domingo, 18 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 47
El resto de la tarde fue como una nube borrosa para Paula. Siguió allí, riendo y bromeando con los demás, ignorando los espasmos que sentía. Negándose a creer lo que sucedía. Era demasiado pronto. No iba a perder el bebé. ¡De eso nada!
¿Cómo lo sabía? Por el tiempo, los niños venían cuando las contracciones eran muy seguidas.
Estas sucedían cada media hora, quizás algo más. Pero no iban a seguir así durante dos meses. ¡Sólo faltaban dos meses! «Por favor aguanta», suplicaba al niño en silencio.
«Aguanta, por favor».
Ya se iban. De pie junto a Pedro, se despidió de ellos con alivio. Podría subir a tumbarse y los dolores desaparecerían.
—¿Tienes un momento, Pedro? —oyó que decía Alvaro—. Necesito tu consejo sobre ese proyecto de ley que quiero presentar.
—Claro —dijo Pedro—. ¿Por qué no os quedáis Ada y tú a dormir? Así podremos hablarlo por la mañana.
—No puede ser. La reunión del comité es mañana a primera hora. Tenemos que volver a Dover esta noche.
—Maldita sea, Alvaro —masculló Pedro—. Siempre lo dejas todo para el último momento —pero accedió, como Paula esperaba—. De acuerdo, vamos a la sala de estar.
«Nunca se niega a escuchar», pensó Paula siguiéndolos. Pedro se volvió hacia ella.
—Estás muy cansada, Paula. Sube a descansar. A Ada no le importará.
—Claro que no —dijo Ada—. Sé que necesitas descansar. Sube, yo me quedaré con los hombres y así me aseguraré de que Alvaro no entretiene demasiado tiempo a Pedro. Ha sido una fiesta fenomenal —añadió, besando a Paula en la mejilla.
Paula subió a su dormitorio aliviada. Pero se había dado cuenta de cómo la había despachado Pedro. Había recalcado el hecho de que lo había avergonzado, al meterse con Sergio. Sergio, ¡que llevaba tomándole el pelo de esa misma manera durante toda la vida! Ella, una extraña, no lo había entendido. No encajaba en su círculo.
Se quitó los zapatos de un puntapié, enfadada.
«No todo fue culpa mía. ¡Yo quería este niño tan poco como tú!» Un fuerte espasmo la volvió a la realidad ¿Qué estaba diciendo?
—No lo decía en serio —exclamó en voz alta. Sus manos volaron a acunar al niño que llevaba en el vientre—. Sí que te quiero. Por favor, aguanta. No quiero perderte. Eres lo único que tengo, lo único que tendré de ahora en adelante —paseó por la habitación, preguntándose qué había ido mal. Había seguido las instrucciones del doctor religiosamente, se había hecho la prueba. En la ecografía no pudieron ver el sexo del bebé, por su postura, pero le habían asegurado que estaba sano. Entonces, ¿qué ocurría?
—No lo decía en serio —susurró—. Te quiero. Te concebimos con amor, esa noche, la más maravillosa de mi vida. ¿Recuerdas? Fue en el Pájaro Azul —Paula se quedó parada. El Pájaro Azul. Si fuera allí, donde lo habían concebido, ¿lo recordaría el niño? ¿Volvería todo a ir bien?
Se puso los zapatos, agarró el abrigo y salió silenciosamente de la casa.
Para cuando llegó a la autopista, en su Cherokee, empezaba a nevar. Daba igual. Las carreteras estaban bien. Y sabía que el Pájaro Azul estaría allí esperándola. Pedro no salía a navegar en invierno, pero iba allí de vez en cuando a relajarse. Sims siempre lo tenía a punto. Le pediría la llave. Pero cuando llamó a Sims, no hubo respuesta. ¿Estaría en el barco?
No lo sabía, pero sentía una necesidad urgente de ir allí. Para recordarle al bebé que lo habían concebido con amor.
«Por favor, que esté allí», se repetía mientras cruzaba el aparcamiento. «Gracias», murmuró para sí, cuando subió a bordo y vio luz en la cabina. Presionó el timbre y esperó. Bastante tiempo. Quizás Sims no estaba allí y se había dejado la luz encendida. Estaba loca por haber ido allí. Oyó unos pasos ligeros.
—Pedro, ¿eres tú? —preguntó una voz cautelosa. Una voz de mujer. A pesar del frío, sintió el calor de la ira que hervía dentro de ella.
—No soy Pedro. Soy su mujer. Paula Alfonso —dijo. Tenía derecho, ¿no? ¡Era su mujer! La puerta se abrió inmediatamente.
—Oh, entra, por favor.
Paula entró, y se miraron fijamente. Tenía unos ojos preciosos, color verde mar, la nariz pequeña y respingona, y los labios perfectamente dibujados. Una nube de pelo rojizo caía en cascada sobre sus hombros, y tenía un aspecto etéreo y delicado, incluso envuelta en el albornoz azul que Paula había usado una vez.
Paula se sintió incómoda, como si fuera un gran globo inflado, solo que más pesado.
Ninguna de las dos habló pero Paula leyó la pregunta claramente en los ojos verdes: «¿Qué diablos haces aquí a esta hora de la noche? ¿Espiar a Pedro?»
