tenía nada que ver con la nostalgia.
El bufete lo había dejado marchar la semana pasada. Dejado marchar era un eufemismo: lo habían echado. Era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y lo alejaba de los sueños que había tenido siempre de dinero y prestigio. Tenía cerebro y cuando acabó la carrera, estaba dispuesto a todo. Consiguió un buen trabajo en Connecticut y planeó asentarse antes de seguir escalando puestos.
Se casó.
Después tuvo hijos.
Los hijos, pensaba Jonathan, eran lo peor que le puede suceder a un hombre con aspiraciones.
Desde que nacen, los niños te chupan la sangre: ropa, pañales, biberones, juguetes, médicos. El dinero se iba como el agua entre las manos y después del nacimiento de Damian, Jonathan no pudo comprarse una camisa nueva en años.
Después llego Pedro y vuelta a empezar, esta vez con el doble de gastos y de preocupaciones.
Angélica no podía entenderlo, pero ella no trabajaba como una mula todo el día para ver su sueldo irse por el sumidero. Damian había sido un error de Jonathan. Angélica quería tener un niño y él se lo dio, pero no quena tener más.
Angélica tomaba la píldora, pero dijo que debió de fallar. Él pensó que había dejado de tomarla, así que Pedro fue el error de Angélica.
Jonathan apartó a Angélica de su cerebro. Su nombre bastaba para ponerlo enfermo. No sabía por qué, pero lo cierto era que no se habían llevado bien aquellos últimos años y él sabía que ella lo odiaba. Ahora ella ya no estaba.
No era la primera vez que lo despreciaban. La primera vez, después de que Angélica se marchara, no se lo había esperado. Había conducido a casa sabiendo que no tendría adonde ir al día siguiente por primera vez desde que empezó a trabajar. Había pasado de querer el mundo a no querer nada.
Cuando llegó a casa, vio la mesa de la cocina cubierta de los catálogos de las universidades que Damian guardaba, y eso le hizo perder los estribos. Había familias con dos fuentes de ingresos que no podían enviar a sus hijos a la universidad y su hijo no se lo quitaba de la cabeza. Enrolló un catálogo y golpeó a Damian con él en la cabeza.
—¿Quieres ir a la universidad? ¿Es que eres idiota? ¿Tienes idea de lo que eso va a costarme?
Y el chico se atrevió a contestar:
—Tengo buenas notas —presumió—. Hay becas.
La rabia hizo presa de Jonathan, que creía que las venas le iban a estallar, y volvió a golpear al chico.
—¿Sabes lo que me ha pasado hoy? ¡He perdido mi empleo! ¡Me han echado! ¿Entiendes lo que te digo?
—Estoy trabajando... puedo ayudar... —había insistido Damian.
—Vas a hacer mucho más que eso ahora. Vas a trabajar la jornada completa. Y no sólo vas a ayudar, todo el dinero que ganes me lo darás a mí.
—Pero... necesito dinero.
—Yo sí que necesito el dinero. O no comerás. Y no quiero volver a oír ninguna tontería más. Ni una palabra. En junio empezarás a trabajar a jornada completa en el supermercado y si vuelves a responderme, sacaré al imbécil que tienes por hermano del colegio y lo pondré a trabajar día y noche. No me importa la edad que tenga. Es suficientemente mayor para mantenerme. Los dos lo sois. Estoy harto de vosotros. Me he dejado el pellejo durante muchos años por vosotros, así que ahora os toca a vosotros, chaval.
Unas pocas semanas después, Damian acabó el instituto y unos días más tarde cumplió los dieciocho años. Y esa mañana, cuando Jonathan se levantó, se dio cuenta de que se habían marchado.
Su carga económica había volado. Era un alivio.
No le importaba adonde hubieran ido. Lo importante era que ya no le chuparían más la sangre y ni siquiera informó de su desaparición a la policía. No le importaba cómo acabaran mientras no lo llamaran pidiéndole dinero.
Pero no lo hicieron. Nunca llamaron.
Encontró trabajo y vivió solo en la casa en paz y tranquilidad hasta la semana pasada.
Se estaba haciendo viejo. ¿Quién querría contratarlo entonces? Decidió vender la casa, pero no sin un punto de amargura. Pensó en vender algunas de las joyas de Angélica.
Recibiría un subsidio por desempleo, pero la idea de esperar en la cola del paro se le hacía insoportable por ir en contra de su ética de trabajo.
Después se acordó. Sus dos hijos habían querido librarse de pagarle por los sacrificios que había hecho por ellos. Habían pasado muchos años, pero una deuda era una deuda.
