lunes, 18 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 24




Pedro dejó el lápiz en el portalápices y se frotó los ojos. Eran las diez de la noche. Sólo había comido un bocadillo a mediodía que le había traído su secretaria y volvía a tener hambre, pero no le apetecía más comida rápida y la tienda ya debía de haber cerrado. Además, los detalles de aquel caso, especialmente el informe médico, le habían revuelto el estómago. El niño estaba ya en un hogar de acogida y Pedro pensaba que eso sería mejor, sobre todo si no tenía un hermano con el que planear una fuga.


Aquel día se había seleccionado al jurado para el caso de la señora Stapleton, que había sido acusada de agresión y negligencia. Aquello había ido demasiado lejos antes de que nadie se diera cuenta. Había muchas evidencias, pero se preguntaba lo que la niña no le habría contado al psicólogo asignado al caso, cuánto habría dejado fuera.


—El lunes —pensó en voz alta. El lunes empezaría el caso y le haría saber al jurado lo que sintió aquella niña.


Ya casi ni merecía la pena volver a casa a dormir a medianoche para volver a la oficina tan temprano. Tal vez pudiera llamar a Paula para que le llevara ropa para cambiarse y el cepillo de dientes. Ella tenía una llave de su casa.


Puso una mano en el teléfono y después la apartó. Era tarde y no quería que ella cruzase toda la ciudad sola por la noche. Él se ofrecería a pagarle un taxi, ella aceptaría y después tomaría el metro para ahorrar unos cuantos dólares. Y no quería que hiciera eso.


Una pena, porque si ella quisiera ir y hacerle compañía un rato, sería muy agradable. Podría decirle que se trajera un libro para leer en el sillón mientras él trabajaba. Podría incluso traerse el pijama si quería.


En la cara de Pedro se dibujó una mueca y su cuerpo se caldeó con sólo pensarlo. No, no podía hacer eso. Así no podría trabajar nada. 


Incluso si lograba contenerse de saltar en el sillón y tomarla en sus brazos y acariciarle todo el cuerpo, no sería capaz de concentrarse en su trabajo pensando en ello. Y todo eso mientras ella seguía pasando páginas como si nada, levantando la mirada del libro y sonriéndole cada poco rato.


Imposible. No necesitaba que fuera allí. Podía trabajar unas cuantas horas más, ir a casa a dormir un poco, cambiarse y volver. Y tampoco necesitaba compañía. Jeffers estaba por allí, en algún sitio, trabajando también en el caso Stapleton. Pedro era el fiscal del caso puesto que había pasado más tiempo con los testigos. 


Quería saberlo todo y se había puesto como meta que la señora Stapleton pasara mucho tiempo a la sombra.


Pedro —dijo una voz—. Soy tu conciencia.


Pedro se quedó asombrado un momento. 


Después se dio cuenta de que la voz de su conciencia se parecía un montón a la de Jeffers.


Apretó el botón del intercomunicador y respondió:
—¿Sí?


—Vete a casa —dijo Jeffers desde su despacho.


—Aún tengo que...


—Te he dicho que te vayas a casa. Éste es un caso terrible, pero no puedes hacerte el héroe. Prefiero tener a alguien consciente trabajando en ello. No protestes y márchate.


Pedro no se molestó en responder. Sacó el maletín de debajo de su mesa y empezó a preparar ordenadamente las cosas que tenía que llevarse a casa. Cuando hubo acabado, se puso de pie.


En esa posición, podía ver sus zapatos. 


Recordaba la impresión que había sufrido al ver la etiqueta del precio. Acababa de conseguir un nuevo trabajo, así que se los podía permitir, pero no estaba acostumbrado a pagar tal cantidad de dinero por algo que iba a llevar puesto. Por eso los cuidaba mucho y los llevaba a un zapatero a que los abrillantase, aunque hubiera podido comprarse unos nuevos en cualquier momento. 


Vio que tenían unas pequeñas manchitas en la punta, así que se quitó la corbata de seda azul, a punto estuvo de estrangularse en el proceso, y les sacó brillo con ella. Cuando acabó, tiró la corbata a la papelera.


Estaba estresándose mucho. Tenía que relajarse, Jeffers tenía razón. Hora de ir a casa.


No, ni siquiera Jeffers tenía idea de lo que implicaba el trabajo de Pedro. Su trabajo consistía en exorcizar su memoria, limpiar su pasado, curar la enfermedad que llevaba en la sangre. Quería ver a la señora Stapleton pagar, pagar por lo que su padre les había hecho a él y a Damian.


Porque Pedro estaba ya muy lejos de su padre y no podría hacerle pagar su culpa.



****

Jonathan Simmons fumaba en la ventana de su nuevo y polvoriento apartamento. Había mucha gente que caminaba por la calle, dos plantas por debajo de él. De forma inconsciente miraba a todos los hombres que pasaban, preguntándose si reconocería a sus hijos si los viera después de tanto tiempo. Realmente, no le importaba. No tenía nada que ver con la nostalgia.


El bufete lo había dejado marchar la semana pasada. Dejado marchar era un eufemismo: lo habían echado. Era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y lo alejaba de los sueños que había tenido siempre de dinero y prestigio. Tenía cerebro y cuando acabó la carrera, estaba dispuesto a todo. Consiguió un buen trabajo en Connecticut y planeó asentarse antes de seguir escalando puestos.


Se casó.


Después tuvo hijos.