—No estoy… —se interrumpió de inmediato, dándose cuenta de que iba a contestar una pregunta que no le habían hecho—. Es que… lo siento —farfulló. Había hecho mal en ir allí. No tenía ningún derecho a estar donde no pertenecía. Le había prometido no entrometerse en su vida—. Eres Meli —dijo, sin fijarse apenas en su suave gesto de asentimiento. Esta era Meli, que había formado parte de la vida de Pedro mucho antes que ella. ¿La mujer que sería su esposa si ella no lo hubiera atrapado?
—Lo siento —repitió—. Me marcharé —no tenía nada que hacer allí, donde Meli lo esperaba.
—¡No seas ridícula! No puedes salir con este tiempo, y en tu estado, además. ¿Cómo demonios se te ha ocurrido? —Calló, y el asombro dio paso a la compasión—. Mira, no sé lo que ha pasado, pero ahí fuera está nevando. ¿O es que no te habías dado cuenta? —el brillo de sus ojos verdes alivió la tensión y Paula obedeció su orden: «Entra a la cocina y deja que te prepare una bebida caliente. Debes estar congelada.»
Estaba congelada. Y se sentía como una tonta, sentada en el banco, acurrucada en el abrigo, viendo a Melina llenar un vaso de leche y meterlo en el microondas con la familiaridad de alguien que pertenecía a ese lugar. «Debo de estar loca», pensó Paula. «Venir hasta aquí sólo por pensar que el bebé…» Respiró profundamente, dándose cuenta de repente. Los dolores habían cesado. ¿O había estado demasiado preocupada para notarlos?
Notó una patada en el vientre, como para tranquilizarla. Sin contracción. Había hecho bien yendo allí. Todo había vuelto a la normalidad.
—Santo cielo, tienes los zapatos empapados.
Paula, todavía pensando en el pequeño milagro, vio a Meli arrodillarse para quitarle los zapatos color lavanda. El brillante pelo rojo le caía por la cara, envolviéndola como un halo, y comenzó a darle masaje en los pies con manos suaves y calientes. Como si fuera un ángel.
Pero no hablaba como un ángel.
—Esto que has hecho es una maldita estupidez. Venir hasta aquí pisando la nieve con estos zapatos. ¡A esta hora de la noche! ¿Os habéis peleado? ¿Sabe Pedro dónde diablos estás? Claro que no, ¡o no estarías aquí! —el timbre del microondas la interrumpió—. ¿Quieres cacao? —preguntó.
Paula asintió, sintiéndose muy rara. ¿Cómo era posible que estuviera tan cómoda, mientras el amor de Pedro la atendía? Podía comprender que Pedro la quisiera. Era preciosa. Buena: «Actúa como si fuéramos buenas amigas y le pareciese normal que aparezca aquí y la saque de la cama en mitad de la noche. Ni siquiera ha preguntado la razón. Simplemente, me ha ayudado».
—Esto te hará entrar en calor —dijo Meli, entregándole la bebida.
—Gracias —Paula rodeó la taza con sus manos heladas y bebió. El líquido, dulce y caliente, consiguió tranquilizar sus nervios, dejándola pensar. No había tenido un sólo dolor desde que había llegado. Todo iba a salir bien. Ella tendría a su bebé y Pedro tendría a Meli. A la bella y amable Meli. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero consiguió contenerlas. Meli lo haría feliz.
—Tú y Pedro… —titubeó. ¿Cómo se le preguntaba a la amante del marido si lo quería de verdad? Pero tenía que asegurarse. La única manera era hacerlo a las claras. Se lanzó en picado—. ¿Tú lo quieres?
—Más que a nadie en el mundo —replicó Meli, sorprendida por la pregunta.
Eso le dolió como un dardo en el corazón. ¿Por qué? Ella deseaba que Meli lo amara. Quería que él fuera feliz.
—Sí, Pedro es muy especial para mí —continuó Meli, como si estuviera en otro planeta. Tenía los codos apoyados sobre la mesa, la barbilla entre las manos y los ojos perdidos, mirando al infinito—. Si no hubiera venido… la verdad es que me salvó la vida.
—¿Sí? —Dijo Paula, intrigada por el dolor que vio en su ojos verdes—. ¿Qué ocurrió? —preguntó curiosa.
Meli se volvió hacia ella como si recordara de repente que estaba allí.
—¡Maldita sea! ¿Por qué habré mencionado eso? Ocurrió hace unos seis años, cuando era una inocente y estúpida jovencita de dieciocho. Me había escapado de casa y tenía demasiado orgullo como para volver —tomó la taza de Paula, la aclaró en el fregadero y la metió en el lavaplatos, sin dejar de hablar—. Cuando Pedro vino a recogerme, yo estaba fatal.
«También a mí me rescató», pensó Paula.
—¿Te trajo aquí?
—¿Aquí?
—Al Pájaro Azul.