Fue fácil encontrarlos. Podía haberlo hecho hacía muchos años, si hubiera querido. Una bibliotecaria muy amable le enseñó las bondades de Internet. Él le contó que estaba intentando encontrar a sus dos hijos, que habían huido de casa hacía muchos años. Los ojos de la bibliotecaria se llenaron de lágrimas. Imbécil.
Pronto tuvo en sus manos toda la información que necesitaba.
Aquellos dos idiotas habían cambiado de apellido legalmente y se habían puesto el de su madre, Bennington. No pudo encontrar nada de Damian, pero sí de Pedro. El inútil de su hijo pequeño se había convertido en abogado, en ayudante del fiscal del distrito de Boston.
Jonathan encontró su nombre en algunos artículos de prensa que alababan su trabajo. No le importaba lo que hiciera Damian. Los abogados ganaban mucho dinero.
Jonathan subió a un autobús en dirección a Boston, una vez allí fue en metro a un hotel barato, y estuvo allí hasta que encontró aquella caja de cerillas de piso en Allston en un edificio ocupado por estudiantes pobres e inmigrantes que apenas hablaban inglés. Estaría allí el tiempo justo para recuperar el tiempo perdido y obligarlo a que le diera dinero. Aquel bastardo le debía mucho. Era de la familia, después de todo.
El mes y medio siguiente pasó en un suspiro para Paula, vio salir a sus niños de clase el último día pensando que habían dejado de ser sus niños.
Echó un vistazo a la clase vacía, al jersey azul que colgaba del perchero sin que nadie lo reclamase desde marzo y en lugar de sentir la esperanza de haber influido decisivamente en algún niño, sólo le quedó un sentimiento de pérdida y de verse rechazada.
Dejó caer la cabeza entre las manos.
Vacaciones de verano. No tenía ni idea de qué iba a hacer ese día, cuando menos en los próximos meses. Si por lo menos tuviese una distracción para aquella noche...
El panorama era desolador. Había roto Mariano después de la lectura de su padre, y aunque éste había expresado su decepción, ella había visto alivio en su mirada. Él también lo sentía, la gran nada que había entre los dos. Después de eso había salido con varios hombres: un amigo de Aly, uno al que conoció en el metro y otro con el que coincidió en una fiesta. Con ninguno llegó a nada más. Pedro los conoció a los tres y, aunque no hizo ninguna crítica abierta a ninguno de los dos, mencionó algún gesto insignificante con su mirada, esa mirada de desaprobación. Lo que Pedro le decía venía a corroborar lo que le decía su corazón, que no era el hombre perfecto.
Si alguno le hubiera gustado ¿le hubiera dejado a pesar de las reticencias de Pedro? Por otro lado, utilizando a Pedro como apoyo, no sabía si tenía oportunidades de encontrar a nadie. Y en el futuro...
Una terrible conclusión luchaba por abrirse paso en su mente, pero por suerte, la aparición de Aly en la puerta la detuvo.
—¡Hola! —su amiga miró a izquierda y derecha teatralmente—. ¿Se han marchado?
—No queda ni uno —sonrió Paula.
—Genial. Me encantan los niños, pero espero mantener conversaciones de adultos durante los dos meses siguientes —miró a Paula—. ¿Qué te pasa, cielo?
—Oh —forzó una sonrisa—. Estaba pensando qué hacer esta noche.
—¿No tienes ninguna cita? Has estado muy ocupada estas últimas semanas. Cada vez que te proponía algo, ya tenías planes.
—Pues esta noche no —dijo ella, con una sonrisa más sincera esta vez—. Estamos solas tú y yo, chica. Y si el hombre más guapo de la tierra me pide que cambie mis planes contigo, lo rechazaré. Iremos donde tú quieras.
—Eso suena muy bien. Estaba empezando a pensar que pasabas de mí —hizo un mohín de mentira y luego rompió a reír.
—No, no digas eso. He estado buscando, ¿sabes? No se lo digas a nadie... buscando activamente un hombre.
—¿Uno permanente?
—Justo —dijo Paula, sonrojándose —. No es muy propio de mí, ¿verdad?
—Espera... shhh —dijo Aly en un susurro, poniéndose la mano detrás de la oreja—. ¿Lo oyes? Es algo así como un tic—tac, tic—tac, tic—tac.
—Ya lo sé —se quejó Paula —. Pedro ya se mete bastante conmigo por eso.
—¿Se lo has dicho a Pedro?
—¿Por qué no? Él es mi...
—Ya lo entiendo. El número uno de tu lista.
—¡No! —Paula sacudió la cabeza con vehemencia— . Iba a decir que es mi amigo.
