jueves, 20 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 2




Paula intentó recuperar el aliento. Un hombre alto y poderoso la miraba con ojos pardos y furiosos. Tenía el pelo rubio y una cicatriz en la mejilla. Parecía una especie de dios marino y vengativo que hubiera surgido de los mares para castigarla.


Pero no la castigó. Se limitó a sujetarla contra la pared, mirándola con la boca abierta.


Ella también se quedó boquiabierta, y no sólo por el impacto. A pesar de la cicatriz, del ceño fruncido y de aquella brutalidad más propia de un cavernícola, lo reconoció al instante.


Pedro Alfonso.


La sorpresa la dejó sin respiración, aunque el recio antebrazo ya no le apretaba la garganta.


-¿Qué demonios está haciendo, señorita? -espetó él finalmente, invocando otra vez la imagen de un dios encolerizado. Incluso a la tenue luz del cobertizo, sus cabellos relucían como oro bruñido y podía percibirse la virilidad que irradiaban las duras facciones de su rostro-. ¿No sabe que podría haberla matado?


-Suéltame -gesticuló ella con los labios.


Él bajó inmediatamente el brazo y se apartó, pero su imponente estatura la mantenía aprisionada contra la pared. Paula intentó llenarse los pulmones de aire, sintiéndose débil y aturdida. La había llamado «señorita». Era evidente que no la había reconocido, lo cual la complació e irritó al mismo tiempo. Le gustaba tener la sartén por el mango, pero ¿cómo podía haberla olvidado cuando ella lo habría reconocido aunque hubieran pasado cien años?


Decidió aprovecharse de la ventaja y se tragó la réplica sarcástica que tenía en la punta de la lengua. Lo mejor sería mantenerse distante y cortés desde el principio.


Cualquier cosa menos familiar.


-Siento haberlo asustado -dijo, con un nudo en la garganta.


Paula se dio cuenta de que era mucho más atractivo de lo que ya había sido de joven, con aquella cicatriz surcándole la mejilla, la barba incipiente y sus intensos ojos ambarinos. Se preguntó cómo se habría hecho aquella cicatriz. 


Seguramente en alguna pelea. Su cuerpo, siempre atlético y esbelto, había ganado en fibra y músculo.


Unos vaqueros descoloridos moldeaban unas piernas largas y musculosas, y una camiseta verde oliva se ceñía a un pecho amplio y poderoso.


-Puede que le haya salvado la vida -explicó, intentando sofocar un resentimiento largamente contenido y que ahora amenazaba con salir a la superficie.


-¿Que me ha salvado la vida? -repitió él. Su voz sureña era mucho más profunda de lo que Paula recordaba, y le provocó un curioso temblor en las rodillas.


No podía permitírselo. No podía permitirse ninguna debilidad.


-Eso es -corroboró ella-. Hay un... ¡La puerta! -gritó, llena de pánico-. ¡Cierre la puerta!



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 1




Ojalá aquello no fuera un mal presagio.


A medida que Paula Chaves sorteaba los charcos de agua turbia para no mancharse sus caros zapatos de tacón, pensó en el Mercedes que su hermana le había insistido en llevar al pueblo para darles una imagen autoritaria y ejecutiva a esa gente que de otra manera la recibirían como a la joven rebelde e insolente que había sido doce años antes.


El Mercedes se había quedado un kilómetro y medio detrás de ella, engullido por la densa vegetación de Florida y con el parachoques hundido en el barro.


¿Cuándo se había convertido la carretera de Gulf Beach en una ciénaga? Había seguido la estrecha pista de tierra durante muchos kilómetros desde que abandonara la carretera asfaltada. Si la memoria no la engañaba, la playa y las casas deberían de estar muy cerca.


El sudor le empapaba los pechos y la blusa blanca de seda por el sofocante calor de Florida. Al menos había tenido la precaución de dejar las medias y la chaqueta en el coche. También había dejado el teléfono móvil. La cobertura era demasiado escasa.


Apretó los dientes y siguió avanzando entre las palmeras, robles y capas de musgo negro de aspecto fantasmal. El dulce olor del follaje tropical se mezclaba con el aire marino, y en la oscuridad que la envolvía podían oírse escalofriantes zumbidos y susurros. De niña había aprendido que debía evitar aquellos bosques durante el verano. Mocassin Point no había recibido ese nombre por los zapatos indios, sino por un notorio elemento de su fauna. La serpiente boca de algodón o mocassin.


