sábado, 15 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 19





La mirada de Pedro se había adaptado a la oscuridad lo bastante como para poder percibir la mirada ensoñadora de Paula y la relajación de sus labios que le indicaron que se habían trasladado a un punto al que no debían haberse permitido llegar. Sabía bien lo que podía o no hacer con Paula. Y lo que estaba pasando entraba en la categoría del «no».


Debía soltarla en aquel mismo instante y dejar la habitación.


Pero no lo hizo.


No quería hacerlo, y por una vez en su vida iba a darse el capricho de hacer lo que no debía. 


Sólo por cinco minutos; diez, como mucho. 


¿Qué mal podía hacer sujetarla mientras bailaba? No se trataba del fin del mundo; no tenía por qué causarle problemas.


A no ser que sentirla en sus brazos fuera más una necesidad que un deseo… Pero no era así. 


Por supuesto que no.


Un nervio empezó a pulsar en la base de su cuello, y tampoco quiso pensar en ello ni darle importancia. Prefirió concentrarse en Paula, aspirar su aroma, moverse con ella. Durante unos minutos consiguió olvidarse de sí mismo y se limitó a ser.


Bailaron durante horas, o al menos eso fue lo que le pareció a Paula. Pedro la miraba fijamente en la semioscuridad. Llegaron las baladas y Pedro se acercó aún más a ella, al tiempo que susurraba:
—Pones todo tu corazón en el baile. ¡Es precioso!


Subió la mano desde su cintura, tomó una de las de Paula y se la llevó al corazón, y para ella fue un sueño sentir aquella conexión física y saber que él la había buscado, comprobar que, aunque fuera en aquel lugar y por un instante, eso era lo que Pedro deseaba.


Entrelazó sus dedos con los de él y dejó que el latido de su corazón marcara el ritmo de sus pasos.


«Confía en mí, Pedro. Baila conmigo y confía en que, a mi lado, puedes ser tal y como eres».


Ansiaba de tal manera conseguirlo que casi le dolía físicamente. Anhelaba que Pedro llegara a relajarse y ser quien era.


—Tú también bailas maravillosamente.


Quería que Pedro la estrechara aún más en sus brazos para que sus cuerpos estuvieran en contacto. Al mismo tiempo sabía que era más seguro mantener cierta distancia porque a muchos hombres, y Pedro se lo había demostrado ya en otra ocasión, no les resultaba atractivo el tamaño y la altura de su cuerpo cuando la tenían demasiado cerca.


La canción terminó y comenzó otra, la balada de una conocida película romántica. Pedro la trajo hacia sí y al sentir su pecho, sus muslos y sus brazos en torno a ella, Paula perdió la capacidad de pensar. Bailaron de verdad. Como dos personas sobre el suelo deslizante de una casa perdida en una montaña de un lugar remoto, como lo harían dos amantes.


¿Cómo podía pensar en el trabajo o en que era su jefe el hombre sobre cuyos hombros quería reposar la cabeza y sentirse segura?


Bailaron una canción, y otra, y otra, hasta que Pedro posó una mano en la nuca de Paula y dijo:
—Pensaba parar a los diez minutos. No sabía que fuera capaz de hacer esto. Creía que…


¿Temía hacer algo que le resultara incómodo o embarazoso?


—Me gusta cómo bailas —«y cómo haces muchas otras cosas».


Pedro puso su mejilla contra la de ella y se balanceó al compás de la música.


—A mí me gustas tú bailando.


—Pero estamos bailando. Juntos —Paula enfatizó.


Y tenía razón. Bailaban con el cuerpo y el corazón conectados, envueltos por la música. 


Precisamente lo que, sin saberlo, Paula había anhelado: sentirse profundamente ligada a él.


No supo cómo pasó, cuándo dejaron de bailar, quién de los dos movió los brazos para convertir su proximidad en un abrazo. Sólo supo que sucedió, y que la sensación era maravillosa. 


