sábado, 26 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 5




¡Eras tú! —dijeron Pedro y Paula al unísono. Él se paró tan bruscamente que derramó un poco de leche y una galleta rodó por la alfombra y se detuvo a los pies de Paula; él recorrió la esbelta pierna con la mirada, subiendo hasta el sensual cuerpo que ocultaba la enorme camiseta. 


Cuando llegó al rostro vio un asombro equivalente al que experimentaba él mismo.


Intentó recuperar la compostura y conjuró mentalmente la imagen de la esquelética amiga de su hermana: un poste de pelo liso y oscuro, ojos preciosos y enormes. Los ojos eran los mismos, enmarcados por pestañas largas y oscuras. Pero su figura había envejecido como el mejor borgoña. La camiseta ocultaba su cuerpo, pero Pedro recordaba bien las deliciosas curvas que habían sido aparentes bajo la blusa empapada. Cerró la boca y tragó saliva.


—¿Qué te ha ocurrido, Paula? Antes me pareció que me resultabas familiar, pero no podía creerme que fueras tú.


Decidió olvidar para siempre el apelativo de «palillo». Teniendo en cuenta su apellido francés y esos sensuales labios que tanto lo atraían, decidió que «francesita» aún podía servir.


—No te has olvidado de mí, ¿verdad? —preguntó, al ver que ella no contestaba.


—¿Cómo podría hacerlo? —Paula puso los ojos en blanco e hizo una mueca—. Es como preguntar si me olvidé de que existe la peste.


Reaccionando, Pedro se acercó a ella y recogió la galleta del suelo. Le puso un brazo sobre los hombros y le dio un apretón cariñoso. Ese mínimo contacto hizo que su corazón brincara como un yo-yo.


—No era tan terrible, ¿o sí?


—No preguntes —replicó ella con sarcasmo.


—Entonces éramos unos crios —se excusó Pedro. Sabía que había sido horroroso—. Ahora tengo veintiséis años, no dieciséis.


—Yo tengo veintiocho —comentó Paula—. Los cumplí el mes pasado.


—Feliz cumpleaños —dijo Pedro—. No parece que tengas más de veinticinco.


Paula agradeció el comentario con desgana.


—Ahora que eso está aclarado, démonos la mano y olvidemos el pasado. Piensa en el galante caballero que te cambió la rueda y no te robó el coche —Pedro apartó el brazo de su hombro y le ofreció la mano.


—De acuerdo, Pedro, pero no prometo nada —dijo ella aceptando el gesto—. Tendrás que demostrarlo.


—Disfrutaré haciéndolo, Pau —sonrió Pedro, reteniendo su mano. Ella reflexionó un instante y, sonrojándose, retiró la mano.


—Fuiste muy agradable esta tarde cuando era una desconocida, pero ahora vuelvo a ser la misma «francesita» de siempre. Lo creeré cuando lo vea. O, mejor dicho, cuando lo oiga.


—No la misma «francesita» —contradijo él. Había sido un auténtico bruto años antes y quería dar una nueva imagen—. Pareces una nueva. Estás fantástica. Me alegro mucho de verte.


—Gracias. Supongo que eso es un cumplido —dijo ella un segundo después, cambiando su mueca por una sonrisa amable.


—Lo digo de corazón —replicó él, sorprendido al comprender que lo decía totalmente en serio. 
Sintió una oleada de placer al pensar que disfrutaría de su compañía durante el resto de la tarde. Pero recordó que tenía una reunión de trabajo y pasar la tarde en el estudio no le apetecía nada habiendo una mujer encantadora en el salón de su casa—. Antes de decir más de lo que debo, voy a ver cómo va la cena —dijo Pedro dando un paso atrás y guiñándole un ojo—. Hablaremos después.


La frase, que solía utilizar con sus admiradoras femeninas en sus apariciones públicas, sonó hueca y vacía. Pedro estuvo seguro de que eso le había parecido a Paula, que lo miró como miraría a una lombriz que se encontrara en la acera.


Pedro inspiró con fuerza y salió de la habitación. 