—¡Claro que no! Me llevó a casa y me hizo razonar —dijo Meli, apoyada contra el fregadero—. Es raro que lo preguntes. Pedro siempre ha tenido un barco y siempre habíamos navegado mucho. Pero yo lo estaba pasando fatal, intentando olvidarme de Di…, olvidarme de lo que había ocurrido. Si Pedro no me hubiera obligado a salir a navegar, creo que no habría recuperado la fuerza y el coraje necesarios para volver a enfrentarme a la vida.
—Te entiendo. Un velero te ayuda a volver a sentir el viento —corroboró Paula. Al menos eso le había pasado a ella, pensó.
—Sí. Puedo pilotar un barco tan bien como Pedro, pero me muevo demasiado como para tener uno propio. El barco de Pedro es como mi descanso del guerrero siempre que vuelvo a casa. Llegué esta tarde y vine directamente aquí. Siempre intento convencerme de que lo hago porque está cerca del aeropuerto —sonrió Meli, juguetona—. En realidad, es porque en el Pájaro Azul me siento más a gusto que en mi propia casa. Incluso aunque no salga a navegar.
—Comprendo —dijo Paula. Parecía que entre Meli y Pedro había mucha historia—. Tú y Pedro os conocéis desde hace mucho tiempo, ¿no?
—De toda la vida. En la numerosa familia Alfonso somos un montón de primos, pero Pedro y yo siempre nos hemos llevado mejor que nadie. Quizás sea porque nuestras madres se llevaban muy bien, mejor que muchas hermanas. Es cuatro años mayor que yo, pero siempre lo he considerado como un hermano.
—¿No sois…? —Paula intentó concentrarse. Felicidad, incredulidad y confusión se entremezclaron—. ¿Sois primos carnales?
—Claro. ¡No me digas que nunca te ha hablado de mí!
—¡No! —exclamó Paula, oscilando entre la alegría y el enfado: «Sólo dejó que me pusiera tu ropa. Dejó que me volviera loca de celos».
—¡Ese cerdo! A mí tampoco me contó nada de ti. Te mencionó hace un par de meses.
«Porque nuestro matrimonio es un simulacro», pensó Paula. «Quizás estaba esperando a que rompiéramos».
—¿Qué te dijo? —preguntó Paula, aguantando la respiración. ¿Le había dicho a su prima que ella lo había atrapado?
—Bien poco. Sólo que os habías casado y que estabas embarazada.
Paula recordó el día de su boda. Pedro había dicho: «Yo también tengo amigos y familia. Y no pienso dar la impresión de que me han cazado». ¿Por qué la alegraba tanto que no se lo hubiera dicho a Meli?
—Claro, que tengo que reconocer que sólo lo vi un momento —admitió Meli—. Los dos estábamos en Nueva York en viaje de negocios y, cuando nos encontramos, yo estaba a punto de volar a Japón.
—¿A Japón? —murmuró Paula. Estaba pensando en Nueva York y en la llamada que había recibido: «Soy Meli. Lo veré cuando llegue».
—Ya —dijo Paula, pensando aún en la llamada que la había dejado destrozada. Desde ese momento, ella se había encerrado en sí misma. Pedro no había sido el culpable. Él había querido abrazarla. Aún recordaba la expresión de su cara cuando le gritó: «¡No me toques!». ¿Habría forma de arreglarlo? ¿De hacerle entender cuánto lo amaba?
—¿No deberíamos llamar a Pedro? —Preguntó Meli—. Debe estar loco de preocupación preguntándose dónde estás.
—¡No! —gritó Paula, recordando cómo la había mirado esa noche. Ella lo había hecho todo mal. Al menos podía evitar que se enterara de que había ido al Pájaro Azul—. Él no lo sabe.
—¿No lo sabe? ¿O no se preocuparía?
—Las dos cosas. ¡Ninguna! —se contradijo. No sabía cómo convencer a Meli sin contarle toda la verdad—. No dormimos en la misma habitación, por el bebé —explicó apresuradamente—. No me gustaría que se enterara de que he salido. Si vuelvo ahora…
—¡Por encima de mi cadáver! Pedro me mataría si se entera de que te he dejado salir de aquí. Las dos estamos cansadas. Vámonos a la cama.
Comprendió que Meli tenía razón. Podía quedarse atrapada en la nieve. Quizás no sería posible volver a su dormitorio tan silenciosamente como había salido. Además, estaba agotada.
Aún así, no pudo dormirse. Estaba en el camarote y en la cama de Pedro, todo lo que la rodeaba le pertenecía.
—Sigue siendo el Pájaro Azul —le explicó al bebé—. Ésta es la cama de tu papá. Todo va a ir bien —según lo decía, tenía sus dudas. ¿Cómo iba a explicarle a Pedro que lo amaba? ¿Acaso le importaba? ¿Estaba enamorado de ella?
sábado, 17 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 46
La fiesta fue alegre y divertida, como todas sus reuniones; todo el mundo hablando a la vez y tomándose el pelo los unos a los otros. Pero a Paula se le hizo eterna. Quizás se había excedido, se sentía muy cansada. Intentó que no se le notara, uniéndose a las risas y bromas de las que eran objeto Sergio y Lisa. Sergio estaba aceptando apuestas sobre el sexo del bebé.
