sábado, 5 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 11




—He hablado con todos los vecinos del bloque —dijo Mateo mientras revisaba sus notas delante de Pedro—. Todo el mundo dice no haber visto nada hasta que llegó la furgoneta de la televisión.


Pedro tomó las notas del joven detective, se recostó en la silla y apoyó los pies en la mesa.


—¿Has comprobado si hay alguien en las inmediaciones que tenga antecedentes?


—Todos los adultos están limpios. Uno de los adolescentes del bloque fue denunciado por haber provocado lesiones a su padrastro.


—Detalles.


—Se llama Greg Sander. Diecisiete años, tenía dieciséis cuando se presentaron los cargos contra él. Atacó a su padrastro con un bate de béisbol al encontrarlo en actitud excesivamente cariñosa con su hermana pequeña. El padrastro lo niega. No le pusieron ninguna condena, de modo que supongo que el juez lo creyó.


—¿Y dónde está ahora su padrastro?


—Su madre se divorció de él y no tiene la menor idea de dónde está viviendo. Pero sabe que no es en Prentice.


—¿Qué se ha encontrado en la zona en la que se cometió el crimen?


—Tenemos un par de colillas, un calcetín viejo, algunos chicles, una botella de cerveza… Ese tipo de cosas.


—Envía todo al laboratorio de Atlanta. Quizá consigamos algo a partir del ADN de alguno de esos objetos.


—Está hecho. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?


Pedro miró el reloj. Eran las cinco y cinco. En otros tiempos, un policía responsable no habría mirado nunca el reloj. Pero esos eran policías de la vieja escuela. Los policías habían comenzado a tener vida más allá de su trabajo. Cumplían su turno y se marchaban. Y quizá fuera lo mejor.


—No, supongo que eso es todo —comentó Pedro—. ¿Te espera una buena velada?


—Tengo una cita con esa pelirroja que trabaja para el doctor Wolford. ¿Y a ti?


—Creo que me acostaré pronto e intentaré dormir.


Ambos sabían que no era cierto. Pedro pararía en el Grille y pediría el menú del día, si se tomaba la molestia de comer algo. Después, volvería a la zona precintada e intentaría buscar alguna nueva prueba.


Pedro dejó las notas sobre la mesa cuando Mateo se marchó, se acercó a la ventana y fijó la mirada en la lluvia. No caía con tanta fuerza como cuando los había alcanzado a Paula y a él en el parque, pero continuaba lloviendo con firmeza.


Paula Chaves. Aquel nombre no debería significar nada para él, excepto por su relación con aquel caso de asesinato. Pero en aquel momento, mientras fijaba la mirada en la lluvia y recordaba el aspecto de Paula empapada, supo que aquella mujer lo afectaba de una manera que no era capaz de comenzar siquiera a definir.


No era simple lujuria lo que le provocaba, aunque era innegable la tensión que se había producido en sus entrañas cuando aquella tarde le había abierto la puerta de su casa.


Pero había sido todavía peor llevarla a casa desde el parque, cuando Paula parecía poco menos que una niña abandonada.


Frustrado por el deseo que parecía presionar en todas direcciones, cruzó la habitación, abrió un cajón del escritorio y sacó la fotografía de Natalia. 


Antes la tenía siempre sobre la mesa, pero se había cansado de explicarle a todo el mundo quién era. De modo que la mantenía allí para los momentos especiales, aquellos en los que necesitaba recordarse cómo debería ser la vida.


 ¿Cómo sería su vida en aquel momento si no hubiera cometido aquel error fatal que había permitido que un asesino se entrometiera en su vida?


La clase de error que debía haber cometido Sally Martin. ¿Habría confiado en un desconocido Sally Martin? En Prentice era algo normal. Sólo estaba a una hora de distancia de Atlanta, pero a años luz respecto a los problemas de Atlanta como gran ciudad. En Prentice había más iglesias que bares. Las calles estaban limpias. Los ciudadanos conservaban los antiguos modales sureños y atesoraban su pasado como si fuera una piedra preciosa que necesitaba ser pulida y expuesta para que todos la vieran.


¿Habría conducido el asesino durante cientos de kilómetros y habría llegado a Prentice con la necesidad desgarradora de matar a alguien? ¿O sería alguien a quien Sally conocía, alguien en quien confiaba? ¿Un amante traicionado, quizá?


Pero si había sido un amante, la familia de Martin no tenía la menor noticia sobre él. Su versión era que Sally había suspendido los exámenes en la universidad de Auburn y había vuelto a casa. Y en aquel momento estaba muerta.


Pedro no tenía ningún motivo para no creer a sus padres. Su tristeza parecía sincera. 


Además, Pedro tenía el presentimiento de que los motivos por los que el asesino había elegido a Sally sólo los comprendía él. La había desnudado, pero no había indicio alguno de violación.


Aun así, Pedro estaba prácticamente convencido de que el asesino era un hombre. El cuchillo, la desnudez, incluso las marcas en el pecho indicaban que el asesino era varón.


Y a menos que Pedro se equivocara, aquel tipo todavía no había acabado con Prentice. Ni con Paula. Pedro no tenía ninguna prueba que demostrara que la nota que habían dejado en el parabrisas de la periodista fuera del asesino. 


Todo era pura intuición.


Su mente volvió a Paula Chaves. Había estado haciendo algunas comprobaciones aquella tarde. Aquél era su primer trabajo como periodista. Y también era nueva en la ciudad. ¿Podría ser ella…?


No, era imposible que fuera ella la asesina. Y dudaba seriamente que hubiera falsificado aquella nota con intención de llamar la atención sobre sus artículos. Aun así, no le haría ningún daño investigarla.


Al fin y al cabo, su intuición no era infalible. Y la muerte de Natalia lo demostraba.



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