—Chica, ese hombre debería estar en tu lista VIP. Está muy, pero que muy bien.
—Pues resulta que es quien me filtra las citas.
—¿Qué? —Aly rompió a reír—. ¿Estás de broma?
—En cualquier caso, no tiene importancia —dijo Paula cuando Aly se calmó—. Voy a tirar la toalla de esta búsqueda estúpida.
—¿Por qué? ¿No va bien? El mundo está lleno de tíos.
—Da igual los tíos que haya si no tienen lo necesario.
—¿Y Pedro te anima a que salgas con esos hombres?
—Eso es otra cosa. No le ha gustado ninguno de ellos, aunque tampoco le ha disgustado. Lo único que hizo fue apuntar algunos defectillos que tenían.
—¿Entonces le sacaba pegas a todos?
—Sólo han sido cuatro, Aly. El caso es que yo he estado de acuerdo con él en todas las ocasiones, pero se ha puesto bastante puntilloso. Eso no es normal en él; no suele juzgar a la gente con tanta rapidez, les da una oportunidad.
—Aja —Aly se inclinó y estudió su rostro—. Entonces estás pensando...
—Que puede que sean tonterías —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma de decir lo que su corazón había estado pensando—. Creo que les encuentra fallos estúpidos a todos los tíos con los que he salido y apuesto a que la cosa no cambiará en el futuro.
—¿Y por qué iba a hacer eso? Porque está...
—Siendo demasiado protector —añadió Paula—. Es muy protector con la gente a la que quiere, conmigo o con su hermano Damian. O eso o... —se detuvo— o nos metemos en un terreno peligroso.
—¿O? —repitió Aly.
—O está celoso.
—¡Oh, Paula! ¿Y tú qué dices de eso?
—Podría estar equivocándome...
—Paula, ¿tiene novia?
—No, no ha salido con nadie desde que lo conozco.
—Y me pregunto el motivo —dijo Aly con sorna.
Paula miró a su amiga, que parecía muy excitada. El corazón le iba a mil por hora y decidió escoger sus palabras con cuidado.
—El caso es que cuando él está delante, siempre intento impresionarlo. Da igual que salga con otro hombre; cuando quedamos con Pedro, sólo tengo ojos para él. Su opinión es la única que me importa y sólo pienso en él, así que si pienso que puede estar celoso, me dan ganas de ir a buscarlo y...
Las dos mujeres se miraron y un minuto después, Aly le puso la mano en el brazo a su amiga.
—¿Y ahora qué?
—Somos amigos. El es muy especial para mí y no quiero estropear eso. No quiero perderlo.
—Yo pienso que los mejores amantes son los amigos.
—Pero tú me contaste que un amigo tuyo se enamoró de ti y como tú no lo correspondiste, la amistad se perdió.
—No todas las personas son iguales, Paula. Las relaciones son diferentes y ésta puede serio si él siente lo mismo que tú. Y parece que tienes un montón de pistas que así lo indican, ¿no?
—Oh, Aly. ¿Y qué pasará si me equivoco? Él no ha dicho nada.
—No tengo ni idea. Puede ser doloroso, pero ¿y si tienes razón y ninguno de los dos dice nada?
Aquélla era la Paula de verdad, pensó Pedro mientras la miraba colocarse un mechón dorado detrás de la oreja. Siempre haciendo la cosa perfecta para él: elegir el libro perfecto, el restaurante perfecto, el helado perfecto. Y entonces se dio cuenta de que buscaba algo perfecto para sí misma: el hombre perfecto, la familia perfecta. Nunca le había pedido nada a Pedro hasta entonces, así que era el momento de corresponderla.
Ella sacó un libro fino y muy grande de la estantería, lo abrió y pasó las páginas. Después levantó la mirada hacia él y sonrió, como si fuera a compartir un gran secreto con él.
«Yo», pensó Pedro. «Yo soy tu regalo».
Y así, como si nada, fue como si dos décadas de su vida quedaran borradas por completo; de repente se vio a sí mismo pensando en un futuro, un futuro factible para él, que incluía a Paula, felicidad y amor.
« ¡Pedro!», gritó la parte racional de su cerebro. « ¿En qué estás pensando, idiota?»
—Lo encontré —dijo ella—. Mamá solía leerme este libro cuando yo era pequeña —después lo miró y quedó confusa—. ¿Oye? ¿Estás ahí? ¿Quieres un poco de agua o algo? Hace mucho calor aquí...
Pedro sacudió la cabeza. Ella estaba muy cerca de él, y él estaba muy cerca de decirle: «Lo que quiero... lo que quiero es a ti».