Necesitaba pensar. Tenía que idear un plan si quería que Paula confiara en él, ahora que había reaparecido en su vida. Se detuvo en el umbral de la cocina, preguntándose qué podía importarle lo que pensara ella. Habían pasado diez años desde su último contacto. Esos diez años los habían cambiado a los dos. Por lo que Marina le había contado, Paula había hecho realidad su sueño. Era una exitosa mujer de negocios, mientras que él seguía luchando por alcanzar su meta en la televisión.


Esa realidad fue como una bofetada. Se preguntó a quién quería engañar. Su falta de confianza en sí mismo le destempló los nervios. 


Quizá, es vez de hacer un plan, se dejaría llevar por la corriente.


FINJAMOS: CAPITULO 4




Paula vio la señal que indicaba Está usted entrando en Royal Oak. Siguió la carretera y giró hacia Maple Street, mientras la asaltaban los recuerdos. Marina y ella habían pasado muchos días paseando por esa carretera. Desde que los padres de Paula se habían trasladado a Arizona y su hermano a Colorado, no había vuelto... hasta ese momento.



Aparcó ante la casa de madera de color amarillo y comprobó, con alivio, que la lluvia había amainado. Marina salió de la casa con un paraguas sobre la cabeza.


—¡Pau! —gritó, corriendo hacia ella. Paula saltó del coche y, olvidando su supuesta madurez, dio un grito típico de adolescente y abrió los brazos. 


Marina le dio un gran abrazo. Después, la soltó y dio un paso hacia atrás.


—¡Puaj! ¿Qué te ha ocurrido?


—Tuve un pinchazo —Paula echó una ojeada a su elegante y compuesta amiga, segura de que, a su lado, parecía una vieja muñeca de trapo.


—¡Que horror! —exclamó Marina.


—Excepto por el tipo guapo que paró a ayudarme —dijo Paula, Sintiéndose como una colegiala.


—¿En serio? —Marina abrió los ojos de par en par—. Y... ¿cómo se llamaba?


—Cuando estás ahogándote, eso no se pregunta —replicó Paula encogiéndose de hombros.


—Mala señal, Paula —Marina sacó la mano, comprobó que había dejado de llover y cerró el paraguas—. Siempre tuve que empujarte un poco, ¿no?


Paula asintió. Era verdad. Envidiaba la capacidad de Marina para relacionarse con los hombres. Su pelo rojo y sus ojos verdes parecían atraerlos como abejas a la miel.


—Pero mírate ahora. Estás fantástica —dijo Marina, poniendo un brazo sobre sus hombros.


—Gracias —dijo Paula, que imaginaba su aspecto de rata mojada—. Y tú, ¿qué? Una autora famosa en Nueva York. Estoy impresionada —sonrió con admiración y abrió la puerta trasera del coche.


—Famosa aún no, pero estoy en ello. Vamos a subir el equipaje ahora que ha dejado de llover. Estoy segura de que quieres cambiarte —sacó la bolsa porta-trajes mientras Paula agarraba la maleta y la seguía hacia la casa.


—Te he preparado una habitación arriba —dijo Marina—. Mientras te cambias, prepararé té.


—Eso suena fantástico —dijo Pau, siguiéndola. 


—Pedro debería arreglar esto para que parezca una habitación de invitados —dijo Marina con un suspiro al abrir la puerta. Pau miró a su alrededor. Había algunos recuerdos del pasado de Pedro: un banderín de su facultad y una estantería llena de trofeos de fútbol y fotos enmarcadas—Pedro ahora tiene su dormitorio abajo —siguió Marina—, e ignora esta parte de la casa, excepto cuando yo vengo de visita.


—Siento mucho lo de tu divorcio, Marina. Ojalá... —comenzó a decir Pedro.


—No lo sientas —Marina movió la mano como si quisiera borrar el pensamiento—. Es agua pasada —sonrió con valentía.


Temiendo decir más, Paula dio un suave apretón al hombro de su amiga y dejó el tema.


—He vaciado un par de cajones y hay sitio en el armario —dijo Marina, señalando un tocador.


