sábado, 26 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 7




Paula sintió una aguijoneo de incertidumbre. Su vida amorosa era inexistente. Por supuesto, miraba a los hombres y de vez en cuando tenía sueños, pero el nuevo Pedro estaba provocándola de una forma inesperada. Se había convertido en un alto y fornido ejemplar de belleza masculina. Y Paula Chaves nunca se había permitido, por interés científico, cerrar los ojos ante un espécimen que la intrigara.


Pero, los recuerdos se mezclaban con la atracción y la curiosidad: las despiadadas interrupciones, persecuciones y burlas. Se preguntó si debía fiarse, o si él estaría jugando con sus emociones. Aunque en la autopista había sido amable y cautivador, esa discrepancia con el pasado no la convencía. 


Lamentando su escepticismo innato, se preguntó dónde empezaba y dónde acababa el Pedro auténtico.


—Veo que Pedro está tejiendo su tela de araña sobre ti. No me lo puedo creer —dijo Marina, a su regreso, sirviendo dos tazas de café recién hecho.


—¿Qué quieres decir? Solo intenta ser amable, Marina. Lo mismo que yo. No puedo dejar que el pasado persista para siempre. Entonces era insoportable, pero ya no lo es.


Marina se dejó caer en el sillón y se recostó. Tomó un largo sorbo de café antes de hablar.


—Siempre creí que le gustabas a Pedro.


—¿Yo? —Paula parpadeó y soltó una risotada—. ¡Estás de broma!


—Eh, soy su hermana mayor. ¿Cómo iba él a admitir que miraba con lujuria a mi mejor amiga? Además, era un bruto —Marina alzó los hombros hasta las orejas y con voz grave dijo—: Salta al campo, con el número treinta y tres a la espalda. ¡Pedro Grandón, el camión! —se atragantó de risa—. Sus amigos lo pinchaban para que saliera con Patti Pompón, pero él estaba pendiente de cada palabra que yo decía sobre ti.


—Era un chaval —dijo Paula. Pero al recordar las fotos que había visto en la habitación, se estremeció—. No lo soportaba, ¿recuerdas? —inquieta, Paula se concentró en el café.


—¿Cómo podría olvidarlo? —sonrió Marina.


—¿Olvidar qué? —preguntó Pedro volviendo a entrar a la sala y sentándose en el sofá, junto a Paula—. ¿Dónde lo habíamos dejado?


—Hace unos diez años, creo —Paula se atragantó con el café y soltó una risa. Marina se unió a ella.


—¿Qué me he perdido? —inquirió él, mirando de una a otra.


—Vamos, Pedro —Marina movió la cabeza de lado a lado—. Te acuerdas de cómo te comportabas siempre que veías a Paula, ¿no?


Paula casi sintió lástima al ver la reacción confundida y avergonzada de Pedro.


—Vosotras dos debéis de tener una sobredosis de cafeína —dijo Pedro. Tragó el resto de su café, dejó la taza en la mesa y se puso en pie—. Lo siento chicas, tendréis que arreglároslas solas.


—¡Qué Dios nos proteja! —exclamó Marina, poniendo los ojos en blanco.


—Lo siento, Pau... —ignorando a su hermana, Pedro puso las manos sobre sus hombros y se acercó a su oído—. Me encantaría quedarme. Lo digo en serio —afirmó, mirándola a los ojos.


Paula no dijo nada. Pero estaba deseando saber más sobre el nuevo y mejorado Pedro.


Cuando él se marchó, se quedó mirando la puerta. Se imaginó a la tal Patricia esperándolo, deseosa de acariciar el espeso y ondulado cabello rubio oscuro de Pedro, y haciendo otras cosas en las que ella no quería pensar. Se odió por la oleada de celos que la invadió. Marina carraspeó y Paula apartó los ojos de la puerta.


—¿Son pareja? ¿Pedro y Patricia? —preguntó, deseando que Marina lo negara.





FINJAMOS: CAPITULO 6




Paula, de pie y sola en el salón, tenía el estómago lleno y la mente confusa. El estofado de pollo de Marina había estado riquísimo y la conversación había girado sobre antiguos amigos y anécdotas divertidas de sus tiempos del instituto. Mientras Pedro se cambiaba de ropa y Marina recogía la cocina, rechazando su ayuda, Paula se había quedado a solas con sus pensamientos.


Había observado a Pedro durante la cena, recordando la extraña sensación de familiaridad que había sentido bajo la lluvia, y la admiración que le habían causado sus musculosos brazos y piernas mientras cambiaba la rueda. Parecía ocurrente y encantador. Su héroe de la autopista.