Los hijos, pensaba Jonathan, eran lo peor que le puede suceder a un hombre con aspiraciones. 


Desde que nacen, los niños te chupan la sangre: ropa, pañales, biberones, juguetes, médicos. El dinero se iba como el agua entre las manos y después del nacimiento de Damian, Jonathan no pudo comprarse una camisa nueva en años. 


Después llego Pedro y vuelta a empezar, esta vez con el doble de gastos y de preocupaciones.


Angélica no podía entenderlo, pero ella no trabajaba como una mula todo el día para ver su sueldo irse por el sumidero. Damian había sido un error de Jonathan. Angélica quería tener un niño y él se lo dio, pero no quena tener más. 


Angélica tomaba la píldora, pero dijo que debió de fallar. Él pensó que había dejado de tomarla, así que Pedro fue el error de Angélica.


Jonathan apartó a Angélica de su cerebro. Su nombre bastaba para ponerlo enfermo. No sabía por qué, pero lo cierto era que no se habían llevado bien aquellos últimos años y él sabía que ella lo odiaba. Ahora ella ya no estaba.


No era la primera vez que lo despreciaban. La primera vez, después de que Angélica se marchara, no se lo había esperado. Había conducido a casa sabiendo que no tendría adonde ir al día siguiente por primera vez desde que empezó a trabajar. Había pasado de querer el mundo a no querer nada.


Cuando llegó a casa, vio la mesa de la cocina cubierta de los catálogos de las universidades que Damian guardaba, y eso le hizo perder los estribos. Había familias con dos fuentes de ingresos que no podían enviar a sus hijos a la universidad y su hijo no se lo quitaba de la cabeza. Enrolló un catálogo y golpeó a Damian con él en la cabeza.


—¿Quieres ir a la universidad? ¿Es que eres idiota? ¿Tienes idea de lo que eso va a costarme?


Y el chico se atrevió a contestar:
—Tengo buenas notas —presumió—. Hay becas.


La rabia hizo presa de Jonathan, que creía que las venas le iban a estallar, y volvió a golpear al chico.


—¿Sabes lo que me ha pasado hoy? ¡He perdido mi empleo! ¡Me han echado! ¿Entiendes lo que te digo?


—Estoy trabajando... puedo ayudar... —había insistido Damian.


—Vas a hacer mucho más que eso ahora. Vas a trabajar la jornada completa. Y no sólo vas a ayudar, todo el dinero que ganes me lo darás a mí.


—Pero... necesito dinero.


—Yo sí que necesito el dinero. O no comerás. Y no quiero volver a oír ninguna tontería más. Ni una palabra. En junio empezarás a trabajar a jornada completa en el supermercado y si vuelves a responderme, sacaré al imbécil que tienes por hermano del colegio y lo pondré a trabajar día y noche. No me importa la edad que tenga. Es suficientemente mayor para mantenerme. Los dos lo sois. Estoy harto de vosotros. Me he dejado el pellejo durante muchos años por vosotros, así que ahora os toca a vosotros, chaval.


Unas pocas semanas después, Damian acabó el instituto y unos días más tarde cumplió los dieciocho años. Y esa mañana, cuando Jonathan se levantó, se dio cuenta de que se habían marchado.


Su carga económica había volado. Era un alivio. 


No le importaba adonde hubieran ido. Lo importante era que ya no le chuparían más la sangre y ni siquiera informó de su desaparición a la policía. No le importaba cómo acabaran mientras no lo llamaran pidiéndole dinero.


Pero no lo hicieron. Nunca llamaron.


Encontró trabajo y vivió solo en la casa en paz y tranquilidad hasta la semana pasada.


Se estaba haciendo viejo. ¿Quién querría contratarlo entonces? Decidió vender la casa, pero no sin un punto de amargura. Pensó en vender algunas de las joyas de Angélica. 


Recibiría un subsidio por desempleo, pero la idea de esperar en la cola del paro se le hacía insoportable por ir en contra de su ética de trabajo.


Después se acordó. Sus dos hijos habían querido librarse de pagarle por los sacrificios que había hecho por ellos. Habían pasado muchos años, pero una deuda era una deuda.


Fue fácil encontrarlos. Podía haberlo hecho hacía muchos años, si hubiera querido. Una bibliotecaria muy amable le enseñó las bondades de Internet. Él le contó que estaba intentando encontrar a sus dos hijos, que habían huido de casa hacía muchos años. Los ojos de la bibliotecaria se llenaron de lágrimas. Imbécil. 


Pronto tuvo en sus manos toda la información que necesitaba.


Aquellos dos idiotas habían cambiado de apellido legalmente y se habían puesto el de su madre, Bennington. No pudo encontrar nada de Damian, pero sí de Pedro. El inútil de su hijo pequeño se había convertido en abogado, en ayudante del fiscal del distrito de Boston. 


Jonathan encontró su nombre en algunos artículos de prensa que alababan su trabajo. No le importaba lo que hiciera Damian. Los abogados ganaban mucho dinero.


Jonathan subió a un autobús en dirección a Boston, una vez allí fue en metro a un hotel barato, y estuvo allí hasta que encontró aquella caja de cerillas de piso en Allston en un edificio ocupado por estudiantes pobres e inmigrantes que apenas hablaban inglés. Estaría allí el tiempo justo para recuperar el tiempo perdido y obligarlo a que le diera dinero. Aquel bastardo le debía mucho. Era de la familia, después de todo.




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