sábado, 15 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 19





La mirada de Pedro se había adaptado a la oscuridad lo bastante como para poder percibir la mirada ensoñadora de Paula y la relajación de sus labios que le indicaron que se habían trasladado a un punto al que no debían haberse permitido llegar. Sabía bien lo que podía o no hacer con Paula. Y lo que estaba pasando entraba en la categoría del «no».


Debía soltarla en aquel mismo instante y dejar la habitación.


Pero no lo hizo.


No quería hacerlo, y por una vez en su vida iba a darse el capricho de hacer lo que no debía. 


Sólo por cinco minutos; diez, como mucho. 


¿Qué mal podía hacer sujetarla mientras bailaba? No se trataba del fin del mundo; no tenía por qué causarle problemas.


A no ser que sentirla en sus brazos fuera más una necesidad que un deseo… Pero no era así. 


Por supuesto que no.


Un nervio empezó a pulsar en la base de su cuello, y tampoco quiso pensar en ello ni darle importancia. Prefirió concentrarse en Paula, aspirar su aroma, moverse con ella. Durante unos minutos consiguió olvidarse de sí mismo y se limitó a ser.


Bailaron durante horas, o al menos eso fue lo que le pareció a Paula. Pedro la miraba fijamente en la semioscuridad. Llegaron las baladas y Pedro se acercó aún más a ella, al tiempo que susurraba:
—Pones todo tu corazón en el baile. ¡Es precioso!


Subió la mano desde su cintura, tomó una de las de Paula y se la llevó al corazón, y para ella fue un sueño sentir aquella conexión física y saber que él la había buscado, comprobar que, aunque fuera en aquel lugar y por un instante, eso era lo que Pedro deseaba.


Entrelazó sus dedos con los de él y dejó que el latido de su corazón marcara el ritmo de sus pasos.


«Confía en mí, Pedro. Baila conmigo y confía en que, a mi lado, puedes ser tal y como eres».


Ansiaba de tal manera conseguirlo que casi le dolía físicamente. Anhelaba que Pedro llegara a relajarse y ser quien era.


—Tú también bailas maravillosamente.


Quería que Pedro la estrechara aún más en sus brazos para que sus cuerpos estuvieran en contacto. Al mismo tiempo sabía que era más seguro mantener cierta distancia porque a muchos hombres, y Pedro se lo había demostrado ya en otra ocasión, no les resultaba atractivo el tamaño y la altura de su cuerpo cuando la tenían demasiado cerca.


La canción terminó y comenzó otra, la balada de una conocida película romántica. Pedro la trajo hacia sí y al sentir su pecho, sus muslos y sus brazos en torno a ella, Paula perdió la capacidad de pensar. Bailaron de verdad. Como dos personas sobre el suelo deslizante de una casa perdida en una montaña de un lugar remoto, como lo harían dos amantes.


¿Cómo podía pensar en el trabajo o en que era su jefe el hombre sobre cuyos hombros quería reposar la cabeza y sentirse segura?


Bailaron una canción, y otra, y otra, hasta que Pedro posó una mano en la nuca de Paula y dijo:
—Pensaba parar a los diez minutos. No sabía que fuera capaz de hacer esto. Creía que…


¿Temía hacer algo que le resultara incómodo o embarazoso?


—Me gusta cómo bailas —«y cómo haces muchas otras cosas».


Pedro puso su mejilla contra la de ella y se balanceó al compás de la música.


—A mí me gustas tú bailando.


—Pero estamos bailando. Juntos —Paula enfatizó.


Y tenía razón. Bailaban con el cuerpo y el corazón conectados, envueltos por la música. 


Precisamente lo que, sin saberlo, Paula había anhelado: sentirse profundamente ligada a él.


No supo cómo pasó, cuándo dejaron de bailar, quién de los dos movió los brazos para convertir su proximidad en un abrazo. Sólo supo que sucedió, y que la sensación era maravillosa. 