—Los que acierten cobrarán y los que fallen pagarán —dijo, comiéndose a Lisa con los ojos. No era de extrañar, pensó Paula, Lisa estaba más guapa que nunca, radiante de felicidad.
Mientras Paula miraba, la invadieron oleadas de dolor y de envidia, que se asentaron en su pecho como un gran peso. Nadie se había sentido feliz cuando ella se quedó embarazada.
¡Santo Dios! Tenía envidia. Y se estaba descargando en la feliz pareja que había ante sus ojos. Ellos no tenían la culpa del lío en que estaba metida. ¿Qué le pasaba? Puede que fuera ese dolor que sentía en la espalda de vez en cuando. Pedro la estaba observando con ojo crítico, y eso la ponía nerviosa. La fiesta iba bien, todos parecían muy contentos.
—¡Venga! —gritó—. Preparaos. ¡He hecho el postre yo!
Sandra lo llevó a la mesa y sirvió las porciones de tarta de limón y merengue. Fue todo un éxito. Todos los hombres repitieron.
—¡Espléndida! —afirmó Pedro, y le tiró un beso desde el otro lado de la mesa.
Paula se sonrojó. El beso y el cumplido la hicieron sentirse como si un buen vino corriera por sus venas, intoxicándola.
Estaban relajándose, tomando café y brandy en el salón, cuando la conversación se centró en el viaje de Pedro a Florida y en el golf.
—¡Un tipo con suerte! —Dijo Sergio—. Holgazaneando al sol mientras que los demás trabajamos como esclavos, encerrados en la oficina.
—¿Ah, sí? ¿No estuviste en Londres el mes pasado? —Preguntó Pedro—. A mí me parece que siempre estás en algún sitio. En Bermudas, en la Riviera francesa, o en cualquier otro lugar agradable donde puedas apuntarte a una reunión de negocios.
—Una sala de reuniones no es muy distinta de la oficina —declaró Sergio—. Sigue siendo trabajo.
—Debe ser muy duro —se compadeció Pedro, burlón.
—Bueno, no es igual que broncearse mientras uno perfecciona sus golpes de golf. Hace mucho que de lo vengo diciendo, amigo, hay un abismo entre los que trabajamos de nueve a cinco y vosotros, ricos haraganes.
Paula comenzó a enfadarse mientras seguían bromeando. No le importaba quién ganara sus estúpidos juegos, pero no le gustaba que dijeran que Pedro ganaba siempre porque se pasaba el día jugando. Hacía muchas más cosas. Era tan modesto y daba tan poca importancia a las cosas maravillosas que hacía, que nadie se daba cuenta. Demasiado tranquilo, pensó ella, con ganas de zarandearlo. Estaba allí sentado como un bulto, sonriendo, mientras Sergio, Al, le tomaban el pelo.
—Debe de ser agradable —concluyó Sergio— pasarse el día tirado, recortando cupones, mientras los demás trabajamos para que la economía siga en marcha.
—¡Deja ya de decir eso! —gritó, quedándose tan sorprendida como los demás al verse de pie, con los puños cerrados—. Pedro no es un simple playboy. Puede que no trabaje detrás de un escritorio, pero contribuye más a la economía mundial que la mayoría de la gente. Tú mismo lo dijiste. Impidió una fusión y así consiguió salvar dos mil puestos de trabajo. De trabajadores que tienen familias que mantener, niños que educar. Deberías alegrarte de que sea rico. Porque es bueno, considerado y generoso, y se preocupa por la gente. Es como un director que mueve su dinero como una varita mágica para promocionar buenas ideas. No sólo para grandes empresas, también para gente sin importancia que tiene buenas ideas y no tiene medios; como el ingeniero que quizás construya un coche eléctrico que nos libre de la contaminación, o los dos jóvenes que ahora dirigen una agencia de viajes. Si no fuera por Pedro, seguirían vendiendo hamburguesas, en lugar de tener una empresa que está creando puestos de trabajo. Y te diré algo más. Debería alegrarte que juegue. Conoció a ese ingeniero en un campo de golf, y a esos dos chicos en un partido de baloncesto. Porque escucha, incluso a un adolescente que quería entrar en el equipo de baloncesto del colegio, Pedro le dio clases de álgebra y… —dio un grito ahogado al sentir una fuerte contracción. Se puso la mano en la espalda e hizo una pausa, dándose cuenta de repente de que todos la miraban.
¿Qué le había pasado? Dar un discurso sobre Pedro a esta gente, que lo conocía mucho mejor que ella, que sólo estaban bromeando. ¿Qué pensarían de ella?
Sonrió avergonzada, sintiéndose totalmente ridícula.
—Vale, chicos. Se acabó el discurso. Sólo quería asegurarme de que apreciáis a mi marido —y miró a Pedro. Él había estado tirado en el suelo, delante del fuego, pero ahora estaba sentado muy erguido, mirándola con fijeza. Ella bajó los ojos, se sentó, y deseó poder borrar las palabras que había dicho.
—Eso te enseñará a no meterte con Pedro cuando Paula esté delante —rió Alvaro. Paula sintió un gran alivio.
—Claro que sí —dijo Lisa—. Me alegra que estés aquí Paula. Llevo tiempo intentando que dejen de meterse con Pedro.
Paula sonrió, sintiéndose algo mejor.
—No era con mala intención, señora Alfonso —dijo Sergio haciéndole una reverencia—. De vez en cuando, hay que castigarle un poco. Lo hace todo demasiado bien.
Paula le sonrió. No llegó a contestar, pues sintió otro fuerte dolor. No eran calambres musculares. Pero aún era pronto, ni siquiera siete meses.
¡Dios! ¿Acaso iba a perder el bebé?
LA TRAMPA: CAPITULO 45
Aunque deprimida, no pensaba estropear la fiesta de Lisa. Paula estaba empeñada en que fuera tan festiva y tan divertida como lo había sido su fiesta de bienvenida al grupo.
—No estarás fuera ese día, ¿verdad? —le preguntó a Pedro dos semanas antes de la fiesta.
—Volveré a tiempo. ¡No me la perdería por nada! Sergio me mataría si faltara para jugar al golf. Además, Lisa es muy especial para mí. Está en el séptimo cielo, ¿no?
—Sí —Paula se dio la vuelta. Para ella había sido muy distinto. Su vida se había desbaratado por completo.
Bueno, no iba a permitir que lo sucedido hacía casi siete meses empañara la felicidad de Lisa.
Puede que también fuera una fiesta de despedida, pero sería una despedida de lujo.
¡Una celebración por todo lo alto!
Lo planificó todo cuidadosamente, eligiendo con cuidado la distribución y la gama de colores dominante, amarillo neutro, y compró globos y otros adornos. El día de la fiesta no fue a trabajar, para ayudar a Sandra a finalizar las preparaciones.
—¡Bájate de esa silla, criatura! —La regañó Sandra, tres horas antes de que empezara la fiesta—. Podrías caerte. Además, ya hay suficientes globos colgados por todos sitios.
Paula sonrió avergonzada y obedeció. Sabía que estaba exagerando. Después de todo, no era más que otra reunión del grupo. Especial porque sería la última para ella. Claro que nadie más que ella lo sabía, ni siquiera Pedro.
¿Dónde estaba Pedro? Había prometido acortar su viaje a Florida para estar allí. Pero sólo faltaban dos horas y media. Estaba pendiente de oír su coche. Se preguntaba si algo o alguien lo habían retrasado. ¿Meli? No podría soportarlo si no venía.
—¿Por qué no subes y descansas un poco? —Preguntó Sandra—. Tienes tiempo de sobra y te hace mucha falta.
Paula asintió. No quedaba nada por hacer y esperar no servía de nada. Pedro aparecería o no, ya lo vería.
Subía las escaleras cuando oyó su coche. Corrió arriba, no queriendo que él viera el alivio y el placer que no podían por menos que notársele en la cara. Estaba aquí. Ahora podía relajarse, incluso dar una cabezada.
Pero no pudo. Estaba demasiado excitada y nerviosa. Se quedó tumbada en la cama, escuchando lo sonidos de la habitación contigua.
Pedro se movía por la habitación. ¿Estaría deshaciendo la maleta? No silbaba.
Ella no hacía más que dar vueltas, no podía ponerse cómoda. Le alegró que llegara la hora de vestirse. Estaba en la ducha cuando sintió un dolor en la parte baja de la espalda que la dejó sin respiración, tuvo que apoyarse contra la pared de la ducha. Es como el dolor de un período, pensó, comenzando a respirar cuando el dolor disminuyó. Bueno, eso no podía ser. Era un dolor muscular. Sandra tenía razón, había estado subiendo y bajando de las sillas demasiado. Tomó una ducha larga, dejando que el agua caliente relajara sus músculos cansados.
Se puso el vestido color lavanda y, nerviosa, se miró en el espejo. Estaba bien. Había ganado peso, pero no demasiado. Eso la alegró, porque quería llevarlo puesto. Era como un símbolo de los buenos tiempos.
Pensó en eso. Si era honesta, no recordaba malos tiempos. No se habían peleado ni tenido desacuerdos. Habían vivido juntos cómodamente, en apariencia como una pareja normal, felizmente casada.
Hizo una mueca. Si de veras hubieran sido una pareja felizmente casada, habría habido una pelea de órdago. ¡Ella habría montado un escándalo con lo de Meli! Probablemente se sentiría igual de mal que ahora, y lo hubiera dejado, exactamente como iba a hacer.
Bueno, era mejor no pensar en eso. Era hora de la fiesta. Se pintó los labios, se cepilló el pelo y bajó. Los invitados llegarían enseguida.
—¡Eh, eh! ¡Esta va a ser una superfiesta! —exclamó Pedro, mirando los adornos.
Ella lo miraba a él. No contaba con que estuviera abajo. No estaba preparada para ver su pelo decolorado por el sol y su piel morena.
Tenía el mismo aspecto que el verano pasado en el Pájaro Azul. ¿Había mirado al sol con los ojos entrecerrados en Florida? ¿Estuvo Meli con él? Paula sintió celos, aunque su corazón saltaba de alegría porque él estaba allí.
—Está muy bien, Paula. A Sergio y a Lisa les va a encantar. Gracias —dijo, como si lo hubiera hecho para él.
