miércoles, 9 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 22





El Catfish Shack estaba situado a unos cinco kilómetros al sudeste de la ciudad. Paula llegó en un momento perfecto para hablar con la camarera. Ya era demasiado tarde para almorzar y todavía no había llegado la hora de las meriendas.


Paula recorrió el restaurante con la mirada. Había una familia de tres niños sentada a una mesa, una pareja de ancianos al lado de la ventana y un par de tipos con atuendo de cazador en medio de la cafetería.


—Puede sentarse donde quiera —le dijo una camarera al verla.


Paula optó por la barra y esperó hasta que Tamara salió de la cocina.


La joven se acercó a ella con el ceño fruncido.


—¿Ha venido a tomar algo o a hacer preguntas?


—Tomaré un café.


Tamara estaba muy atractiva con aquel uniforme que no escondía en absoluto su esbelta figura. Mientras le servía el café, evitó todo tipo de contacto visual con Paula.


—¿Con leche?


—No, lo tomaré solo.


Tamara tomó una bayeta y comenzó a limpiar el mostrador, ignorando a Paula, pero sin alejarse. Paula estaba prácticamente segura de que no iba a poder sacarle ninguna información, pero decidió intentarlo.


—¿Desde cuando conocías a Sally?


Tamara continuó limpiando el mostrador, que a esas alturas estaba resplandeciente.


—Desde hace unos seis meses, desde que empezó a trabajar aquí —dejó el trapo—. Supongo que ése fue su gran error.


Una extraña respuesta. A menos, claro, que el trabajo de Sally tuviera algo que ver con su muerte.


—¿Sally tenía muchas citas?


—Eso ya me lo preguntó la última vez, y le respondí que yo no sé con quién salía cuando se iba de aquí. Éramos compañeras de trabajo, pero no salíamos juntas.


Paula asintió. Tendría que ser menos directa. Tenía que considerar el factor miedo.


—El pescado frito huele estupendamente. No sé cómo os las arregláis para no engordar trabajando aquí.


—Yo no como pescado. Me paso el día viéndolo y oliéndolo. Con eso tengo más que suficiente.


—Pero estoy segura de que las propinas son buenas.


—Sí, bastante. Aunque no tanto como cuando trabajaba en un pub en Atlanta.


—Por lo menos éste es un lugar más familiar, aquí no tendrás a tipos molestándote todo el tiempo.


—No se crea…


Tamara desvió la mirada, pero se estaba mordiendo el labio. Paula estaba prácticamente segura de que acababa de poner el dedo en la llaga.


—Apuesto a que Sally, con lo guapa que era, tenía bastantes admiradores.


—Sí, unos cuantos —Tamara volvió a llenarle la taza de café—. ¿Cree que podría haberla matado alguno de los tipos que viene por aquí?


—No sé lo bastante como para atreverme siquiera a imaginarlo. ¿A ti qué te parece?


Tamara no dijo una sola palabra, pero Paula comprendió la respuesta por el miedo que reflejaron sus ojos y la forma de temblarle las manos cuando colocó la cafetera en su lugar.


Había llegado el momento de presionar.


—Tu compañera de trabajo está muerta, Tamara, y también ha muerto otra joven. Si sabes algo que pudiera ayudar a encontrar al asesino, deberías decírnoslo.


Tamara volvió a tomar la bayeta y comenzó a retorcerla.


—Yo no sé nada.


—Ya sé que tienes miedo, pero conmigo puedes hablar. No soy policía.


—Pero es igual. Si digo algo, lo publicará y todo el mundo lo leerá.


—No tengo por qué hacerlo.


—¿Eso qué significa?


—Lo que acabo de decir. No publicaré nada si tú no quieres que lo haga.


—Pero se lo dirá a ese detective que se pasa todo el tiempo merodeando por aquí.


—¿Al detective Alfonso?


—Sí, y también a ese otro más joven que trabaja con él.


—¿Mateo?


—Sí. Viene casi todos los días. A todas las camareras les gusta. Pero yo ya le he dicho una y otra vez que no sé nada.


—Si me cuentas algo, yo puedo hacerles llegar esa información sin decirles que me la has proporcionado tú.