Paula no quería pensar en todas las cosas negativas que su familia había destacado en ella sobre su cuerpo y su personalidad. Cuando alzó la mirada hacia Pedro, él no intentó ocultar el brillo de deseo y añoranza que había en sus ojos. En ellos Paula leyó también una pregunta, y la respondió inclinando la cabeza hacia atrás al tiempo que los labios de Pedro descendían sobre los suyos.


Él se paró en seco y la besó. Hundió los dedos en su espalda, como si la masajeara, y la besó. 


Recorrió con ellos sus brazos, por debajo de las mangas de la camisa, que llevaba desabotonadas, y no dejó de besarla.


Aquél era el tipo de reacción que preocupaban a Pedro porque no las controlaba. No le gustaba que le fallaran los mecanismos de control.


Por contra, para Paula, que hiciera lo que le salía espontáneamente era halagador, porque significaba que a Pedro le gustaba tocarla. Se entregó a su boca y a su abrazo, fundiéndose con él, gozando de cada sensación. Le tomó el rostro entre las manos y aspiró su aroma, rogando que aquel beso no acabara nunca.


Cuando Pedro la apretó aún más contra sí, mostrando abiertamente cuánto la deseaba, Paula se derritió.


—Deja que… Necesito… —la voz de Pedro sonó ronca y grave.


Cualquier cosa. Lo que quisiera.


—Paula… —pronunció su nombre, ocultó el rostro en su cabello y aspiró profundamente a la vez que se le tensaban los músculos.


Pedro —ella posó las manos en su espalda y se la masajeó para ayudarlo a relajarla.


Pedro hizo un tic con el cuello. Y otro. Otro más.


Suspiró hondo, puso las manos en los hombros de Paula y, separándose de ella, las dejó caer. 


Paula pudo ver las barreras elevándose de nuevo. Pedro cerró los ojos, tomó aire y lo exhaló lentamente. Cuando los abrió, la miró fijamente.


—Crees que puedes aceptar mi autismo porque para ti no representa más que una serie de características sin importancia.


—Porque no la tienen. A mucha gente le pasan cosas parecidas.


—Tú no has visto lo que vio mi padre —Pedro calló bruscamente como si se hubiera desconcertado a sí mismo—. No tengo nada que ofrecer en una relación… normal. Con mis hermanos he encontrado afecto, atención y cariño, pero no puedo darle nada a nadie más. Sólo te haría daño. Tú te mereces todo eso y mucho más, y yo no podría dártelo. No es por ti…


¿No lo era? Una cosa era que Pedro creyera de verdad lo que decía sobre su capacidad de dar a los demás, y era bueno que lo analizara con tanta claridad. Pero en cualquier caso, Pedro la rechazaba a ella, igual que su padre lo había hecho con él. Paula no tenía otra manera de defenderse de ese sentimiento que batirse en retirada y olvidar aquella faceta de su relación con él… para siempre.


—Tienes razón. No saldría bien. Gracias por haber parado las cosas a tiempo. De ahora en adelante, los dos debemos mantener nuestra relación en un nivel puramente profesional, y mantenernos alejados de situaciones como… ésta.


Le dio las buenas noches en un susurro y fue en la oscuridad hasta su dormitorio. Al llegar a la puerta, se dirigió a él en la oscuridad, poniendo toda su concentración en sonar firme y segura, aunque se estuviera desgarrando por dentro.


—Creo que podré pintar por la mañana. Después de todo, ésa es la razón de que hayamos venido. Y para que tú vieras las formaciones rocosas. Espero que te haya ayudado.


Era verdad que Paula estaba lista para pintar. Ya no estaba bloqueada porque había encontrado lo que necesitaba: las emociones que tenía que plasmar en el lienzo.


Había encontrado calor, afecto, esperanza y placer.


Pedro había intentado borrarlas de un plumazo, pero permanecían en ella, así que las proyectaría y las liberaría en su obra.




EL ANILLO: CAPITULO 18




—Debería montar el caballete y trabajar en el cuadro.


Paula había recuperado la inspiración y el entusiasmo, pero también estaba relajada y cómoda tras la escena, durante la que habían charlado de asuntos intrascendentes.