Negó con la cabeza. Pedro... ¿su héroe? La asaltó un torbellino de emociones. Para tranquilizarse, paseó por la habitación mirando las fotos familiares y los libros antes de dejarse caer en el sofá. Sumida en sus pensamientos, se sobresaltó al ver a Pedro observándola desde el umbral.


—Bueno... ahora que hemos acabado con los saludos preliminares, hablemos de nosotros —dijo él, entrando y sentándose a su lado.


—¿Nosotros? —Paula lo miró sorprendida—. ¿Por qué no me hablas de ti? ¿Cómo es que sigues en Royal Oak? Imaginé que estarías jugando con los Packers o los Rams —dijo, imaginándose al Pedro de antaño en el campo, con la pelota de fútbol sujeta contra su abultado estómago. La pregunta pareció desconcertarlo y Paula se arrepintió de haberla hecho.


—Jugué al fútbol para el Estado de Michigan... pero ahora soy locutor.


—¿Locutor? —sus oídos captaron esa voz tan personal y profunda, y se lo imaginó como pinchadiscos en algún programa nocturno.


—Soy reportero. Doy las noticias en televisión. Canal 5. ¿Sorprendida?


—Un poco —mintió Paula, atónita. Desde que Pedro había entrado a la sala con el vaso de leche y las galletas, intentaba cambiar la imagen del grueso adolescente de un metro noventa por la del hombre considerado, guapo y delgado que la había ayudado en la autopista.


—Así que por eso sigues aquí en casa de tus padres —comentó Paula haciendo un movimiento con el brazo. Se corrigió inmediatamente—. Es decir, tu casa. Marina me dijo que la compraste.


—Le compré su parte a Marina —asintió Pedro—. Mamá nos la dejó cuando murió. Supongo que sigo aquí porque este mi hogar.


—Cuando Marina me llamó empecé a pensar en tus padres. Me acordé de que tu padre había muerto y ahora... —titubeó, recordando emocionada a esas dos personas tan bondadosas—. Siento mucho lo de tu madre, Pedro.


—Gracias —aceptó él.


En el silencio que siguió, Paula intentó centrar sus ideas para cambiar a un tema menos deprimente.


—Has venido a casa para el centenario —Pedro rompió el silencio—. Me alegro. Será divertido.


Las palabras «Has venido a casa» la hirieron como un dardo. Llevaba muchos años viviendo en Cincinnati, pero no lo consideraba su hogar. 


Su corazón se había quedado en Royal Oak.


—Echo de menos esto —alzó los ojos y el tiempo se paralizó. Pedro, el terror de su adolescencia, estaba revolucionando sus emociones. Supuso que se debía a un exceso de cansancio. Había recorrido cuatrocientos cincuenta kilómetros temiendo que la asaltaran en la autopista, y había conocido al Príncipe Azul... que era ese hombre que tenía ante sí.


—¿Por qué no vuelves? —preguntó él. Antes de que pudiera responder, Marina entró con una jarra de café. Puso una taza ante Paula y le dio otra a Pedro.


—¿Por qué no vuelves? —insistió Pedro tras dar un sorbo al café.


—Porque tengo un negocio en Cincinnati.


—Se dedica al catering —dijo Marina


—Buenos Principios —aclaró Paula.


—¿Buenos Principios? Un nombre fascinante —dijo Pedro—. Cuéntame a qué se debe.


Paula, temiendo que estuviera burlándose de ella, no se atrevió a mirarlo a los ojos. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en fiarse de él.


—Mi socia y yo pensamos que era un buen nombre, porque nuestra especialidad son los hors d'oeuvres.


El ladeo la cabeza con gesto interrogante. —Aperitivos, entremeses, canapés. Lo que se toma antes de la comida... o en una fiesta —explicó ella, sin saber si la entendía. El sonrió divertido y Paula supo que le tomaba el pelo—. Ya sabes a qué me refiero —añadió con frustración.


—¿Insinúas que la gente de verdad se come esas cosas diminutas?


Lo miró de reojo, preguntándose si debía contestar o ignorar su broma. Decidió ignorarlo y cambiar de tema.


—Explicarme la celebración del centenario.


—Han preparado un montón de acontecimientos —dijo Pedro—. El Canal 5 va a hacer un reportaje. Como soy de Royal Oak... —se aclaró la garganta— y nadie quería ocuparse, me ofrecí voluntario para hacer algunas entrevistas. Ya sabes, para impresionar al jefe.