—Esto es mucho mejor que dormir en un motel —dijo Pau—. Por cierto, ¿dónde está Pedro?


—No estoy segura, pero aparecerá antes o después —Marina se detuvo en el umbral—. Es fantástico verte, Paula. Prepararé el té mientras te arreglas.


—De acuerdo. Estoy hecha un desastre —dijo Paula con una mueca, al verse en el espejo. La carcajada de Marina retumbó en el vestíbulo.


Paula volvió al espejo. «Desastre» no era la palabra adecuada; «horror» se acercaba más a la realidad. Su maquillaje había desaparecido, excepto por los círculos negros que rodeaban sus ojos, y el pelo le caía lacio y húmedo sobre la cara.


Colgó la bolsa porta-trajes en el armario, puso la maleta sobre la cama y sacó ropa interior seca. 


Se puso una bata y fue hacia la puerta. Se quedó inmóvil al ver la foto enmarcada que había en la estantería. Dejó la ropa en la cama, agarró la foto y la miró fijamente: era ella atrapada en una llave bajo el grueso brazo de Pedro. Sí, así era como recordaba a Pedro.


Miró otra: Pedro vestido de futbolista, con un trofeo en la mano. Inquieta, vio una foto más pequeña, sujeta entre el marco y el cristal, era ella, en su foto de graduación. Se preguntó por qué Pedro tenía esa foto allí.


Intrigada, Paula se metió en la ducha. Cuando acabó se puso un pantalón elástico y una enorme camiseta a juego. Se pasó un cepillo por el pelo húmedo y, tras echar una última ojeada a las fotos, bajó las escaleras.


Marina la recibió en el salón con el té y un plato de galletas. Se acurrucaron en sendos sillones, charlando y riendo como en los viejos tiempos, hasta que llegó el aroma de comida desde la cocina. Paula olfateó el aire.


—Voy a ver cómo va el guiso —dijo Marina, mirando su reloj de pulsera—; traeré la tetera para tomar otro té. La cena no es nada especial.


Especial o no, a Paula le daba igual. Tenía hambre y el aroma había excitado su paladar. 


Mientras Marina estaba en la cocina, se relajó en la silla y miró la habitación. Todo le traía recuerdos: cotilleos, noches durmiendo allí, tardes estudiando para los exámenes...


El golpe de una puerta interrumpió sus pensamientos. Una voz de hombre sonó en la cocina e, inconscientemente, se hundió en los cojines del sillón, esperando hacerse invisible si el intruso era Pedro… de lo que estaba casi segura.


—Sabía que llegarías a casa en cuanto se oliera a comida —oyó decir a Marina.


—Es que guisas muy bien —replicó él.


A Paula le gustó esa voz sonora y profunda. 


Dejándose vencer por la curiosidad, se inclinó hacia la puerta con la esperanza de echar una ojeada al gigante hecho adulto. Se oyó un ruido de metal, como una tapa de cacerola al caer y la exclamación de Marina.


—¿Qué te ha pasado? Estás hecho un desastre.


—Lo creas o no, he estado haciendo de «caballero andante» en la autopista —rió Pedro.


En la autopista. El recuerdo de esos impresionantes ojos inundó la mente de Paula y se quedó sin respiración. Era imposible.


—¿De quién es el coche que hay aparcado en la puerta? Me parece familiar —preguntó él con la boca llena, cerrando la puerta de la nevera.


—Es de Paula. Y deja de comer, Pedro. Cenaremos en cuanto haga la ensalada —bajó el tono de voz, pero Paula la oyó de todas formas—. Ya te dije que venía al centenario. Está en el salón.


Paula sonrió, preguntándose si Marina creía que estaba sorda.


—¡Eh, francesita! —gritó Pedro.


—No empieces con eso, Pedro —susurró Marina—. Prueba a decir «Paula». Os llevaréis mucho mejor.


—¡Eh, palillo! —el saludo de Pedro llegó al salón un segundo antes que su cuerpo




viernes, 25 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 3




Pedro esperó. Era una mujer atractiva y guapa, que le resultaba familiar. Exceptuando las curvas que se apreciaban bajo la ropa húmeda, se parecía vagamente al palillo de amiga que había tenido su hermana en el instituto.