Había temido que dominara la tensión entre ellos, pero no fue así. De hecho, estaban tan a gusto el uno con el otro que daba miedo pensar en ello.


—Ahora sí sé lo que quiero plasmar en el lienzo, aunque signifique empezar de cero.


—Déjalo por hoy —dijo Pedro con voz firme—. Descansa. Puedes empezar mañana.


—¿Y tu trabajo?


—Tengo lo que me hacía falta —Pedro se tocó la frente—. Voy a dejarlo madurar aquí un par de días antes de ponerlo sobre el papel.


Y cuando tomara forma, plasmaría un diseño espectacular. Su creatividad no tenía límites.


Pedro también estaba relajado. Quizá porque habian cenado delante del ventanal donde, casi en silencio, habían contemplado la puesta del sol y la niebla descendiendo sobre las montañas hasta que se hizo de noche. Tal vez se había relajado gracias a que Paula se había retirado a un segundo plano cuando, al llegar, Pedro había guardado la compra y organizado la nevera de manera sistemática, casi militar.


Paula tuvo la sensación de que actuaba tal y como habría hecho estando sólo, no tanto por la libertad que le otorgaba que conocería su secreto como porque quisiera demostrarle lo que su enfermedad significaba verdaderamente.


—Podemos poner el MP3 que te has traído y escuchar música —sugirió él.


—¡Qué buena idea! Lo he dejado en mi dormitorio por si quería escuchar algo de música al acostarme.


Sería una manera apropiada de prolongar la velada de forma distendida… Y segura.


Fue a su dormitorio, al final de pasillo, y volvió con el aparato de música. Se sentaron en el sofá y la pusieron como fondo de una conversación que siguió en la misma línea que durante la cena. Tras una hora, tomaron un té y la selección musical empezó a ser más movida.


En ese momento pasaron dos cosas: Paula, que había llevado las tazas vacías al fregadero, regresó al salón bailando sin pensar en lo que hacía. Pedro, que la había seguido y había guardado un paquete de galletas en un armario, clavó la mirada en sus sinuosas caderas y al instante sintió despertar su lado masculino con tanta intensidad, que también Paula lo percibió.


—¿Quieres… Quieres escuchar más música o ir a la cama? —preguntó ella. Y se mordió el labio por las inoportunas palabras. El rubor le coloreó las mejillas al tiempo que apartaba la mirada para no fijarla en Pedro.


Se sentó en el sofá y miró al suelo. No sabía si sentirse más avergonzada por haber bailado, o porque a su jefe le hubiera gustado. O, peor aún, por lo que acababa de decir.


—Lo que querría es bailar contigo —Pedro pareció tan sorprendido por sus palabras como la propia Paula.


Carraspeó y, metiendo las manos en los bolsillos, se sentó en el sofá.


Paula había aprendido a interpretar ese gesto. Lo hacía para evitar que sus dedos tomaran vida propia. Controlar cada minuto aquello que le salía automáticamente y que más odiaba hacer debía exigir de él un esfuerzo titánico.


—Me encantaría bailar contigo.


—No suelo bailar…


¿Por culpa del autismo? ¿Le causaría problemas de coordinación? Paula no lo había observado en ningún otro contexto.


—Si no quieres, no tienes que…


Pedro la observó durante varios segundos desde detrás de sus pobladas pestañas. Luego se puso en pie y le tendió la mano. Paula la tomó y la mantuvo sujeta mientras daban unos primeros pasos al compás de la música.


Resultó… agradable. Una corriente de nerviosismo circulaba por debajo de la aparente calma que los dos manifestaban, y Paula, en lugar de preocuparse por ello, decidió relajarse y dejar que Pedro se relajara y disfrutara del instante.


—Supongo que la otra noche bailaste con varios de tus amigos —musitó él—. Me refiero a bailar de verdad. No a esto.


—Tengo suerte de que sea un grupo al que le gusta bailar, y no sólo en pareja —se sentía afortunada, y segura, aceptada tal y como era. Y porque siempre estaba dispuesta a escuchar sus penas amorosas. Pero no quería que Pedro sintiera que lo que estaban haciendo no alcanzaba el mismo nivel—. También me gusta esto —quizá las palabras le salieron un poco roncas, un poco jadeantes.


