martes, 22 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 66




—No me gusta estar aquí abajo —dijo Daphne.


Sara le tomó la mano.


—No tengas miedo. Es muy emocionante. Como una aventura.


—Mientras no nos encuentren… —advirtió Jessica—. Si nos encuentran fuera de la cama, vamos a tener problemas.


—¿Qué es ese ruido?


—Seguramente una rata. Hay ratas por todas partes. Pero ellas también nos tienen miedo.


Sara siempre era la más valiente.


—Seguro que no tanto miedo como yo.


—Deberían dejarnos tener un gato.


—Sí, claro, como que nos van a dejar tener una mascota.


—Yo quiero vivir con una familia, en vez de en este viejo caserón —se lamentó Daphne—. Así podría tener una mascota.


—Pero entonces no podrías estar con tus mejores amigas, porque no estarías aquí.


—Sí, claro.


—Juguemos a algo.


—¿A qué podemos jugar sí lo único que tenemos es una linterna?


—Juguemos a los deseos.


—Me gustaría ir a Disney World —dijo Jessica—. Y vivir en el castillo de Cenicienta.


—Pero tendrías que besar al príncipe. ¡Qué asco! —dijo Sarah.


Rieron las tres. En realidad aquello ya no daba ningún miedo, pensó Daphne. Era divertido. Le gustaba tener dos buenas amigas.


—A mí me gustaría tener una casa y una familia con abuelos, tíos, primos y montones de personas con las que jugar.


—Espera un momento. He vuelto a oír un ruido —dijo Jessica—. Y no es una rata.


—Yo también lo he oído.


—Es un bebé. El fantasma de un bebé.


Ninguna de ellas rió en aquella ocasión. El llanto parecía proceder del interior de la pared.


—Estrechémonos las manos —dijo Sara—. Apretaos muy fuerte. Si permanecemos juntas, no nos harán daño. Los fantasmas no pueden romper los círculos de la amistad.


Se estrecharon las manos con fuerza, pero el bebé continuaba llorando. Y no parecía un fantasma en absoluto.


—Creo que eso es lo que pasa cuando te portas mal. Como cuando bajas al sótano después de que apaguen la luz. Te entierran en la pared y no puedes volver a salir nunca.


—Quiero ir a mi habitación —dijo Daphne—. No quiero que me entierren en una pared.


Sin soltarse las manos, subieron las escaleras frías y oscuras. Y el bebé continuaba llorando.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 65




Pedro se dirigía hacia la casa de los Mitchell cuando recibió la llamada del policía que había estado patrullando la zona.


—¿Qué has encontrado? —le preguntó inmediatamente.


—La ventana del dormitorio parece haber sido forzada desde fuera. Y hay huellas recientes en la parte de atrás de la casa.


—De modo que el tipo ha aparcado allí y ha ido directamente a buscarla.


—Sí, también hay huellas de neumáticos cerca de la casa. De un vehículo grande.  Probablemente una furgoneta o una camioneta.


—Es posible que tenga que volver a enviarte al escenario del crimen.


—Como quieras, siempre y cuando no tenga que volver a tratar con los familiares de la víctima.


—Supongo que estarán muy afectados.


—La señora Mitchell está histérica. Y su marido lívido. Al parecer, había desconectado la alarma de su casa antes de salir a pasear al perro y no había vuelto a conectarla. Te culpa de todo a ti. Dice que los llamaste para decirles que el tipo que había amenazado a su hija estaba encarcelado.


Un error. Y esperaba que no fuera fatal. Pero Joaquin Smith había admitido que había embestido al coche de Tamara. Y también que había amenazado con matarla si lo implicaba en los asesinatos.


—Y otra cosa… —añadió el policía.


—Dispara.


—No hay muchas huellas, pero parece que el tipo podría haber llevado un peso encima durante una parte del camino. Un peso que después ha arrastrado.


—Y que podría ser un cadáver.


—Eso es lo que yo he supuesto.


—En tres minutos estaré allí.


—Entonces llegarás justo después que Mateo.


Pedro pisó el acelerador y giró en la siguiente esquina. Los Mitchell no habían querido que custodiara su casa un policía. El señor Mitchell era cazador, tenía la casa llena de armas y había insistido en que sabía cuidarse solo.


La policía no le había dicho que iban a vigilar su casa de cualquier modo. Una vigilancia que se había suspendido dos horas atrás.


Antes de la muerte de Sally, Prentice era una ciudad tranquila. Y era imposible que toda la población hubiera cambiado de repente. Un hecho como la desaparición de Tamara tenía que estar relacionado con el asesino. Con aquel monstruo obsesionado con Paula.