—Entonces bienvenido a la Tierra de nuevo —dijo, sacudiéndole el hombro—. ¡Mamá! —gritó al ver aparecer a su madre—. Mira el libro que he encontrado.
Su madre sonrió y tomó el libro de manos de Paula.
—Qué recuerdos... Te encantaba que te lo leyera. Me volvías loca.
—¡A ti también te gustaba!
—Es cierto. Te decía que era hora de ir a dormir, pero siempre esperaba que me pidieras un cuento para pasar unos minutos más contigo. Y siempre me lo pedías.
—Vamos a leerlo —dijo Paula, levantándose para que su madre no se tuviera que agachar.
Pedro se levantó también y dijo que iría a ver a Nicolas y a tomar un poco de agua. Se alejó de ellas, de Nicolas y su legión de fans, y salió de la tienda. Se sentó en un banco del centro comercial y miró a través del escaparate de cristal al lugar donde Paula y su bonita madre sonreían. Desde lejos parecían la misma persona en dos etapas de la vida: se podía ver a la preciosa joven que Margarita había sido y la adorable mujer madura en que se convertiría Paula.
Pedro se dio un puñetazo en la rodilla. Estaba claro que Paula estaba destinada a convertirse en madre y él era incapaz de formar una familia.
No podía creer lo egoísta que era sólo con pensar que Paula podía compartir una vida con él. No podría pedirle que renunciara a su sueño por él. Siempre se sentiría frustrada e incompleta y él no podría soportar ser el responsable de su infelicidad.
Y estaba su maldito plan. El problema era que no estaba seguro de poder vivir consigo mismo si la ayudaba a encontrar el amor con otra persona
Paula desafinaba a todo volumen cantando la canción que sonaba en la radio del coche de Pedro. Se dirigían a casa de los Chaves y Pedro no pudo evitar hacer una mueca de disgusto cuando ella repitió la estrofa.
—Paula, pensaba que odiabas esta canción.
—Y así es —dijo ella, bajando el volumen de la radio imperceptiblemente—. Pero es divertido cantarla en el coche. Así es como deberían clasificar la música en las tiendas: música para el coche, música para la playa, música para el ascensor, tal vez... e incluso música para hacerlo.
—Música para hacerlo —repitió Pedro, y bajo el volumen casi del todo —. ¿Y tendrían que contratarte a ti como experta?
—Ja, ja. Muy gracioso. No.
—¿Entonces no eres una experta?
—No exactamente. Pero sé lo que me gusta cuando lo oigo.
—Entonces, ¿qué te gusta?
—Digamos que hace mucho que no escucho ese tipo de música en su contexto adecuado.
—¿Y qué te gustaría? —Pedro no se pudo contener.
—Me encantaría cambiar de tema —dijo ella mirando por la ventanilla—. Qué día tan maravilloso hace.
Pedro estaba dispuesto a tomarle el pelo un poco más, pero en su cerebro empezaron a dibujarse imágenes de Paula tumbada en un sofá, tarareando alguna melodía apropiada, acariciándole el cabello a un hombre, que podría sentir su cálido aliento en la mejilla, sus labios rozándole las orejas...
Su oreja, sus mejillas, su pelo. Pedro estuvo a punto de pisar el freno a fondo en medio de la autopista en la que acababa de recordar que estaba. Ella estaba mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos como si él no estuviera allí; Se le había caído un tirante del vestido que llevaba. El se movió en su asiento; empezaba a sentirse incómodo y los pantalones le parecían muy estrechos. Paula tampoco parecía darse cuenta de eso.
¿Estaba imaginándose ella una escena similar?
A menudo pensaban la misma cosa a la vez y él se preguntó su había cambiado de tema porque empezaba a sentirse... cálida y nerviosa.
O tal vez estuviera pensando en Mariano, reviviendo el momento, recordando algún contacto mágico.
Cuando abrió la boca para preguntarle, se dijo que no debería hacerlo. Cuando empezaba un interrogatorio, tenía todas las preguntas previstas, el tono que iba a usar, las pausas, los gestos... nunca se lanzaba a preguntar sin más, y sin embargo, aquella vez lo hizo.
—Paula, ¿qué tal va todo con Mariano?
—Bueno —dijo, sin molestarse en mirarlo a la cara—. Creo que es simpático. Es lo que me dijiste tú por teléfono el otro día.
—Sí, lo recuerdo. El caso es que me preguntaba que, puesto que las cosas van bien entre vosotros, ¿por qué no lo has traído hoy?
—No... no se lo he dicho —dijo, mordiéndose el labio inferior, como si estuviera incómoda—. Habíamos planeado esto juntos y no le dije nada.