—No me digas que tienes que esforzarte para impresionar a la gente —comentó Paula irónica, decidiendo que le tocaba a ella burlarse.


—No contestaré a eso —Pedro le dio un golpecito bajo la barbilla. Ella sintió que su piel ardía.


—No quería distraerte —dijo, consciente de que la distraída era ella—. Volvamos al centenario. ¿Qué hay además del reportaje en televisión?


—Veamos —sonrió él—. Hay... —miró a Marina como si necesitara ayuda, pero ella dio un sorbo al café y siguió en silencio— un desfile y una visita guiada a las nuevas instalaciones del instituto. Ah, y un partido de fútbol —se volvió hacia su hermana de nuevo—. ¿Qué más Marina?


—Una recepción —replicó ella.


—Parece divertido —dijo Paula.


—Y un baile para concluir la celebración —Pedro alzó la taza y bebió un sorbo con los ojos clavados en los de Paula.


—Baile —repitió ella. Sus sentimientos emprendieron el vuelo de nuevo, como pájaros asustados. Como había hecho en el pasado, Pedro la ponía nerviosa pero, en vez de frustración, notaba una extraña sensación de calidez en la boca del estómago, que hacía tiempo que no sentía.


—¿Te gusta bailar? —la voz profunda y suave de Pedro la acarició.


—Claro, pero hace años que no bailo. Seguramente se me habrá olvidado —replicó ella, pensando que también se le había olvidado llevar ropa adecuada para un baile.


—Me encantará darte un curso de...


Pedro —interrumpió Marina—. Creía que tenías una reunión esta noche.


—Preferiría estar aquí —le dijo a Paula, lanzando una mueca de disgusto a su hermana, que disimuló rápidamente con una sonrisa forzada.


Paula miró sus ojos brillantes y el corazón le dio un vuelco. Eran del azul brillante de una laguna del Caribe. Al ver la expresión divertida de Pedro, supuso que él probablemente sabía que era incapaz de dejar de mirarlo. Volvió a sentir desconfianza. Esa era una antigua maniobra suya.


—Hola —dijo Marina. Paula se volvió hacia su amiga y vio que los contemplaba con curiosidad—. ¿Os he interrumpido?


—En absoluto —negó Paula, pensando que era una suerte que lo hubiera hecho.


—Yo creo que sí —Pedro carraspeó. Se acercó a Paula y rodeó sus hombros con un brazo—. Consigues que salgan a la luz mis peores cualidades —murmuró—. Siempre lo hiciste. Me comportaba como un imbécil cuando éramos adolescentes y...


El sonido del teléfono interrumpió su confesión, e impidió a Paula decirle que no había cambiado ni un poco, aunque en el fondo sabía que sí lo había hecho.


—Contesta tú, Pedro —dijo Marina—. ¡Seguro que es para ti!


—Es tu turno, Marina —replicó Pedro con los ojos clavados en Paula y sin soltarla.


—¿Mi turno? —Marina lo miró intrigada. Sin esperar una respuesta, agarró la jarra de café y fue a la cocina.


—Hace mucho que no hablamos, Pau —Pedro se acercó más a ella—. Me encantaría saber más sobre ti... y sobre tu negocio. Suena...


Pedro —gritó Marina desde la cocina—, es para ti. Patricia.


—¿Patricia? —repitió Pedro incómodo—. Volveré enseguida —soltó a Paula y fue a la cocina.




FINJAMOS: CAPITULO 5




¡Eras tú! —dijeron Pedro y Paula al unísono. Él se paró tan bruscamente que derramó un poco de leche y una galleta rodó por la alfombra y se detuvo a los pies de Paula; él recorrió la esbelta pierna con la mirada, subiendo hasta el sensual cuerpo que ocultaba la enorme camiseta. 


Cuando llegó al rostro vio un asombro equivalente al que experimentaba él mismo.


Intentó recuperar la compostura y conjuró mentalmente la imagen de la esquelética amiga de su hermana: un poste de pelo liso y oscuro, ojos preciosos y enormes. Los ojos eran los mismos, enmarcados por pestañas largas y oscuras. Pero su figura había envejecido como el mejor borgoña. La camiseta ocultaba su cuerpo, pero Pedro recordaba bien las deliciosas curvas que habían sido aparentes bajo la blusa empapada. Cerró la boca y tragó saliva.


—¿Qué te ha ocurrido, Paula? Antes me pareció que me resultabas familiar, pero no podía creerme que fueras tú.