Pedro llamó al periódico. El teléfono sonó una docena de veces antes de que contestaran. Pedro se identificó y preguntó por Paula.


—Se ha ido a casa hace una hora, detective.


—¿Cómo se ha ido de allí?


—Se ha llevado mi coche.


—Gracias. Llamaré a su casa.


Y llamó. Pero después de seis timbrazos, se conectó el contestador. Nada especialmente preocupante. Era tarde. Probablemente Paula estaba dormida. Pero aun así no podía desprenderse de su inquietud.


Volvió a llamar. No contestó. Pedro giró el coche en una intersección. Mateo iba a tener que manejar solo a los Mitchell hasta que él estuviera seguro de que Paula estaba a salvo.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 64




Paula se despertó al oír el timbre de la puerta. 


Miró el reloj. La una y diez. Debía de ser Pedro, aunque la sorprendía que no hubiera utilizado la llave. No se molestó en ponerse la bata. Se levantó de la cama y salió descalza al pasillo.


Miró por la mirilla, pero el hombre que estaba al otro lado de la puerta no era Pedro.


¿Qué podía querer Ron a esas horas de la noche? A lo mejor había habido algún problema con el coche de Juan. Quizá se había dejado las luces encendidas y se había gastado la batería.


—Espera un momento —dijo, y corrió al dormitorio para ponerse la bata.


Un minuto después, abría la puerta.


—¿He hecho alguna tontería?


—Sí, Paula. Una gran tontería.


Ron dio un paso al interior de la casa.


—He dejado la llave debajo de la alfombrilla de la puerta.


—¿Qué?


—La llave del coche de Juan. La he dejado debajo de la alfombrilla, así que sé que ése no es el problema. ¿Está teniendo problemas para arrancar?


—No he venido aquí por el coche de Juan.


Hubo algo en la voz de Ron y en su forma de mirarla que puso a Paula en alerta.


—¿Entonces por qué has venido?


—Para verte. ¿O estabas esperando a alguien? ¿A Pedro Alfonso, quizá?


Empleaba un tono acusador. Y la aprensión de Paula se convirtió en pánico. Aquél no era el compañero amable con el que estaba acostumbrada a hablar en el periódico.


—¿Has estado bebiendo, Ron? Es demasiado tarde para que estés aquí. Tienes que irte.


—Pero yo todavía no quiero irme. Estaba pensando en que te pusieras ese vestido rojo que llevaste a mi primera fiesta. Me gustaba cómo te quedaba.


El miedo era tan intenso que Paula no podía respirar. No podía pensar. Apenas podía hablar.


—Has sido tú, ¿verdad, Ron? Has sido tú el que ha matado a Sally y a Ruby.


—Sabía que lo comprenderías, Paula. Tú y yo somos iguales. Los dos estuvimos allí, con esas ratas y esa gente que nos castigaba incluso cuando intentábamos portarnos bien.


Meyers Bickham. Estaba hablando del orfanato.


—Entonces no era tu amigo el que estuvo allí, eras tú.


—Ponte ese vestido, Paula. Tenemos que darnos prisa. Tamara nos está esperando.


No. Aquello no podía ser. Joaquin era el asesino. Y Tamara ni siquiera conocía a Ron. No podía estar con él.


—El vestido, Paula.


—No puedes hacer esto, Ron. Acabo de hablar con Pedro —mintió—. Viene hacia aquí.


—Un motivo más para que te des prisa.


Paula vio entonces la pistola. Y comenzó a correr hacia las escaleras. Pero Ron fue más rápido que ella. La agarró del brazo y tiró de ella. 


Paula sólo vio la culata de la pistola. Y después sintió el calor de la sangre. Las últimas palabras que oyó antes de comenzar a caer por las escaleras fueron «vestido rojo».




lunes, 21 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 63




Elaine Mitchell se despertó y miró el reloj. Era la una menos cinco de la madrugada. Desde que Tamara había tenido aquel accidente, se despertaba a todas horas, y normalmente con dificultades para respirar. Aquella noche era diferente, gracias a la llamada que le había hecho un par de horas atrás el detective Alfonso, el hombre que había intentado matar a Tamara estaba detenido. La pesadilla había terminado. 


Su niña estaba a salvo.


Aunque en realidad ya no era una niña, sino una mujer fuerte y valiente.


La casa estaba en silencio. Brad roncaba a su lado. Y Tamara estaba a salvo en su dormitorio, al final del pasillo. Ella debería volver a dormirse, pero todavía le resultaba imposible.


Moviéndose sigilosamente, se levantó de la cama y recorrió el pasillo de puntillas, como hacía todas las noches cuando Tamara era pequeña.


Siempre la había tranquilizado verla dormir.


