martes, 13 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 30





Los Harding vivían en otro sector de la ciudad, en una casa más moderna, no tan grande como la de Pedro, pero igual de lujosa, pensó Paula, mientras atravesaban el bien cuidado jardín delantero, dirigiéndose a la casa de estilo Tudor. 


En cuanto se abrió la ancha puerta de doble hoja, sufrieron un bombardeo de confeti, campanillas, silbidos y gritos de una animada multitud de personas que les felicitaban. Las enhorabuenas alternaban con las recriminaciones.


—Así que por fin lo hiciste, ¡tramposo!


—Eso, cómo es que no nos avisaste.


—¡No critiquéis! ¡Por fin lo han cazado!


—Y no me extraña nada… —silbido— ¡si ésta es la mujercita que lo ha conseguido!


—Enhorabuena, colega. Pero algo falla. ¿No se suponía que yo iba a ser el padrino?


Hubo montones de abrazos y besos, sirvieron cócteles y todos hablaban al mismo tiempo, incluso mientras se presentaban. La sorprendió, cuando se sentaron a cenar y pudo situarlos a todos, que la «multitud» se limitaba a tres parejas.


Sergio Harding, el anfitrión, un hombre guapo de pelo moreno, le echó una mano.


—Si ése —señaló a Pedro— te causa algún problema, dímelo. Llevo manteniéndole firme desde que estábamos en el parvulario. Y no dejes que Lisa te moleste. Le hace el tercer grado a cualquier mujer que se acerca a Pedro.


—¿Lisa?


—Mi mujer —señaló con un gesto a una mujer con hoyuelos y pelo plateado, que había en el extremo opuesto de la mesa—. Cree que es la protectora personal de Pedro y… oye, ¿cómo es que no te descubrió? ¡Guau! Nos la habéis jugado bien. Pero te perdono. Sólo con mirarte sé que eres lo mejor que le ha ocurrido —siguió parloteando y ella consiguió enterarse de quiénes eran las otras dos parejas. Alvaro Stanford, afro-americano, era uno de los vicepresidentes, con Sergio, de una compañía de seguros—. Doris, su mujer, es la que está sentada al lado de Pedro.


—Y yo soy el senador Dobbs —saludó, con pomposidad exagerada, el hombre bajo y robusto que tenía a su izquierda—. Estoy muy interesado en tu afiliación política y…


—¡Cállate, Al! —Cortó Pedro desde el otro lado de la mesa—. No le hagas ni caso, Paula. Es un político de tres al cuarto, que sólo está aquí porque está casado con mi prima, Ada, que está allí.


Entre bromas, ella comprendió que estaba con un «grupito», parejas que se conocían tan bien que jugaban a tomarse el pelo mutuamente. 


Parejas. Pedro era parte del grupo. ¿Quién había completado la pareja? ¿Esa misteriosa Meli, que todos habían evitado mencionar? Paula sintió un arrebato de puros celos. Era un grupo divertido. Deseó formar parte de él.


Pedro —dijo Sergio—. ¿Nos vemos por la mañana o tu esposa te mantiene bajo llave?


Pedro miró a Paula.


—Sergio y yo jugamos al golf los sábados por la mañana, cuando los dos estamos en la ciudad. No te importa ¿verdad, cielo?


—Claro que no —dijo Paula, sonrojándose al oírlo decir «cielo». Lo decía como si…


—Perfecto —dijo Sergio—. Será la primera vez desde la boda de Benjamin Cruz. ¿Salió todo bien?


Paula se irguió en la silla. Era la primera vez que mencionaban su nombre. Él era parte del «grupito», ¿no? El mejor amigo de Pedro.


—¿Quién es Benjamin Cruz? —preguntó Al.


—Oh, una de las obras de caridad favoritas de Pedro —contestó Sergio—. Desde la universidad. Benjamin siempre estaba por la facultad, haciendo trabajillos, como servir la mesa en la residencia universitaria. Una noche apartó a Pedro de la trayectoria de un coche que se estrelló contra el edificio, y consiguió financiación para toda la vida. Cuando se le acaba la pasta llama a Pedro, que le ha financiado de todo, desde una granja para pollos a una pizzería.


Así no era como Benjamin lo había contado, pensó Paula. Miró de frente a Pedro, diciéndole con los ojos «¡No me lo dijiste!». Él desvió los ojos y se concentró en cortar la carne que tenía en el plato.