¿Era posible que lo hubiera hecho por él? Para probar que debían seguir siempre juntos. Paula hizo una mueca al sentir de nuevo el extraño dolor.
—¿Qué te pasa?
—Nada —no iba a permitir que un estúpido calambre la estropeara la fiesta—. Esto no está bien del todo —dijo toqueteando un arreglo de flores— Oh, el timbre. ¿Abres tú?
LA TRAMPA: CAPITULO 44
—¡Paula! ¡Era contagioso! —exclamó Lisa, jubilosa, por teléfono.
—¿Contagioso? —repitió Paula, curiosa.
—Estoy muy contenta de haberlo comprado. Es el vestido de la suerte. Claro que todavía es demasiado pronto para ponérmelo, pero…
—Lisa, ¡estás embarazada!
—¡Embarazada! ¡Preñada! ¡Esperando un hijo! Estoy de dos meses, según el doctor Lacey. No me lo podía creer. Dejé de estar pendiente y no me había dado ni cuenta.
—Lisa, es maravilloso. Me alegro mucho.
—Yo también. Sabes una cosa, Paula —Lisa bajó la voz, casi convirtiéndola en un susurro—. Fue el vestido. He echado las cuentas. Debe haber ocurrido esa noche. ¿Recuerdas que fui de compras contigo y compré el vestido de premamá? Te dije que no me atrevía a ponérmelo para enseñárselo a Sergio pero sí lo hice; él dijo que estaba encantadora y empezó a besarme. Paula, estoy segura de que me quedé embarazada esa noche.
Paula se sentó, asombrada. Quizás la ropa de premamá tenía algo especial. Esa noche ella le había mostrado la suya a Pedro, y, bueno, había sido una noche muy especial. En cambio, ahora…
—Paula, ¡Paula! ¿Estás ahí?
—Sí —contestó, intentando retomar el hilo de la conversación—. Estoy escuchando.
—Eso fue hace dos meses ¿no? —Se rió Lisa—. A lo mejor fue una noche de suerte, ¿no?
Estoy encantada. Lo estoy gritando a voz en grito. Y lo mismo le pasa a Sergio. Tuve que impedir que empezara a repartir los puros ahora. Él quiere un niño; a mí me da lo mismo.
—O sea, que te lo vas a quedar, sea lo que sea.
—¡Puedes apostar! Paula, igual tú tienes un niño y yo una niña, o viceversa. En ese caso podemos firmar un contrato para que se casen cuando cumplan los dieciocho. Bueno, veinticinco. Como en los viejos tiempos. ¿Qué te parece?
—Creo que estás loca —Paula se atragantó. Sus hijos ni siquiera compartirían las fiestas de cumpleaños. Para entonces, ella estaría sólo Dios sabía dónde, pero sin duda lejos del «grupo». Tragó saliva con dificultad—. ¿No te habías enterado? Hoy en día los niños nacen con ideas propias.
—Ya lo sé. Digo tonterías porque estoy loca de felicidad. Sergio dice que debería tirar todos los libros sobre bebés a la basura y dejar que nuestros hijos crezcan a su aire.
—Pero no serías tú si no planificaras todo —rió Paula.
—Supongo que no —suspiró Lisa.
—Bueno, la que va a hacer planes ahora soy yo.
—¿Para?
—Para la fiesta de celebración de ese esperado y deseado embarazo —explicó. Era lo menos que podía hacer por la mujer que la había incluido en el grupo con esa divertida fiesta para darle la enhorabuena, cuando no era más que una recién casada, atrapada, nerviosa y perdida—. Sólo tienes que decirme cuándo te viene bien —añadió, enjugándose una lágrima de la mejilla. Fijaron una fecha.
Pero, antes de ese día, tenía que hacer sus propios planes. No podía seguir para siempre actuando como si fuera parte del grupo, como si fuera parte de Pedro. No lo soportaba más. No soportaba no tocarlo cuando estaba cerca, echarlo de menos cuando estaba de viaje. No oírlo cantar en la ducha.
Muchas veces, estando en su cuarto de baño, había pegado la oreja a la pared para escucharlo. Le encantaba escuchar su voz de profunda de barítono, suave y sosegada, por encima del ruido de la ducha. Le gustaba oírlo salir de la ducha, silbando la misma melodía sin esfuerzo aparente. Con alegría.
Ya no cantaba en la ducha. Lo sabía porque siempre estaba pendiente.
¿Sería porque era infeliz? ¿Deseando salir por fin de la trampa?
Viajaba mucho. ¿Cantaría cuando estaba lejos? ¿Con la otra?
Era hora de dejarlo libre. Quería que fuera feliz dondequiera que estuviese.
Así que, por fin, tanto por él como por sí misma, comenzó a prepararse para la separación. Eligió una de las casas del East End. Era pequeña, con dos dormitorios y sólo un cuarto de baño.
Estaba al final de una calle sin salida, mucho más segura para un niño que una calle abierta.
Tenía bastante terreno delante y detrás, y algo raro en esa zona, un patio de ladrillo en la parte posterior. El patio, como el resto de la casa, necesitaba muchas reformas. Pero sería divertido crear una casa cómoda y bonita, adecuada para ella y para el niño. Añadiría otra habitación y otro baño. Necesitaba sitio para tener una interna, porque tendría que seguir trabajando.