Aquella noche, la puerta de la habitación de Tamara estaba cerrada. Elaine giró el picaporte y la abrió. No quería despertarla, pero era su primera noche en casa después de los días en el hospital y quería asegurarse de que estaba durmiendo.


La cama estaba vacía.


Estuvo a punto de gritar, pero se obligó a mantener el control. No había ocurrido nada malo. Tamara estaba en casa. Habría ido al baño. O a comer algo a la cocina. Quizá estuviera en el jardín mirando las estrellas, como había hecho muchas noches durante aquel año en el que vivía fascinada por la astronomía.


Pero mientras intentaba evocar escenarios seguros, Elaine fijó la mirada en la ventana abierta del dormitorio. Y cuando encendió la luz, vio la sangre que empapaba la almohada.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 62





Después de hablar con Pedro, Paula volvió al documento en el que había estado trabajando antes de que Joaquin llamara. Pedro había dado orden de vigilar todos los aeropuertos de Alabama y las ciudades cercanas. Había intentado asegurarle a Paula que sería prácticamente imposible que Joaquin y Barbara tomaran un avión con aquellas medidas de seguridad.


Eso debería haberle hecho sentirse mucho mejor. Pero no lo hizo. Joaquin estaba delante de Barbara, escuchando todo lo que Barbara decía. Y si pensaba tomar un avión, quizá a esas alturas hubiera cambiado de planes.


¿Qué podría hacer entonces? ¿Ir por carretera hasta Canadá? ¿Hasta México? Eran dos viajes muy largos que multiplicaban las posibilidades de ser interceptados por la policía. ¿Pero cómo iban a poder salir del país sin tener que soportar las medidas de seguridad del aeropuerto? Por supuesto, no en un avión comercial.


—¡Sí!


Llamó inmediatamente a Pedro.


—Un avión alquilado. Seguro que salen del país en un avión alquilado. Para eso no hacen faltan pasaportes. Probablemente ni siquiera tengan que identificarse si llevan suficiente dinero.


—¿Es posible que Barbara lleve tanto dinero encima?


—No lo sé. Pero es posible, si pensaban fugarse. Es inmensamente rica, Pedro. Ésa es la razón por la que Joaquin la eligió.


—Y tú, mi guapísima periodista, eres un genio. Volveré a ponerme en contacto contigo.


Paula rezaba para que lo hiciera pronto. Fue a prepararse un café. Necesitaba cafeína para estar alerta en el caso de que Joaquin o Barbara volvieran a llamarla.


Joaquin Smith. Había matado a dos mujeres, y temiendo que Tamara pudiera relacionarlo con la primera víctima, había intentado matarla también a ella. Paula no sabía de qué manera encajaba la segunda víctima, era imposible saber a cuántas mujeres había enredado en su red.


Pero después había conocido a Barbara. Y su dinero se había convertido en una tentación imposible de resistir.


—Esta noche te has quedado hasta muy tarde…


—Me has asustado —dijo Paula. Se volvió y descubrió a Ron en el marco de la puerta, detrás de ella—. No te he oído llegar.


—Estos zapatos son muy silenciosos —le explicó Ron, alzando el pie para mostrarle la suela de goma—. ¿Qué le pasa a la periodista más guapa del Prentice Times?


—Ten cuidado. Después del día que he tenido hoy, esos halagos podrían llevarte a cualquier parte.


—Lo dudo. Pero me conformaré con una taza de café.


Paula se alegraba de poder compartir aquel café, pero estaba demasiado nerviosa para mantener una conversación con Ron. Los minutos continuaban pasando y no era capaz de pensar en otra cosa que en Barbara.


—Hoy he hablado con mi amigo —le dijo Ron—, con ese que estuvo en Meyers Bickham. Le he hablado de ti.


—¿Qué le has dicho?


—Que tú también viviste allí. Que tu madre tampoco te quería y te dejó en un cubo de basura.


Paula no estaba en condiciones de soportar una conversación como aquella.


—Me encantaría poder seguir hablando contigo, Ron, pero estoy muy ocupada. Tengo que terminar de escribir un artículo.


—¿Tu amigo el detective ya ha encontrado al hombre que asesinó a esas dos mujeres?


Su amigo el detective. ¿Habría alguna parcela de su vida que no sirviera para alimentar los cotilleos de la oficina?


—No ha arrestado a nadie todavía.


—Espero que lo agarren pronto. Si no, volverá a matar otra vez. Los hombres como él siempre lo hacen.


Y Paula no tenía ninguna gana de pensar en ello. Tomó su taza y regresó a su mesa. Pero no escribió una palabra más. Tenía los nervios demasiado destrozados para pensar.