—¿Y no tendría que hacerlo si se lo preguntaran?


—Un periodista nunca revela sus fuentes. Le daré la información al detective Alfonso y te aseguro que él no hará nada que pueda ponerte en peligro.


—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?


—Porque yo también soy una mujer. Tengo el mismo miedo que tú y jamás te pondría en una situación de riesgo —a Paula se le aceleró el pulso—. ¿Alguien estaba acosando a Sally?


—No, no exactamente —Tamara se inclinó hacia delante y convirtió su voz en un susurro—. Pero había un hombre que venía continuamente por aquí. Nunca pedía comida, se quedaba en la barra y hablaba con Sally mientras ella entraba y salía de la cocina. La miraba continuamente.


—¿Cómo se llamaba ese hombre?


—No lo sé.


Paula estaba convencida de que estaba mintiéndole otra vez.


—Un nombre podría servirnos de mucha ayuda.


—No sé cómo se llama.


—¿Era el novio de Sally?


—No. Ella todavía estaba enamorada de un chico de Aurburn que había roto con ella. Por eso suspendió y regresó a casa.


Paula se preguntó si Pedro sabría algo de aquel tipo de Aurburn. De lo que estaba segura, era de que no sabía nada de aquel hombre que frecuentaba el Catfish Shack.


—¿Crees que Sally vio alguna vez a ese tipo fuera del restaurante?


—Creo que no, pero no estoy segura.


—¿Qué edad tenía ese hombre?


—Cerca de treinta años.


—¿Y ha vuelto por aquí desde que Sally murió?
Tamara retrocedió.


—No lo sé. No sé nada más.


Paula alargó la mano para tomar la de Tamara. La tenía fría como el hielo.


—Dime qué aspecto tiene ese hombre, Tamara. Te prometo que no se enterará de que me lo has dicho.


—Es muy guapo. Rubio, con el pelo muy corto…


—¿Altura?


—No se me da muy bien calcular las alturas.


—¿Es más alto que tu?


—Sí, claro. Es un hombre de estatura media.


—¿Delgado?


—No, de complexión normal.


Apoyó los codos en la barra.


—¿Cómo viste?


—Normalmente con pantalones anchos y camisas deportivas. A veces lleva vaqueros.


Paula garabateó algunas notas y guardó el bolígrafo y la libreta en el bolso. Aquella descripción encajaba con la mitad de la población de Georgia.


—Hay algo más… —añadió Tamara—. No creo que sea de Prentice. Nunca lo he visto por la ciudad.


Muy interesante.


—Gracias, Tamara.


—Recuerde lo que me ha prometido. Yo no he dicho nada.


—Te doy mi palabra.


Paula pagó el café, dejó una más que generosa propina y regresó al coche. En cuanto estuvo dentro, buscó el teléfono móvil y marcó el número de Pedro. Comunicaba. Dejó el teléfono a un lado y salió del aparcamiento.


La autopista estaba prácticamente vacía. No había muchas casas, y las pocas que había estaban situadas en la orilla del río, de modo que apenas eran visibles entre los árboles.


Cuando el teléfono sonó, Paula lo descolgó, esperando que fuera Pedro. Pero no era el detective el que la llamaba.


—Hola, Paula. ¿Te ha gustado la galleta?




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 21



Dos días después, Paula estaba trabajando en su mesa del Times, dando los toques finales a un artículo sobre las reflexiones de los vecinos del parque Cedar, que estaban preocupados por el brutal crimen cometido en un barrio habitualmente tranquilo. La víctima había sido identificada como Ruby Givens, una joven enfermera de veintiséis años que había ido a correr al parque.


Paula había pasado la mañana entrevistando a personas que vivían por los alrededores del parque, y en todos los casos había podido reconocer el miedo en sus miradas. La mayor parte de ellas no quería que se mencionara su nombre en el artículo. El anonimato les hacía sentirse más seguras.


Se sabía ya que el asesino era la misma persona que había llamado tanto a la televisión como a las oficinas del periódico. Al parecer, estaba buscando publicidad. Pero todavía no se tenía ninguna pista que pudiera resultar reveladora sobre su identidad.