Pedro le apretó la mano. Fue un pequeño gesto, y sin embargo, cambió la atmósfera por completo, como si se tratara de la promesa de algo más por venir.


Se separó de ella un momento y cerró las cortinas. Un segundo después, tomaba las dos manos de Paula y siguieron bailando.


—La noche que te llevé las llaves pensé que estabas con el hombre con el que bailabas —a la vez que Pedro hablaba, la luz de la lámpara parpadeó antes de apagarse.


Los dos miraron hacia la bombilla. La música seguía sonando, pero se habían quedado a oscuras.


—Creo que no tengo más bombillas —la voz de Pedro sonó más grave en la oscuridad—. No recuerdo haber visto ninguna en los cajones.


—Ya las buscaremos por la mañana, con la luz del día —dijo Paula—. Hace años que no bailo en penumbra —mucho tiempo, y jamás como en aquella ocasión. Se esforzó para disimular un temblor en la voz que no tenía nada que ver con el ejercicio físico—. Solía hacerlo a veces con mis amigas. Era la manera de bailar como queríamos sin ser juzgadas.


—Pues entonces, baila en la oscuridad —dijo Pedro. Y atrayéndola hacia sí, posó las manos en su cintura—. Y yo me quedaré contigo.


Paula alzó las manos hacia sus hombros. 


Parecía lógico aproximarse a él. Dejarse mecer en sus brazos y disfrutar del momento.



EL ANILLO: CAPITULO 17




—Ése es un papagayo de cola plana, ¿Lo ves? —Pedro señaló la rama de un árbol a la izquierda del camino. Llevaban una hora estudiando la flora y la fauna, y jugando a adivinar cuando desconocían los nombres, aunque Pedro conocía casi todos.


Paula había sacado fotografías y hecho bocetos de las plantas, y lo que era aún más importante, las había estudiado desde todos los ángulos, había explorado su textura, y comprobado el peso y la aspereza de las vainas.


Pedro también había manifestado una tendencia a necesitar experiencias táctiles, acariciando las hojas afiladas de un arbusto, tocando y observando en detalle las plantas autóctonas… 


Su atención al detalle era lo que, en opinión de Paula, hacía que sus diseños fueran excepcionales; pero prefirió no imaginar si trasladaba aquella necesidad de tocar a otras facetas de su vida.


El autismo lo convertía en un ser único, especial, y sin embargo él lo rechazaba y prefería mantenerlo oculto. Como ella debía ocultar la atracción que sentía por él. Por eso debía haber rechazado la sugerencia de Pedro de pasar el día juntos, pero él no habría aceptado una negativa por respuesta porque parecía convencido de que les iba a hacer bien.


Y no se había equivocado. Lo estaban pasando maravillosamente. El único problema era que Paula tenía que estar permanentemente en guardia para que sus sentimientos no la condujeran en la dirección equivocada.


—¿Se llama así de verdad o te lo estás inventando? —se sintió orgullosa del tono de broma con el que se expresó—. Creo haberlos oído nombrar, pero como soy una chica de ciudad…


—Se llaman así —dijo él, esbozando una sonrisa de complicidad.


Pero sus miradas se encontraron y el aire se electrizó al instante, cambiando completamente la atmósfera de camaradería que habían creado.


Una parte de Paula se regocijó con la idea de que Pedro no hubiera conseguido enterrar del todo la atracción que despertaba en él como mujer. Pero la parte más racional la recriminó por dejar cabida a una esperanza que sólo podía causarle desilusión y dolor.


La cabeza de Pedro sufrió una leve sacudida, pero lo bastante notoria como para que todas las emociones que Paula había experimentado la noche en que se habían encontrado con su padre emergieran a la superficie.