Paula no quería pensar en todas las cosas negativas que su familia había destacado en ella sobre su cuerpo y su personalidad. Cuando alzó la mirada hacia Pedro, él no intentó ocultar el brillo de deseo y añoranza que había en sus ojos. En ellos Paula leyó también una pregunta, y la respondió inclinando la cabeza hacia atrás al tiempo que los labios de Pedro descendían sobre los suyos.


Él se paró en seco y la besó. Hundió los dedos en su espalda, como si la masajeara, y la besó. 


Recorrió con ellos sus brazos, por debajo de las mangas de la camisa, que llevaba desabotonadas, y no dejó de besarla.


Aquél era el tipo de reacción que preocupaban a Pedro porque no las controlaba. No le gustaba que le fallaran los mecanismos de control.


Por contra, para Paula, que hiciera lo que le salía espontáneamente era halagador, porque significaba que a Pedro le gustaba tocarla. Se entregó a su boca y a su abrazo, fundiéndose con él, gozando de cada sensación. Le tomó el rostro entre las manos y aspiró su aroma, rogando que aquel beso no acabara nunca.


Cuando Pedro la apretó aún más contra sí, mostrando abiertamente cuánto la deseaba, Paula se derritió.


—Deja que… Necesito… —la voz de Pedro sonó ronca y grave.


Cualquier cosa. Lo que quisiera.


—Paula… —pronunció su nombre, ocultó el rostro en su cabello y aspiró profundamente a la vez que se le tensaban los músculos.


Pedro —ella posó las manos en su espalda y se la masajeó para ayudarlo a relajarla.


Pedro hizo un tic con el cuello. Y otro. Otro más.


Suspiró hondo, puso las manos en los hombros de Paula y, separándose de ella, las dejó caer. 


Paula pudo ver las barreras elevándose de nuevo. Pedro cerró los ojos, tomó aire y lo exhaló lentamente. Cuando los abrió, la miró fijamente.


—Crees que puedes aceptar mi autismo porque para ti no representa más que una serie de características sin importancia.


—Porque no la tienen. A mucha gente le pasan cosas parecidas.


—Tú no has visto lo que vio mi padre —Pedro calló bruscamente como si se hubiera desconcertado a sí mismo—. No tengo nada que ofrecer en una relación… normal. Con mis hermanos he encontrado afecto, atención y cariño, pero no puedo darle nada a nadie más. Sólo te haría daño. Tú te mereces todo eso y mucho más, y yo no podría dártelo. No es por ti…


¿No lo era? Una cosa era que Pedro creyera de verdad lo que decía sobre su capacidad de dar a los demás, y era bueno que lo analizara con tanta claridad. Pero en cualquier caso, Pedro la rechazaba a ella, igual que su padre lo había hecho con él. Paula no tenía otra manera de defenderse de ese sentimiento que batirse en retirada y olvidar aquella faceta de su relación con él… para siempre.


—Tienes razón. No saldría bien. Gracias por haber parado las cosas a tiempo. De ahora en adelante, los dos debemos mantener nuestra relación en un nivel puramente profesional, y mantenernos alejados de situaciones como… ésta.


Le dio las buenas noches en un susurro y fue en la oscuridad hasta su dormitorio. Al llegar a la puerta, se dirigió a él en la oscuridad, poniendo toda su concentración en sonar firme y segura, aunque se estuviera desgarrando por dentro.


—Creo que podré pintar por la mañana. Después de todo, ésa es la razón de que hayamos venido. Y para que tú vieras las formaciones rocosas. Espero que te haya ayudado.


Era verdad que Paula estaba lista para pintar. Ya no estaba bloqueada porque había encontrado lo que necesitaba: las emociones que tenía que plasmar en el lienzo.


Había encontrado calor, afecto, esperanza y placer.


Pedro había intentado borrarlas de un plumazo, pero permanecían en ella, así que las proyectaría y las liberaría en su obra.




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