sábado, 17 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 44





—¡Paula! ¡Era contagioso! —exclamó Lisa, jubilosa, por teléfono.


—¿Contagioso? —repitió Paula, curiosa.


—Estoy muy contenta de haberlo comprado. Es el vestido de la suerte. Claro que todavía es demasiado pronto para ponérmelo, pero…


—Lisa, ¡estás embarazada!


—¡Embarazada! ¡Preñada! ¡Esperando un hijo! Estoy de dos meses, según el doctor Lacey. No me lo podía creer. Dejé de estar pendiente y no me había dado ni cuenta.


—Lisa, es maravilloso. Me alegro mucho.


—Yo también. Sabes una cosa, Paula —Lisa bajó la voz, casi convirtiéndola en un susurro—. Fue el vestido. He echado las cuentas. Debe haber ocurrido esa noche. ¿Recuerdas que fui de compras contigo y compré el vestido de premamá? Te dije que no me atrevía a ponérmelo para enseñárselo a Sergio pero sí lo hice; él dijo que estaba encantadora y empezó a besarme. Paula, estoy segura de que me quedé embarazada esa noche.


Paula se sentó, asombrada. Quizás la ropa de premamá tenía algo especial. Esa noche ella le había mostrado la suya a Pedro, y, bueno, había sido una noche muy especial. En cambio, ahora…


—Paula, ¡Paula! ¿Estás ahí?


—Sí —contestó, intentando retomar el hilo de la conversación—. Estoy escuchando.


—Eso fue hace dos meses ¿no? —Se rió Lisa—. A lo mejor fue una noche de suerte, ¿no? 
Estoy encantada. Lo estoy gritando a voz en grito. Y lo mismo le pasa a Sergio. Tuve que impedir que empezara a repartir los puros ahora. Él quiere un niño; a mí me da lo mismo.


—O sea, que te lo vas a quedar, sea lo que sea.


—¡Puedes apostar! Paula, igual tú tienes un niño y yo una niña, o viceversa. En ese caso podemos firmar un contrato para que se casen cuando cumplan los dieciocho. Bueno, veinticinco. Como en los viejos tiempos. ¿Qué te parece?


—Creo que estás loca —Paula se atragantó. Sus hijos ni siquiera compartirían las fiestas de cumpleaños. Para entonces, ella estaría sólo Dios sabía dónde, pero sin duda lejos del «grupo». Tragó saliva con dificultad—. ¿No te habías enterado? Hoy en día los niños nacen con ideas propias.


—Ya lo sé. Digo tonterías porque estoy loca de felicidad. Sergio dice que debería tirar todos los libros sobre bebés a la basura y dejar que nuestros hijos crezcan a su aire.


—Pero no serías tú si no planificaras todo —rió Paula.


—Supongo que no —suspiró Lisa.


—Bueno, la que va a hacer planes ahora soy yo.


—¿Para?


—Para la fiesta de celebración de ese esperado y deseado embarazo —explicó. Era lo menos que podía hacer por la mujer que la había incluido en el grupo con esa divertida fiesta para darle la enhorabuena, cuando no era más que una recién casada, atrapada, nerviosa y perdida—. Sólo tienes que decirme cuándo te viene bien —añadió, enjugándose una lágrima de la mejilla. Fijaron una fecha.


Pero, antes de ese día, tenía que hacer sus propios planes. No podía seguir para siempre actuando como si fuera parte del grupo, como si fuera parte de Pedro. No lo soportaba más. No soportaba no tocarlo cuando estaba cerca, echarlo de menos cuando estaba de viaje. No oírlo cantar en la ducha.


Muchas veces, estando en su cuarto de baño, había pegado la oreja a la pared para escucharlo. Le encantaba escuchar su voz de profunda de barítono, suave y sosegada, por encima del ruido de la ducha. Le gustaba oírlo salir de la ducha, silbando la misma melodía sin esfuerzo aparente. Con alegría.