—Las familias deberían amarse incondicionalmente —las palabras escaparon de su boca—. Ésa es una máxima que no admite excepciones. Tu padre cometió un grave error al rechazarte. Si no fue capaz de ver que eras único y excepcional, al menos debería haberte hecho ver que valías tanto como los demás.


—Puede que no valga menos, pero no cabe duda de que soy diferente —a la izquierda del camino se abrió un mirador. Pedro guió a Paula por unos escurridizos peldaños hasta él y, apoyándose en la barandilla para contemplar el paisaje, añadió—. Formé una familia con Luciano y con Alex que me hace verdaderamente feliz.


Paula estaba segura de que no mentía. Pedro era feliz con sus hermanos, y eso era maravilloso.


—Pero eres muy reservado.


—Crecer en un orfanato tiende a hacerte así. Luciano y Alex son muy parecidos. Me temo que ninguno vamos a poder librarnos de ese estigma.


—En parte lo entiendo, pero la gente puede cambiar —Paula sabía que estaba sobrepasando la línea, pero si lo hacía era porque Pedro le importaba. Se volvió hacia el paisaje y no pudo evitar hacer un último comentario—. En mi opinión el autismo sólo contribuye a que seas único, a que tu trabajo sea excepcional, así que es un motivo de celebración.


—Eres muy… generosa, y agradezco tus palabras —las agradecía y lo emocionaban.


Continuaron caminando en silencio. Paula temió haber dicho demasiado, pero las circunstancias de Pedro le afectaban de una manera muy profunda.


Aunque había dicho que no tenían nada que ver con las de ella, lo cierto era que había ciertas similitudes. También ella era tratada con displicencia por su familia.


Prestó atención al crujir de las hojas a su paso, a las ramas de los árboles meciéndose en el viento. Los cantos de los pájaros y el zumbido de los insectos resonaban en el aire.


Miró de reojo a Pedro y dejó el tema en ese punto porque no tenía nada más que añadir.


—Gracias por el paseo. Ahora creo que podré terminar el cuadro.


—A mí también me ha sido muy útil, así que no ha sido una pérdida de tiempo. Vayamos a casa.


Mientras llegaban a la furgoneta, Pedro explicó cómo había comprado aquella casa en las montañas a la que él y sus hermanos acudían cada vez que querían salir de la ciudad.


—Estoy deseando verla.


Pedro arrancó y la observó con una mirada en la que Paula intuyó la incertidumbre, la necesidad de protegerse y la curiosidad. Ella deseó con toda su alma romper las barreras y conocer al hombre detrás de aquellos increíbles ojos verdes, aunque ello pudiera romperle el corazón y aunque Pedro, tras besarla, hubiera dejado claro que no quería nada con ella.


—El cinturón.


Pedro esperó a que se lo abrochara. Que Paula supiera que padecía autismo lo incomodaba. En su vida adulta, los únicos que lo sabían eran sus hermanos y habría preferido que siguiera siendo así.


Pero no era eso lo que le hacía sentir el corazón pesado. Aquel abatimiento tenía su origen en lo que su padre había hecho con él, y en el hecho de que se había engañado a sí mismo al creer que lo había superado.


Su mente volvió a concentrarse en la mujer que ocupaba el asiento del acompañante. Era hermosa por dentro y por fuera, y eso se estaba convirtiendo en un problema. Podía haberle dicho que se olvidara del cuadro, pero había elegido pedirle que lo acompañara, y durante el paseo había buscado cualquier excusa para tocarla.


La noche de la ceremonia la había besado. En el momento, ni siquiera se lo había cuestionado. 


Se había inclinado y había sentido sus cálidos labios contra los suyos, tal y como había deseado desde el instante en que se conocieron.


El problema era que seguía deseándolo. 


Deseaba a Paula y la dulce actitud con la que enfocaba su autismo, la determinación con la que quería comprender… Todo ello la hacía irresistible.


Sus dedos empezaron a tamborilear en el volante.


—¿Está lejos? —preguntó Paula, mirando por la ventana.


—No, pero prefiero llegar con la luz del día —Pedro suspiró—. Pararemos en un pueblo que hay de camino para comprar algo de comer.


La situación no tenía nada de excepcional y así era como debía tratarla. Decidido a pensar de esa manera, Pedro aparcó en el pueblo. 


Compraron un pollo asado, patatas con bechamel y una bolsa de ensalada para la cena; y leche, fruta y bizcocho para el desayuno.


—¡Voy a engordar! —bromeó Paula. Pero la risa no iluminó sus ojos y Pedro recordó que su madre había hecho un inoportuno comentario sobre su sobrepeso, al que en el momento no dio importancia.


Evidentemente, se había tratado de otra de sus críticas, como si creyera que había algo censurable en la voluptuosidad de Paula. ¡Como si debiera hacer algo por evitarlo!


—No necesitas preocuparte por engordar. Tienes un cuerpo perfecto —dijo.


Paula lo miró pensativa y lo precedió hacia la caja de la tienda, mientras Pedro la seguía sin poder apartar la mirada del vaivén de sus caderas.


Mientras esperaba a que le cobraran sus dedos tamborilearon ininterrumpidamente, pero no hizo nada por evitarlo. Paula debía verlo y darse cuenta de lo irritante que podía llegar a ser. Por muy comprensiva que quisiera ser, tenía que ver su enfermedad tal y como era, y no a través de cristales de color rosa.



EL ANILLO: CAPITULO 16




«Repite conmigo: Soy una profesional, soy una profesional. Estoy centrada en mi trabajo, en mi carrera, y en mis objetivos».


Paula intentó descubrir por enésima vez cuál era el problema con las plantas que había pintado, pero desde la noche que Pedro la había besado para abandonarla a continuación, no era capaz de poner en orden sus pensamientos.


—¡Qué porquería! —tomó el bote de pintura ocre del estante.


Quizá mezclándola con un poco de blanco conseguiría el tono que estaba buscando.


—No debería insultar a los cuadros. El problema soy yo —masculló, al tiempo que empezaba la mezcla.


Había un error de punto de partida, y eso constituía un serio problema dado que el cuadro debía estar finalizado para el lunes.


Pedro estaba trabajando en el despacho contiguo, o al menos eso asumía Paula, que ni siquiera lo había visto porque llevaba toda la mañana con la puerta cerrada.


Le costaba imaginar que sufriera los mismos problemas de concentración que ella. De hecho, no parecía tener la menor dificultad en actuar como si no hubiera sucedido nada entre ellos la noche de la entrega de premios. No sólo el beso. Tampoco la revelación sobre su autismo, o el encuentro con su padre.


Quizá no se había tratado más que de un beso amistoso, como respuesta a lo disgustada que ella se había mostrado con lo sucedido.


Pensar que pudiera ser así la irritaba, porque para ella había tenido un significado muy distinto.


En cambio Pedro, no sólo se había echado atrás, sino que parecía haber sentido repugnancia. Su comportamiento posterior conducía a esa conclusión.


Paula removió la pintura con energía. Tenía que concentrarse en su trabajo, olvidar y limitarse a pensar en las responsabilidades que ella y su jefe compartían. Era la única actitud inteligente. 


Aceptar que Pedro la rechazaba.


Eso era lo que iba a hacer.


Tomó el bote con la nueva mezcla y fue con él hacia el caballete.


—Tengo que ir a la montaña. El proyecto…


—Voy a centrarme en este cuadro… Ay…


Sus palabras se solaparon al tiempo que Paula chocaba contra una pared de sólido músculo. La pintura salpicó el pecho de Pedro, la mano de Paula y goteó hasta el suelo.


—¡Oh, no! —Paula consiguió poner el frasco vertical, pero el daño ya estaba hecho.


—Debería haber llamado antes de entrar —dijo Pedro en tono de sorpresa, llevándose la mano al pecho.


—Ha sido culpa mía. Debía haber estado más atenta —Paula también levantó la mano, pero se quedó paralizada al ver que Pedro, en lugar de intentar quitarse la mancha, la acariciaba con los dedos como si quisiera sentir su textura.


