lunes, 7 de enero de 2019
AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 17
Pedro se sentó a la mesa de la cocina con un whisky mientras Paula cascaba los huevos y los echaba en un cuenco. Estaba muerto de cansancio, pero no tenía sueño. Nunca podía dormir después de un asesinato. Los detalles continuaban corriendo en su mente como si se tratara de una película. Y aquella noche no era una excepción. La única diferencia era que Paula ocupaba la figura central en casi todas las escenas.
El envío de la galleta y el asesinato posterior, reafirmaban la hipótesis de que el hombre que la estaba acosando era también el asesino. ¿Se habría fijado en ella tras verla aparecer el primer día con el vestido rojo? ¿Habría matado aquella noche para volverla a ver?
Pero en realidad, no tenía por qué haber matado para verla. Sabía dónde trabajaba, cuál era su coche y dónde vivía. Simple y llanamente, estaba acosándola. Y quizá las señales de acoso fueran un preludio de sus asesinatos.
Quizá se dedicara a perseguir a varias mujeres, a vigilarlas y a asustarlas. Y en algún momento que sólo el sabía cuándo iba a llegar, las mataba.
Su jefe quería que le proporcionara un perfil del asesino. Pedro no tenía nada en contra de los perfiles, pero no le gustaba utilizarlos porque estrechaban excesivamente el campo de sospechosos.
Paula abrió la nevera y buscó en uno de los compartimentos interiores. La suave tela de los pantalones se tensó contra su trasero, dibujando perfectamente las líneas de sus bragas. El cuerpo de Pedro reaccionó inmediatamente.
Sintió una punzada que le parecía casi irreal después de lo que acababa de ocurrir.
—Si quieres puedo hacer una tortilla de patatas —le dijo Paula—. O simplemente una tortilla de jamón y champiñones. Tú eliges.
—Prefiero una tortilla de patatas. Nada de champiñones, ni de espinacas, ni de nada que tenga que ver con la comida para los conejos.
—Nada que sea saludable, por tanto.
—No. ¿Necesitas ayuda?
—Podrías ir encendiendo la chimenea del salón. Y poniendo la mesa.
—¿Dónde está el salón?
—En la segunda planta, al lado del vestíbulo. Es una de las pocas habitaciones amuebladas de la casa. La mayor parte de la gente diría que es un cuarto de estar, supongo. Pero en los planos originales de la casa dicen que es el salón, y yo prefiero llamarlo así.
—Entonces cenaremos en el salón.
—Encontrarás leña al lado de la chimenea.
Cerró la puerta de la nevera con un golpe de cadera.
Llevaba las manos llenas de salchichas, queso, cebollas y pimientos. Pedro corrió hacia ella para ayudarla y le agarró las manos justo antes de que una cebolla escapara de entre sus dedos. Ambos retrocedieron a la vez, como si el mero roce de sus manos hubiera provocado una descarga eléctrica. Pedro dejó la cebolla encima de la mesa.
—Creo que empezaré a encender la chimenea.
—Muy bien. Hay una mesa plegable en el armario del vestíbulo. Y no te preocupes por las sillas. Usaremos las del salón.
Pedro escapó de la cocina, y en cuanto lo hizo, su pulso recobró la normalidad. Pero no se habían apagado del todo las chispas de sensualidad.
Entró en el salón. Esperaba encontrarse con una habitación elegante y espaciosa. Pero se descubrió en una habitación acogedora, con las paredes llenas de fotografías y un órgano antiguo en una esquina. Pedro se detuvo frente a la chimenea, colocó los troncos y las astillas y comenzó a encenderla.
El fuego prendió rápidamente.
Un fuego chispeante en la chimenea. Una mujer hermosa cocinando en la cocina.
Y un asesino suelto por las calles de Prentice.
Pedro sacudió mentalmente la cabeza. Tenía que concentrarse en lo que realmente importaba y no en lo que le importaba a su libido. Tenía que atrapar a un asesino. Y mantener a salvo a una valiente periodista.