Decidió olvidar para siempre el apelativo de «palillo». Teniendo en cuenta su apellido francés y esos sensuales labios que tanto lo atraían, decidió que «francesita» aún podía servir.


—No te has olvidado de mí, ¿verdad? —preguntó, al ver que ella no contestaba.


—¿Cómo podría hacerlo? —Paula puso los ojos en blanco e hizo una mueca—. Es como preguntar si me olvidé de que existe la peste.


Reaccionando, Pedro se acercó a ella y recogió la galleta del suelo. Le puso un brazo sobre los hombros y le dio un apretón cariñoso. Ese mínimo contacto hizo que su corazón brincara como un yo-yo.


—No era tan terrible, ¿o sí?


—No preguntes —replicó ella con sarcasmo.


—Entonces éramos unos crios —se excusó Pedro. Sabía que había sido horroroso—. Ahora tengo veintiséis años, no dieciséis.


—Yo tengo veintiocho —comentó Paula—. Los cumplí el mes pasado.


—Feliz cumpleaños —dijo Pedro—. No parece que tengas más de veinticinco.


Paula agradeció el comentario con desgana.


—Ahora que eso está aclarado, démonos la mano y olvidemos el pasado. Piensa en el galante caballero que te cambió la rueda y no te robó el coche —Pedro apartó el brazo de su hombro y le ofreció la mano.


—De acuerdo, Pedro, pero no prometo nada —dijo ella aceptando el gesto—. Tendrás que demostrarlo.


—Disfrutaré haciéndolo, Pau —sonrió Pedro, reteniendo su mano. Ella reflexionó un instante y, sonrojándose, retiró la mano.


—Fuiste muy agradable esta tarde cuando era una desconocida, pero ahora vuelvo a ser la misma «francesita» de siempre. Lo creeré cuando lo vea. O, mejor dicho, cuando lo oiga.


—No la misma «francesita» —contradijo él. Había sido un auténtico bruto años antes y quería dar una nueva imagen—. Pareces una nueva. Estás fantástica. Me alegro mucho de verte.


—Gracias. Supongo que eso es un cumplido —dijo ella un segundo después, cambiando su mueca por una sonrisa amable.


—Lo digo de corazón —replicó él, sorprendido al comprender que lo decía totalmente en serio. 
Sintió una oleada de placer al pensar que disfrutaría de su compañía durante el resto de la tarde. Pero recordó que tenía una reunión de trabajo y pasar la tarde en el estudio no le apetecía nada habiendo una mujer encantadora en el salón de su casa—. Antes de decir más de lo que debo, voy a ver cómo va la cena —dijo Pedro dando un paso atrás y guiñándole un ojo—. Hablaremos después.


La frase, que solía utilizar con sus admiradoras femeninas en sus apariciones públicas, sonó hueca y vacía. Pedro estuvo seguro de que eso le había parecido a Paula, que lo miró como miraría a una lombriz que se encontrara en la acera.


Pedro inspiró con fuerza y salió de la habitación. 


Necesitaba pensar. Tenía que idear un plan si quería que Paula confiara en él, ahora que había reaparecido en su vida. Se detuvo en el umbral de la cocina, preguntándose qué podía importarle lo que pensara ella. Habían pasado diez años desde su último contacto. Esos diez años los habían cambiado a los dos. Por lo que Marina le había contado, Paula había hecho realidad su sueño. Era una exitosa mujer de negocios, mientras que él seguía luchando por alcanzar su meta en la televisión.


Esa realidad fue como una bofetada. Se preguntó a quién quería engañar. Su falta de confianza en sí mismo le destempló los nervios. 


Quizá, es vez de hacer un plan, se dejaría llevar por la corriente.


FINJAMOS: CAPITULO 4




Paula vio la señal que indicaba Está usted entrando en Royal Oak. Siguió la carretera y giró hacia Maple Street, mientras la asaltaban los recuerdos. Marina y ella habían pasado muchos días paseando por esa carretera. Desde que los padres de Paula se habían trasladado a Arizona y su hermano a Colorado, no había vuelto... hasta ese momento.



Aparcó ante la casa de madera de color amarillo y comprobó, con alivio, que la lluvia había amainado. Marina salió de la casa con un paraguas sobre la cabeza.


—¡Pau! —gritó, corriendo hacia ella. Paula saltó del coche y, olvidando su supuesta madurez, dio un grito típico de adolescente y abrió los brazos. 


Marina le dio un gran abrazo. Después, la soltó y dio un paso hacia atrás.


