sábado, 15 de diciembre de 2018
EL ANILLO: CAPITULO 18
—Debería montar el caballete y trabajar en el cuadro.
Paula había recuperado la inspiración y el entusiasmo, pero también estaba relajada y cómoda tras la escena, durante la que habían charlado de asuntos intrascendentes.
Había temido que dominara la tensión entre ellos, pero no fue así. De hecho, estaban tan a gusto el uno con el otro que daba miedo pensar en ello.
—Ahora sí sé lo que quiero plasmar en el lienzo, aunque signifique empezar de cero.
—Déjalo por hoy —dijo Pedro con voz firme—. Descansa. Puedes empezar mañana.
—¿Y tu trabajo?
—Tengo lo que me hacía falta —Pedro se tocó la frente—. Voy a dejarlo madurar aquí un par de días antes de ponerlo sobre el papel.
Y cuando tomara forma, plasmaría un diseño espectacular. Su creatividad no tenía límites.
Pedro también estaba relajado. Quizá porque habian cenado delante del ventanal donde, casi en silencio, habían contemplado la puesta del sol y la niebla descendiendo sobre las montañas hasta que se hizo de noche. Tal vez se había relajado gracias a que Paula se había retirado a un segundo plano cuando, al llegar, Pedro había guardado la compra y organizado la nevera de manera sistemática, casi militar.
Paula tuvo la sensación de que actuaba tal y como habría hecho estando sólo, no tanto por la libertad que le otorgaba que conocería su secreto como porque quisiera demostrarle lo que su enfermedad significaba verdaderamente.
—Podemos poner el MP3 que te has traído y escuchar música —sugirió él.
—¡Qué buena idea! Lo he dejado en mi dormitorio por si quería escuchar algo de música al acostarme.
Sería una manera apropiada de prolongar la velada de forma distendida… Y segura.
Fue a su dormitorio, al final de pasillo, y volvió con el aparato de música. Se sentaron en el sofá y la pusieron como fondo de una conversación que siguió en la misma línea que durante la cena. Tras una hora, tomaron un té y la selección musical empezó a ser más movida.
En ese momento pasaron dos cosas: Paula, que había llevado las tazas vacías al fregadero, regresó al salón bailando sin pensar en lo que hacía. Pedro, que la había seguido y había guardado un paquete de galletas en un armario, clavó la mirada en sus sinuosas caderas y al instante sintió despertar su lado masculino con tanta intensidad, que también Paula lo percibió.
—¿Quieres… Quieres escuchar más música o ir a la cama? —preguntó ella. Y se mordió el labio por las inoportunas palabras. El rubor le coloreó las mejillas al tiempo que apartaba la mirada para no fijarla en Pedro.
Se sentó en el sofá y miró al suelo. No sabía si sentirse más avergonzada por haber bailado, o porque a su jefe le hubiera gustado. O, peor aún, por lo que acababa de decir.
—Lo que querría es bailar contigo —Pedro pareció tan sorprendido por sus palabras como la propia Paula.
Carraspeó y, metiendo las manos en los bolsillos, se sentó en el sofá.
Paula había aprendido a interpretar ese gesto. Lo hacía para evitar que sus dedos tomaran vida propia. Controlar cada minuto aquello que le salía automáticamente y que más odiaba hacer debía exigir de él un esfuerzo titánico.
—Me encantaría bailar contigo.
—No suelo bailar…
¿Por culpa del autismo? ¿Le causaría problemas de coordinación? Paula no lo había observado en ningún otro contexto.
—Si no quieres, no tienes que…
Pedro la observó durante varios segundos desde detrás de sus pobladas pestañas. Luego se puso en pie y le tendió la mano. Paula la tomó y la mantuvo sujeta mientras daban unos primeros pasos al compás de la música.
Resultó… agradable. Una corriente de nerviosismo circulaba por debajo de la aparente calma que los dos manifestaban, y Paula, en lugar de preocuparse por ello, decidió relajarse y dejar que Pedro se relajara y disfrutara del instante.
—Supongo que la otra noche bailaste con varios de tus amigos —musitó él—. Me refiero a bailar de verdad. No a esto.
—Tengo suerte de que sea un grupo al que le gusta bailar, y no sólo en pareja —se sentía afortunada, y segura, aceptada tal y como era. Y porque siempre estaba dispuesta a escuchar sus penas amorosas. Pero no quería que Pedro sintiera que lo que estaban haciendo no alcanzaba el mismo nivel—. También me gusta esto —quizá las palabras le salieron un poco roncas, un poco jadeantes.
Pedro le apretó la mano. Fue un pequeño gesto, y sin embargo, cambió la atmósfera por completo, como si se tratara de la promesa de algo más por venir.
Se separó de ella un momento y cerró las cortinas. Un segundo después, tomaba las dos manos de Paula y siguieron bailando.
—La noche que te llevé las llaves pensé que estabas con el hombre con el que bailabas —a la vez que Pedro hablaba, la luz de la lámpara parpadeó antes de apagarse.
Los dos miraron hacia la bombilla. La música seguía sonando, pero se habían quedado a oscuras.
—Creo que no tengo más bombillas —la voz de Pedro sonó más grave en la oscuridad—. No recuerdo haber visto ninguna en los cajones.
—Ya las buscaremos por la mañana, con la luz del día —dijo Paula—. Hace años que no bailo en penumbra —mucho tiempo, y jamás como en aquella ocasión. Se esforzó para disimular un temblor en la voz que no tenía nada que ver con el ejercicio físico—. Solía hacerlo a veces con mis amigas. Era la manera de bailar como queríamos sin ser juzgadas.
—Pues entonces, baila en la oscuridad —dijo Pedro. Y atrayéndola hacia sí, posó las manos en su cintura—. Y yo me quedaré contigo.
Paula alzó las manos hacia sus hombros.
Parecía lógico aproximarse a él. Dejarse mecer en sus brazos y disfrutar del momento.
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