Paula no recordaba haber visto nada tan sensual como aquella caricia, y Pedro debió percibir algo en su quietud, porque detuvo el movimiento súbitamente y la miró inquisitivamente al tiempo que sus mejillas se coloreaban.


¿Le daba vergüenza? ¿Por qué?


«Porque es otro de los síntomas de su enfermedad».


—Debo parecerte muy extraño.


—Siento haberme quedado mirando, pero es que me ha resultado tan…


Paula no pudo concluir la frase porque no podía decir que había imaginado aquella caricia sobre su piel.


—He… Te he estropeado la camisa —balbuceó lo que era evidente al tiempo que intentaba recuperar el aliento—. Estoy intentando arreglar este cuadro, pero no creo que el cambio de tono hubiera servido de nada. Necesito ver con mis propios ojos las vainas de las plantas que he pintado, pero no las desarrollan hasta que alcanzan cierta madurez y todas las que hay en invernaderos son jóvenes.


Pedro dirigió la mirada hacia el cuadro inacabado.


—Lo que llevas hecho está… bien.


—Precisamente. «Bien» es sinónimo de «mediocre» —Paula miró el cuadro con el ceño fruncido—. Necesito una muestra real.


Pedro miró a Paula y al cuadro alternativamente.


—Supongo que si no encuentras una solución te vas a subir por las paredes, ¿no?


—Sí. ¿Cómo lo…?


—¿Cómo lo sé? —Pedro sacudió la cabeza—. Porque llevo toda la mañana trabajando en un proyecto sin llegar a ninguna conclusión porque necesito estudiar las formaciones rocosas sobre el terreno. Y si no me equivoco, en ese mismo lugar se pueden encontrar las plantas a las que te refieres. De hecho, fue allí donde las vi por primera vez antes de incorporarlas al diseño. No suelen encontrarse en invernaderos. Luciano está cultivando algunas para mí.


—Si pudiera verlas… —sin pensar lo que hacía, Paula tomó la mano de Pedro manchada de pintura y la limpió con el faldón de la camisa—. Espero que no sea una camisa a la que tengas especial cariño. Te compraré otra —empezó a desabrochársela, pero él le sujetó la mano por la muñeca para detenerla.


—No me… —Pedro calló bruscamente—. Te vas a manchar.


—Es demasiado tarde para preocuparme de eso.


De hecho Paula se dio cuenta de que era demasiado tarde para preocuparse de unas cuantas cosas, como por ejemplo, del impacto que podía causarle ver una fracción del torso de Pedro. Bajó la mirada para ocultar su turbación.


Estaba segura de que a Pedro le gustaban las mujeres menudas con preocupaciones más interesantes que las plantas y sus frutos.


—Deberías darte una ducha —añadió—: la pintura habrá traspasado la camisa. Menos mal que no era de las más caras.


—No te preocupes ni de eso ni de la camisa —Pedro vaciló mientras escrutaba el rostro de Paula—. Has trabajado muchas horas en este cuadro. No debería haberte pedido que pintaras algo para un proyecto en el que no has estado implicada desde el principio. Como ya te dije, no volverá a suceder.


—No importa.


—Claro que importa, pero espero compensarte —Pedro se frotó las manos en la camisa—. Había venido a decirte que iba al campo a estudiar las formaciones rocosas. Quizá quieras venir conmigo para fotografiar las plantas o dibujarlas.


Un día junto a él. No. Una salida de trabajo, ésa era la forma correcta de verlo.


—Soy una profesional y deberías ser capaz de resolver el problema sin necesidad de ir de excursión.


—No estoy de acuerdo —Pedro la miró con determinación—. Recoge mientras yo me ducho. Pasaremos por tu casa y por la mía por ropa. No olvides las botas de trabajo que llevabas el otro día. Las necesitarás para la caminata que vamos a hacer.


—De acuerdo —dijo ella. No tenía otra opción. Y le estaba agradecida. Asintió mientras miraba de nuevo el cuadro.


—Muy bien —Pedro se giró hacia la puerta—. Ah, y pasaremos la noche fuera.


Salió antes de que Paula reaccionara.