Sentada en el Cherokee, diseñó mentalmente los planos de las reformas que haría, imaginándose una casa alegre y segura para un bebé de ojos azules. Pero se sentía tan decaída como el tejado hundido que tenía antes sí.
La casa parecía más destartalada que nunca, sobre todo entonces, cubierta de nieve a medio derretir.
No había nada que hacer hasta la primavera. No iba a poder esperar a que la casa estuviera arreglada. Tendría que alquilar un apartamento o vivir con Alejandro y Alicia durante un tiempo.
Alejandro y Alicia se habían ido a Florida por un mes, en parte por la salud de Alejandro, pero también porque la construcción iba tan despacio que podían apañarse sin él. Paula se alegró de que estuvieran fuera. No le apetecía contarles lo del divorcio. Suspiró. Contarle a la gente que se separaba iba a ser tan difícil como lo había sido explicarles su súbito matrimonio.
Arrancó el Cherokee y se marchaba cuando vio el cartel de Se Vende, que se había caído. Eso le recordó que todas las casas estaban en venta. No quería que le quitaran ésta de las manos. Tenía que decírselo a alguien, a Carlos.
Lo encontró revisando unos armarios en una casa en la que, a Dios gracias, habían puesto aislante antes de que llegara el invierno. Le gustó la idea de parar un rato para tomar un café.
—Voy a quitar la casa del número diez de la calle Brady de la lista —le dijo—. Quiero quedarme con ella.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué?
—Para mí —dijo, sin apartar la vista de la humeante taza de café—. Mira, no quiero que se lo comentes a nadie, pero estoy pensando en dejar a Pedro —dijo. Más que verlo, sintió el sobresalto de Carlos al oírla.
—¡Oh, no! Bueno, quiero decir… —se interrumpió—. Lo siento. Ha venido por aquí algunas veces, sabes, y bueno, siempre me ha parecido un tipo muy decente.
—Sí, sí. ¡Lo es! —exclamó Paula. No quería que nadie pensara lo contrario—. Es más que decente. Es bueno, considerado, y generoso —ahora fue ella quien calló bruscamente. Tenía que dar alguna razón—. No tiene nada que ver con él, con cómo es él. Es otra cosa, tiene un estilo de vida muy distinto. No encajo.
LA TRAMPA: CAPITULO 43
Poner fin a la historia no era fácil. Era fácil poner los medios. Paula se sumergió por completo en su trabajo. Se retiraba a su dormitorio todos los días, evitando la salita para no estar con él a solas.
Pero no era fácil sacárselo de la cabeza. Ni olvidarse de su sonrisa burlona cuando la ganaba al ajedrez, ni de su mirada asombrada las pocas veces que ella había conseguido ganarle. Echaba de menos todos esos momentos. Echaba de menos el sonido de su voz, de su risa. Echaba de menos la delicia de sentir sus brazos alrededor de ella. No era fácil no desearlo, estuviera cerca o lejos.
Después de esa última conversación en la salita, Pedro viajó bastante. Fue a jugar al golf a Florida, a una carrera de veleros en México, a reuniones de negocios, y no sabía adónde más. Nunca le preguntaba por sus viajes.
Pero siempre lo echaba de menos.
Él necesitaba marcharse de allí. No podía soportar ver cómo ella lo evitaba.
Tampoco era fácil no mirarla. Aunque ya había sido difícil aquella semana que pasaron en el Pájaro Azul, eso no se podía comparar con cómo se sentía ahora. Ella estaba más bonita.
Era como si el embarazo la hubiera hecho florecer: tenía el pelo más dorado, las mejillas más sonrosadas y sus preciosos ojos azules irradiaban serenidad. Pero no tanto últimamente.
Algo estaba disturbando su tranquilidad. Creyó que quizás tenía demasiado trabajo y llamó tanto a Carlos como a Leonardo, que ya se había reincorporado. Les sugirió que le dieran menos trabajo y dejó su teléfono, para que lo llamaran en cualquier emergencia. Aunque ella no quisiera tener nada que ver con él, era su esposa. Iba a tener un hijo suyo.
De cualquier manera, no podía evitar querer cuidar de ella. Se sentía más cercano a ella que a ninguna otra mujer. Quizás fuera por las confidencias que habían compartido, por la intimidad.
Intimidad. Ella había dicho que no era más que sexo. Bueno, no cabía duda de que él tenía mucha más experiencia que ella, y ¡sabía perfectamente que esto era más que algo puramente sexual!
Para él. No para ella.
No se lo creía. Era imposible, lo había abrazado, había gritado su nombre una y otra vez. Lo amaba, ¡seguro! En brazos de la pasión quizás, pero ¿y después?
«¡No me toques!» había gritado, casi aterrorizada. Después había intentado que no se sintiera mal, disculparse: «Dos seres humanos con necesidades físicas. Atrapados».
No pensaba retenerla en contra de su voluntad.
Ella tenía razón. Habían hecho un trato. Y tal vez, tal y como estaban las cosas, hubiera llegado el momento de ponerle fin.
