lunes, 7 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 16




—He conseguido un par de primeros planos antes de que nuestro querido detective me echara de allí —dijo Steve—. Juan nos va a adorar.


Y se cambió la cámara de hombro.


Paula estaba asombrada por el entusiasmo del fotógrafo ante aquel macabro espectáculo.


—Me alegro de que esta vez hayas llegado a tiempo.


—Eh, el otro día habría llegado a tiempo si me hubieras dicho lo que me esperaba.


—Tu trabajo consiste en venir cuando te llamo.


—De acuerdo, lo del otro día fue un pequeño desliz. Pero no tienes por qué reprochármelo continuamente. Soy tu fotógrafo. Además, esta noche Juan me ha llamado antes que tú.


—Supongo que ha recibido la noticia inmediatamente después de la televisión.


—Sería bonito poder enterarnos alguna vez de algo antes que la televisión —comentó Steve—. Bueno, creo que ya es hora de que volvamos al periódico.


—Adelántate tú.


—Muy bien. Nos vemos —contestó Steve, y se alejó de allí a grandes zancadas.


Steve sólo tenía cuatro años menos que Paula, pero para él la vida continuaba siendo una fiesta.


Paula se cerró con fuerza la chaqueta mientras lo observaba marcharse y se volvió de nuevo hacia el parque. Ya sólo quedaban unos cuantos hombres. Pedro, por supuesto, y un puñado de policías. Los del Canal Seis se habían ido rápidamente, sin duda alguna para poder editar un reportaje que pudiera ser emitido en las noticias de última hora. El Prentice Times saldría varias horas después con aquella noticia en portada, de modo que esperaba poder obtener algún detalle más.


El segundo asesinato había sido tan macabro como el primero. Pero Paula lo había soportado mucho mejor. Aunque se le había revuelto el estómago, había conseguido no vomitar. Pero por dentro estaba destrozada. El hombre que había cometido una atrocidad como aquella probablemente estaba observándola.


Se apoyó contra la verja del parque, a sólo unos metros de Pedro.


El detective no le había dicho una sola palabra al verla llegar, pero había reconocido su presencia con la mirada. De hecho, la miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaba allí, de que no se había ido con el asesino.


Era curioso. Aparentemente, la intención del asesino era acercarla a él, pero en cambio, ella se sentía como si estuviera siendo arrastrada hacia el mundo de Pedro, como si involuntariamente, se estuvieran convirtiendo en una pareja.


Segundos después, sintió una mano en el hombro.


—¿Te encuentras bien?


—No.


—¿Quieres que vayamos a comer algo y hablemos de lo ocurrido?


—Tengo ganas de hablar, pero no estoy segura de que pueda comer.


—Yo estoy muerto de hambre. El Grille es el único sitio que abre después de las nueve durante la semana, aparte de otros establecimientos de comida rápida. Puedes venir conmigo, si quieres.


—Vamos a mi casa —Paula se sorprendió a sí misma al oírselo decir—. Puedo preparar unas tortillas. Siempre serán más fáciles de digerir.


—¿Estás segura?


—¿Por qué no?


—La verdad es que no se me ocurre ninguna razón. Pero dame unos minutos.


—Tómate el tiempo que quieras. Yo me adelantaré.


—Preferiría que me esperaras.


—¿Porque crees que el asesino puede seguirme hasta mi casa?


—Simplemente, espérame. Después te seguiré hasta tu casa.


Paula asintió, agradecida por su preocupación, y todavía más, por su protección. Pero sólo podría contar con ella durante una hora. Después, volvería a quedar abierta la veda.


Sacó la libreta mientras Pedro se alejaba. 


Escribiría el artículo en su ordenador portátil en cuanto hubieran terminado de cenar. Necesitaba tomar algunas notas, pero además, había algunas preguntas que no cesaban de acosarla y que inmediatamente se abrieron paso hasta la libreta.


¿Latirá más rápido el corazón de un loco cuando mata? ¿Le entusiasmará especialmente la sangre? ¿O es el miedo que ve en los ojos de la víctima el que le procura un sádico placer? ¿Y es eso lo que ese loco quiere de mí?


Los dedos comenzaron a temblarle y se le cayó el bolígrafo. Un hombre que estaba cerca de ella se lo tendió.


—No tiene ningún motivo para continuar por aquí.


