sábado, 26 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 4
Paula vio la señal que indicaba Está usted entrando en Royal Oak. Siguió la carretera y giró hacia Maple Street, mientras la asaltaban los recuerdos. Marina y ella habían pasado muchos días paseando por esa carretera. Desde que los padres de Paula se habían trasladado a Arizona y su hermano a Colorado, no había vuelto... hasta ese momento.
Aparcó ante la casa de madera de color amarillo y comprobó, con alivio, que la lluvia había amainado. Marina salió de la casa con un paraguas sobre la cabeza.
—¡Pau! —gritó, corriendo hacia ella. Paula saltó del coche y, olvidando su supuesta madurez, dio un grito típico de adolescente y abrió los brazos.
Marina le dio un gran abrazo. Después, la soltó y dio un paso hacia atrás.
—¡Puaj! ¿Qué te ha ocurrido?
—Tuve un pinchazo —Paula echó una ojeada a su elegante y compuesta amiga, segura de que, a su lado, parecía una vieja muñeca de trapo.
—¡Que horror! —exclamó Marina.
—Excepto por el tipo guapo que paró a ayudarme —dijo Paula, Sintiéndose como una colegiala.
—¿En serio? —Marina abrió los ojos de par en par—. Y... ¿cómo se llamaba?
—Cuando estás ahogándote, eso no se pregunta —replicó Paula encogiéndose de hombros.
—Mala señal, Paula —Marina sacó la mano, comprobó que había dejado de llover y cerró el paraguas—. Siempre tuve que empujarte un poco, ¿no?
Paula asintió. Era verdad. Envidiaba la capacidad de Marina para relacionarse con los hombres. Su pelo rojo y sus ojos verdes parecían atraerlos como abejas a la miel.
—Pero mírate ahora. Estás fantástica —dijo Marina, poniendo un brazo sobre sus hombros.
—Gracias —dijo Paula, que imaginaba su aspecto de rata mojada—. Y tú, ¿qué? Una autora famosa en Nueva York. Estoy impresionada —sonrió con admiración y abrió la puerta trasera del coche.
—Famosa aún no, pero estoy en ello. Vamos a subir el equipaje ahora que ha dejado de llover. Estoy segura de que quieres cambiarte —sacó la bolsa porta-trajes mientras Paula agarraba la maleta y la seguía hacia la casa.
—Te he preparado una habitación arriba —dijo Marina—. Mientras te cambias, prepararé té.
—Eso suena fantástico —dijo Pau, siguiéndola.
—Pedro debería arreglar esto para que parezca una habitación de invitados —dijo Marina con un suspiro al abrir la puerta. Pau miró a su alrededor. Había algunos recuerdos del pasado de Pedro: un banderín de su facultad y una estantería llena de trofeos de fútbol y fotos enmarcadas—Pedro ahora tiene su dormitorio abajo —siguió Marina—, e ignora esta parte de la casa, excepto cuando yo vengo de visita.
—Siento mucho lo de tu divorcio, Marina. Ojalá... —comenzó a decir Pedro.
—No lo sientas —Marina movió la mano como si quisiera borrar el pensamiento—. Es agua pasada —sonrió con valentía.
Temiendo decir más, Paula dio un suave apretón al hombro de su amiga y dejó el tema.
—He vaciado un par de cajones y hay sitio en el armario —dijo Marina, señalando un tocador.
—Esto es mucho mejor que dormir en un motel —dijo Pau—. Por cierto, ¿dónde está Pedro?
—No estoy segura, pero aparecerá antes o después —Marina se detuvo en el umbral—. Es fantástico verte, Paula. Prepararé el té mientras te arreglas.
—De acuerdo. Estoy hecha un desastre —dijo Paula con una mueca, al verse en el espejo. La carcajada de Marina retumbó en el vestíbulo.
Paula volvió al espejo. «Desastre» no era la palabra adecuada; «horror» se acercaba más a la realidad. Su maquillaje había desaparecido, excepto por los círculos negros que rodeaban sus ojos, y el pelo le caía lacio y húmedo sobre la cara.
Colgó la bolsa porta-trajes en el armario, puso la maleta sobre la cama y sacó ropa interior seca.
Se puso una bata y fue hacia la puerta. Se quedó inmóvil al ver la foto enmarcada que había en la estantería. Dejó la ropa en la cama, agarró la foto y la miró fijamente: era ella atrapada en una llave bajo el grueso brazo de Pedro. Sí, así era como recordaba a Pedro.
Miró otra: Pedro vestido de futbolista, con un trofeo en la mano. Inquieta, vio una foto más pequeña, sujeta entre el marco y el cristal, era ella, en su foto de graduación. Se preguntó por qué Pedro tenía esa foto allí.
Intrigada, Paula se metió en la ducha. Cuando acabó se puso un pantalón elástico y una enorme camiseta a juego. Se pasó un cepillo por el pelo húmedo y, tras echar una última ojeada a las fotos, bajó las escaleras.
Marina la recibió en el salón con el té y un plato de galletas. Se acurrucaron en sendos sillones, charlando y riendo como en los viejos tiempos, hasta que llegó el aroma de comida desde la cocina. Paula olfateó el aire.
—Voy a ver cómo va el guiso —dijo Marina, mirando su reloj de pulsera—; traeré la tetera para tomar otro té. La cena no es nada especial.
Especial o no, a Paula le daba igual. Tenía hambre y el aroma había excitado su paladar.
Mientras Marina estaba en la cocina, se relajó en la silla y miró la habitación. Todo le traía recuerdos: cotilleos, noches durmiendo allí, tardes estudiando para los exámenes...
El golpe de una puerta interrumpió sus pensamientos. Una voz de hombre sonó en la cocina e, inconscientemente, se hundió en los cojines del sillón, esperando hacerse invisible si el intruso era Pedro… de lo que estaba casi segura.
—Sabía que llegarías a casa en cuanto se oliera a comida —oyó decir a Marina.
—Es que guisas muy bien —replicó él.
A Paula le gustó esa voz sonora y profunda.
Dejándose vencer por la curiosidad, se inclinó hacia la puerta con la esperanza de echar una ojeada al gigante hecho adulto. Se oyó un ruido de metal, como una tapa de cacerola al caer y la exclamación de Marina.
—¿Qué te ha pasado? Estás hecho un desastre.
—Lo creas o no, he estado haciendo de «caballero andante» en la autopista —rió Pedro.
En la autopista. El recuerdo de esos impresionantes ojos inundó la mente de Paula y se quedó sin respiración. Era imposible.
—¿De quién es el coche que hay aparcado en la puerta? Me parece familiar —preguntó él con la boca llena, cerrando la puerta de la nevera.
—Es de Paula. Y deja de comer, Pedro. Cenaremos en cuanto haga la ensalada —bajó el tono de voz, pero Paula la oyó de todas formas—. Ya te dije que venía al centenario. Está en el salón.
Paula sonrió, preguntándose si Marina creía que estaba sorda.
—¡Eh, francesita! —gritó Pedro.
—No empieces con eso, Pedro —susurró Marina—. Prueba a decir «Paula». Os llevaréis mucho mejor.
—¡Eh, palillo! —el saludo de Pedro llegó al salón un segundo antes que su cuerpo
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