—Un tipo listo —dijo el senador, y tomó un sorbo de vino—. Supo a quién salvar. No podía haber encontrado a nadie más fácil de embaucar.


—Exacto —dijo Sergio—. ¿Sabéis por que fue a hacer rafting en Bolivia? Porque le encanta el peligro y el pobre chico rico no tiene otra cosa que hacer. No como nosotros, currantes de nueve a cinco.


—Dejad a Pedro en paz —saltó Lisa—. ¡Puede ir a hacer rafting dónde y cuándo le venga en gana!


—Correcto. Sólo quiero contaros el porqué de este viaje en concreto. Dos tipos, que aún no tienen treinta años, deseaban crear su propia empresa, para ofrecer viajes de rafting en las zonas más salvajes del planeta. ¿Qué se os ocurre? Les hacía falta capital.


—¡Y los afortunados hijos de tal y cual se encontraron con el rey mago! —dijo Alvaro Stanford, entre las carcajadas del grupo.


—Acertaste.


—Y lo consiguieron ¿verdad, Pedro? Dos chavales, veinteañeros, que no tienen ni idea de…


—Incorrecto. Saben lo que hacen. Hice el viaje ¿recuerdas? Y es un buen negocio. ¿Preferirías que anduvieran por la calle vendiendo drogas o algo similar?


—Vale, amigo. Puede que funcione. Diles que tengo un buen seguro para ellos. Como hay Dios que van a necesitarlo. ¿Y qué hay de Benjamin? ¿Se casó con una rica heredera y se marchó de tu vera? ¿Dónde está ahora?


—Se marchó, y no sé dónde está —replicó Pedro y, haciendo un esfuerzo para cambiar de tema, añadió—. Estoy demasiado ocupado acostumbrándome a tener una esposa que trabaja.


—¡Una esposa que trabaja! —Exclamó Ada, la mujer del senador— ¿Eres una mujer de carrera?


—Sí, soy contratista —replicó Paula, suscitando una serie de preguntas y comentarios por lo inusual de ese trabajo en una mujer.


—Mi esposa también es una mujer de carrera —comentó Sergio, cuando comenzaron a agotarse los comentarios.


—¿Sí? —Se sorprendió Paula— ¿Trabajas?


Los hoyuelos de Lisa bailotearon por su cara cuando le sacó la lengua a su marido.


—Sí, en la casa.


—Su carrera es el matrimonio. Antes de ofrecérseme en matrimonio me informó de que la suya es una de las mejores y más satisfactorias profesiones de la tierra, casi equiparable con la prostitución, ¿verdad, corazón?


En medio de grandes risotadas, comenzaron a tomarle el pelo a Lisa, que recibió el apoyo de la mujer de Stanford, que declaró que sin duda era el oficio más duro del mundo.


Si su carrera era el matrimonio, no cabía duda que estaba teniendo mucho éxito en ella, decidió Paula. Ella y Sergio parecían muy felices, en armonía el uno con el otro. Muy enamorados, pensó, cuando el grupo pasó al salón para tomar al café, y Lisa se acurrucó junto a su marido, que parecía incapaz de mantener las manos lejos de ella.


«Parece que están listos para que todos nos marchemos pensó, y la pilló por sorpresa que Lisa se irguiera y soltara la bomba.


—Bueno, pareja. Contádnoslo. Todo. Dónde os conocisteis. Cómo se desarrolló el romance. ¡Queremos toda la historia!


La mirada asustada de Paula cruzó la habitación para encontrase con la mirada perpleja de Pedro. Otro detalle que no habían calculado.


—Esto… ¡navegando!


—¡Efectivamente! —sonrió Pedro, y sus ojos se aclararon.


—Estaba sentado en la cubierta del Pájaro Azul, ocupándome de mis asuntos, cuando vi a una chavala, perdón… a una persona del sexo femenino en una situación comprometida. Si duda, estaba muy verde en eso de la navegación, y tenía problemas para botar un barquito que había… que había… —Pedro carraspeó y Paula, que lo miraba asombrada, comprendió que pedía ayuda.


—Lo había alquilado —dijo rápidamente—. El hombre me dijo que cualquiera podía manejarlo, así que pensé, sin dudarlo, que yo también podría.


—También estaba un poquito verde en otras cosas —dijo Pedro, dándose unos significativos golpes en la sien.


—¡De eso nada! —le hizo una mueca a su marido. Estaba disfrutando con esto—. Simplemente creo que el hombre no me dio suficientes instrucciones.


—¿Veis? —Pedro abrió las manos—. Dadas las circunstancias…


—¡Aja! —Cortó Sergio—. ¡El capitán Alfonso al rescate! El caballero andante de reluciente armadura, o quizás fue la visión de esa melena dorada.


—No, señor —Pedro negó con la cabeza—. Fue la visión de ese culito redondo en unos pantalones cortos de color azul.


—De acuerdo, eso me lo creo —dijo Stanford— ¿Y después qué?


—Bueno, pensé que debía probar un barco de verdad, como el Pájaro Azul —no dijo mucho más, pero lo que contó se parecía tanto a los días que pasaron juntos en el Pájaro Azul que Paula se descubrió enjugándose los ojos subrepticiamente con la servilleta.



lunes, 12 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 29




—Cariño, te presento a Sandra y Arnaldo Hunt, que mantienen todo en orden. Aquí la tenéis, por fin —dijo Pedro, acercando a Paula contra él—. Ayer se nos escapó porque estaba muy preocupada por su padre, que acaba de sufrir una operación de corazón.


—Encantada de conocerlos, y lo siento si ayer les causé alguna inconveniencia. Señora Hunter, fue muy amable de su parte dejarme la cena preparada. Estaba muy buena y la disfruté —Paula se dio cuenta de que hablaba  atropelladamente y paró, consciente tan sólo de una cosa, del brazo de Pedro rodeándola. No era en absoluto incómodo. Todo lo contrario, era un gran apoyo.


Necesitaba su apoyo. Estaba claro que estaban analizándola. Ellos llevaban allí mucho tiempo, era ella la intrusa, y demasiado bienvenida. Lo veía en cómo la miraban. Con respeto, pero recelosos.


Arnaldo Hunt, delgado, con una calvicie incipiente, fue el primero en hablar.


—Nos alegra tenerla entre nosotros, señora Alfonso. Esperamos que sea feliz aquí, y haremos lo que esté en nuestras manos para conseguirlo.


—Desde luego que sí. Hemos esperado esto mucho tiempo, ¿verdad, Arnaldo? —apuntó Sandra, dirigiéndose a su marido, pero mirando a Pedro. Este, instintivamente, apretó aún más a Paula—. Sólo tiene que decirnos lo que quiere o si desea cambiar algo. ¿A qué hora quiere que se sirvan el desayuno y la cena?


—No, nada. Es decir, no necesito… —Paula hizo una pausa, intentando calmarse y descifrar las extrañas sensaciones que le producía el contacto físico con Pedro—. Tengo un negocio en Richmond, y tengo que salir muy temprano. Puedo prepararme yo misma las tostadas y el té, si me apetece —balbució—. En cuanto a la cena…


—Hoy no cenaremos aquí, Sandra —interrumpió Pedro, entendiendo su apuro—. Vamos a salir. Paula está tan ocupada, que será mejor que decidamos día a día. Cada mañana le diremos a qué hora vamos a cenar, ¿no te parece, cariño? —dijo Pedro, frotando cariñosamente la cara en el pelo de Paula. Ella se puso tan nerviosa que apenas fue capaz de asentir con la cabeza.


Actuando aún como un amante esposo, la escoltó hasta el coche.


—Intenta llegar antes de las cinco. Date tiempo para vestirte —le recordó, acercándose a la ventanilla cuando estaba a punto de arrancar.


—Ah, sí. ¿Es una cena de etiqueta? —preguntó, repasando mentalmente su escaso guardarropa.


—Estrictamente informal. Bueno, no del todo. Las otras señoras…, me gustaría que te pusieras un vestido.


—De acuerdo —arrancó el coche, con la piel aún ardiéndole por su contacto físico con Pedro


Intentó concentrarse en el día que tenía por delante. Parar en casa de los Jones, para darles el presupuesto de los armarios de la cocina. 


Ponerse en contacto con Leo para el trabajo de fontanería. Carlos. Bueno, no podría trabajar en su casa esa noche. Tendría que pasar por su casa para recoger un vestido, quizá el vestido camisero de seda dorada. ¿Le gustaría a Pedro?


¡Uf! ¡Que importaba si le gustaba o no! «Eres una aventura de una noche, chavala, y esto es un matrimonio fingido, que no se te olvide».


No servía para nada. Apenas la había tocado y no conseguía olvidarse. Si la trataba así para beneficio de los sirvientes, ¿qué haría esta noche con sus mejores amigos? No sabía cuántos de esos abrazos y cariñitos podría soportar.


Supongo que estoy bien, pensó, mirándose en los paneles de espejo. El vestido dorado resaltaba el oro de su cabello, que se había recogido en una especie de moño, dejando algunos rizos sueltos. Sandalias a juego, las piernas desnudas, y unos pequeños aros de oro en las orejas, como único adorno. Informal, pero no demasiado, pensó.


La mirada de admiración de Pedro, le confirmó que estaba perfecta, y se sintió levemente orgullosa. Contenta de haberse tomado tiempo para hacerse la manicura y la pedicura. Y también contenta de que, mientras la llevaba hacia el Porsche, pareciera tan preocupado por evitar rozarla, como ella lo estaba por evitar su roce


LA TRAMPA: CAPITULO 28




No estaba tan cansada como para no darse cuenta. Comprendió de inmediato que sus vaqueros y sus fuertes botas estaban tan fuera de lugar en el largo armario revestido de espejos, como su Volks en el garaje. Y como ella en ese dormitorio, tres veces más grande que el suyo, y eso sin contar el tocador independiente, el cuarto de baño independiente, con su profunda bañera a ras de suelo, y el patio que se veía a través de las puertas correderas de cristal. Un dormitorio de mujer, suave y femenino, con cojines y un edredón de plumas, una gruesa alfombra y visillos transparentes. 


Incluso los colores eran suaves y femeninos: un lavanda pálido, casi blanco, sutilmente mezclado con rosa profundo.


El lujo la habría apabullado, de no ser por la fascinación que le produjeron la belleza y la comodidad de la habitación. El armario estaba vacío, había cosméticos y productos de aseo en el tocador y en el baño, sin estrenar. 


Simplemente esperando… y dándole la bienvenida. Apartó todos los pensamientos de su mente y dejó que la habitación la acogiera. 


Se sumergió en un aromático baño de burbujas en la enorme bañera, y cayó dormida sobre los cojines de plumas de la cama de matrimonio, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.


Sin embargo, a las cuatro y media de la madrugada, cambió las zapatillas de cristal por las botas. No vio a nadie en el camino al garaje, y se metió en su Volkswagen para conducir hasta Virginia. No podía permitirse perder uno solo día de trabajo, y quería estar en la carretera antes de que hubiera mucho tráfico.


Cuando volvió, poco antes de las diez de la noche, sentía una cierta aprensión. ¿Habría alguien para dejarla entrar? Fue una estupidez no haber pedido una llave o una tarjeta para abrir el garaje. Se alegró mucho al ver que el garaje estaba abierto.


No se esperaba la explosiva bienvenida que siguió.


Pedro estaba de pie en el garaje, y su expresión era una mezcla de alivio e irritación. Para cuando salió del coche se había convertido en auténtica furia.


—¿Dónde diablos has estado? —gritó.


—En el trabajo.


—¡Trabajo!


—Haces que suene como… mira, puede que a ti te suene como un taco, pero no es una palabra prohibida. Es algo muy normal, que hace la mayoría de la población.


—Pero… —dudó, más asombrado que enfadado—. Pensaba que mientras tú… supongo que no esperaba que mi mujer trabajase.


—¡Y tú me llamas anticuada! No me digas que eres uno de esos chauvinistas que se sienten amenazados por la carrera de su mujer.


La boca de él tembló, y casi se le escapó una sonrisa.


—Bueno, podría aceptar una carrera. Una mujercita chic, vestida con un traje de Armani, con un maletín de cuero, y…


—Oh, por Dios bendito —lo interrumpió. No hacía falta que le recordara que estaba cubierta de restos de escayola de las paredes de Carlos, y había sido un día muy largo—. Oye, ¿podríamos continuar esta conversación en otro sitio, sentados?


—Buena idea. Parece que tenemos un montón de cosas que contarnos. Tú primero —dijo, abriéndole la puerta de entrada a la casa—. ¿Tienes hambre? —preguntó, cuando ella se sentó en la salita de desayuno.


—Un poco —admitió.


—Menos mal que le pedí a Sandra que sirviera un plato para ti —dijo, levantándose y metiéndolo en el microondas—. Incluso aunque no sabía cuándo ibas a volver, si volvías.


—¿Qué quieres decir? Sabías…


—¡No sabía nada de nada! Me levanté esta mañana dispuesto a explicarle a Sandra, y…


—¿Quién es Sandra?