—Ya veo —y después de unos segundos, siguió—. Yo pensaba que como ahora es tu novio...
La miró de reojo y la vio hacer una mueca ante la palabra «novio». Hasta aquel momento había tenido unas reacciones bastante controladas, pero al ver eso, Pedro se sintió inspirado.
—Había pensado —se interrumpió—... Nada, no es importante.
—¿Qué? ¿Qué pensaste? Sabía que había algo en él que no te gustaba. Lo sabía porque te conozco.
Pedro se sintió algo atacado y estuvo a punto de callarse de verdad, pero entonces recordó la teoría de Damian sobre Paula y él: «tal vez le gustas», y eso bastó.
—Estaba pensando que tal vez no quisieras traerlo por —se detuvo, como si no tuviera ganas de decir lo que pensaba—... por el modo de hablar tan condescendiente que tiene, porque a tus padres, especialmente a tu madre, no le gustaría.
—¿Condescendiente?
—Tal vez se puso nervioso al conocerme e intentaba impresionarte, pero durante toda la conversación estuvo un poco... un poco...
—¿Un poco sabelotodo? —sugirió ella—. Como si te estudiara cuando habla contigo, como si fueras un experimento psicológico que tiene que descifrar.
«Ha sido ella quien lo ha dicho, no yo», pensó Pedro.
—Ya, yo pensé lo mismo.
Entonces ella se dio cuenta de lo que había dicho e intentó rectificar, para divertimento de Pedro.
—Bueno, pero no está tan malo. A veces es un poco... pesado, pero no es demasiado grave.
—Es lo que yo digo —continuó él, dispuesto a rematar la faena—. Podía sentirse nervioso y por eso hablaba así, pero cuando lo hizo con la boca llena, me resultó insoportable.
—¡Es verdad! ¡Yo también lo vi! Pero bueno, sólo lo hizo una vez. O dos como mucho.
—¡Qué va! Lo hacía cada vez que se metía un trozo de comida en la boca —Paula se quedó callada y él decidió envolverlo para regalo—. Paula, ya sabes que siempre soy muy educado y los modales son importantes para mí, así que tal vez le esté dando demasiada importancia. Lo importante es que no te moleste a ti. No voy a ser yo quien viva con él y coma tres veces al día con él para el resto de mi vida. Si te gusta lo suficiente, dentro de unos años, ni siquiera lo notarás. Eso es el amor verdadero.
—Claro —pero resultó poco convincente y volvió a mirar por la ventana.
«Buen trabajo», pensó Pedro, pero cuando su conciencia quiso saber por qué había sido necesario hacer aquello, no tuvo respuesta y volvió a subir el volumen de la radio.
Pedro no sabía muy bien cómo tenían que ir las lecturas, pero el sonoro aplauso que llenó la librería debía de ser un buen signo. El cóctel que hubo después tuvo como único protagonista a Nicolas Chaves, que recibió apretones de manos y felicitaciones que lo hacían sentirse encantado, aunque algo abrumado con tantas atenciones.
—Lo has hecho fenomenal —dijo Pedro cuando fue su turno. Esperaba que eso fuera lo más apropiado para alguien que acababa de hacer una lectura—. Todo el mundo parece impresionado.
—Gracias, gracias —respondió Nicolas de forma automática—. Y gracias por acompañar a mis dos chicas favoritas hasta aquí. Porque están aquí, ¿verdad?
—Claro que están —empezó a decir Pedro antes de verse interrumpido por un grito.
—¡Papá! —Paula corrió a los brazos de su padre—. He esperado a que te saludara primero la gente importante.
—No hay nadie más importante que tú —dijo su padre, dándole palmaditas en la cabeza.
Pedro sintió una punzada cerca del corazón al imaginar cómo tenía que ser que tu padre te dijera algo así mientras te abrazaba.
Paula se apartó de los brazos de su padre y miró a su madre, que había aparecido a su lado, rejuvenecida y sonriente, como si nunca protestase por la falta de atención de su marido.
Después de volvió a Pedro y le dijo:
—Vamos a echar un vistazo a los libros hasta que estén listos para marcharnos.
—«Señorita» —dijo él, ofreciéndole el brazo con galantería.
Ella fue hacia él para aceptarlo, pero una estantería lleno de libros infantiles captó su atención.
Pedro la miró ojear los títulos y las portadas, y fue a sentarse en el suelo a su lado.
—Elige uno sin más. Son todos iguales.
—Quiero encontrar el libro perfecto para ti —respondió ella, dudosa, sin mirarlo—. Dame un segundo.