Ya no cantaba en la ducha. Lo sabía porque siempre estaba pendiente.


¿Sería porque era infeliz? ¿Deseando salir por fin de la trampa?


Viajaba mucho. ¿Cantaría cuando estaba lejos? ¿Con la otra?


Era hora de dejarlo libre. Quería que fuera feliz dondequiera que estuviese.


Así que, por fin, tanto por él como por sí misma, comenzó a prepararse para la separación. Eligió una de las casas del East End. Era pequeña, con dos dormitorios y sólo un cuarto de baño. 


Estaba al final de una calle sin salida, mucho más segura para un niño que una calle abierta. 


Tenía bastante terreno delante y detrás, y algo raro en esa zona, un patio de ladrillo en la parte posterior. El patio, como el resto de la casa, necesitaba muchas reformas. Pero sería divertido crear una casa cómoda y bonita, adecuada para ella y para el niño. Añadiría otra habitación y otro baño. Necesitaba sitio para tener una interna, porque tendría que seguir trabajando.


Sentada en el Cherokee, diseñó mentalmente los planos de las reformas que haría, imaginándose una casa alegre y segura para un bebé de ojos azules. Pero se sentía tan decaída como el tejado hundido que tenía antes sí.


La casa parecía más destartalada que nunca, sobre todo entonces, cubierta de nieve a medio derretir.


No había nada que hacer hasta la primavera. No iba a poder esperar a que la casa estuviera arreglada. Tendría que alquilar un apartamento o vivir con Alejandro y Alicia durante un tiempo.


Alejandro y Alicia se habían ido a Florida por un mes, en parte por la salud de Alejandro, pero también porque la construcción iba tan despacio que podían apañarse sin él. Paula se alegró de que estuvieran fuera. No le apetecía contarles lo del divorcio. Suspiró. Contarle a la gente que se separaba iba a ser tan difícil como lo había sido explicarles su súbito matrimonio.


Arrancó el Cherokee y se marchaba cuando vio el cartel de Se Vende, que se había caído. Eso le recordó que todas las casas estaban en venta. No quería que le quitaran ésta de las manos. Tenía que decírselo a alguien, a Carlos.


Lo encontró revisando unos armarios en una casa en la que, a Dios gracias, habían puesto aislante antes de que llegara el invierno. Le gustó la idea de parar un rato para tomar un café.


—Voy a quitar la casa del número diez de la calle Brady de la lista —le dijo—. Quiero quedarme con ella.


—Ah, ¿sí? ¿Por qué?


—Para mí —dijo, sin apartar la vista de la humeante taza de café—. Mira, no quiero que se lo comentes a nadie, pero estoy pensando en dejar a Pedro —dijo. Más que verlo, sintió el sobresalto de Carlos al oírla.


—¡Oh, no! Bueno, quiero decir… —se interrumpió—. Lo siento. Ha venido por aquí algunas veces, sabes, y bueno, siempre me ha parecido un tipo muy decente.


—Sí, sí. ¡Lo es! —exclamó Paula. No quería que nadie pensara lo contrario—. Es más que decente. Es bueno, considerado, y generoso —ahora fue ella quien calló bruscamente. Tenía que dar alguna razón—. No tiene nada que ver con él, con cómo es él. Es otra cosa, tiene un estilo de vida muy distinto. No encajo.



LA TRAMPA: CAPITULO 43




Poner fin a la historia no era fácil. Era fácil poner los medios. Paula se sumergió por completo en su trabajo. Se retiraba a su dormitorio todos los días, evitando la salita para no estar con él a solas.


Pero no era fácil sacárselo de la cabeza. Ni olvidarse de su sonrisa burlona cuando la ganaba al ajedrez, ni de su mirada asombrada las pocas veces que ella había conseguido ganarle. Echaba de menos todos esos momentos. Echaba de menos el sonido de su voz, de su risa. Echaba de menos la delicia de sentir sus brazos alrededor de ella. No era fácil no desearlo, estuviera cerca o lejos.