—Mi ama de llaves. Te dije que los Hunt viven aquí. Viven en el apartamento que hay detrás del garaje. Están a cargo de todo.


—Ah. ¿Y por qué tenías que explicarle nada?


—Porque lleva aquí desde que tengo quince años y es más madraza que mi propia madre. Desde luego que no iba a entender este matrimonio «de compromiso».


El sonido de la campana del microondas sirvió para dar énfasis a su afirmación. Sacó el plato y se lo puso delante.


—Mmm, gracias —dijo ella. Pollo, arroz, salsa y guisantes. Olía de maravilla.


—¿Qué quieres beber?


—Té, por favor. Caliente —respondió. Sabía que le asentaba el estómago—. Si no es demasiada molestia.


—Mucha menos molestia que intentar explicar una esposa desaparecida —declaró, empezando a prepararlo—. Me sentí como un maldito imbécil. Había convencido a Sandra, tal y como quedamos, de que me había enamorado locamente y nos habíamos casado sin pensarlo más. ¿Qué crees que sentí cuando la ruborosa novia no apareció? ¡Y siguió sin aparecer hasta casi medianoche, cuando una incrédula y sospechosa Sandra se ha retirado a dormir, y yo estoy volviéndome loco! Esa es otra cosa. La mayoría de la gente trabaja de nueve a cinco. ¿Por qué llegas a esta hora?


—Bueno, queríamos acabar el suelo de los Carlson, así que no lo dejamos hasta casi las seis. Carlos y yo trabajamos en su casa después de eso. Por fin conseguimos deshacernos de ese enlucido agrietado de las paredes… y no todo cayó encima de mí —añadió, mirándose y soltando una risita—. Entre una cosa y otra cuando llegué a ver a Leonardo ya eran casi las nueve. Y… bueno, se tarda un rato en volver desde allí.


—Exactamente, ¿a qué tipo de trabajo te dedicas? —preguntó, mirándola asombrado.


—Ya te lo expliqué.


—¡No me explicaste absolutamente nada! —dejó la taza sobre la mesa con tanta fuerza, que el té salpicó.


—Pero te dije que tenía que hacerme cargo del negocio. Yo… —ella calló, intentando recordar qué le dijo cuando intentaba resolver su dilema. 


Le había suplicado que se casara con ella, pero pasando por alto los detalles. Esto se lo debía. 


Así que le explicó la bancarrota, Construcciones Chaves y la enfermedad de Leonardo.


—Entiendo —dijo cuando acabó—. Estás comprometida. Pero, diablos, podemos arreglarlo. Contrataremos a alguien para que se haga cargo hasta que tu padrastro se ponga bien.


—No —cortó ella con aspereza—. Prometí no tocar ni un céntimo de tu dinero, ¡pienso cumplir esa promesa!


La miró fijamente. ¿A qué demonios jugaba ahora? ¡Había accedido a casarse con Benjamin por unos míseros doscientos cincuenta mil dólares para salvar la empresa! Se encogió de hombros.


—Entonces, considéralo un préstamo.


—No, así es como Leonardo se metió en problemas. Además, me va muy bien. Y también es para mí ¿no lo entiendes? Para que el niño y yo nos podamos mantener después…


—¡Por amor de Dios! Ya te dije que…


Ella se inclinó sobre la mesa y le tocó la mano.


—Sólo te pedí unos cuantos meses de matrimonio. Nada más. Pienso mantener esa promesa.


—Ayer también hiciste unas cuantas promesas, en Atlantic City.


—Sí, pero eso era todo fingido… sólo hasta que…


—¿Qué fue lo que dijiste? Si voy a vivir una mentira, será una inmensa. Pues yo también me aplico el cuento. Ya te dije que no estoy dispuesto a parecer un tonto al que han cazado.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que por la mañana te quedarás lo suficiente para conocer a los Hunt y para que te presente como señora de la casa. Y por la tarde estarás aquí a tiempo para acompañarme a la cena que da mi amigo, Sergio Harding, a las siete, para celebrar nuestra boda.


—Oh. Sí, desde luego —iba a partirle el día, pero se lo debía.


—Y no estaría mal si consiguieras aparentar ser la feliz recién casada que se supone que eres.


LA TRAMPA: CAPITULO 27





Tres días después, en Atlantic City, los casó un juez de paz, ante dos testigos que no conocían. 