A Paula se le paralizó el corazón. Pero el hombre continuó mirándola con aspecto totalmente inofensivo y sonriente. Se estaba volviendo paranoica. Aquella zona estaba plagada de policías. Ningún asesino se arriesgaría a pasearse por allí.


—¿Es usted del departamento de policía?


—Sí, soy Mateo Hastings, de homicidios. Y usted debe de ser periodista.


—Sí, Paula Chaves, del Prentice Times, ¿cómo lo sabe?


—Un policía siempre reconoce a un periodista. Sus ojos tienen el resplandor de la mirada de un buitre.


—Está bromeando, ¿verdad?


—Sí —contestó, en tono más amistoso—. Pedro me ha dicho que era usted la que recibió la nota.


—¿Pedro le ha contado eso?


—Llevamos juntos el caso —miró hacia un par de policías uniformados, que estaban acotando con cinta la zona en la que se había cometido el crimen—. Creo que ya no hay gran cosa que hacer por aquí esta noche. Debería marcharse. Si quiere, puedo llevarla a casa.


—No, gracias. He venido en coche.


—Supongo que usted es nueva en esto —comentó Mateo, alargando la conversación—. No recuerdo haberla visto antes del asesinato de Sally Martin.


—Llevo seis meses en el periódico, pero acabo de empezar a cubrir los sucesos.


—Ha tenido suerte, ¿eh?


—¿Qué quiere decir?


—Dos asesinatos en menos de una semana. Y ya tiene hasta un asesino en serie.


—Podría haber hecho mi trabajo sin él.


—En cualquier caso, una noticia como ésta puede llevar a la fama a un periodista.


—Ni siquiera estoy segura de que valga para hacer este tipo de trabajo.


—¡Eh, Mateo! —Lo llamó uno de los policías—. Pedro te está buscando.


—El deber me llama… —dijo Mateo—. Me alegro de que esté usted por aquí. Ilumina la escena del crimen.


A Paula le temblaban los dedos cuando se dispuso a escribir otra vez. Pero en aquella ocasión, fueron las palabras de Mateo las que anotó en la hoja: Y ya tiene hasta un asesino en serie.


¿Cómo había podido tener tanta suerte?


AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 15




Pedro leyó la nota por segunda vez. Se la esperaba, aunque no sabía cuándo iba a llegar.


—¿Qué te parece? —le preguntó Paula, mientras Pedro guardaba la nota en una bolsa de plástico.


—Me parece que es un canalla repugnante.


—¿Pero crees que es el mismo hombre que mató a Sally Martin?


—No puedo estar seguro, pero en cualquier caso, tenemos que asumir que es peligroso.


—¿Y por qué será que eso no me hace sentirme mejor?


—Porque eres una mujer inteligente.



—¿Y ahora qué tengo que hacer, detective?


Pedro observó a Paula, que permanecía sentada en el sofá, acurrucada con los pies descalzos. Llevaba una sudadera y un pantalón de color salmón. Y parecía demasiado vulnerable y delicada para ser una periodista.


—Deberías marcharte, huir a algún lugar en el que ese loco no pueda encontrarte hasta que lo hayamos detenido.


—No puedo hacer eso.


—Claro que puedes. Lo único que tienes que hacer es renunciar a tus artículos.


—Sé lo que piensas de los periodistas, Pedro, pero la gente tiene derecho a estar informada.


—Creo que no me has comprendido. Yo no tengo nada en contra de los periodistas, a menos que se interfieran en mi trabajo. El hecho de que abandones la ciudad durante una temporada, no va a terminar con la libertad de prensa, Paula. Hay muchos otros periodistas que no están siendo perseguidos por un lunático.


Paula fijó la mirada en el vacío, con la frustración reflejada en cada línea de su rostro.


—Huir no es ninguna opción. En primer lugar, no tengo ningún lugar a donde ir. En segundo lugar, necesito este trabajo para pagar mis facturas. Además, si me voy, ¿quién dice que ese hombre no encontrará otra mujer a la que dedicar sus repugnantes atenciones?


Pedro no tenía nada que objetar a eso.


—¿Entonces qué solución propones, Paula? ¿Continuar trabajando y esperar a que te mande el próximo regalo, o a que ocurra lo que ese depravado pueda tener en mente?


—No. Es obvio que ese hombre lee el periódico. A lo mejor debería escribir un artículo en el que lo animara a comunicarse conmigo más directamente. Podría hablar con él, quizá podamos tenderle una trampa.