Le pareció oír un ruido en un arbusto cercano y aceleró el paso. Justo cuando empezaba a preocuparse de haber calculado mal la distancia a la playa, un túnel de luz se abrió frente a ella. Un profundo alivio la invadió. Irguió los hombros y se lanzó hacia delante.


La oscuridad dejó paso al sol de la tarde. Paula levantó la cabeza para recibir la fresca brisa del golfo y salió a la playa de arena firme y tostada. Las gaviotas planeaban en el cielo azul celeste. Las olas rompían en la orilla, donde las veneras
relucían como pequeños tesoros. La belleza natural y tranquila la llenó de una paz deliciosa, pero de repente la asaltó la nostalgia.


Ella pertenecía a aquel lugar. Por un instante esperó ver a un grupo de chiquillos descalzos corriendo hacia ella desde los muelles o desde las dunas, guiados por un chico fuerte, rubio y bronceado, con una reluciente sonrisa de malicia.


Pedro. Había sido su amigo. Su cómplice. Su alocado compañero de aventuras.


Una punzada de dolor la traspasó, y se maldijo por ello. No iba a pensar ahora en Pedro. Pronto tendría que verlo, y no deseaba tratar con él.


Se volvió hacia las casas lejanas, decidida a concentrarse en el trabajo y no en los recuerdos molestos, cuando un movimiento en los arbustos la detuvo. Dos ojos la observaban desde el suelo. Parecían demasiado grandes para una serpiente, así que sólo podían ser de... un cocodrilo.


Muerta de miedo, dio un paso atrás. Los cocodrilos eran muy escasos en el norte de Florida. Alguna vez los había visto cruzando la carretera o en los cultivos y estanques, pero nunca había estado tan cerca de uno.


La inmensa criatura avanzó reptando hacia ella. 


Una voz de alarma sonó en la cabeza de Paula. Los cocodrilos huían normalmente de los humanos. Si avanzaba sólo podía significar una cosa. Que estaba hambriento. Con el miedo atenazándole la garganta, vio un trozo de tela naranja colgando de una de las patas delanteras. ¿Sería la ropa de una presa reciente?


El valor la abandonó por completo y echó a correr hacia la playa. Había oído demasiadas historias de muertes y mutilaciones. No estaba preparada para morir.


Los altos tacones la hicieron tropezar en la arena, consciente de que el cocodrilo se movía junto a ella por la hierba. Con un sollozo ahogado, se quitó los zapatos y corrió hacia un cobertizo de madera de cedro. Al subir los escalones, resbaló y cayó contra la barandilla. Impulsada por el pánico, se apretó el costado herido y entró como una exhalación en una habitación húmeda y oscura. Cerró la puerta de golpe y se apoyó contra la hoja, rezando fervientemente porque el cocodrilo no la traspasara.


Pasaron unos momentos frenéticos, hasta que los latidos y la respiración se le calmaron lo suficiente para poder pensar. Parecía estar a salvo. Pero, ¿qué podía hacer ahora?


Miró a su alrededor. El sol de la tarde apenas se filtraba por las sucias ventanas de la pared trasera. El olor de los moluscos secos, la salmuera y la gasolina impregnaba el aire. Un olor que le trajo vagos pero reconfortantes recuerdos de la infancia.


Parecía ser un gran almacén situado al fondo del cobertizo. Debía de ser el cobertizo para botes del viejo Langley, a no ser que hubiera cambiado de dueño en los últimos doce años.


Tal vez pudiera pedir ayuda. Pero, ¿cómo? 


Mientras buscaba un modo de hacerlo, oyó un ruido... Un zumbido lejano que se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que Paula reconoció el ruido de un motor. ¡Una lancha!


Casi se echó a llorar de alivio. La ayuda ya estaba allí. A los pocos minutos, las paredes y el suelo vibraron con el rugido de un motor. La lancha había atracado en aquel mismo cobertizo. El motor se apagó con un petardeo y se oyeron unas pisadas en las tablas.


Entonces Paula se dio cuenta de que el recién llegado también estaba en peligro.


De nuevo volvieron a asaltarla las espeluznantes imágenes de cocodrilos salvajes y hambrientos. Abrió la puerta para prevenir a quien se estuviera acercando. Pero antes de que pudiera formular una sola palabra, un cuerpo grande y robusto cargó contra ella y la empujó contra la pared interior del cobertizo, aprisionándola con dos brazos de hierro y un pecho musculoso.




