miércoles, 9 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 22





El Catfish Shack estaba situado a unos cinco kilómetros al sudeste de la ciudad. Paula llegó en un momento perfecto para hablar con la camarera. Ya era demasiado tarde para almorzar y todavía no había llegado la hora de las meriendas.


Paula recorrió el restaurante con la mirada. Había una familia de tres niños sentada a una mesa, una pareja de ancianos al lado de la ventana y un par de tipos con atuendo de cazador en medio de la cafetería.


—Puede sentarse donde quiera —le dijo una camarera al verla.


Paula optó por la barra y esperó hasta que Tamara salió de la cocina.


La joven se acercó a ella con el ceño fruncido.


—¿Ha venido a tomar algo o a hacer preguntas?


—Tomaré un café.


Tamara estaba muy atractiva con aquel uniforme que no escondía en absoluto su esbelta figura. Mientras le servía el café, evitó todo tipo de contacto visual con Paula.


—¿Con leche?


—No, lo tomaré solo.


Tamara tomó una bayeta y comenzó a limpiar el mostrador, ignorando a Paula, pero sin alejarse. Paula estaba prácticamente segura de que no iba a poder sacarle ninguna información, pero decidió intentarlo.


—¿Desde cuando conocías a Sally?


Tamara continuó limpiando el mostrador, que a esas alturas estaba resplandeciente.


—Desde hace unos seis meses, desde que empezó a trabajar aquí —dejó el trapo—. Supongo que ése fue su gran error.


Una extraña respuesta. A menos, claro, que el trabajo de Sally tuviera algo que ver con su muerte.


—¿Sally tenía muchas citas?


—Eso ya me lo preguntó la última vez, y le respondí que yo no sé con quién salía cuando se iba de aquí. Éramos compañeras de trabajo, pero no salíamos juntas.


Paula asintió. Tendría que ser menos directa. Tenía que considerar el factor miedo.


—El pescado frito huele estupendamente. No sé cómo os las arregláis para no engordar trabajando aquí.


—Yo no como pescado. Me paso el día viéndolo y oliéndolo. Con eso tengo más que suficiente.


—Pero estoy segura de que las propinas son buenas.


—Sí, bastante. Aunque no tanto como cuando trabajaba en un pub en Atlanta.


—Por lo menos éste es un lugar más familiar, aquí no tendrás a tipos molestándote todo el tiempo.


—No se crea…


Tamara desvió la mirada, pero se estaba mordiendo el labio. Paula estaba prácticamente segura de que acababa de poner el dedo en la llaga.


—Apuesto a que Sally, con lo guapa que era, tenía bastantes admiradores.


—Sí, unos cuantos —Tamara volvió a llenarle la taza de café—. ¿Cree que podría haberla matado alguno de los tipos que viene por aquí?


—No sé lo bastante como para atreverme siquiera a imaginarlo. ¿A ti qué te parece?


Tamara no dijo una sola palabra, pero Paula comprendió la respuesta por el miedo que reflejaron sus ojos y la forma de temblarle las manos cuando colocó la cafetera en su lugar.


Había llegado el momento de presionar.


—Tu compañera de trabajo está muerta, Tamara, y también ha muerto otra joven. Si sabes algo que pudiera ayudar a encontrar al asesino, deberías decírnoslo.


Tamara volvió a tomar la bayeta y comenzó a retorcerla.


—Yo no sé nada.


—Ya sé que tienes miedo, pero conmigo puedes hablar. No soy policía.


—Pero es igual. Si digo algo, lo publicará y todo el mundo lo leerá.


—No tengo por qué hacerlo.


—¿Eso qué significa?


—Lo que acabo de decir. No publicaré nada si tú no quieres que lo haga.


—Pero se lo dirá a ese detective que se pasa todo el tiempo merodeando por aquí.


—¿Al detective Alfonso?


—Sí, y también a ese otro más joven que trabaja con él.


—¿Mateo?


—Sí. Viene casi todos los días. A todas las camareras les gusta. Pero yo ya le he dicho una y otra vez que no sé nada.


—Si me cuentas algo, yo puedo hacerles llegar esa información sin decirles que me la has proporcionado tú.


—¿Y no tendría que hacerlo si se lo preguntaran?


—Un periodista nunca revela sus fuentes. Le daré la información al detective Alfonso y te aseguro que él no hará nada que pueda ponerte en peligro.


—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?


—Porque yo también soy una mujer. Tengo el mismo miedo que tú y jamás te pondría en una situación de riesgo —a Paula se le aceleró el pulso—. ¿Alguien estaba acosando a Sally?


—No, no exactamente —Tamara se inclinó hacia delante y convirtió su voz en un susurro—. Pero había un hombre que venía continuamente por aquí. Nunca pedía comida, se quedaba en la barra y hablaba con Sally mientras ella entraba y salía de la cocina. La miraba continuamente.


—¿Cómo se llamaba ese hombre?


—No lo sé.


Paula estaba convencida de que estaba mintiéndole otra vez.


—Un nombre podría servirnos de mucha ayuda.


—No sé cómo se llama.


—¿Era el novio de Sally?


—No. Ella todavía estaba enamorada de un chico de Aurburn que había roto con ella. Por eso suspendió y regresó a casa.


Paula se preguntó si Pedro sabría algo de aquel tipo de Aurburn. De lo que estaba segura, era de que no sabía nada de aquel hombre que frecuentaba el Catfish Shack.


—¿Crees que Sally vio alguna vez a ese tipo fuera del restaurante?


—Creo que no, pero no estoy segura.


—¿Qué edad tenía ese hombre?


—Cerca de treinta años.


—¿Y ha vuelto por aquí desde que Sally murió?
Tamara retrocedió.


—No lo sé. No sé nada más.


Paula alargó la mano para tomar la de Tamara. La tenía fría como el hielo.


—Dime qué aspecto tiene ese hombre, Tamara. Te prometo que no se enterará de que me lo has dicho.


—Es muy guapo. Rubio, con el pelo muy corto…


—¿Altura?


—No se me da muy bien calcular las alturas.


—¿Es más alto que tu?


—Sí, claro. Es un hombre de estatura media.


—¿Delgado?


—No, de complexión normal.


Apoyó los codos en la barra.


—¿Cómo viste?


—Normalmente con pantalones anchos y camisas deportivas. A veces lleva vaqueros.


Paula garabateó algunas notas y guardó el bolígrafo y la libreta en el bolso. Aquella descripción encajaba con la mitad de la población de Georgia.


—Hay algo más… —añadió Tamara—. No creo que sea de Prentice. Nunca lo he visto por la ciudad.


Muy interesante.


—Gracias, Tamara.


—Recuerde lo que me ha prometido. Yo no he dicho nada.


—Te doy mi palabra.


Paula pagó el café, dejó una más que generosa propina y regresó al coche. En cuanto estuvo dentro, buscó el teléfono móvil y marcó el número de Pedro. Comunicaba. Dejó el teléfono a un lado y salió del aparcamiento.


La autopista estaba prácticamente vacía. No había muchas casas, y las pocas que había estaban situadas en la orilla del río, de modo que apenas eran visibles entre los árboles.


Cuando el teléfono sonó, Paula lo descolgó, esperando que fuera Pedro. Pero no era el detective el que la llamaba.


—Hola, Paula. ¿Te ha gustado la galleta?




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