Aquello sería prácticamente un suicidio, pensó Pedro.


—Le estás siguiendo el juego al asesino. Crees que es él el que te tiene en la cabeza, pero en realidad es él el que ha conseguido meterse dentro de la tuya.


—No soy ninguna estúpida, Pedro, no voy a dejarme manipular.


—Ya estás siendo manipulada.


En aquel momento sonó el teléfono. Pedro le pidió disculpas a Paula y fue a la cocina a contestar.


—¿Qué ha pasado? —preguntó, cuando se identificó otro policía al otro lado de la línea.


—Acaban de llamar de la televisión local. Han recibido otra llamada.


—¿Ha aparecido otro cadáver?


—El hombre que ha llamado no lo ha dicho. Se ha limitado a especificar a donde deberían ir. Los ha enviado al parque Cedar, en la avenida Jackson, es esa zona en la que hay tantas casas antiguas.


El parque Cedar. A sólo tres bloques del lugar en el que estaba en aquel momento.


—Estaré allí en cinco minutos. Llama a Mateo.


Cuando colgó el teléfono, Paula estaba de pie tras él.


—Ha vuelto a actuar, ¿verdad?


—No estoy seguro. Tengo que irme.


—¿Adónde?


Pedro ignoró su pregunta.


—Quédate en casa y mantén la puerta cerrada.


Pero en cuanto Pedro salió, Paula lo siguió.




domingo, 6 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 14




Paula corrió hacia la puerta. Las manos le temblaban de tal manera que tuvo que intentarlo dos veces hasta conseguir que la llave entrara en la cerradura. Por fin consiguió girarla. La puerta se abrió y Paula corrió hacia el interior tras darle una patada al paquete para meterlo también en casa.


Una vez dentro, cerró de un portazo y se apoyó contra la puerta. El paquete continuaba en el suelo. Era una bolsa blanca, doblada por la parte de arriba. Podía tratarse de cualquier cosa. 


Quizá se lo hubiera dejado un vecino. 


Seguramente se había dejado llevar por el pánico. Pero sólo había una forma de averiguarlo.


Aun así, antes de abrirlo, Paula se sirvió un vaso de agua fría. Bebió hasta la última gota, y cuando terminó, levantó la bolsa.


No pesaba mucho, de manera que no podía ser nada peligroso. La abrió y miró en su interior. 


Una galleta. Una maldita galleta con forma de corazón. Y había estado a punto de sufrir un infarto. Definitivamente, el crimen no era lo suyo.


Estuvo a punto de echarse a reír mientras sacaba la galleta, pero la carcajada se le atravesó en la garganta. Debajo de la galleta había una nota escrita con una letra que reconoció al instante.


La galleta se deslizó de entre sus dedos para terminar convertida en migajas en el suelo. Sacó la nota, sosteniéndola únicamente por una esquina.



«Hola, mi preciosa Paula. Leo todos los días tus artículos sobre mí y sé que piensas tanto en mí como yo en ti.
Feliz día de San Valentín.»


—¡Maldito seas!


Ni siquiera se había acordado de que era el día de San Valentín y el único regalo que recibía era el de un loco. Pisoteó los restos de galleta como si estuviera apagando una colilla. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a intentar involucrarla en su retorcida vida?


Pero no podía dejar que la convirtiera en un amasijo de nervios. Ya había pasado por situaciones como aquélla, ya había luchado contra los demonios que aparecían en sus pesadillas, vestigios de una vida que ni siquiera podía recordar.


Temblando todavía, pero con firme determinación, cruzó la habitación, descolgó el teléfono y marcó el número de Pedro




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 13




Paula suspiró aliviada cuando metió el coche en el garaje y apagó el motor. Había sido un día muy largo y estaba deseando quitarse los zapatos, servirse una copa de chardonnay y ver una antigua serie que reponían en la televisión.



El camino desde el garaje hasta la casa se hacía duro cuando hacía frío o llovía, pero afortunadamente, en aquella ocasión la noche era clara.


El único problema era que la zona que lo rodeaba estaba más oscura de lo habitual. 


Mucho más oscura. Por alguna razón, no estaba encendida ninguna de las luces exteriores de su casa, aunque el temporizador debería haberse encargado de que lo estuvieran. 


Afortunadamente, había dejado encendida la luz de la puerta trasera, de modo que no tendría grandes problemas para meter la llave en la cerradura.