Aun así, las palabras de Pedro continuaban danzando en la mente de Paula: «Las muertas no hablan». ¿Tendría eso algo que ver con el hecho de que estuvieran muertas? ¿El asesino las habría acosado, habría intentando acostarse con ellas y las habría matado al sentirse rechazado? Pero si ese había sido el caso, ¿por qué ningún familiar lo había mencionado?


No, era una tontería. Nadie le contaría a sus padres que estaba siendo acosada. Pero seguro que Sally se lo habría contado a alguien. Las mujeres siempre compartían ese tipo de cosas.


Pero entonces, ¿por qué sus amigos no le habían dicho nada a la policía?


Por miedo. El mismo miedo que tan patente era en las personas a las que Paula había entrevistado aquella mañana.


Debería volver al Catfish Shack para hablar con Tamara Mitchell. Tamara y Sally tenían aproximadamente la misma edad. Ambas trabajaban en el restaurante, y al pensar en ello, recordó que Tamara se había puesto muy nerviosa cuando la había entrevistado después del asesinato de Sally. Aunque la verdad, no más que los demás.


Él teléfono de su escritorio sonó. El piloto de la línea tres estaba parpadeando. Levantó el auricular.


—Paula Chaves, redactora de sucesos.


—¿Cómo van los sucesos estos días?


—Hola, Barbara. Estaba pensando en llamarte.


—¿Has comido ya?


—Me he comprado una hamburguesa cuando venía hacia la oficina.


—Grasa y comida basura cuando podrías haber parado en Bon Appetit. Deberías venir a tomar el café y el postre.


—Me encantaría, pero tengo que terminar un artículo para la edición de mañana.


—¿Entonces qué te parece si jugamos mañana al tenis?


Paula rió ante la incontenible energía de Barbara.


—Me parece perfecto.


—Genial. ¿Quedamos a las diez? Podemos vernos en el club.


—Sí, allí nos veremos.


Barbara era propietaria del Bon Appetit, un pequeño café en el que servían todo tipo de delicias gastronómicas. En realidad, no necesitaba el dinero, pero de esa forma, podía trabajar cuando le apetecía.


Tenía además una familia maravillosa. Aunque no tenía hermanos, el doctor y la señora Simpson eran las dos personas más amables que Paula había conocido y adoraban a su hija.


Lo único que a Barbara le faltaba, era un novio.


Pero todavía tenía tiempo más que de sobra para ello, aunque quisiera tener una casa llena de hijos. Barbara tenía veintiséis años.


Los mismos que Ruby Givens.



martes, 8 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 20




Los fantasmas parecían haber cobrado fuerza aquella noche, hacían crujir los suelos de madera y gemían con el viento que azotaba el dormitorio de Paula.


Paula sabía que era una locura, pero aunque los espíritus estuvieran sólo en su imaginación, le gustaba pensar que estaban allí. Eran un vínculo con el pasado. Le proporcionaban una sensación de continuidad que amortiguaba la soledad de una vida sin raíces.


La habían llevado al Hogar de Niñas Grace cuando tenía siete años. Allí la habían tratado bien, pero que a alguien lo trataran bien no era lo mismo que formar parte de una familia. No tenía un solo recuerdo de su vida anterior. Pero para cuando la habían llevado allí, las pesadillas ya la perseguían por las noches.


Una iglesia. Escaleras oscuras que conducían a un sótano. El miedo a caer en el infierno y a no poder salir nunca más de allí. Y el llanto de un niño.


Probablemente, ella misma había encerrado sus recuerdos, le había explicado un psicólogo en una ocasión. Y si así era, esperaba que permanecieran encerrados para siempre.


Y para añadir algo más a la lista de cosas que debía olvidar, tenía las dos mujeres asesinadas y una galleta metida dentro de una bolsa blanca. 


Se estremeció al pensar en la nota que le habían dejado. Habían pasado sólo unas horas desde que la había encontrado en la puerta de su casa, pero eran muchas las cosas que habían sucedido desde entonces.


El asesinato.


Y la sorpresa de la noche. El beso de Pedro.