—¡Puaj! ¿Qué te ha ocurrido?


—Tuve un pinchazo —Paula echó una ojeada a su elegante y compuesta amiga, segura de que, a su lado, parecía una vieja muñeca de trapo.


—¡Que horror! —exclamó Marina.


—Excepto por el tipo guapo que paró a ayudarme —dijo Paula, Sintiéndose como una colegiala.


—¿En serio? —Marina abrió los ojos de par en par—. Y... ¿cómo se llamaba?


—Cuando estás ahogándote, eso no se pregunta —replicó Paula encogiéndose de hombros.


—Mala señal, Paula —Marina sacó la mano, comprobó que había dejado de llover y cerró el paraguas—. Siempre tuve que empujarte un poco, ¿no?


Paula asintió. Era verdad. Envidiaba la capacidad de Marina para relacionarse con los hombres. Su pelo rojo y sus ojos verdes parecían atraerlos como abejas a la miel.


—Pero mírate ahora. Estás fantástica —dijo Marina, poniendo un brazo sobre sus hombros.


—Gracias —dijo Paula, que imaginaba su aspecto de rata mojada—. Y tú, ¿qué? Una autora famosa en Nueva York. Estoy impresionada —sonrió con admiración y abrió la puerta trasera del coche.


—Famosa aún no, pero estoy en ello. Vamos a subir el equipaje ahora que ha dejado de llover. Estoy segura de que quieres cambiarte —sacó la bolsa porta-trajes mientras Paula agarraba la maleta y la seguía hacia la casa.


—Te he preparado una habitación arriba —dijo Marina—. Mientras te cambias, prepararé té.


—Eso suena fantástico —dijo Pau, siguiéndola. 


—Pedro debería arreglar esto para que parezca una habitación de invitados —dijo Marina con un suspiro al abrir la puerta. Pau miró a su alrededor. Había algunos recuerdos del pasado de Pedro: un banderín de su facultad y una estantería llena de trofeos de fútbol y fotos enmarcadas—Pedro ahora tiene su dormitorio abajo —siguió Marina—, e ignora esta parte de la casa, excepto cuando yo vengo de visita.


—Siento mucho lo de tu divorcio, Marina. Ojalá... —comenzó a decir Pedro.


—No lo sientas —Marina movió la mano como si quisiera borrar el pensamiento—. Es agua pasada —sonrió con valentía.


Temiendo decir más, Paula dio un suave apretón al hombro de su amiga y dejó el tema.


—He vaciado un par de cajones y hay sitio en el armario —dijo Marina, señalando un tocador.


—Esto es mucho mejor que dormir en un motel —dijo Pau—. Por cierto, ¿dónde está Pedro?


—No estoy segura, pero aparecerá antes o después —Marina se detuvo en el umbral—. Es fantástico verte, Paula. Prepararé el té mientras te arreglas.


—De acuerdo. Estoy hecha un desastre —dijo Paula con una mueca, al verse en el espejo. La carcajada de Marina retumbó en el vestíbulo.


Paula volvió al espejo. «Desastre» no era la palabra adecuada; «horror» se acercaba más a la realidad. Su maquillaje había desaparecido, excepto por los círculos negros que rodeaban sus ojos, y el pelo le caía lacio y húmedo sobre la cara.


Colgó la bolsa porta-trajes en el armario, puso la maleta sobre la cama y sacó ropa interior seca. 


Se puso una bata y fue hacia la puerta. Se quedó inmóvil al ver la foto enmarcada que había en la estantería. Dejó la ropa en la cama, agarró la foto y la miró fijamente: era ella atrapada en una llave bajo el grueso brazo de Pedro. Sí, así era como recordaba a Pedro.


Miró otra: Pedro vestido de futbolista, con un trofeo en la mano. Inquieta, vio una foto más pequeña, sujeta entre el marco y el cristal, era ella, en su foto de graduación. Se preguntó por qué Pedro tenía esa foto allí.


Intrigada, Paula se metió en la ducha. Cuando acabó se puso un pantalón elástico y una enorme camiseta a juego. Se pasó un cepillo por el pelo húmedo y, tras echar una última ojeada a las fotos, bajó las escaleras.


Marina la recibió en el salón con el té y un plato de galletas. Se acurrucaron en sendos sillones, charlando y riendo como en los viejos tiempos, hasta que llegó el aroma de comida desde la cocina. Paula olfateó el aire.


—Voy a ver cómo va el guiso —dijo Marina, mirando su reloj de pulsera—; traeré la tetera para tomar otro té. La cena no es nada especial.


