viernes, 25 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 3




Pedro esperó. Era una mujer atractiva y guapa, que le resultaba familiar. Exceptuando las curvas que se apreciaban bajo la ropa húmeda, se parecía vagamente al palillo de amiga que había tenido su hermana en el instituto.


Pero lo que se le había grabado en la mente no era su figura, sino sus ojos almendrados color avellana. Por no hablar de esos labios carnosos y suaves, que tanto le habría gustado besar.


Había estado a punto de preguntarle si era Paula, pero no lo hizo por temor a que sonara a la típica frase de ligue: «¿No te conozco de algo?». Dudaba que Pau se hubiera convertido en la sensual sirena que acababa de rescatar. 


Soltó una risita, asombrado por la sensación de anhelo que se había instalado en su estómago.


Cuando Pedro pensaba en romance, recordaba con desagrado la situación en la que se encontraba. Gerald Holmes lo había contratado para trabajar en el estudio de televisión, pero su bella hija se había convertido en una pesadilla. 


Había cometido el error de salir con ella un par de veces al principio y, aunque él había dado marcha atrás, ella no. Holmes lo había ascendido de recadero a corrector y después a reportero, y había empezado a preguntarse si los ascensos se debían a su talento o a la intervención de Patricia.


Pedro se encogió, volviendo a sentir la inseguridad de su adolescencia. En el instituto había triunfado jugando al fútbol americano, pero se sentía torpe y gordo, y ocultaba su incomodidad bromeando y armando jaleo. Su fuerte era el deporte, no las chicas. En la universidad no habían considerado que su talento para el fútbol fuera suficiente como para hacerle una oferta profesional. Se había dedicado a los medios informativos y había recuperado la confianza en sí mismo.


Su éxito era innegable. Recibía cartas de admiradores, tanto hombres como mujeres, que alababan su talento, encanto y atractivo. Se encargaba de retransmitir las noticias de última hora y, según decían, en la televisión parecía refinado y seguro de sí mismo.


Quizá por eso se había sentido atraído por la mujer empapada a la que había ayudado. Se había convertido en su héroe por una sola razón: era el hombre que la había salvado de los atracadores; el hombre que sabía cambiar una rueda.


A lo largo de los años, Pedro había ido transformando el exceso de grasa en músculos bien definidos, y ante las cámaras de televisión mostraba aplomo y confianza. Pero en su interior, cuando algo le importaba mucho, volvía a sentirse como el payaso barrigón que lo sabía todo sobre el fútbol pero nada sobre las mujeres.




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