No había estado nada mal. Al contrario, le había gustado mucho. Paula se preguntó qué habría pasado si Pedro no se hubiera apartado. 


Seguramente ella misma lo habría detenido antes de que las cosas fueran demasiado lejos… ¿O habrían terminado en la cama? 


Sinceramente, no lo sabía.


Paula cerró los ojos y comenzó a contar hacia atrás a partir de cien, como hacía siempre que tenía problemas para dormir. Pero para cuando llegó al setenta y siete, se sumió en un agitado sueño.


Las imágenes se deslizaban en su mente. Los labios de Pedro sobre los suyos, sus manos acariciando su pelo. De pronto, se desvanecía la imagen de Pedro y veía una galleta frente a ella, junto a un cadáver sanguinolento.


Paula retrocedía a través del espacio y el tiempo hasta convertirse en una niña que reía agarrada de la mano de sus amigas. Pero hacía frío.


Y entonces empezó a llorar un bebé.


Paula se despertó sobresaltada, atragantada por un pánico ya familiar. Se levantó de la cama, se puso las zapatillas y se dirigió hacia la cocina a buscar un vaso de agua.


Su dormitorio estaba en el piso de abajo, al final del pasillo. Pasó corriendo por delante de la puerta del sótano, la única parte de la casa que no le gustaba. Su intención era ir a beber agua, pero se detuvo a los pies de la escalera. Toda la casa rezumaba la esencia de los Billingham, pero sus espíritus parecían estar más presentes en el segundo piso.


Paula subió los escalones lentamente. El reloj de pared dio las tres.


Era demasiado pronto para empezar el día, pero Paula no quería volver a su dormitorio, de modo que se acurrucó en el viejo sofá y se tapó con una manta. Y durmió hasta la mañana siguiente.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 19



Pedro se sentó tras el volante de su coche y tras hablar un momento con el policía que estaba a cargo de la vigilancia, se dirigió hacia el parque Cedar. Quería verlo vacío, tal y como probablemente se lo había encontrado el asesino.


Aparcó en la puerta, pero no salió del coche. El parque no estaba iluminado, pero la noche era clara y la luz de la luna era más que suficiente.


Esperaba que la víctima hubiera podido ser identificada al día siguiente. Después, tendrían que asumir la triste tarea de comunicarle la noticia a la familia.


Eran pocas las cosas que podía decir sobre la vida de la última víctima, pero no iba a buscar indicios de culpabilidad entre los miembros de la familia. Aunque no podía estar seguro, era altamente probable que el crimen hubiera sido cometido por el mismo hombre que había matado a Sally Martin. Un asesino cruel y sin conciencia.


El mismo tipo de hombre que había matado a Natalia.


El corazón se le encogió como si alguien se lo estuviera apretando con fuerza. Se suponía que el tiempo curaba las heridas, o por lo menos eso le había dicho el psiquiatra de San Antonio al que le había hecho ir su jefe antes de trasladarlo a Georgia. Pero habían pasado siete años y nada había amortiguado ni el recuerdo ni el dolor.


Habría sido diferente si hubiera podido cerrar de alguna manera aquel caso. No habían atrapado al hombre que había matado a Natalia, aunque Pedro había estado tan obsesionado con encontrarlo que había perdido su trabajo. Pero ni siquiera eso lo había detenido.


Sin embargo, al darse cuenta de que se estaba convirtiendo en un alcohólico amargado, como lo había sido aquel padrastro al que tanto había odiado, había cambiado de actitud y había conseguido un puesto en el departamento de policía de Prentice, gracias a la recomendación de su antiguo supervisor. Probablemente, Tony Sistrunk le había salvado la vida.


Pedro había recorrido un largo camino desde entonces. Pero aquellas dos muertes habían vuelto a removerle todo. Habían muerto dos mujeres de forma completamente inútil, y por si eso no fuera suficiente, aquel asesino se había encaprichado de Paula Chaves, una mujer que había conseguido metérsele a Pedro bajo la piel como no lo había hecho ninguna otra en muchos años.