EL SOLTERO MAS CODICIADO: SINOPSIS





Como buen médico, sabía cómo curar la fiebre, pero esa vez era él el que estaba provocando que a aquella mujer le subiera la temperatura…



El doctor Pedro Alfonso no era el típico cirujano. 


Era un tipo relajado, divertido… el soltero más deseado de la ciudad; todo el mundo en Mocassin Point lo adoraba. Bueno, no todo el mundo, porque había alguien empeñado en destruir su reputación.


Paula Chaves recordaba Mocassin Point con cariño, y ahora había vuelto para investigar al médico local. Su viejo amigo se había convertido en un hombre increíblemente sexy… y totalmente fuera de su alcance.





miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO FINAL



Mientras pintaba en el salón de su casa, Paula había recibido la llamada de Pedro diciéndole que se encontrara con él en el mirador de la montaña.


Pedro había mencionado un nuevo proyecto e imaginó que querría enseñarle la flora local. Sin pensárselo, había ido hasta allí y había respirado aliviada al ver que el cielo estaba azul.


En aquel momento avanzaba decidida hacia el punto de encuentro con el móvil en el bolsillo. 


¡Había aprendido bien la lección!


Pedro había acudido a rescatarla a aquellas mismas montañas. Había sido amable y cariñoso, pero ella había tenido que huir porque lo amaba demasiado y él no sentía por ella lo mismo.


Dio varios pasos y se planteó dar media vuelta y marcharse. Después de todo era sábado y su jefe no tenía derecho a pedirle que trabajara en su tiempo libre.


Le dolía el corazón. Amaba a su jefe y sabía que no lo dejaría plantado porque le gustaba trabajar con él y porque necesitaba el empleo, y porque era lo que sabía hacer mejor, como hacía bien ejercer de «amiga», dando consejos sentimentales a los demás.


Pero había llegado a la conclusión de que en el fondo no sabía nada de las relaciones y que debía dimitir de ese puesto entre sus amigos. 


Los abandonaría a su suerte porque ella no estaba cualificada para asesorarlos.


Dio los últimos pasos y vio a Pedro en el mirador, apoyado en la barandilla con el rostro vuelto hacia el paisaje. Al oír pisadas, se volvió hacia ella. Tenía una mano en el bolsillo y el cuello de la camisa torcido, así como una expresión entre concentrada y angustiada.


—No estaba seguro de que fueras a venir —dijo con voz aterciopelada.


—Has dicho que querías hablar de un proyecto —dijo ella, intentado frenar su acelerado corazón.


—En cierto sentido, así es. ¿Estabas haciendo algo cuando te he llamado? —preguntó él, estudiando su rostro.


Paula se pasó las manos, nerviosa, por los muslos.


—Estaba pintando. Ojalá pudiera captar una belleza como ésta —dijo, señalando la vista.


—Por eso he elegido este lugar. Sabía que a esta hora del día el colorido haría juego con tus ojos y sería tan hermoso como tú, y que habría paz y tranquilidad; la misma que tú me haces sentir en mi interior —Pedro calló bruscamente como si no supiera qué quería decir.


Sus palabras emocionaron a Paula, que se quedó muda.


Un instante después, Pedro carraspeó.


—¿Qué estabas dibujando?


—Nada concreto. Intentaba plasmar mis emociones en un lienzo —para liberarlas. Y lo que Pedro acababa de decirle había hecho que emergieran de nuevo. Con voz temblorosa, añadió—: ¿Por qué me has pedido que viniera, Pedro?


¿Y por qué allí y no a cualquier otro sitio? Había mencionado los colores y otras cosas que no tenían nada que ver con el trabajo.


—Por las mismas razones por las que tú estabas pintando —Pedro vaciló y miró intensamente a Paula—. Para compartir mis emociones contigo con la esperanza de que no sea demasiado tarde y que te guste recibirlas aquí, donde podemos estar solos en medio de la naturaleza, y donde puedo concentrarme en ti, rodeado de plantas y árboles, que me ayuden a mantenerme tranquilo y centrado.


—No comprendo —el corazón de Paula dio un salto, pero ésa era una parte de su organismo en la que no podía confiar.