¿Quién iba a saber que la ceremonia no se había celebrado dos meses antes?


—Si voy a vivir una mentira, será una inmensa —declaró Paula—. Te conocí… en algún sitio, y me enamoré locamente. Se lo confesé a Benjamin la noche antes de la boda y me dijo que quien iba a quedar como una tonta sería yo, no él. Desde la iglesia corrí a tus brazos y… nos casamos. ¿De acuerdo?


—¿Esperas que alguien se crea ese montón de embustes?


—¡Pues piensa tú en algo mejor! —lo retó, cortante.


Estaba cansada. Acababan de volver al aeropuerto de Richmond, donde habían quedado esa mañana para volar a Atlantic City. 


Pensaban conducir a Elmwood de inmediato, donde ella se lo presentaría a sus padres. En ese momento estaba tan agotada que le importaba poco que se tragaran la historia.


Alicia, asombrada, se la tragó sin dudarlo. ¡Pedro Alfonso, de Empresas Alfonso!


—Claro que lo entiendo. El amor verdadero puede con todo —ronroneó—. Mi niña querida, debiste decírmelo. Podría haberlo organizado todo. ¡Ay, Dios! Tenemos que organizar una recepción, en cuanto Leonardo se recupere.


Puede que Leonardo, en la clínica de recuperación, fuera algo más escéptico, pero estaba demasiado drogado para hacer preguntas. Paula se sintió aliviada.


—Ni siquiera tenemos que vivir juntos —le dijo a Pedro cuando caminaban hacia el coche—. Podrías decir que te marchas de viaje de negocios, o al campo, por algo urgente. Nunca se enterarían. Yo podría vivir en mi casa mientras…


—De eso nada —replicó—. Yo también tengo familia y amigos, sabes.


—¿Y?


—¡Y no pienso dar la impresión de que me han cazado! A lo mejor yo también me enamoré locamente. ¿Entiendes?


Lo entendió. Aceptó trasladarse al dormitorio contiguo al de él, a su casa, dondequiera que estuviese. Sería un viaje largo para ir a trabajar, pero ella también tenía que aceptar algún compromiso.


—Tendremos que volver a casa para recoger algunas cosas —le dijo, preguntándose por qué no habían planeado todo eso antes. En las bodas de penalty se olvidaban muchos detalles, pensó, y añadió—. Tendremos que volver al aeropuerto a recoger mi Volkswagen —Paula no entendía cómo se le había olvidado. Llevaba allí todo el día. La factura del aparcamiento iba a ser enorme.


Él pagó la factura, pero sugirió que se deshicieran del coche.


—No, lo necesito —dijo ella. A las dos de la mañana llegaron a la palaciega mansión Alfonso, en Wilmington Heights. El Volks parecía totalmente fuera de lugar al lado del Porsche plateado que había en el garaje de seis plazas.


—Mira —dijo Pedro cuando sacaba su bolsa del maletero—. No tienes que conducir esto. Puedes usar el Porsche o ese Cadillac que hay allí. O te compraré lo que quieras.


—El Volkswagen está bien.


—¿Si? Está desequilibrado, este guardabarros está hundido y…


—Es mío —lo cortó, intentando no sonar tan intimidada como se sentía en realidad. ¿Así que vivía aquí? Debían haber recorrido al menos cien metros de explanada para llegar al enorme garaje y la enorme casa. ¿Cuántas habitaciones? se preguntó, mientras él encendía la luz en una pequeña habitación para desayunar.


—¿Quieres algo de comer o beber?


Su excesiva cortesía la irritó. Negó con la cabeza, preguntándose si sería capaz de volver a tragar un bocado. Lo único que quería era un lugar donde pudiera estar a solas y tumbarse. Y pensar. Pero antes…


—¿Aquí es donde vives? ¿Tú solo? —preguntó. 


Y pensó «Es decir, cuando no estás en el Pájaro Azul, o volando a Brasil, o a cualquier otro lugar».


—Es mi hogar. He vivido aquí toda mi vida. Mi madre se quedó después de divorciarse, pero pasa la mayor parte del tiempo en su villa de Italia.


—Ah, ya. ¿Y tu padre? —preguntó, con súbita curiosidad.


—Muerto.


—Oh, lo siento.


—Hace ya diez años, pero ya se había mudado antes. De todas formas, no estoy completamente solo. Los Hunt viven aquí. Los conocerás mañana. Ven, te enseñaré tu dormitorio.