Pedro se alejó de la casa, llevándose con él a Natalia , el dolor de su pérdida y su obsesión por un asesino. Y con el sabor de una atractiva y sensual periodista pegado a los labios.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 18




Pedro se estrechaba contra Paula al tiempo que reclamaba su boca. Paula se consumía en aquel beso con un deseo tan cálido y apasionado que lo interrumpió aterrorizada. Había sido un beso repentino, inesperado, pero se había entregado tan completamente a él que cuando Pedro se apartó de ella estaba temblando.


—No pretendía hacer eso.


Paula retrocedió y contuvo la respiración mientras se alisaba la sudadera.


—Bueno, no ha sido nada —mintió, con el corazón todavía palpitante—. No tienes por qué disculparte.


—No siento haberte besado. Simplemente, no había planeado que esto ocurriera. Por lo menos no así.


Paula no tenía la menor idea de a qué podía referirse. ¿Era el momento o la intensidad lo que no había esperado? ¿O quizá fuera su respuesta? No importaba. La cuestión era que sus propios sentimientos habían cambiado bruscamente y se sentía muy torpe después de haberlo besado. Se suponía que los besos no tenían que ser analizados como las pruebas del escenario de un crimen.


—Creo que deberías marcharte —le dijo—. Todavía tengo que escribir un artículo para mañana.


—Claro. Tienes que mantener informado al público.


Paula se inclinó hacia delante y sopló para apagar la vela que había colocado en el centro de la mesa. Después, comenzó a recoger los platos.


—Te ayudaré a fregar los platos —se ofreció Pedro.


—No. Esta noche sólo los enjuagaré.


No quería que la ayudara. No quería acercarse otra vez a él. Tenía los sentimientos en carne viva, y si volvía a besarla, aquello se le podía ir de las manos.


Pedro retiró las copas y la siguió a la cocina.


—¿Qué clase de cerraduras tienes en puertas y ventanas?


Había vuelto a adoptar su tono más profesional. 


De la pasión al trabajo en menos de lo que había tardado el corazón de Paula en detenerse.


—Los de las puertas exteriores van todos con llave. Y los de las ventanas son normales. Hice que los revisaran todos antes de mudarme a esta casa.


—¿Y ahora están todos cerrados?


—Los tengo siempre cerrados, excepto cuando abro las ventanas para ventilar.


La preocupación de Pedro encendió nuevamente el pánico de Paula.


—¿Crees que el asesino podría estar considerándome como una de sus próximas víctimas, verdad?


Pedro se apoyó contra el mostrador y la miró fijamente.


—No puedo leerle el pensamiento a ese tipo, Paula. Lo único que sé es lo que he visto en las notas que te ha dejado, y ésa es razón suficiente para que no quiera que corras riesgos con tu vida.


—Pero hablas, como si la nota y la galleta formaran parte de alguna especie de juego sexual. Y no es así como funciona esto. Las otras mujeres no tuvieron ningún tipo de historia con él.


—Que nosotros sepamos. Las muertas no hablan.


Paula no había pensado en ello. Al oírlo, se le cayeron los tenedores de las manos, chocando ruidosamente contra el fondo del fregadero.


—He enviado a un policía a vigilar tu casa por las noches hasta que hayamos atrapado a ese tipo. No estará aparcado siempre en el mismo lugar, pero no se moverá de los alrededores de tu casa. Si surge algún problema, cualquiera, incluso si oyes un ruido que no te resulta familiar, llama al novecientos uno. El policía de guardia te atenderá al instante. Y ahora, yo tengo que irme y tú tienes que escribir tu artículo.


Así era Pedro. Duro y protector al mismo tiempo. Apasionado y frío. Sensual y distante, como si se escondiera tras una barrera invisible que sólo apartaba cuando Paula se acercaba a él.


—Sí, será mejor que te vayas antes de que el policía que va a vigilar mi casa vea tu coche y se pregunte qué estás haciendo aquí.


—Probablemente ya se lo está preguntando —respondió Pedro, con una sonrisa.


Paula lo acompañó hasta la puerta.


—Sí. Ahí está.


La periodista escrutó la calle con la mirada y vio un coche aparcado bajo las ramas de un magnolio. Suspiró aliviada.