Pero lo que se le había grabado en la mente no era su figura, sino sus ojos almendrados color avellana. Por no hablar de esos labios carnosos y suaves, que tanto le habría gustado besar.


Había estado a punto de preguntarle si era Paula, pero no lo hizo por temor a que sonara a la típica frase de ligue: «¿No te conozco de algo?». Dudaba que Pau se hubiera convertido en la sensual sirena que acababa de rescatar. 


Soltó una risita, asombrado por la sensación de anhelo que se había instalado en su estómago.


Cuando Pedro pensaba en romance, recordaba con desagrado la situación en la que se encontraba. Gerald Holmes lo había contratado para trabajar en el estudio de televisión, pero su bella hija se había convertido en una pesadilla. 


Había cometido el error de salir con ella un par de veces al principio y, aunque él había dado marcha atrás, ella no. Holmes lo había ascendido de recadero a corrector y después a reportero, y había empezado a preguntarse si los ascensos se debían a su talento o a la intervención de Patricia.


Pedro se encogió, volviendo a sentir la inseguridad de su adolescencia. En el instituto había triunfado jugando al fútbol americano, pero se sentía torpe y gordo, y ocultaba su incomodidad bromeando y armando jaleo. Su fuerte era el deporte, no las chicas. En la universidad no habían considerado que su talento para el fútbol fuera suficiente como para hacerle una oferta profesional. Se había dedicado a los medios informativos y había recuperado la confianza en sí mismo.


Su éxito era innegable. Recibía cartas de admiradores, tanto hombres como mujeres, que alababan su talento, encanto y atractivo. Se encargaba de retransmitir las noticias de última hora y, según decían, en la televisión parecía refinado y seguro de sí mismo.


Quizá por eso se había sentido atraído por la mujer empapada a la que había ayudado. Se había convertido en su héroe por una sola razón: era el hombre que la había salvado de los atracadores; el hombre que sabía cambiar una rueda.


A lo largo de los años, Pedro había ido transformando el exceso de grasa en músculos bien definidos, y ante las cámaras de televisión mostraba aplomo y confianza. Pero en su interior, cuando algo le importaba mucho, volvía a sentirse como el payaso barrigón que lo sabía todo sobre el fútbol pero nada sobre las mujeres.




FINJAMOS: CAPITULO 2




Cuando Pau volvió a centrarse, se fijó en los ríos de agua que recorrían los brazos del desconocido y chorreaban codo abajo. No sabía qué habría hecho sin él.


—Siento que te hayas mojado tanto. No sabes cuánto te agradezco que no pasaras de largo... como tantos otros.


—No creas que no lo pensé, pero soy demasiado caballeroso —se giró hacia ella y guiñó un burlón ojo azul. A Pau se le aceleró el pulso.


—Guando paraste, tuve miedo de que fueras un atracador —confesó Pau con una risita.


Él dejó caer la rueda en el suelo y ella siguió su caída con la vista, subiendo después por sus largas piernas, caderas estrechas y estómago prieto.


—¿Decepcionada? —preguntó él.


Pau alzó la cabeza y vio que él miraba la zona que ella acababa de examinar, la que estaba más debajo de su cintura. Se ruborizó intensamente.


—¿Decepcionada? No sé a qué te refieres.


—Decepcionada porque no sea un atracador —dijo él torciendo la boca con una media sonrisa.


—Oh, solo un poco —replicó ella, dedicándole una sonrisa de actriz de cine, aunque algo humillada. Él no se movió y, durante un instante, Paula creyó reconocerlo. Lo estudió y negó mentalmente con la cabeza. No. No podía ser.


—¿Te resguarda bien el paraguas? —preguntó él, agachándose junto a la rueda y titubeando como si esperara algo.


—En realidad no —replicó ella. De repente, su dura cabeza comprendió la razón de la pregunta. Su función era protegerlo a él con el paraguas, no a sí misma. Turbada, lo puso sobre él mientras aflojaba la rueda.