De pronto, oyó que algo se movía entre los arbustos que tenía tras ella. El corazón le dio un vuelco, pero al volverse, descubrió que era un gato el que la había sobresaltado.


Mientras se acercaba a la casa, distinguió un paquete apoyado contra la puerta. Se detuvo inmediatamente. Seguramente, sería un paquete totalmente inofensivo, pero era la primera vez que le enviaban algo.


¿Qué ocurriría si se lo había enviado el mismo hombre que le había dejado la nota en el parabrisas? Había localizado su coche. Quizá también supiera dónde vivía. Quizá estuviera allí en aquel momento, escondido entre las sombras y vigilándola, como obviamente había estado vigilándola la noche que la había visto en el parque. Paula no lo veía, pero prácticamente, podía sentir su presencia.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 12




Para el miércoles por la tarde, Paula había agotado todo lo que tenía que escribir sobre el asesinato de Sally Martin, pero los lectores continuaban demandando ávidamente detalles. 


Paula no sabía si aquella ansiedad se debía al miedo o a una curiosidad morbosa, pero el Prentice Times estaba vendiendo el doble de ejemplares de lo habitual.


Juan estaba encantado con el trabajo de Paula, pero continuaba presionándola para que escribiera más artículos. Quería entrevistas con los vecinos de Sally, con su familia, con las personas con las que trabajaba e incluso con sus amigos del instituto.


—Voy a acercarme a la cafetería —anunció Dotti, mientras recorría la oficina con un bolígrafo y una libreta de notas en la mano—. ¿Quieres algo?


Dotti era una adolescente que ayudaba en el periódico dos tardes a la semana para conseguir un crédito más en la asignatura de periodismo.


—Un batido de caramelo —le contestó Paula.


—¿Mediano y con leche desnatada?


—Tú misma lo has dicho. Soy una mujer de costumbres.


—En los viejos tiempos los periodistas vivíamos a base de café —dijo Juan.


—Sí, lo sabemos —gruñó otro de los periodistas—. Y erais capaces de caminar descalzos sobre la nieve para conseguir un buen reportaje.


Aquello desencadenó una oleada de risas. 


Paula se volvió de nuevo hacia su ordenador. 


Estaba intentando buscar una frase de los amigos de Sally, para insertarla en medio de una columna. No sabía cómo era ser periodista en los viejos tiempos, pero en los suyos le parecía un trabajo suficientemente duro.


Ron Baker se detuvo frente a su escritorio, algo que hacía un par de veces al día. A Paula normalmente no le importaba. Él llevaba menos tiempo que ella en el periódico y todavía no participaba de la camaradería que reinaba entre los trabajadores.


Encajar no siempre era fácil, pero Ron era una buena persona. Cercano a los cincuenta años, algo tímido y un gran trabajador. Su principal labor consistía en asegurar el reparto de periódicos, pero era un hombre muy versátil y Juan sacaba provecho de todas sus habilidades. 


Aquel día estaba colocando unas estanterías.


Ron la miró por encima del hombro.


—Debes de estar cansada de escribir todos los días sobre ese asesinato.


—No lo estaría si hubiera algo nuevo que decir.


—No se ha encontrado ninguna pista, ¿verdad?


—Si la han encontrado, la policía lo mantiene en secreto.


—¿Qué piensas del detective que está a cargo del caso? Se llama Pedro o algo así.


—Sí, Pedro Alfonso —¿que qué pensaba de Pedro Alfonso? Esa sí que era una pregunta interesante. Pensaba que era un hombre duro. Irritable. Y tremendamente sexy—. Todavía no lo conozco lo suficiente como para haberme formado una opinión sobre él.


—No están progresando mucho con el caso, ¿eh?


—Confiemos en que sepan algo más de lo que nos dicen.


Ron asintió.


—Bueno, creo que será mejor que siga con las estanterías.


Pero cuando Ron se marchó, Paula continuó pensando en la pregunta que le había hecho sobre Pedro Alfonso. Debería escribir un artículo sobre él. Estaba segura de que podría ser una historia fascinante. Era un hombre muy duro, pero había habido un momento en el parque en el que al ser consciente de su miedo, se había mostrado casi protector. Y por la expresión con la que la había mirado cuando le había abierto la puerta con el vestido de satén, podía decir que estaba ligeramente excitado. Aunque se había recuperado muy rápidamente.