—Gracias, detective.


—De nada, periodista.


Durante una décima de segundo, Paula pensó que iba a besarla, pero Pedro se volvió y se alejó caminando a paso firme



lunes, 7 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 17




Pedro se sentó a la mesa de la cocina con un whisky mientras Paula cascaba los huevos y los echaba en un cuenco. Estaba muerto de cansancio, pero no tenía sueño. Nunca podía dormir después de un asesinato. Los detalles continuaban corriendo en su mente como si se tratara de una película. Y aquella noche no era una excepción. La única diferencia era que Paula ocupaba la figura central en casi todas las escenas.


El envío de la galleta y el asesinato posterior, reafirmaban la hipótesis de que el hombre que la estaba acosando era también el asesino. ¿Se habría fijado en ella tras verla aparecer el primer día con el vestido rojo? ¿Habría matado aquella noche para volverla a ver?


Pero en realidad, no tenía por qué haber matado para verla. Sabía dónde trabajaba, cuál era su coche y dónde vivía. Simple y llanamente, estaba acosándola. Y quizá las señales de acoso fueran un preludio de sus asesinatos. 


Quizá se dedicara a perseguir a varias mujeres, a vigilarlas y a asustarlas. Y en algún momento que sólo el sabía cuándo iba a llegar, las mataba.


Su jefe quería que le proporcionara un perfil del asesino. Pedro no tenía nada en contra de los perfiles, pero no le gustaba utilizarlos porque estrechaban excesivamente el campo de sospechosos.


Paula abrió la nevera y buscó en uno de los compartimentos interiores. La suave tela de los pantalones se tensó contra su trasero, dibujando perfectamente las líneas de sus bragas. El cuerpo de Pedro reaccionó inmediatamente. 


Sintió una punzada que le parecía casi irreal después de lo que acababa de ocurrir.


—Si quieres puedo hacer una tortilla de patatas —le dijo Paula—. O simplemente una tortilla de jamón y champiñones. Tú eliges.


—Prefiero una tortilla de patatas. Nada de champiñones, ni de espinacas, ni de nada que tenga que ver con la comida para los conejos.


—Nada que sea saludable, por tanto.


—No. ¿Necesitas ayuda?


—Podrías ir encendiendo la chimenea del salón. Y poniendo la mesa.


—¿Dónde está el salón?


—En la segunda planta, al lado del vestíbulo. Es una de las pocas habitaciones amuebladas de la casa. La mayor parte de la gente diría que es un cuarto de estar, supongo. Pero en los planos originales de la casa dicen que es el salón, y yo prefiero llamarlo así.


—Entonces cenaremos en el salón.


—Encontrarás leña al lado de la chimenea.


Cerró la puerta de la nevera con un golpe de cadera.


Llevaba las manos llenas de salchichas, queso, cebollas y pimientos. Pedro corrió hacia ella para ayudarla y le agarró las manos justo antes de que una cebolla escapara de entre sus dedos. Ambos retrocedieron a la vez, como si el mero roce de sus manos hubiera provocado una descarga eléctrica. Pedro dejó la cebolla encima de la mesa.


—Creo que empezaré a encender la chimenea.


—Muy bien. Hay una mesa plegable en el armario del vestíbulo. Y no te preocupes por las sillas. Usaremos las del salón.


Pedro escapó de la cocina, y en cuanto lo hizo, su pulso recobró la normalidad. Pero no se habían apagado del todo las chispas de sensualidad.


Entró en el salón. Esperaba encontrarse con una habitación elegante y espaciosa. Pero se descubrió en una habitación acogedora, con las paredes llenas de fotografías y un órgano antiguo en una esquina. Pedro se detuvo frente a la chimenea, colocó los troncos y las astillas y comenzó a encenderla.


El fuego prendió rápidamente.


Un fuego chispeante en la chimenea. Una mujer hermosa cocinando en la cocina.


Y un asesino suelto por las calles de Prentice.


Pedro sacudió mentalmente la cabeza. Tenía que concentrarse en lo que realmente importaba y no en lo que le importaba a su libido. Tenía que atrapar a un asesino. Y mantener a salvo a una valiente periodista.