Después de esa última conversación en la salita, Pedro viajó bastante. Fue a jugar al golf a Florida, a una carrera de veleros en México, a reuniones de negocios, y no sabía adónde más. Nunca le preguntaba por sus viajes.


Pero siempre lo echaba de menos.


Él necesitaba marcharse de allí. No podía soportar ver cómo ella lo evitaba.


Tampoco era fácil no mirarla. Aunque ya había sido difícil aquella semana que pasaron en el Pájaro Azul, eso no se podía comparar con cómo se sentía ahora. Ella estaba más bonita.


Era como si el embarazo la hubiera hecho florecer: tenía el pelo más dorado, las mejillas más sonrosadas y sus preciosos ojos azules irradiaban serenidad. Pero no tanto últimamente. 


Algo estaba disturbando su tranquilidad. Creyó que quizás tenía demasiado trabajo y llamó tanto a Carlos como a Leonardo, que ya se había reincorporado. Les sugirió que le dieran menos trabajo y dejó su teléfono, para que lo llamaran en cualquier emergencia. Aunque ella no quisiera tener nada que ver con él, era su esposa. Iba a tener un hijo suyo.


De cualquier manera, no podía evitar querer cuidar de ella. Se sentía más cercano a ella que a ninguna otra mujer. Quizás fuera por las confidencias que habían compartido, por la intimidad.


Intimidad. Ella había dicho que no era más que sexo. Bueno, no cabía duda de que él tenía mucha más experiencia que ella, y ¡sabía perfectamente que esto era más que algo puramente sexual!


Para él. No para ella.


No se lo creía. Era imposible, lo había abrazado, había gritado su nombre una y otra vez. Lo amaba, ¡seguro! En brazos de la pasión quizás, pero ¿y después?


«¡No me toques!» había gritado, casi aterrorizada. Después había intentado que no se sintiera mal, disculparse: «Dos seres humanos con necesidades físicas. Atrapados».


No pensaba retenerla en contra de su voluntad. 


Ella tenía razón. Habían hecho un trato. Y tal vez, tal y como estaban las cosas, hubiera llegado el momento de ponerle fin.


No era fácil.


Él no se había dado cuenta de la fuerza que había adquirido la ilusión que habían creado: un matrimonio felizmente casado, uno más de un grupo de parejas muy unidas.


El grupo siguió reclamándolos, incluso insistían en que Pedro cancelara sus compromisos para que asistiera a las celebraciones especiales: el día de las elecciones en Dover, para celebrar a medianoche la magnífica tercera victoria de Al, la fiesta que daba Lisa el Día de Acción de Gracias, la cena de Navidad en casa de los Stanford. Y además, por supuesto, las reuniones de rutina: para jugar al póquer, o una cena de improviso, en cualquiera de las casas.


Podrían haberse excusado, y lo hicieron de vez en cuando. Pero la mayoría de las veces aceptaban. No querían perderse toda la diversión. Era más que diversión, pensaba Paula. Formar parte de un grupo era como tener una cálida manta en la que envolverse, como un refugio en mitad de una tormenta.


No estaba bien pensar eso. Deberían haber empezado a preparar al grupo, tanto como a ellos mismos, para el divorcio por incompatibilidad que se avecinaba. 


Demostrando tirantez, incluso quejándose un poco. Pero parecía que estar con el grupo, compartiendo las bromas y las risas, los acercaba más, y a veces Pedro y ella se miraban, sonriendo, cuando un comentario les evocaba recuerdos que compartían.


Deberían haber fijado una fecha, haber preparado el juicio. Ella debería estar preparándose para la separación, buscando un apartamento para ella y para el niño. No quería volver a casa de sus padres. Tal vez pudiera quedarse con una de las casas del East End de Richmond.


Ella sabía perfectamente todo lo tenían que hacer. Pero nunca encontraban el momento adecuado.




LA TRAMPA: CAPITULO 42




—¿Qué es lo que va mal, Paula? —preguntó.


—¿Mal? ¿Qué quieres decir?


—Para empezar, ¿por qué evitas que te toque?


Esa pregunta, tan directa, fue como una bofetada. No había esperado que fuera tan brusco.


—Porque… —dudó. «Porque si me tocas estoy perdida. Me olvido de la razón, de la dignidad, de Meli. Sólo pienso en ti y en cuánto te deseo, en cualquier momento y en cualquier lugar, sin que nada me importe»—. Porque eso conduce… al error.


—¿Al error?


—Igual que ocurrió el sábado.


—Creí que habías disfrutado con lo que ocurrió.


—El sexo siempre es agradable —aseveró ella, hablando como la mujer experimentada que no era.


—¿Has hecho comparaciones para comprobarlo? —ironizó él. No estaba dispuesto a dejar que se saliera con la suya.


—Yo…, bueno, es igual —replicó, sonrojándose. Lo miró duramente—. Esto no es hablar. Es como un interrogatorio. ¿Por qué me atacas así?


—Estoy intentando comprender. ¿Qué intentas decirme?


—Mira, lo único que digo es que los dos somos seres humanos, con necesidades físicas que pueden… pueden complicarnos la vida.


—¿Complicarnos?


—Tú, es decir, nosotros, caímos atrapados en este matrimonio de conveniencia. Por nuestra propia comodidad hemos mantenido las apariencias. Pero, en realidad, no es más que una mentira —explicó pasándose la lengua por los labios resecos. Él tenía de nuevo esa mirada de estar intentando comprenderla que la volvía loca. ¿Es que no se daba cuenta de que le estaba devolviendo la libertad? Sin acusarlo ni recriminarlo. No estaba gritando, ni sacándoles los ojos a él y a esa Meli, quienquiera que fuese.
Por Dios, simplemente le dejaba que hiciera lo que quisiera. Abrió los ojos de par en par, tragándose las lágrimas.


—Es hora de que acabemos con esta farsa. Estamos intimando demasiado.


—Oh, Paula, escúchame —dijo, rodeando la mesa y alargando los brazos hacia ella.


—¡No me toques! —Paula pensó que si la tocaba estaba perdida. No tendría ningún reparo en volver a su cama, en ser otra de sus aventuras.


No se dio cuenta de que había gritado, pero él sí. Se quedó parado. Dios, nunca jamás había forzado a una mujer y no iba a empezar ahora.


—Paula, ¿qué pasa? A mí me gusta que intimemos. Pensé que a ti también.


—Pues no. Estoy harta de esta historia. Estoy harta de ti —se interrumpió bruscamente. Lo miró horrorizada—. No, no quería decir eso. Has sido maravilloso, muy comprensivo. De veras que te lo agradezco. Pero necesito volver a mi ambiente. Hicimos un acuerdo por unos meses. Vamos a ponerle fin, Pedro. Por favor. ¿Podríamos hablar de esto en otro momento? Estoy agotada.


Se apartó para dejarla pasar. Vio cómo se cerraba la puerta tras ella. Nunca se había sentido tan abandonado.


Lo decía en serio. No quería continuar con el matrimonio, ni con él.


Pedro no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Más bien solía ser al revés. Siempre tenía el mismo problema, no sabía si las mujeres lo querían a él o querían su dinero.


Paula le había dejado muy claro que no quería ninguna de las dos cosas.



viernes, 16 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 41





Él canceló la última reunión. Estaba deseando volver a casa, para verla.


Ella no estaba cuando él llegó, aunque eran más de las cinco. Encendió el fuego en la sala, paseó por la habitación, esperando. Cuando oyó el coche en el garaje, salió al vestíbulo a recibirla. 


Llevaba puesto el conjunto verde esmeralda «diseñado para disimular la abultada tripita». 


Pero no la ocultaba del todo, ni siquiera con la chaqueta. Con la cara pálida y el pelo revuelto, se movía con los andares inconfundibles de las mujeres embarazadas. Estaba adorable.


—Hola, amor —saludó, acercándose para tomarla entre sus brazos.


—¡Hola a ti! —Sonrió ella, pasando por su lado a toda prisa—. Deja que vaya a dejar todo esto y a lavarme las manos. Sé que Sandra tiene la cena preparada.


La esperó hasta que regresó, sin chaqueta y sin bolso, con el pelo menos despeinado.


—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó con una gran sonrisa, totalmente artificial, al pasar apresurada por su lado.


—Bien —replicó él, preguntándose si lo había oído mientras la seguía.


Siempre que estaban solos comían en la salita para el desayuno. Siempre hablaban de naderías, y Sandra participaba en la conversación mientras les servía la comida.


Entonces, ¿qué era lo que parecía distinto? ¿Por qué Paula hablaba a toda velocidad, con una especie de animación forzada? Estaba haciendo que se sintiera muy incómodo. ¡Como un invitado no deseado en su propia casa!


Le pareció que ella iba a pasarse la salita de largo y no le dio esa oportunidad. Se paró ante ella y le abrió la puerta.


—Tenemos que hablar.


Por un momento le pareció que iba a negarse, pero al final ella asintió con desgana. Entró y se paró ante él, con la mesa de ajedrez entre ellos. 


Parecía muy pequeña, vulnerable y, ¿dolida, quizás?



LA TRAMPA: CAPITULO 40





De acuerdo. Pero la mañana del pinchazo, la lluvia la empapaba cuando se apoyó contra el coche, sintiéndose tan mal que apenas podía mantenerse en pie. Él había bajado a medio vestir, la había sujetado mientras vomitaba. ¡Eso no podía haberle parecido sexy!


Ese día había sido encantador. Había ido a Richmond. Le había comprado un coche, y no un coche cualquiera, sino el Cherokee que a ella le gustaba con locura. Había dicho que quería que pareciera una profesional, como si estuviera orgulloso de ella.


Además, eran compatibles. Habían compartido muchas tardes en la sala de estar, lo habían pasado bien reuniéndose con el grupo. Había creído que…


«Admítelo. Te enamoraste de él la primera semana, en el Pájaro Azul. Y anoche ¿recuerdas? Te pusiste un vestido color lavanda con aberturas a los lados. Y cuando se tragó el anzuelo, pensaste que era tuyo».


«Eso pensaste tú, Paula, no él».


Sacó la nota del bolsillo y volvió a leerla.


«Buenos días, amor» no significa «te quiero». 


«Eres especial para mí» tampoco. Igual que «somos compatibles» no quería decir que debían seguir casados.


Ella había entendido esas cosas. Él no las había dicho.


Ni siquiera tenía derecho a enfadarse por su relación con Meli o con cualquier otra mujer. «No te pido que cambies tu vida», le había dicho. «Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses».


Eso fue en junio y estaban en noviembre. 


Quizás fuera hora de devolverle la libertad.




LA TRAMPA: CAPITULO 39




A la mañana siguiente Paula durmió hasta muy tarde. Se resistió cuando un ruido, la lluvia golpeteando las ventanas o un tronco quemado que se movió en la chimenea, penetró en su inconsciente. Cerró los ojos con fuerza, negándose a dejar que se le escapara el sueño. 


Sus caricias suaves y cariñosas, sus susurros de amor. El éxtasis de la satisfacción. La felicidad.


La lluvia repiqueteó contra la ventana con más fuerza. Sonrió. ¡No era un sueño! Anoche sus brazos la habían rodeado, su amor por ella había sido real.


Se estiró con placer, acercándose hacia él. Abrió los ojos de repente. No estaba allí.