La cuestión era, que Pedro sólo se ocupaba de su trabajo. Algo que quizá no estuviera nada mal habiendo un asesino suelto. Y Paula tenía que recordarse que el interés que había mostrado en ella había sido únicamente profesional.


Continuaba llevando la tarjeta en el bolsillo, pero afortunadamente, no había tenido que llamarlo para darle ninguna otra noticia sobre aquel bicho raro que podía o no ser el asesino.


Pero puesto que llevaba la tarjeta en el bolsillo, quizá debería llamarlo. Al fin y al cabo, era periodista y él era el detective que estaba a cargo de la investigación. Si tenía alguna información nueva, el público tenía derecho a conocerla. Y eso no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera pensando en aquel momento en él. Ni en que tuviera verdaderas ganas de oír aquella voz tan masculina y sensual. No, aquella era una cuestión puramente profesional.


De modo que sacó la tarjeta y marcó su número de teléfono.


Pedro Alfonso.


—Hola, Pedro.


—¿Quién es?


—Soy Paula Chaves, la periodista del Prentice Times.


—¿Ha ocurrido algo?


—No, no ha pasado nada. Pero estaba trabajando en el artículo de mañana y he pensado que quizá quisieras hacer alguna declaración.


—Si quieres una declaración, llama al encargado de prensa.


—Ya lo he intentado, pero no hay ningún encargado de prensa —se hizo un silencio que cada vez le resultaba más embarazoso—. Siento haberte llamado en un mal momento.


—No, no me has llamado en un mal momento. Bueno, lo que quiero decir es que sí, es un mal momento, pero no sé qué momento podría ser mejor. Lo único que tengo que decir es que todavía no hemos detenido a nadie.


—¿Eso significa que ya hay algún sospechoso?


—Eso significa que no tengo nada que declarar, salvo que no hemos arrestado a nadie.


—De acuerdo. Siento haberte molestado.


—Bien. Si recibes otro mensaje, llámame inmediatamente. Es importante. No juegues con ese tipo. Es peligroso. Y procura no olvidarlo.
Volvía a percibirse la preocupación en su voz.


—Te llamaré, te lo prometo. En asuntos relacionados con asesinatos, soy básicamente cobarde.


—Estupendo. Los cobardes tienen muchas más posibilidades de llegar a viejos.


Paula volvió a darle las gracias, se despidió de él y eso fue todo. Tarea cumplida. Y resultados nulos. Aun así, continuaba pensando en Pedro.


—¿Tienes alguna copia para mí? —le preguntó Juan, deteniéndose delante de su mesa con una taza de café en la mano.


—Dame veinte minutos.


—Tienes diez.


Paula volvió a concentrarse en su artículo, pero mientras escribía, se le ocurrió pensar que quizá Pedro debería haber sido periodista. Un hombre que con tan pocas palabras era capaz de transmitir tanta fuerza, habría ganado un Pulitzer.



sábado, 5 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 11




—He hablado con todos los vecinos del bloque —dijo Mateo mientras revisaba sus notas delante de Pedro—. Todo el mundo dice no haber visto nada hasta que llegó la furgoneta de la televisión.


Pedro tomó las notas del joven detective, se recostó en la silla y apoyó los pies en la mesa.


—¿Has comprobado si hay alguien en las inmediaciones que tenga antecedentes?


—Todos los adultos están limpios. Uno de los adolescentes del bloque fue denunciado por haber provocado lesiones a su padrastro.


—Detalles.


—Se llama Greg Sander. Diecisiete años, tenía dieciséis cuando se presentaron los cargos contra él. Atacó a su padrastro con un bate de béisbol al encontrarlo en actitud excesivamente cariñosa con su hermana pequeña. El padrastro lo niega. No le pusieron ninguna condena, de modo que supongo que el juez lo creyó.


—¿Y dónde está ahora su padrastro?


—Su madre se divorció de él y no tiene la menor idea de dónde está viviendo. Pero sabe que no es en Prentice.


—¿Qué se ha encontrado en la zona en la que se cometió el crimen?


—Tenemos un par de colillas, un calcetín viejo, algunos chicles, una botella de cerveza… Ese tipo de cosas.


—Envía todo al laboratorio de Atlanta. Quizá consigamos algo a partir del ADN de alguno de esos objetos.


—Está hecho. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?


