sábado, 15 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 17




—Ése es un papagayo de cola plana, ¿Lo ves? —Pedro señaló la rama de un árbol a la izquierda del camino. Llevaban una hora estudiando la flora y la fauna, y jugando a adivinar cuando desconocían los nombres, aunque Pedro conocía casi todos.


Paula había sacado fotografías y hecho bocetos de las plantas, y lo que era aún más importante, las había estudiado desde todos los ángulos, había explorado su textura, y comprobado el peso y la aspereza de las vainas.


Pedro también había manifestado una tendencia a necesitar experiencias táctiles, acariciando las hojas afiladas de un arbusto, tocando y observando en detalle las plantas autóctonas… 


Su atención al detalle era lo que, en opinión de Paula, hacía que sus diseños fueran excepcionales; pero prefirió no imaginar si trasladaba aquella necesidad de tocar a otras facetas de su vida.


El autismo lo convertía en un ser único, especial, y sin embargo él lo rechazaba y prefería mantenerlo oculto. Como ella debía ocultar la atracción que sentía por él. Por eso debía haber rechazado la sugerencia de Pedro de pasar el día juntos, pero él no habría aceptado una negativa por respuesta porque parecía convencido de que les iba a hacer bien.


Y no se había equivocado. Lo estaban pasando maravillosamente. El único problema era que Paula tenía que estar permanentemente en guardia para que sus sentimientos no la condujeran en la dirección equivocada.


—¿Se llama así de verdad o te lo estás inventando? —se sintió orgullosa del tono de broma con el que se expresó—. Creo haberlos oído nombrar, pero como soy una chica de ciudad…


—Se llaman así —dijo él, esbozando una sonrisa de complicidad.


Pero sus miradas se encontraron y el aire se electrizó al instante, cambiando completamente la atmósfera de camaradería que habían creado.


Una parte de Paula se regocijó con la idea de que Pedro no hubiera conseguido enterrar del todo la atracción que despertaba en él como mujer. Pero la parte más racional la recriminó por dejar cabida a una esperanza que sólo podía causarle desilusión y dolor.


La cabeza de Pedro sufrió una leve sacudida, pero lo bastante notoria como para que todas las emociones que Paula había experimentado la noche en que se habían encontrado con su padre emergieran a la superficie.


—Las familias deberían amarse incondicionalmente —las palabras escaparon de su boca—. Ésa es una máxima que no admite excepciones. Tu padre cometió un grave error al rechazarte. Si no fue capaz de ver que eras único y excepcional, al menos debería haberte hecho ver que valías tanto como los demás.


—Puede que no valga menos, pero no cabe duda de que soy diferente —a la izquierda del camino se abrió un mirador. Pedro guió a Paula por unos escurridizos peldaños hasta él y, apoyándose en la barandilla para contemplar el paisaje, añadió—. Formé una familia con Luciano y con Alex que me hace verdaderamente feliz.


Paula estaba segura de que no mentía. Pedro era feliz con sus hermanos, y eso era maravilloso.


—Pero eres muy reservado.


—Crecer en un orfanato tiende a hacerte así. Luciano y Alex son muy parecidos. Me temo que ninguno vamos a poder librarnos de ese estigma.


—En parte lo entiendo, pero la gente puede cambiar —Paula sabía que estaba sobrepasando la línea, pero si lo hacía era porque Pedro le importaba. Se volvió hacia el paisaje y no pudo evitar hacer un último comentario—. En mi opinión el autismo sólo contribuye a que seas único, a que tu trabajo sea excepcional, así que es un motivo de celebración.


—Eres muy… generosa, y agradezco tus palabras —las agradecía y lo emocionaban.


Continuaron caminando en silencio. Paula temió haber dicho demasiado, pero las circunstancias de Pedro le afectaban de una manera muy profunda.


Aunque había dicho que no tenían nada que ver con las de ella, lo cierto era que había ciertas similitudes. También ella era tratada con displicencia por su familia.


Prestó atención al crujir de las hojas a su paso, a las ramas de los árboles meciéndose en el viento. Los cantos de los pájaros y el zumbido de los insectos resonaban en el aire.


Miró de reojo a Pedro y dejó el tema en ese punto porque no tenía nada más que añadir.


—Gracias por el paseo. Ahora creo que podré terminar el cuadro.


—A mí también me ha sido muy útil, así que no ha sido una pérdida de tiempo. Vayamos a casa.


Mientras llegaban a la furgoneta, Pedro explicó cómo había comprado aquella casa en las montañas a la que él y sus hermanos acudían cada vez que querían salir de la ciudad.


—Estoy deseando verla.


Pedro arrancó y la observó con una mirada en la que Paula intuyó la incertidumbre, la necesidad de protegerse y la curiosidad. Ella deseó con toda su alma romper las barreras y conocer al hombre detrás de aquellos increíbles ojos verdes, aunque ello pudiera romperle el corazón y aunque Pedro, tras besarla, hubiera dejado claro que no quería nada con ella.


—El cinturón.


Pedro esperó a que se lo abrochara. Que Paula supiera que padecía autismo lo incomodaba. En su vida adulta, los únicos que lo sabían eran sus hermanos y habría preferido que siguiera siendo así.


Pero no era eso lo que le hacía sentir el corazón pesado. Aquel abatimiento tenía su origen en lo que su padre había hecho con él, y en el hecho de que se había engañado a sí mismo al creer que lo había superado.


Su mente volvió a concentrarse en la mujer que ocupaba el asiento del acompañante. Era hermosa por dentro y por fuera, y eso se estaba convirtiendo en un problema. Podía haberle dicho que se olvidara del cuadro, pero había elegido pedirle que lo acompañara, y durante el paseo había buscado cualquier excusa para tocarla.


La noche de la ceremonia la había besado. En el momento, ni siquiera se lo había cuestionado. 


Se había inclinado y había sentido sus cálidos labios contra los suyos, tal y como había deseado desde el instante en que se conocieron.


El problema era que seguía deseándolo. 


Deseaba a Paula y la dulce actitud con la que enfocaba su autismo, la determinación con la que quería comprender… Todo ello la hacía irresistible.


Sus dedos empezaron a tamborilear en el volante.


—¿Está lejos? —preguntó Paula, mirando por la ventana.


—No, pero prefiero llegar con la luz del día —Pedro suspiró—. Pararemos en un pueblo que hay de camino para comprar algo de comer.


La situación no tenía nada de excepcional y así era como debía tratarla. Decidido a pensar de esa manera, Pedro aparcó en el pueblo. 


Compraron un pollo asado, patatas con bechamel y una bolsa de ensalada para la cena; y leche, fruta y bizcocho para el desayuno.


—¡Voy a engordar! —bromeó Paula. Pero la risa no iluminó sus ojos y Pedro recordó que su madre había hecho un inoportuno comentario sobre su sobrepeso, al que en el momento no dio importancia.


Evidentemente, se había tratado de otra de sus críticas, como si creyera que había algo censurable en la voluptuosidad de Paula. ¡Como si debiera hacer algo por evitarlo!


—No necesitas preocuparte por engordar. Tienes un cuerpo perfecto —dijo.


Paula lo miró pensativa y lo precedió hacia la caja de la tienda, mientras Pedro la seguía sin poder apartar la mirada del vaivén de sus caderas.


Mientras esperaba a que le cobraran sus dedos tamborilearon ininterrumpidamente, pero no hizo nada por evitarlo. Paula debía verlo y darse cuenta de lo irritante que podía llegar a ser. Por muy comprensiva que quisiera ser, tenía que ver su enfermedad tal y como era, y no a través de cristales de color rosa.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario