viernes, 25 de enero de 2019
FINJAMOS: CAPITULO 1
¡Maldición! Esforzándose en ver más allá de la cortina de agua contra la que nada podían los limpiaparabrisas, Paula Chaves sintió el ruido sordo de un pinchazo.
Había recorrido cuatrocientos kilómetros desde Cincinnati sin ningún problema y estaba a tres kilómetros de su destino, Royal Oak. Pero estar cerca no era estar allí.
Se retiró al arcén de la autopista y dio un puñetazo en el volante. El veranillo de San Martín, que llevaba imaginando todo el día, se esfumó de su mente como las hojas doradas que se llevaba el viento. El cielo estaba oscuro y tormentoso, y los muros de la autopista la rodeaban como un cañón de cemento. Lo único que veía en su imaginación era su propio cuerpo ahogado flotando en la autopista… perdido para siempre.
Desde que había recibido la llamada de Marina Sullivan, dos semanas antes, Paula se lo había pensada dos, tres y cuatro veces. Volver a casa para la celebración del centenario del instituto y ver a su mejor amiga era una idea maravillosa, pero vivir en la misma casa que el hermano menor de Marina, Pedro Alfonso , le apetecía menos que un dolor de muelas.
Pau no había visto al enorme y detestable jugador de fútbol desde que acabó el instituto, cuando a él aún le faltaban dos años para hacerlo. Pero no lo había olvidado, había sido su tormento durante años. Si volvía a llamarla «Palillo» o «Francesita», lo mataría.
Miró cómo las luces traseras de coche tras coche desaparecían a toda velocidad.
Parecía que si quería seguir su camino, tendría que ser ella misma quien cambiara la rueda, y no lo había hecho en su vida. Mientras observaba la imparable tromba de agua, se preguntó temerosa si esa sería la autopista de Detroit en la que se habían producido tantos robos y asaltos a conductores.
El cielo seguía de color gris pizarra y no parecía que la lluvia fuera a amainar. Con un suspiro, se armó de valor y oprimió el botón que abría el maletero. Quizá encontrara algo útil allí.
Pau salió del coche pensando en su precioso paraguas de colores, colgado en el perchero de casa. Unos segundos después, completamente empapada, abrió el maletero; allí solo había una rasqueta para el hielo. Los chorros de agua que le caían por el rostro se unieron a sus lágrimas.
Se miró la blusa empapada, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, y se sintió fatal.
Unos faros iluminaron el interior del maletero.
Pau se dio la vuelta asustada y miró el coche que se detenía, preguntándose si lo hacía para ofrecer ayuda o por razones más inquietantes.
Un hombre alto y fornido salió del coche, abriendo un paraguas negro. Iluminado desde atrás por los faros, su espalda parecía ancha y atlética, de gigante.
Esforzándose por ver su rostro, Pau observó al desconocido, que cruzaba los charcos en su dirección. Decidió que no era muy probable que un ladrón utilizara paraguas.
—¿Algún problema? —preguntó él, protegiéndola con el paraguas. Ella se sintió envuelta por un olor fresco y boscoso.
Sintió vergüenza al imaginarse el aspecto que tendría con el pelo empapado y pegado a la cabeza.
—Un pinchazo —replicó Pau, atisbando de reojo su interesante rostro. Señaló la rueda trasera—. Parece que no tengo rueda de repuesto ni una de esas... bombas.
—¿Una de esas bombas? —repitió él, arrugando los ojos. El gesto le resultó familiar a
Pau.
—Ya sabes, una de esas cosas para levantar el coche —explicó, haciendo un gesto con la mano.
—¿Un gato? —dijo él con voz sonora y divertida.
—Un gato —farfulló ella, humillada. Fijó la vista en la rueda, convencida de que probablemente tenía la cara llena de churretones de rimel negro.
Pero no tenía por qué haberse preocupado. El hombre no miraba su rostro. Tenía los ojos clavados en la blusa empapada, tan pegada al cuerpo que no dejaba lugar a la imaginación. Al ver sus senos tan claramente como si estuviera desnuda, Pau gimió y alzó una mano para taparse. Él alzó los ojos e hizo una mueca.
—Supongo que será mejor que encuentre «la bomba». ¿Puedes sujetar el paraguas? —metió la mano en el maletero, alzó una sección del fondo y para sorpresa de Pau, debajo había una rueda de repuesto y un gato—. Vaya, mira lo que hay aquí — exclamó él, mirándola de reojo.
—Gracias. Ahora ya sé dónde buscar —se retorció de vergüenza por su ignorancia.
Tenía que poner «mantenimiento del coche» en su lista de cosas pendientes. A los veintiocho años, ya iba siendo hora de que aprendiera algo al respecto.
—Es una lástima que escogieras tan mal día para un pinchazo. Si no, te daría una lección —dijo él, sacando la rueda de repuesto.
Pau se preguntó si le había leído la mente, mientras observaba su ancha espalda y sus musculosos brazos. Pensó que no le importaría nada que le diera lecciones.
Inmediatamente, aparcó esa fantasía en la zona de su mente destinada a basura.
Llevaba mucho tiempo dedicándose a su floreciente negocio de catering, atada a la cocina, con los dedos llenos de masa y cubierta de harina. El menú del día no incluía aventuras.
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