Cuando situó el gato en posición, Pau perdió el interés en la rueda y en el paraguas y se concentró en sus largas y fuertes piernas, embutidas en unos vaqueros empapados y muy ajustados que se acoplaban perfectamente a un trasero prieto y bien formado.


Incómoda con su observación, Pau volvió a mirar la rueda, diciéndose que quizá debería volver a incluir las aventuras en su agenda.


—Yo no me fiaría de esta rueda de repuesto —dijo el hombre—. Me parece que está pasada. Yo que tú la arreglaría cuanto antes —quitó el gato, se puso en pie y guardó la rueda pinchada y el gato en el maletero—. Pero aguantará de momento. Estrechó los ojos, escrutando su rostro, y entreabrio la boca como si quisiera hacerle una pregunta. Pero volvió a cerrarla y sonrió.


—Muchas gracias —dijo ella, mirando la lluvia que le caía por la barbilla. Nunca se había encontrado con alguien tan guapo... Pau se detuvo a medio pensamiento. Nunca se había encontrado con alguien tan caballeroso; recordó sus modales—. Permite que te dé algo por tu ayuda.


—De acuerdo —dijo él sin dudarlo, y extendió la mano.


Paula, que esperaba un «no gracias», disimuló su asombro. Mientras metía la mano en el bolso, oyó una carcajada. Alzó la vista.


—Me conformaré con mi paraguas —dijo él. Ella miró la tela negra que la protegía de la lluvia, mientras él esperaba como Neptuno saliendo de las aguas. Le dio el paraguas.


—Perdón. Soy algo despistada.


—¿En serio? No me había dado cuenta —agarró el paraguas y despidiéndose con la mano volvió a su coche. Encendió el motor y, en vez de marcharse, esperó a que lo arrancara ella.


Aún existía la galantería. Empapada, Pau subió al coche, comprendiendo que acababa de permitir que el hombre de sus sueños se le escapara entre los dedos sin tocarlo. Sonriendo por su ridícula fantasía, se incorporó al tráfico.




FINJAMOS: CAPITULO 1




¡Maldición! Esforzándose en ver más allá de la  cortina de agua contra la que nada podían los limpiaparabrisas, Paula Chaves sintió el ruido sordo de un pinchazo.


Había recorrido cuatrocientos kilómetros desde Cincinnati sin ningún problema y estaba a tres kilómetros de su destino, Royal Oak. Pero estar cerca no era estar allí.


Se retiró al arcén de la autopista y dio un puñetazo en el volante. El veranillo de San Martín, que llevaba imaginando todo el día, se esfumó de su mente como las hojas doradas que se llevaba el viento. El cielo estaba oscuro y tormentoso, y los muros de la autopista la rodeaban como un cañón de cemento. Lo único que veía en su imaginación era su propio cuerpo ahogado flotando en la autopista… perdido para siempre.


Desde que había recibido la llamada de Marina Sullivan, dos semanas antes, Paula se lo había pensada dos, tres y cuatro veces. Volver a casa para la celebración del centenario del instituto y ver a su mejor amiga era una idea maravillosa, pero vivir en la misma casa que el hermano menor de Marina, Pedro Alfonso , le apetecía menos que un dolor de muelas.


Pau no había visto al enorme y detestable jugador de fútbol desde que acabó el instituto, cuando a él aún le faltaban dos años para hacerlo. Pero no lo había olvidado, había sido su tormento durante años. Si volvía a llamarla «Palillo» o «Francesita», lo mataría.


Miró cómo las luces traseras de coche tras coche desaparecían a toda velocidad.


Parecía que si quería seguir su camino, tendría que ser ella misma quien cambiara la rueda, y no lo había hecho en su vida. Mientras observaba la imparable tromba de agua, se preguntó temerosa si esa sería la autopista de Detroit en la que se habían producido tantos robos y asaltos a conductores.


El cielo seguía de color gris pizarra y no parecía que la lluvia fuera a amainar. Con un suspiro, se armó de valor y oprimió el botón que abría el maletero. Quizá encontrara algo útil allí.


