sábado, 17 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 46





La fiesta fue alegre y divertida, como todas sus reuniones; todo el mundo hablando a la vez y tomándose el pelo los unos a los otros. Pero a Paula se le hizo eterna. Quizás se había excedido, se sentía muy cansada. Intentó que no se le notara, uniéndose a las risas y bromas de las que eran objeto Sergio y Lisa. Sergio estaba aceptando apuestas sobre el sexo del bebé.


—Los que acierten cobrarán y los que fallen pagarán —dijo, comiéndose a Lisa con los ojos. No era de extrañar, pensó Paula, Lisa estaba más guapa que nunca, radiante de felicidad.


Mientras Paula miraba, la invadieron oleadas de dolor y de envidia, que se asentaron en su pecho como un gran peso. Nadie se había sentido feliz cuando ella se quedó embarazada. 


¡Santo Dios! Tenía envidia. Y se estaba descargando en la feliz pareja que había ante sus ojos. Ellos no tenían la culpa del lío en que estaba metida. ¿Qué le pasaba? Puede que fuera ese dolor que sentía en la espalda de vez en cuando. Pedro la estaba observando con ojo crítico, y eso la ponía nerviosa. La fiesta iba bien, todos parecían muy contentos.


—¡Venga! —gritó—. Preparaos. ¡He hecho el postre yo!


Sandra lo llevó a la mesa y sirvió las porciones de tarta de limón y merengue. Fue todo un éxito. Todos los hombres repitieron.


—¡Espléndida! —afirmó Pedro, y le tiró un beso desde el otro lado de la mesa.


Paula se sonrojó. El beso y el cumplido la hicieron sentirse como si un buen vino corriera por sus venas, intoxicándola.


Estaban relajándose, tomando café y brandy en el salón, cuando la conversación se centró en el viaje de Pedro a Florida y en el golf.


—¡Un tipo con suerte! —Dijo Sergio—. Holgazaneando al sol mientras que los demás trabajamos como esclavos, encerrados en la oficina.


—¿Ah, sí? ¿No estuviste en Londres el mes pasado? —Preguntó Pedro—. A mí me parece que siempre estás en algún sitio. En Bermudas, en la Riviera francesa, o en cualquier otro lugar agradable donde puedas apuntarte a una reunión de negocios.


—Una sala de reuniones no es muy distinta de la oficina —declaró Sergio—. Sigue siendo trabajo.


—Debe ser muy duro —se compadeció Pedro, burlón.


—Bueno, no es igual que broncearse mientras uno perfecciona sus golpes de golf. Hace mucho que de lo vengo diciendo, amigo, hay un abismo entre los que trabajamos de nueve a cinco y vosotros, ricos haraganes.


Paula comenzó a enfadarse mientras seguían bromeando. No le importaba quién ganara sus estúpidos juegos, pero no le gustaba que dijeran que Pedro ganaba siempre porque se pasaba el día jugando. Hacía muchas más cosas. Era tan modesto y daba tan poca importancia a las cosas maravillosas que hacía, que nadie se daba cuenta. Demasiado tranquilo, pensó ella, con ganas de zarandearlo. Estaba allí sentado como un bulto, sonriendo, mientras Sergio, Al, le tomaban el pelo.


—Debe de ser agradable —concluyó Sergio— pasarse el día tirado, recortando cupones, mientras los demás trabajamos para que la economía siga en marcha.


—¡Deja ya de decir eso! —gritó, quedándose tan sorprendida como los demás al verse de pie, con los puños cerrados—. Pedro no es un simple playboy. Puede que no trabaje detrás de un escritorio, pero contribuye más a la economía mundial que la mayoría de la gente. Tú mismo lo dijiste. Impidió una fusión y así consiguió salvar dos mil puestos de trabajo. De trabajadores que tienen familias que mantener, niños que educar. Deberías alegrarte de que sea rico. Porque es bueno, considerado y generoso, y se preocupa por la gente. Es como un director que mueve su dinero como una varita mágica para promocionar buenas ideas. No sólo para grandes empresas, también para gente sin importancia que tiene buenas ideas y no tiene medios; como el ingeniero que quizás construya un coche eléctrico que nos libre de la contaminación, o los dos jóvenes que ahora dirigen una agencia de viajes. Si no fuera por Pedro, seguirían vendiendo hamburguesas, en lugar de tener una empresa que está creando puestos de trabajo. Y te diré algo más. Debería alegrarte que juegue. Conoció a ese ingeniero en un campo de golf, y a esos dos chicos en un partido de baloncesto. Porque escucha, incluso a un adolescente que quería entrar en el equipo de baloncesto del colegio, Pedro le dio clases de álgebra y… —dio un grito ahogado al sentir una fuerte contracción. Se puso la mano en la espalda e hizo una pausa, dándose cuenta de repente de que todos la miraban.


¿Qué le había pasado? Dar un discurso sobre Pedro a esta gente, que lo conocía mucho mejor que ella, que sólo estaban bromeando. ¿Qué pensarían de ella?


Sonrió avergonzada, sintiéndose totalmente ridícula.


—Vale, chicos. Se acabó el discurso. Sólo quería asegurarme de que apreciáis a mi marido —y miró a Pedro. Él había estado tirado en el suelo, delante del fuego, pero ahora estaba sentado muy erguido, mirándola con fijeza. Ella bajó los ojos, se sentó, y deseó poder borrar las palabras que había dicho.


—Eso te enseñará a no meterte con Pedro cuando Paula esté delante —rió Alvaro. Paula sintió un gran alivio.


—Claro que sí —dijo Lisa—. Me alegra que estés aquí Paula. Llevo tiempo intentando que dejen de meterse con Pedro.


Paula sonrió, sintiéndose algo mejor.


—No era con mala intención, señora Alfonso —dijo Sergio haciéndole una reverencia—. De vez en cuando, hay que castigarle un poco. Lo hace todo demasiado bien.


Paula le sonrió. No llegó a contestar, pues sintió otro fuerte dolor. No eran calambres musculares. Pero aún era pronto, ni siquiera siete meses. 


¡Dios! ¿Acaso iba a perder el bebé?



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