Se sentó, echándolo de menos, pero sin preocuparse. Se estaría duchando, o quizás estaba abajo preparando café. Los Hunt no estaban durante el fin de semana. Sería agradable pasar todo el domingo a solas con él. 


Deseosa de verlo, se levantó para ponerse la bata.


Había una nota en el espejo del armario, donde no podía evitar verla:
Buenos días, amor. Eres preciosa, totalmente adorable, muy especial para mí. Odio tener que dejarte, sobre todo esta mañana. Pero me reclama el trabajo, en Nueva York. Tú, sexy brujita tentadora, conseguiste hechizarme para que no me marchara anoche. Me alegro mucho de haberme quedado. Fue increíble. Somos totalmente compatibles, ¿no crees? Tenemos que hablar. Pásalo bien hasta que vuelva, seguramente el martes. P.


Apretó la nota contra su cuerpo. «Buenos días, amor». Ella era su amor. La consideraba especial. Se aprendió las palabras de memoria, rememoró el placer de la noche, y disfrutó de una satisfacción que era nueva para ella. No era simplemente satisfacción. Estaba loca de alegría. Su mundo inestable se había enderezado de repente. El la amaba. Lo había reconocido en sus susurros, en la ternura con que la había hecho el amor. Y ella lo quería, más de lo que nunca había pensado que podía llegar a amar.


Recogió el vestido de color lavanda, que estaba tirado en el suelo, y se lo acercó a la mejilla.


—Tú fuiste el culpable, ¡tan sexy! Gracias, gracias, mil gracias—. Murmuró, colgándolo en el armario.


Casi bailando, bajó las escaleras y fue a la cocina. Llenó la cafetera con agua fría y sacó el café en grano del armario. Se paró, sobrecogida por una idea. Esa cocina era suya, estaba en su casa. Vivía allí con un marido que la quería. Él había crecido en esa casa y el hijo de ambos también crecería allí. Acarició la encimera, sintiéndose posesiva de repente. Se ocuparía de esa casa. Cuidaría a su hijo. Y a Pedro. Serían felices.


Sonó el teléfono y se sobresaltó. Levantó el auricular de la pared.


—¿Le enseñaste los trajes a Pedro? —era Lisa.


—Sí.


—¿Le gustaron? Oh, ya sé que sí. Te quedaban perfectos. Sobre todo el de color lavanda. ¿Qué dijo?


«Que me quería, que yo era especial.»


—Dijo que le gustaba, que le gustaban todos —tartamudeó. No se acordaba de nada de lo que había dicho.


—Yo no me atrevía a enseñarle el mío a Sergio. Temía que creyera que estaba embarazada y luego se desilusionara al descubrir que no era cierto. Paula, ojalá… voy a tocar el vestido todos los días y pedir un deseo.


—Yo también lo pediré para ti, Lisa.


Charlaron un rato más sobre cosas varias y, cuando colgaron el teléfono, Paula sintió otra oleada de satisfacción. Ya formaba parte del grupo por completo, una mujer felizmente casada, igual que Lisa y Doris. Sintió una patada en el vientre, la consideró una confirmación de lo que acababa de pensar, y se echó a reír.


—De acuerdo, yo también me muero de hambre —dijo, abriendo la nevera para sacar huevos y beicon.


Le hubiera gustado pasar el domingo con Pedro, pero fue casi igual de agradable pensar en él. 


«Café y beicon, mis olores favoritos por la mañana», le había dicho el primer día que pasaron en el Pájaro Azul y él preparó el desayuno.


No paró de llover, y el día era frío y desagradable. Pero Paula no se sentía aburrida ni sola cuando se sentó a desayunar, con el periódico dominical abierto sobre la mesa.


Sonó el teléfono.


Sería Doris, pensó Paula acercándose. Quizás fuera Pedro, pensó emocionada.