Paula permanecía sentada enfrente de Pedro, mordisqueando una tostada.
Habían hablado poco durante la cena. Paula imaginaba que el detective tenía tanto miedo como ella de arruinar la cena hablando de cadáveres y asesinos. Pero prácticamente ya habían acabado de cenar y el silencio se hacía cada vez más embarazoso.
—¿Vives sola? —preguntó Pedro, tras terminar el segundo whisky de la noche.
—Sí, excepto por los fantasmas, que por cierto, no me ayudan ni con los gastos ni con las tareas de la casa.
—¿Fantasmas? No me digas que crees en ese tipo de cosas.
—¿Estás seguro de que no existen?
—La verdad es que no me importa que existan o no. Siempre que no comentan crímenes en mi terreno.
—Yo tampoco sé si existen o no —admitió, tras beber un sorbo de vino—. Pero si existieran, éste sería el lugar ideal para ellos.
—¿Por eso compraste esta casa?
—No la he comprado. Se la alquilé a Bruno Billingham. La casa continúa perteneciendo a la familia que la construyó. Ese es uno de los motivos por los que me gusta, continúa albergando el pasado de la familia.
—Pero tú no eres una Billingham, así que ésa no es tu historia.
—Digamos que me han adoptado. O yo los he adoptado a ellos. No legalmente, por supuesto, pero desde que vine a vivir a esta casa, me siento conectada con ellos, especialmente con Frederick. Fue él el que construyó esta enorme casa.
Pedro frunció el ceño.
—¿Sientes la misma clase de conexión con el asesino?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una pregunta justa, creo, en estas circunstancias.
—Si me estás preguntando que si de alguna manera, me siento responsable del asesinato de esta noche, la respuesta es no. Pero continúo preguntándome por qué se ha fijado en mí. Creo que a lo mejor está llamándome para pedirme ayuda.
—Él no necesita tu ayuda. Necesita que lo detengan. Y lo que tú necesitas es tomarte un descanso en el periódico hasta que lo tengamos entre rejas.
—Yo no lo veo así.
—Entonces será mejor que te pongas gafas para mejorar tu visión. Puedes tener todas las relaciones que quieras con los fantasmas de los Billingham, Paula. Eso es asunto tuyo. Pero que te relaciones con un hombre que acaba de matar a su segunda víctima esta noche es asunto mío. Y no voy a permanecer sin hacer nada viendo cómo te dejas embaucar por ese hombre.
—Supongo que no creerás que estoy desarrollando alguna especie de fascinación por ese monstruo, ¿verdad?
—Sí, lo creo.
Paula tomó aire y lo soltó lentamente, intentando controlar su furia.
—No voy a quitarte el caso, Pedro, si es eso lo que te preocupa. Y no publicaré nada de lo que él pueda decirme sin consultarlo antes contigo.
—¿Lo ves? Ya estás pensando en hablar con él. Probablemente terminarías invitándolo a un té si apareciera en tu puerta esta noche. Le harías una tortilla. ¡Diablos, incluso podría pasar la noche en tu casa!
Paula recordó entonces el paquete que había encontrado en la puerta. Y junto a la imagen del paquete retornó el terror. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Lo siento, Paula.
La disculpa fue completamente inesperada, aunque su voz conservaba el mal humor. ¿O sería otro sentimiento el que tensaba su tono?
—No quiero discutir contigo, Pedro. Esta noche no. Creo que no podría soportarlo.
Un segundo después, Pedro estaba a su lado, abrazándola. Y Paula experimentaba toda clase de sentimientos encontrados. Miedo. Enfado. Deseo. Intentó apartarlo, pero los labios de Pedro estaban a sólo unos centímetros de los suyos y sentía su aliento sobre su piel.
Se aferró a su camisa, pero en vez de empujarlo, lo atrajo hacia ella con una pasión tan nueva e inesperada que ni siquiera podía comenzar a comprenderla.
Y en el momento en el que Pedro rozó sus labios, la pasión explotó en llamas.
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