De hecho, estaba harta de continuar en la oficina. Y no tenía ningún motivo para esperar a que Pedro o alguno de sus hombres fueran a buscarla. El asesino estaba en alguna parte, a punto de subir a un avión. Y si se lo pedía a Ron, estaba segura de que la llevaría a casa.


Se enderezó y metió algunas cosas en su maletín. Y estaba a punto de ir a buscar a Ron cuando Pedro la llamó.


—Ya los tenemos.


—¿Barbara está bien?


—Sí, solamente un poco nerviosa.


—¿Dónde estaban?


—En un pequeño aeródromo, al norte de Georgia, casi en Chattanooga. Habían alquilado un avión para volar a Cancún.


—¡Gracias a Dios!


—Y gracias a tu rapidez mental.


—Probablemente se te habría ocurrido a ti. Pero eres demasiado amable como para no concederme el mérito.


—Somos un equipo. Periodista y detective.


—¿Joaquin ya está en manos de la policía?


—Tanto Barbara como Joaquin están en manos de la policía, de camino hacia Prentice.


—Pero Barbara no está arrestada, ¿verdad?


—No. La soltarán en cuanto lleguen.


—¡Oh, Pedro, te quiero!


—Continúa pensando en ello hasta que nos veamos.


—¿Y eso será pronto?


—Me temo que no podremos vernos hasta dentro de unas horas. Tengo que ocuparme de todo el papeleo de la operación, y quiero estar aquí cuando traigan a Joaquin.


—¿Alguien ha avisado a los padres de Barbara?


—La propia Barbara los ha llamado desde el coche patrulla. Probablemente también te llamará a ti.


—Estoy deseando hablar con ella.


—Dime cuándo piensas salir del periódico para que mande a uno de mis hombres a buscarte.


—Supongo que me quedaré hasta tarde. Estoy a punto de escribir el mejor reportaje de mi carrera.


—No vayas tan rápido. Legalmente, sólo hemos detenido a Joaquin para interrogarlo.


—¿Y después qué? ¿Pensáis soltarlo?


—No. Puedo retenerlo durante veinticuatro horas sin que esté detenido. Después, si no tengo pruebas suficientes para acusarlo de asesinato, puedo dejarle dentro por el intento de violación de Tamara, si es que ella está dispuesta a denunciarlo.


—No me lo puedo creer. ¡Pero si tú sabes que es culpable!


—Así es cómo funciona el sistema, Paula.


—Pues no me gusta cómo funciona.


—Entonces intenta cambiarlo, pequeña. La pluma es más poderosa que la espada.


Muy bien. De modo que no podía informar de que habían detenido a un sospechoso de haber cometido los asesinatos. Pero por lo menos podría contar que habían detenido a un sospechoso para interrogarlo.


Cuando Barbara la llamó varios minutos después, Paula gritó de alegría. Con tanta fuerza que los periodistas que estaban en la parte de atrás de la oficina corrieron para ver lo que ocurría.


Era una celebración. Barbara estaba a salvo y volviendo a casa.


Una hora después, Paula terminó el artículo y se lo llevó a Juan. Éste lo leyó y por una sola vez, no hizo ninguna sugerencia para mejorarlo.


—Un magnífico trabajo.


—Gracias.


—¿Alguien ha visto por aquí a Ron? Iba a pedirle que me llevara a casa.


—Llévate mi coche —le ofreció Juan—. Déjalo aparcado enfrente de tu casa y le diré a alguien que me acerque hasta allí cuando salga.


Sacó las llaves del coche y se las tendió.


—¿Estás seguro de que no te importa?


—Después de las dos semanas que llevas, no. Vete a casa y descansa. Te lo mereces.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 61



El asesino de los parques de Prentice estaba sentado en su estudio. Un estudio desde el que se veía la sede del Prentice Times. Era un apartamento viejo y húmedo y los muebles y las cortinas apestaban a humo.


Pero por la vista merecía la pena conservarlo.


Tanto desde el estudio como desde la ventana de la cocina, podía saber si el coche de Paula estaba o no en el aparcamiento. A veces incluso la veía cuando se marchaba. Y si usaba los prismáticos, podía distinguir incluso sus facciones. Sus largas piernas. La plenitud de sus senos. Y sus labios seductores.


Pero la verdad era que no le había prestado mucha atención, hasta que aquella noche se había presentado en el parque con el vestido rojo. Estaba deseando verla con él otra vez. Y lo haría. Le pediría que se lo pusiera cuando fueran a matar a su próxima víctima.


Después, harían el amor. Y entonces Paula, comprendería que él era el hombre con el que debería haber estado siempre. Pero había cometido un error. Se había acostado con Pedro Alfonso. Y eso significaba que tendría que morir.