Pedro miró el reloj. Eran las cinco y cinco. En otros tiempos, un policía responsable no habría mirado nunca el reloj. Pero esos eran policías de la vieja escuela. Los policías habían comenzado a tener vida más allá de su trabajo. Cumplían su turno y se marchaban. Y quizá fuera lo mejor.


—No, supongo que eso es todo —comentó Pedro—. ¿Te espera una buena velada?


—Tengo una cita con esa pelirroja que trabaja para el doctor Wolford. ¿Y a ti?


—Creo que me acostaré pronto e intentaré dormir.


Ambos sabían que no era cierto. Pedro pararía en el Grille y pediría el menú del día, si se tomaba la molestia de comer algo. Después, volvería a la zona precintada e intentaría buscar alguna nueva prueba.


Pedro dejó las notas sobre la mesa cuando Mateo se marchó, se acercó a la ventana y fijó la mirada en la lluvia. No caía con tanta fuerza como cuando los había alcanzado a Paula y a él en el parque, pero continuaba lloviendo con firmeza.


Paula Chaves. Aquel nombre no debería significar nada para él, excepto por su relación con aquel caso de asesinato. Pero en aquel momento, mientras fijaba la mirada en la lluvia y recordaba el aspecto de Paula empapada, supo que aquella mujer lo afectaba de una manera que no era capaz de comenzar siquiera a definir.


No era simple lujuria lo que le provocaba, aunque era innegable la tensión que se había producido en sus entrañas cuando aquella tarde le había abierto la puerta de su casa.


Pero había sido todavía peor llevarla a casa desde el parque, cuando Paula parecía poco menos que una niña abandonada.


Frustrado por el deseo que parecía presionar en todas direcciones, cruzó la habitación, abrió un cajón del escritorio y sacó la fotografía de Natalia. 


Antes la tenía siempre sobre la mesa, pero se había cansado de explicarle a todo el mundo quién era. De modo que la mantenía allí para los momentos especiales, aquellos en los que necesitaba recordarse cómo debería ser la vida.


 ¿Cómo sería su vida en aquel momento si no hubiera cometido aquel error fatal que había permitido que un asesino se entrometiera en su vida?


La clase de error que debía haber cometido Sally Martin. ¿Habría confiado en un desconocido Sally Martin? En Prentice era algo normal. Sólo estaba a una hora de distancia de Atlanta, pero a años luz respecto a los problemas de Atlanta como gran ciudad. En Prentice había más iglesias que bares. Las calles estaban limpias. Los ciudadanos conservaban los antiguos modales sureños y atesoraban su pasado como si fuera una piedra preciosa que necesitaba ser pulida y expuesta para que todos la vieran.


¿Habría conducido el asesino durante cientos de kilómetros y habría llegado a Prentice con la necesidad desgarradora de matar a alguien? ¿O sería alguien a quien Sally conocía, alguien en quien confiaba? ¿Un amante traicionado, quizá?


Pero si había sido un amante, la familia de Martin no tenía la menor noticia sobre él. Su versión era que Sally había suspendido los exámenes en la universidad de Auburn y había vuelto a casa. Y en aquel momento estaba muerta.


Pedro no tenía ningún motivo para no creer a sus padres. Su tristeza parecía sincera. 


Además, Pedro tenía el presentimiento de que los motivos por los que el asesino había elegido a Sally sólo los comprendía él. La había desnudado, pero no había indicio alguno de violación.


Aun así, Pedro estaba prácticamente convencido de que el asesino era un hombre. El cuchillo, la desnudez, incluso las marcas en el pecho indicaban que el asesino era varón.


Y a menos que Pedro se equivocara, aquel tipo todavía no había acabado con Prentice. Ni con Paula. Pedro no tenía ninguna prueba que demostrara que la nota que habían dejado en el parabrisas de la periodista fuera del asesino. 


Todo era pura intuición.


Su mente volvió a Paula Chaves. Había estado haciendo algunas comprobaciones aquella tarde. Aquél era su primer trabajo como periodista. Y también era nueva en la ciudad. ¿Podría ser ella…?


No, era imposible que fuera ella la asesina. Y dudaba seriamente que hubiera falsificado aquella nota con intención de llamar la atención sobre sus artículos. Aun así, no le haría ningún daño investigarla.


Al fin y al cabo, su intuición no era infalible. Y la muerte de Natalia lo demostraba.