Quizá Pedro estaba por fin dispuesto a hablar de su relación con su padre. Quizá quería quitarse ese peso del pecho, y aquella cita no tenía nada que ver con ellos dos. Ella estaba dispuesta a escucharlo.


—Carlos… hirió a un niño pequeño hasta casi aplastarlo —Pedro le tomó las manos y le acarició el dorso reiteradamente con el pulgar—. Tanto que cuando el niño se hizo hombre, se dijo que nunca tendría una relación por culpa de su enfermedad, pero la causa real era el dolor que le había causado ser abandonado.


—Carlos te dejó porque era demasiado cobarde como para ser tu padre —dijo Paula con labios temblorosos. Habría querido abrazarlo y sujetarlo con fuerza contra su pecho—, no porque no soportara tu enfermedad.


Pedro agachó la cabeza.


—Tienes razón.


—No hay ninguna razón por la que no puedas tener… cualquier tipo de relación —Paula intentó evitar que pareciera que incluía una relación con ella entre las posibles.


Pedro miró sus dedos moviéndose nerviosamente, apretó los dientes y detuvo el movimiento. Pero al instante, sacudió la cabeza y comenzó de nuevo, como si no quisiera negarle una caricia que sólo él podía darle.


—Sólo hay una persona con la que me gustaría construir una relación en este momento.


—¿Quién?


—Creo que sabes la respuesta, pero quiero decírtelo de todas formas —su voz se hizo más grave a medida que hablaba. Le soltó la mano y la metió en el bolsillo—. No sé cómo expresar lo que siento o qué sientes tú, pero voy a intentar expresarlo. He comprado una cosa… Tengo la esperanza de que, con el tiempo, llegues a sentir algo por mí, de que si pasamos tiempo juntos pueda llegar a demostrarte cuánto te necesito y cuánto te amo…


—Pero después de hacer el amor, mi cuerpo no te gustó y… —empezó Paula, no pudiendo dominar una inseguridad tan enraizada en ella.


—Lo que no me gustó fue lo que hice yo y que achaco al autismo; mi manera de acariciarte como si te masajeara, la obsesiva forma en la que aspiraba tu aroma —Pedro la tomó por los brazos—. Pero estabas tan… hermosa. Sabes que eso es lo que pensé y lo que sentí. Tienes que saberlo.


Paula lo miró fijamente a los ojos queriendo creerlo.


—Soy muy corpulenta. Mi madre siempre…


—Tu madre debería limitarse a decirte que eres maravillosa por dentro y por fuera —Pedro chasqueó la lengua—. No quiero que te sigan haciendo daño. Tiene que haber alguna manera…


—La he encontrado —también ella había estado pensando en su familia—. He convocado una reunión familiar para decirles que si no pueden darme lo que necesito, estoy dispuesta a distanciarme de ellos. Ya he dejado que me hagan suficiente daño.


—Quiero ir a esa reunión contigo —Pedro habría preferido evitarle ese trance, pero comprendía que necesitara hacerlo—. Y después, iremos a ver a Alex y a Luciano. Te van a adorar, Paula. ¿Podrás formar parte de nuestra familia? ¿Me dejarás amarte con toda mi alma?


Pedro se dio cuenta de que hablaba desordenadamente e intentó explicarse mejor.


—Quiero compartirlo todo contigo, que seamos una familia. Cuando hicimos el amor, no fui consciente de lo que sentía por ti, de todo el amor y los sentimientos que albergaba en mi interior esperando a ser despertados —hizo una pausa y sacudió la cabeza—. El autismo me hizo perder el control, y asumí que no podrías soportar mi extraña manera de acariciar ni mi obsesión por olerte —suspiró profundamente—. Y aun cuando llegué a pensar que quizá no me rechazarías, me asaltó el recuerdo de Carlos y con él me volvió la rabia y el rencor, todos esos sentimientos que creía olvidados, pero que permanecían latentes en mí.


—También tú deberías hacer algo respecto a Carlos —sugirió Paula con expresión comprensiva y, aunque Pedro no quería hacerse ilusiones, rebosante de amor.


—No puede haber una reconciliación —dijo—, pero sí debo poner las cosas en perspectiva. No tenía derecho a abandonarme. Hay un servicio estatal para las familias separadas con la que pienso concertar una cita. Necesito poder decirle…


—Yo iré contigo —Paula dijo sin pensárselo—. Y después, volverás conmigo a casa. Yo también te amo, Pedro, con todo mi corazón, con toda mi alma. Llevo toda la vida buscándote. Creo que me enamoré de ti la primera vez que vi uno de tus proyectos; subconscientemente, supe que había encontrado mi alma gemela.