Paula permanecía sentada enfrente de Pedro, mordisqueando una tostada.


Habían hablado poco durante la cena. Paula imaginaba que el detective tenía tanto miedo como ella de arruinar la cena hablando de cadáveres y asesinos. Pero prácticamente ya habían acabado de cenar y el silencio se hacía cada vez más embarazoso.


—¿Vives sola? —preguntó Pedro, tras terminar el segundo whisky de la noche.


—Sí, excepto por los fantasmas, que por cierto, no me ayudan ni con los gastos ni con las tareas de la casa.


—¿Fantasmas? No me digas que crees en ese tipo de cosas.


—¿Estás seguro de que no existen?


—La verdad es que no me importa que existan o no. Siempre que no comentan crímenes en mi terreno.


—Yo tampoco sé si existen o no —admitió, tras beber un sorbo de vino—. Pero si existieran, éste sería el lugar ideal para ellos.


—¿Por eso compraste esta casa?


—No la he comprado. Se la alquilé a Bruno Billingham. La casa continúa perteneciendo a la familia que la construyó. Ese es uno de los motivos por los que me gusta, continúa albergando el pasado de la familia.


—Pero tú no eres una Billingham, así que ésa no es tu historia.


—Digamos que me han adoptado. O yo los he adoptado a ellos. No legalmente, por supuesto, pero desde que vine a vivir a esta casa, me siento conectada con ellos, especialmente con Frederick. Fue él el que construyó esta enorme casa.


Pedro frunció el ceño.


—¿Sientes la misma clase de conexión con el asesino?


—¿Qué clase de pregunta es ésa?


—Una pregunta justa, creo, en estas circunstancias.


—Si me estás preguntando que si de alguna manera, me siento responsable del asesinato de esta noche, la respuesta es no. Pero continúo preguntándome por qué se ha fijado en mí. Creo que a lo mejor está llamándome para pedirme ayuda.


—Él no necesita tu ayuda. Necesita que lo detengan. Y lo que tú necesitas es tomarte un descanso en el periódico hasta que lo tengamos entre rejas.


—Yo no lo veo así.


—Entonces será mejor que te pongas gafas para mejorar tu visión. Puedes tener todas las relaciones que quieras con los fantasmas de los Billingham, Paula. Eso es asunto tuyo. Pero que te relaciones con un hombre que acaba de matar a su segunda víctima esta noche es asunto mío. Y no voy a permanecer sin hacer nada viendo cómo te dejas embaucar por ese hombre.


—Supongo que no creerás que estoy desarrollando alguna especie de fascinación por ese monstruo, ¿verdad?


—Sí, lo creo.


Paula tomó aire y lo soltó lentamente, intentando controlar su furia.


—No voy a quitarte el caso, Pedro, si es eso lo que te preocupa. Y no publicaré nada de lo que él pueda decirme sin consultarlo antes contigo.


—¿Lo ves? Ya estás pensando en hablar con él. Probablemente terminarías invitándolo a un té si apareciera en tu puerta esta noche. Le harías una tortilla. ¡Diablos, incluso podría pasar la noche en tu casa!


Paula recordó entonces el paquete que había encontrado en la puerta. Y junto a la imagen del paquete retornó el terror. Un escalofrío le recorrió la espalda.


—Lo siento, Paula.


La disculpa fue completamente inesperada, aunque su voz conservaba el mal humor. ¿O sería otro sentimiento el que tensaba su tono?


—No quiero discutir contigo, Pedro. Esta noche no. Creo que no podría soportarlo.


Un segundo después, Pedro estaba a su lado, abrazándola. Y Paula experimentaba toda clase de sentimientos encontrados. Miedo. Enfado. Deseo. Intentó apartarlo, pero los labios de Pedro estaban a sólo unos centímetros de los suyos y sentía su aliento sobre su piel.


Se aferró a su camisa, pero en vez de empujarlo, lo atrajo hacia ella con una pasión tan nueva e inesperada que ni siquiera podía comenzar a comprenderla.


Y en el momento en el que Pedro rozó sus labios, la pasión explotó en llamas.