Especial o no, a Paula le daba igual. Tenía hambre y el aroma había excitado su paladar. 


Mientras Marina estaba en la cocina, se relajó en la silla y miró la habitación. Todo le traía recuerdos: cotilleos, noches durmiendo allí, tardes estudiando para los exámenes...


El golpe de una puerta interrumpió sus pensamientos. Una voz de hombre sonó en la cocina e, inconscientemente, se hundió en los cojines del sillón, esperando hacerse invisible si el intruso era Pedro… de lo que estaba casi segura.


—Sabía que llegarías a casa en cuanto se oliera a comida —oyó decir a Marina.


—Es que guisas muy bien —replicó él.


A Paula le gustó esa voz sonora y profunda. 


Dejándose vencer por la curiosidad, se inclinó hacia la puerta con la esperanza de echar una ojeada al gigante hecho adulto. Se oyó un ruido de metal, como una tapa de cacerola al caer y la exclamación de Marina.


—¿Qué te ha pasado? Estás hecho un desastre.


—Lo creas o no, he estado haciendo de «caballero andante» en la autopista —rió Pedro.


En la autopista. El recuerdo de esos impresionantes ojos inundó la mente de Paula y se quedó sin respiración. Era imposible.


—¿De quién es el coche que hay aparcado en la puerta? Me parece familiar —preguntó él con la boca llena, cerrando la puerta de la nevera.


—Es de Paula. Y deja de comer, Pedro. Cenaremos en cuanto haga la ensalada —bajó el tono de voz, pero Paula la oyó de todas formas—. Ya te dije que venía al centenario. Está en el salón.


Paula sonrió, preguntándose si Marina creía que estaba sorda.


—¡Eh, francesita! —gritó Pedro.


—No empieces con eso, Pedro —susurró Marina—. Prueba a decir «Paula». Os llevaréis mucho mejor.


—¡Eh, palillo! —el saludo de Pedro llegó al salón un segundo antes que su cuerpo




viernes, 25 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 3




Pedro esperó. Era una mujer atractiva y guapa, que le resultaba familiar. Exceptuando las curvas que se apreciaban bajo la ropa húmeda, se parecía vagamente al palillo de amiga que había tenido su hermana en el instituto.


Pero lo que se le había grabado en la mente no era su figura, sino sus ojos almendrados color avellana. Por no hablar de esos labios carnosos y suaves, que tanto le habría gustado besar.


Había estado a punto de preguntarle si era Paula, pero no lo hizo por temor a que sonara a la típica frase de ligue: «¿No te conozco de algo?». Dudaba que Pau se hubiera convertido en la sensual sirena que acababa de rescatar. 


Soltó una risita, asombrado por la sensación de anhelo que se había instalado en su estómago.


Cuando Pedro pensaba en romance, recordaba con desagrado la situación en la que se encontraba. Gerald Holmes lo había contratado para trabajar en el estudio de televisión, pero su bella hija se había convertido en una pesadilla. 


Había cometido el error de salir con ella un par de veces al principio y, aunque él había dado marcha atrás, ella no. Holmes lo había ascendido de recadero a corrector y después a reportero, y había empezado a preguntarse si los ascensos se debían a su talento o a la intervención de Patricia.


Pedro se encogió, volviendo a sentir la inseguridad de su adolescencia. En el instituto había triunfado jugando al fútbol americano, pero se sentía torpe y gordo, y ocultaba su incomodidad bromeando y armando jaleo. Su fuerte era el deporte, no las chicas. En la universidad no habían considerado que su talento para el fútbol fuera suficiente como para hacerle una oferta profesional. Se había dedicado a los medios informativos y había recuperado la confianza en sí mismo.


Su éxito era innegable. Recibía cartas de admiradores, tanto hombres como mujeres, que alababan su talento, encanto y atractivo. Se encargaba de retransmitir las noticias de última hora y, según decían, en la televisión parecía refinado y seguro de sí mismo.


Quizá por eso se había sentido atraído por la mujer empapada a la que había ayudado. Se había convertido en su héroe por una sola razón: era el hombre que la había salvado de los atracadores; el hombre que sabía cambiar una rueda.


A lo largo de los años, Pedro había ido transformando el exceso de grasa en músculos bien definidos, y ante las cámaras de televisión mostraba aplomo y confianza. Pero en su interior, cuando algo le importaba mucho, volvía a sentirse como el payaso barrigón que lo sabía todo sobre el fútbol pero nada sobre las mujeres.