Pau salió del coche pensando en su precioso paraguas de colores, colgado en el perchero de casa. Unos segundos después, completamente empapada, abrió el maletero; allí solo había una rasqueta para el hielo. Los chorros de agua que le caían por el rostro se unieron a sus lágrimas. 


Se miró la blusa empapada, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, y se sintió fatal.


Unos faros iluminaron el interior del maletero. 


Pau se dio la vuelta asustada y miró el coche que se detenía, preguntándose si lo hacía para ofrecer ayuda o por razones más inquietantes.


Un hombre alto y fornido salió del coche, abriendo un paraguas negro. Iluminado desde atrás por los faros, su espalda parecía ancha y atlética, de gigante.


Esforzándose por ver su rostro, Pau observó al desconocido, que cruzaba los charcos en su dirección. Decidió que no era muy probable que un ladrón utilizara paraguas.


—¿Algún problema? —preguntó él, protegiéndola con el paraguas. Ella se sintió envuelta por un olor fresco y boscoso. 


Sintió vergüenza al imaginarse el aspecto que tendría con el pelo empapado y pegado a la cabeza.


—Un pinchazo —replicó Pau, atisbando de reojo su interesante rostro. Señaló la rueda trasera—. Parece que no tengo rueda de repuesto ni una de esas... bombas.


—¿Una de esas bombas? —repitió él, arrugando los ojos. El gesto le resultó familiar a
Pau.


—Ya sabes, una de esas cosas para levantar el coche —explicó, haciendo un gesto con la mano.


—¿Un gato? —dijo él con voz sonora y divertida.


—Un gato —farfulló ella, humillada. Fijó la vista en la rueda, convencida de que probablemente tenía la cara llena de churretones de rimel negro.


Pero no tenía por qué haberse preocupado. El hombre no miraba su rostro. Tenía los ojos clavados en la blusa empapada, tan pegada al cuerpo que no dejaba lugar a la imaginación. Al ver sus senos tan claramente como si estuviera desnuda, Pau gimió y alzó una mano para taparse. Él alzó los ojos e hizo una mueca.


—Supongo que será mejor que encuentre «la bomba». ¿Puedes sujetar el paraguas? —metió la mano en el maletero, alzó una sección del fondo y para sorpresa de Pau, debajo había una rueda de repuesto y un gato—. Vaya, mira lo que hay aquí — exclamó él, mirándola de reojo.


—Gracias. Ahora ya sé dónde buscar —se retorció de vergüenza por su ignorancia.


Tenía que poner «mantenimiento del coche» en su lista de cosas pendientes. A los veintiocho años, ya iba siendo hora de que aprendiera algo al respecto.


—Es una lástima que escogieras tan mal día para un pinchazo. Si no, te daría una lección —dijo él, sacando la rueda de repuesto.


Pau se preguntó si le había leído la mente, mientras observaba su ancha espalda y sus musculosos brazos. Pensó que no le importaría nada que le diera lecciones.


Inmediatamente, aparcó esa fantasía en la zona de su mente destinada a basura.


Llevaba mucho tiempo dedicándose a su floreciente negocio de catering, atada a la cocina, con los dedos llenos de masa y cubierta de harina. El menú del día no incluía aventuras.





FINJAMOS: SINOPSIS



En el instituto, Pedro Alfonso había sido la pesadilla de Paula Chaves...


Ahora, sin embargo, era un atractivo soltero con una sonrisa irresistible. No era de extrañar que Pau hubiera accedido a hacerse pasar por su amada novia para ayudarlo a conseguir un ascenso en su empresa. En poco tiempo, Pau se dio cuenta de que deseaba con todas sus fuerzas que Pedro hubiera cambiado de verdad, porque su impostado romance se estaba volviendo cada vez más real...


Pedro apenas podía creer que aquella chica delgaducha a la que tanto había atormentado se hubiera convertido en una mujer irresistible. Y él se moría de ganas de demostrarle lo que sentía por ella. ¿Sería posible que dos antiguos enemigos se convirtieran en amantes? Por su parte, Pedro estaba totalmente seguro de que las cosas serían mucho mejores cuando dejaran de fingir.