viernes, 16 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 39




A la mañana siguiente Paula durmió hasta muy tarde. Se resistió cuando un ruido, la lluvia golpeteando las ventanas o un tronco quemado que se movió en la chimenea, penetró en su inconsciente. Cerró los ojos con fuerza, negándose a dejar que se le escapara el sueño. 


Sus caricias suaves y cariñosas, sus susurros de amor. El éxtasis de la satisfacción. La felicidad.


La lluvia repiqueteó contra la ventana con más fuerza. Sonrió. ¡No era un sueño! Anoche sus brazos la habían rodeado, su amor por ella había sido real.


Se estiró con placer, acercándose hacia él. Abrió los ojos de repente. No estaba allí.


Se sentó, echándolo de menos, pero sin preocuparse. Se estaría duchando, o quizás estaba abajo preparando café. Los Hunt no estaban durante el fin de semana. Sería agradable pasar todo el domingo a solas con él. 


Deseosa de verlo, se levantó para ponerse la bata.


Había una nota en el espejo del armario, donde no podía evitar verla:
Buenos días, amor. Eres preciosa, totalmente adorable, muy especial para mí. Odio tener que dejarte, sobre todo esta mañana. Pero me reclama el trabajo, en Nueva York. Tú, sexy brujita tentadora, conseguiste hechizarme para que no me marchara anoche. Me alegro mucho de haberme quedado. Fue increíble. Somos totalmente compatibles, ¿no crees? Tenemos que hablar. Pásalo bien hasta que vuelva, seguramente el martes. P.


Apretó la nota contra su cuerpo. «Buenos días, amor». Ella era su amor. La consideraba especial. Se aprendió las palabras de memoria, rememoró el placer de la noche, y disfrutó de una satisfacción que era nueva para ella. No era simplemente satisfacción. Estaba loca de alegría. Su mundo inestable se había enderezado de repente. El la amaba. Lo había reconocido en sus susurros, en la ternura con que la había hecho el amor. Y ella lo quería, más de lo que nunca había pensado que podía llegar a amar.


Recogió el vestido de color lavanda, que estaba tirado en el suelo, y se lo acercó a la mejilla.


—Tú fuiste el culpable, ¡tan sexy! Gracias, gracias, mil gracias—. Murmuró, colgándolo en el armario.


Casi bailando, bajó las escaleras y fue a la cocina. Llenó la cafetera con agua fría y sacó el café en grano del armario. Se paró, sobrecogida por una idea. Esa cocina era suya, estaba en su casa. Vivía allí con un marido que la quería. Él había crecido en esa casa y el hijo de ambos también crecería allí. Acarició la encimera, sintiéndose posesiva de repente. Se ocuparía de esa casa. Cuidaría a su hijo. Y a Pedro. Serían felices.


Sonó el teléfono y se sobresaltó. Levantó el auricular de la pared.


—¿Le enseñaste los trajes a Pedro? —era Lisa.


—Sí.


—¿Le gustaron? Oh, ya sé que sí. Te quedaban perfectos. Sobre todo el de color lavanda. ¿Qué dijo?


«Que me quería, que yo era especial.»


—Dijo que le gustaba, que le gustaban todos —tartamudeó. No se acordaba de nada de lo que había dicho.


—Yo no me atrevía a enseñarle el mío a Sergio. Temía que creyera que estaba embarazada y luego se desilusionara al descubrir que no era cierto. Paula, ojalá… voy a tocar el vestido todos los días y pedir un deseo.


—Yo también lo pediré para ti, Lisa.


Charlaron un rato más sobre cosas varias y, cuando colgaron el teléfono, Paula sintió otra oleada de satisfacción. Ya formaba parte del grupo por completo, una mujer felizmente casada, igual que Lisa y Doris. Sintió una patada en el vientre, la consideró una confirmación de lo que acababa de pensar, y se echó a reír.


—De acuerdo, yo también me muero de hambre —dijo, abriendo la nevera para sacar huevos y beicon.


Le hubiera gustado pasar el domingo con Pedro, pero fue casi igual de agradable pensar en él. 


«Café y beicon, mis olores favoritos por la mañana», le había dicho el primer día que pasaron en el Pájaro Azul y él preparó el desayuno.


No paró de llover, y el día era frío y desagradable. Pero Paula no se sentía aburrida ni sola cuando se sentó a desayunar, con el periódico dominical abierto sobre la mesa.


Sonó el teléfono.


Sería Doris, pensó Paula acercándose. Quizás fuera Pedro, pensó emocionada.


No eran ni Doris ni Pedro. Era una voz femenina, profunda y musical, que nunca había oído antes. Preguntó por Pedro.


—¿Está allí todavía?


—¿Aquí? —preguntó, confundida—. No, no está.


—¿Ha salido hacia Nueva York?


—Salió está mañana. Probablemente llegará…


—¡Esta mañana! ¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.


—¿Quién es? ¿Quiere que le deje un mensaje? —preguntó intrigada.


—Soy Meli. ¿Quién eres tú? No importa, no hay mensaje. Lo veré cuando llegue. Gracias.


Paula aferró el teléfono hasta que se cortó la llamada.


Meli. Como si hubiera ocurrido ayer, recordó los pantalones cortos de Armani y el top que había sacado de un cajón en el Pájaro Azul. Recordó los pantalones y vestidos que había en el armario. Las sandalias y las zapatillas de deporte, de un número mayor que el suyo.


El albornoz que había utilizado aquella noche fatal.


Sintió un pitido en los oídos, pero provenía del teléfono. «Si desea hacer una llamada…». 


Colgó. Lo miró fijamente, paralizada por la impresión.


«No hay mensaje. Lo veré cuando llegue.»


Estaba claro. Por eso iba, para verla a ella.


¡Derecho desde su cama! Fue como si la hubieran golpeado. Se agarró a una silla, intentando recuperar el equilibrio, mientras la invadía una furia intensa. Había mentido. La había traicionado. Lo odiaba. Odió la voz melosa de la mujer que había llamado por teléfono.


Meli. Por fin había aparecido. ¿Había desaparecido alguna vez?


«¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.»
Pero anoche había estado con ella. «¡Tú, mi sexy brujita tentadora!»


¡O sea, que era eso! Sexo y nada más. Una aventura de una noche. Bueno, de dos.


«¿No habré sido más que eso?» La invadió la vergüenza cuando recordó las palabras de Lisa: «Me da la impresión de que primero una y luego otra».


Pero siempre Meli. Si está con ella, seguro que la ha estado viendo todo este tiempo. Todos esos viajes a Nueva York, o a dónde haya ido.


Sentía presión en los oídos, como si la estuvieran martilleando en la cabeza, y le hervía la sangre de pura furia. La había engañado. ¡La había utilizado! Le había hecho creer que era amor cuando no era ¡nada!


El dolor le retorció el corazón, subiendo por su garganta como si fuera bilis. Deseaba escupirlo fuera. Quería aplastar algo.


Con sólo un movimiento del brazo podía tirarlo todo al suelo, los huevos que se endurecían en el plato, el café, ya templado, de la taza. La porcelana, los cubiertos de plata.


No eran suyos, no tenía derecho a hacerlo.


Con movimientos deliberados y cuidadosos, vació los restos del desayuno en el cubo de la basura, aclaró y apiló los cacharros y dobló el periódico. Dejó la cocina tan limpia como la había encontrado.


Ya en su dormitorio, miró la cama revuelta, las cenizas de la chimenea. Hacía frío.


Pero no el suficiente. Su dolor, cólera y odio la abrasaban por dentro. Se acercó a la ventana y apoyó la febril frente contra el cristal.


El ruido de la lluvia golpeando contra el cristal y del viento silbando entre los árboles le resultó reconfortante. Vio las gotas de lluvia caer, formando pequeños riachuelos en el suelo del patio.


Lluvia. Era extraño que pudiera consolarla y reconfortarla. Anoche el ruido de la lluvia contra los cristales había formado parte de la cálida protección que sintió entre los brazos de Pedro. 


Igual que cuando repiqueteaba sobre el techo del Pájaro Azul, esa primera noche que había experimentado las delicias del amor. Había gritado de felicidad, inmersa en la culminación de su placer erótico.


Movió la cabeza de lado a lado, frotándola contra el frío cristal. No era amor, tonta. Sólo sexo.



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