No era fácil.
Él no se había dado cuenta de la fuerza que había adquirido la ilusión que habían creado: un matrimonio felizmente casado, uno más de un grupo de parejas muy unidas.
El grupo siguió reclamándolos, incluso insistían en que Pedro cancelara sus compromisos para que asistiera a las celebraciones especiales: el día de las elecciones en Dover, para celebrar a medianoche la magnífica tercera victoria de Al, la fiesta que daba Lisa el Día de Acción de Gracias, la cena de Navidad en casa de los Stanford. Y además, por supuesto, las reuniones de rutina: para jugar al póquer, o una cena de improviso, en cualquiera de las casas.
Podrían haberse excusado, y lo hicieron de vez en cuando. Pero la mayoría de las veces aceptaban. No querían perderse toda la diversión. Era más que diversión, pensaba Paula. Formar parte de un grupo era como tener una cálida manta en la que envolverse, como un refugio en mitad de una tormenta.
No estaba bien pensar eso. Deberían haber empezado a preparar al grupo, tanto como a ellos mismos, para el divorcio por incompatibilidad que se avecinaba.
Demostrando tirantez, incluso quejándose un poco. Pero parecía que estar con el grupo, compartiendo las bromas y las risas, los acercaba más, y a veces Pedro y ella se miraban, sonriendo, cuando un comentario les evocaba recuerdos que compartían.
Deberían haber fijado una fecha, haber preparado el juicio. Ella debería estar preparándose para la separación, buscando un apartamento para ella y para el niño. No quería volver a casa de sus padres. Tal vez pudiera quedarse con una de las casas del East End de Richmond.
Ella sabía perfectamente todo lo tenían que hacer. Pero nunca encontraban el momento adecuado.
LA TRAMPA: CAPITULO 42
—¿Qué es lo que va mal, Paula? —preguntó.
—¿Mal? ¿Qué quieres decir?
—Para empezar, ¿por qué evitas que te toque?
Esa pregunta, tan directa, fue como una bofetada. No había esperado que fuera tan brusco.
—Porque… —dudó. «Porque si me tocas estoy perdida. Me olvido de la razón, de la dignidad, de Meli. Sólo pienso en ti y en cuánto te deseo, en cualquier momento y en cualquier lugar, sin que nada me importe»—. Porque eso conduce… al error.
—¿Al error?
—Igual que ocurrió el sábado.
—Creí que habías disfrutado con lo que ocurrió.
—El sexo siempre es agradable —aseveró ella, hablando como la mujer experimentada que no era.
—¿Has hecho comparaciones para comprobarlo? —ironizó él. No estaba dispuesto a dejar que se saliera con la suya.
—Yo…, bueno, es igual —replicó, sonrojándose. Lo miró duramente—. Esto no es hablar. Es como un interrogatorio. ¿Por qué me atacas así?
—Estoy intentando comprender. ¿Qué intentas decirme?
—Mira, lo único que digo es que los dos somos seres humanos, con necesidades físicas que pueden… pueden complicarnos la vida.
—¿Complicarnos?
—Tú, es decir, nosotros, caímos atrapados en este matrimonio de conveniencia. Por nuestra propia comodidad hemos mantenido las apariencias. Pero, en realidad, no es más que una mentira —explicó pasándose la lengua por los labios resecos. Él tenía de nuevo esa mirada de estar intentando comprenderla que la volvía loca. ¿Es que no se daba cuenta de que le estaba devolviendo la libertad? Sin acusarlo ni recriminarlo. No estaba gritando, ni sacándoles los ojos a él y a esa Meli, quienquiera que fuese.
Por Dios, simplemente le dejaba que hiciera lo que quisiera. Abrió los ojos de par en par, tragándose las lágrimas.
—Es hora de que acabemos con esta farsa. Estamos intimando demasiado.
—Oh, Paula, escúchame —dijo, rodeando la mesa y alargando los brazos hacia ella.
—¡No me toques! —Paula pensó que si la tocaba estaba perdida. No tendría ningún reparo en volver a su cama, en ser otra de sus aventuras.
No se dio cuenta de que había gritado, pero él sí. Se quedó parado. Dios, nunca jamás había forzado a una mujer y no iba a empezar ahora.
—Paula, ¿qué pasa? A mí me gusta que intimemos. Pensé que a ti también.
—Pues no. Estoy harta de esta historia. Estoy harta de ti —se interrumpió bruscamente. Lo miró horrorizada—. No, no quería decir eso. Has sido maravilloso, muy comprensivo. De veras que te lo agradezco. Pero necesito volver a mi ambiente. Hicimos un acuerdo por unos meses. Vamos a ponerle fin, Pedro. Por favor. ¿Podríamos hablar de esto en otro momento? Estoy agotada.
Se apartó para dejarla pasar. Vio cómo se cerraba la puerta tras ella. Nunca se había sentido tan abandonado.
Lo decía en serio. No quería continuar con el matrimonio, ni con él.
Pedro no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Más bien solía ser al revés. Siempre tenía el mismo problema, no sabía si las mujeres lo querían a él o querían su dinero.
Paula le había dejado muy claro que no quería ninguna de las dos cosas.
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