Pedro le apretó el brazo con dedos temblorosos.


—Te amo, Paula. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.


Sacó la mano del bolsillo y en el mirador, con las montañas de fondo, rodeados de árboles y con el canto de los pájaros como música de fondo, Pedro se arrodilló ante ella. Ente los dedos sostenía una sortija con un diamante. Paula contuvo el aliento.


—He ido a una joyería —Pedro apretó el anillo y el verde de sus ojos adquirió una nueva intensidad—. El día que quedaste con tu madre y tus hermanas y yo te esperé fuera de la cafetería, lo vi en el escaparate y me dije que quedaría precioso en tu mano. Está tallado para que adopte una forma parecida a…


—Una margarita —concluyó Paula por él—, como la que vimos aquí mismo la primera vez que recorrimos este paseo juntos.


—Quería una joya que me hiciera pensar en ti y que me ayudara a expresarte lo que siento —la mirada de Pedro se dulcificó—. Para mí tú eres como una de esas margaritas, delicada y hermosa, pero también fuerte y estable. Y yo quiero entregarte con este anillo mi amor imperecedero.


—¡Yo también te amo, Pedro, con todo mi ser!


—Eres para mí una amiga y una persona maravillosa —Pedro le tomó la mano—, por dentro y por fuera. Eres perfecta.


Por primera vez, Paula creyó plenamente lo que oía y una oleada de calor le envolvió el corazón.


—Yo adoro cómo me haces el amor y cómo me tocas. Adoro todo lo que te hace excepcional.


—Entonces —Pedro la miró fijamente al tiempo que le apretaba la mano—, ¿te casarás conmigo y vivirás conmigo para siempre? ¿Llevarás esta sortija y una alianza de matrimonio como símbolo de nuestro amor? No sé si sabré hacerlo, pero sí sé que te amo y que contigo puedo aprender cualquier cosa.


—¡Oh, Pedro! —Paula se quedó muy quieta mientras Pedro, sin dejar de mirarla, deslizaba la sortija en su dedo.


Ella alzó los brazos para rodearle el cuello y él la estrechó contra sí por la cintura.


—Claro que me casaré contigo. Y los dos aprenderemos juntos.


El sol arrancó destellos dorados al diamante y Paula tuvo la seguridad de que aquel amor era para siempre.





EL ANILLO: CAPITULO 32





—¿Piensas decirme qué te pasa o vas a seguir gruñendo a todo el mundo? —preguntó Luciano a Pedro mientras Alex preparaba huevos y beicon en la barbacoa.


Pedro se pasó las manos por el cabello y comenzó a ordenar meticulosamente las cosas sobre la mesa. Era sábado por la mañana y los tres estaban en el patio de su casa, preparando el desayuno.


Hacía frío y a sus hermanos les había sorprendido que los despertara para que salieran a desayunar con él, pero a Pedro no le importaba. Quería estar al aire libre para no sentir que se asfixiaba, y necesitaba la compañía de Alex y de Luciano.


A sus hermanos les había bastado mirarlo a la cara para ponerse una chaqueta y salir sin rechistar.


Hasta ese momento. Y Pedro se merecía la regañina de Luciano.


—Lo siento, Alex —cuándo éste giró la cabeza, Pedro lo miró a los ojos y continuó—: Tu compañía es tuya y tú la diriges como quieras. No tengo derecho a intentar imponerte mis dudas y a decir que no sabes lo que haces, cuando es evidente que sí lo sabes. Perdóname.


—Si pensara que lo que te pasa tiene que ver conmigo, no me preocuparía, pero estoy seguro de que tu malhumor se debe a otra cosa —Alex llevó el desayuno a la mesa—. Lo que quiero es que nos digas qué pasa. Si se trata de tu enfermedad…


—Sí, Pedro, los dos queremos saber qué pasa —intervino Luciano.


Los dos hermanos se quedaron mirando los platos y los cubiertos alineados como soldados de un ejército en el centro de la mesa.


—No habías hecho eso desde aquella vez en el orfanato a los ocho años —Luciano sacudió la cabeza—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Debemos preocuparnos?


Luciano no había dejado que Pedro sufriera solo el castigo en el orfanato y se había declarado su cómplice. Alex era todavía muy pequeño.


Todos eran muy pequeños para ser abandonados. En el caso de Pedro, por un hombre que no merecía ser considerado tal. 


¿Qué hombre dejaría a su hijo y no volviera la vista atrás?


—Deberían haber cuidado de nosotros —las palabras escaparon de su boca. Paula tenía toda la razón—. Me refiero a nuestras familias. Deberían habernos querido tal y como éramos.


Como la de Paula debería amarla tal y como era. ¿Cómo era posible que Alex hubiera sido abandonado en una bolsa de la compra, Luciano hubiera sufrido abusos y él hubiera sido rechazado por un fallo incómodamente perceptible?


La gente vivía con el problema del autismo sin avergonzarse, mientras que él llevaba toda la vida intentando ocultarlo y esconderse de él.


Había recibido el regalo de tener a Paula en sus brazos y lo único que le había preocupado era angustiarse por los síntomas de una enfermedad que ni siquiera era peligrosa, que no lo limitaba profesionalmente, que a Paula incluso le resultaba atractiva… Una enfermedad que ella veía como un don porque lo hacía especial.


¿Qué importancia tenía que fuera distinto? Eso era lo que la familia de Paula criticaba en ella cuando su diferencia residía en amar más y más profundamente que ellos.


Pedro la amaba y sin embargo, había negado ese amor desde el principio. Había cerrado la puerta a Paula, negándole y negándose la oportunidad de estar juntos.


¿Y si ella también lo quería? ¿Y si lograba convencerla de que lo aceptara? ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, él no era Carlos Alfonso, y éste no podía tener el poder de decidir sobre su vida y su futuro.


Había cometido un monstruoso error. ¿Estaría a tiempo de rectificar? ¿Cómo podría hacerlo? Pedro empezó a pensar en las distintas posibilidades…


—¿Qué pasa, Pedro? —preguntó Alex.


Luciano se inclinó hacia adelante y miró a Pedro fijamente.


—Alex tiene razón. Has estado muy nervioso últimamente. Si necesitas un médico…


El tono de preocupación de su hermano hizo que las palabras escaparan de la boca de Pedro:
—El único médico que necesito es sentimental —cuando sus hermanos lo miraron perplejos, explicó—: Necesito asesoramiento sobre una relación.


Pedro desmanteló el ejército del centro de la mesa y puso las cosas en su sitio.


—Estás enamorado —afirmó más que preguntó Alex.


—Estoy enamorado de Paula —Pedro tomó de la fuente varias lonchas de beicon y un par de huevos y luego apartó el plato de sí.


—Si la amas, deberías intentar conquistarla —dijo Luciano—. Nada te lo impide.


—Pero no sé nada sobre las relaciones con mujeres.


—Siempre nos has dicho que si conocíamos a la mujer adecuada, lo lograríamos —señaló Alex—. Tenemos a Rosa. Es una mujer.


—Rosa es fantástica, pero mi relación con ella no me ha preparado para alguien como Paula.


—Todo el mundo tiene que aprender a amar —las palabras de Luciano fueron extrañamente reveladoras—. Nos amamos entre nosotros.


Luciano tenía razón y Pedro pensó que debía haberse dado cuenta antes. Carlos había logrado convencerlo de que, aparte de sus hermanos, nadie estaría interesado en recibir o darle amor.


Él le había dicho a Paula que los tres hermanos siempre se protegerían de los demás, pero entre ellos no había defensas, y si era así, también podría serlo con otras personas… Al menos con las más importantes. Aquéllas a las que amaran.


—No debería haberos mantenido al margen de mi autismo. No debería haberme obsesionado por esconderlo. No es un pecado, sino que forma parte de mí.


—Me alegro de que te hayas dado cuenta —dijo Alex, dándole un apretón en el hombro—. Nosotros siempre lo hemos visto así.


—Lo sé —y él había ignorado sus esfuerzos hasta que ellos se habían dado por vencidos—, pero no he querido darme cuenta. Ahora, con Paula, tengo que descubrir cómo asumirlo e ir en su busca.


Tenía que ir a hacer una compra urgentemente. 


Y sabía exactamente qué necesitaba.


Pedro se marchó sin despedirse, pero a sus hermanos no pareció importarles.