No eran ni Doris ni Pedro. Era una voz femenina, profunda y musical, que nunca había oído antes. Preguntó por Pedro.


—¿Está allí todavía?


—¿Aquí? —preguntó, confundida—. No, no está.


—¿Ha salido hacia Nueva York?


—Salió está mañana. Probablemente llegará…


—¡Esta mañana! ¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.


—¿Quién es? ¿Quiere que le deje un mensaje? —preguntó intrigada.


—Soy Meli. ¿Quién eres tú? No importa, no hay mensaje. Lo veré cuando llegue. Gracias.


Paula aferró el teléfono hasta que se cortó la llamada.


Meli. Como si hubiera ocurrido ayer, recordó los pantalones cortos de Armani y el top que había sacado de un cajón en el Pájaro Azul. Recordó los pantalones y vestidos que había en el armario. Las sandalias y las zapatillas de deporte, de un número mayor que el suyo.


El albornoz que había utilizado aquella noche fatal.


Sintió un pitido en los oídos, pero provenía del teléfono. «Si desea hacer una llamada…». 


Colgó. Lo miró fijamente, paralizada por la impresión.


«No hay mensaje. Lo veré cuando llegue.»


Estaba claro. Por eso iba, para verla a ella.


¡Derecho desde su cama! Fue como si la hubieran golpeado. Se agarró a una silla, intentando recuperar el equilibrio, mientras la invadía una furia intensa. Había mentido. La había traicionado. Lo odiaba. Odió la voz melosa de la mujer que había llamado por teléfono.


Meli. Por fin había aparecido. ¿Había desaparecido alguna vez?


«¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.»
Pero anoche había estado con ella. «¡Tú, mi sexy brujita tentadora!»


¡O sea, que era eso! Sexo y nada más. Una aventura de una noche. Bueno, de dos.


«¿No habré sido más que eso?» La invadió la vergüenza cuando recordó las palabras de Lisa: «Me da la impresión de que primero una y luego otra».


Pero siempre Meli. Si está con ella, seguro que la ha estado viendo todo este tiempo. Todos esos viajes a Nueva York, o a dónde haya ido.


Sentía presión en los oídos, como si la estuvieran martilleando en la cabeza, y le hervía la sangre de pura furia. La había engañado. ¡La había utilizado! Le había hecho creer que era amor cuando no era ¡nada!


El dolor le retorció el corazón, subiendo por su garganta como si fuera bilis. Deseaba escupirlo fuera. Quería aplastar algo.


Con sólo un movimiento del brazo podía tirarlo todo al suelo, los huevos que se endurecían en el plato, el café, ya templado, de la taza. La porcelana, los cubiertos de plata.


No eran suyos, no tenía derecho a hacerlo.


Con movimientos deliberados y cuidadosos, vació los restos del desayuno en el cubo de la basura, aclaró y apiló los cacharros y dobló el periódico. Dejó la cocina tan limpia como la había encontrado.


Ya en su dormitorio, miró la cama revuelta, las cenizas de la chimenea. Hacía frío.


Pero no el suficiente. Su dolor, cólera y odio la abrasaban por dentro. Se acercó a la ventana y apoyó la febril frente contra el cristal.


El ruido de la lluvia golpeando contra el cristal y del viento silbando entre los árboles le resultó reconfortante. Vio las gotas de lluvia caer, formando pequeños riachuelos en el suelo del patio.


Lluvia. Era extraño que pudiera consolarla y reconfortarla. Anoche el ruido de la lluvia contra los cristales había formado parte de la cálida protección que sintió entre los brazos de Pedro. 


Igual que cuando repiqueteaba sobre el techo del Pájaro Azul, esa primera noche que había experimentado las delicias del amor. Había gritado de felicidad, inmersa en la culminación de su placer erótico.


Movió la cabeza de lado a lado, frotándola contra el frío cristal. No era amor, tonta. Sólo sexo.