jueves, 8 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 14
Inmediatamente después de la reunión de la junta directiva de Detroit, él tomó un avión.
Aterrizó en Wilmington y se fue directo al barco, sorprendido por las ganas que tenía de verla. No hubiera ido a la reunión de Detroit de no ser por Cari. Había conocido a Cari Shepherd, un ingeniero eléctrico en paro, víctima de una reducción de plantilla, en Georgia, en el torneo PGA Masters de golf, y le habían intrigado sus ideas para coches eléctricos. Eso es el futuro, y deberíamos estar en vanguardia, había pensado Pedro.
No sabía si lo había conseguido. No dirigía Mode Motors, y estaba en la Junta Directiva exoficio, al igual que en varias compañías subsidiarias de Empresas Alfonso: tenía privilegios, pero no estaba exactamente en activo. Bueno, ahora todo quedaba en manos de Cari. Había conseguido que lo contrataran en un puesto estratégico. Él mismo tendría que defender sus ideas.
Pedro suspiró. A veces se sentía como si estuviera siempre fuera, mirando hacia dentro mientras otra persona hacía el trabajo o explicaba sus ideas.
Se le levantó el ánimo cuando llegó al aparcamiento del club. Estaba deseando volver a ver a Paula Chaves. Le gustaban ella, su entusiasmo y su risa musical, que no se habían desgastado con lo que había pasado. Es una chica con agallas, pensó, mientras se aflojaba la corbata y salía del coche. Se echó el abrigo por encima del hombro y caminó hacia el embarcadero.
Ella lo esperaba y saludó con la mano al verlo acercarse. Era agradable que hubiera alguien esperándolo…
Era agradable que fuera Paula la que lo esperaba.
—¿Bueno, cómo te ha ido? —preguntó él al subir a bordo.
—¡Fenomenal! Simplemente fenomenal, gracias a ti.
A él le gustó cómo le bailaban los ojos. Ojos azules.
—Me alegra que disfrutaras del barco.
—No sólo del barco. También del dinero.
—¿Y eso?
—Bueno, no sé cómo explicarlo. Pero me dio un bajón cuando te marchaste. Entonces abrí el sobre y ¡vaya! Fue como encontrar una mina de oro.
—No era ninguna mina de oro —sonrió él.
—Para mí lo fue. Como si me hubieras dicho que me pusiera en marcha y me hubieras proporcionado los medios para hacerlo. Gracias.
—De nada. ¿Así que te pusiste en marcha?
—Desde luego que sí. Primero fui de compras. Es un centro comercial demasiado lujoso, pero no necesitaba muchas cosas. Un par de pantalones cortos y de camisetas. ¿Te gustan?
—preguntó, dándose la vuelta para que la mirara.
—Mucho —replicó él, fijándose en cómo se ceñían los pantalones a su trasero. Tenía muy buena figura. Y llevaba un top suelto, de punto. Era amarillo, quizás fuera eso lo que hacía que resaltara tanto el color de sus ojos.
—¿Tienes hambre? —Preguntó ella, como si fuera la anfitriona—. Hay cosas para hacer unos sándwiches, y café.
—He comido en el avión, pero no me importaría tomar un tentempié —replicó, bajando a la cocina tras ella.
—También compré papel para cartas —dijo ella mientras sacaba las cosas del frigorífico.
—¿Papel para cartas?
—Sí, está claro que no podía utilizar el que lleva impreso Señor y Señora Benjamín Cruz, que había comprado para enviar las notas de agradecimiento, ¿no te parece?
—No, supongo que no —respondió, asombrado de que bromeara sobre el tema con semejante tranquilidad. También parecía muy cómoda en la cocina, preparando sándwiches y café. Eso lo alegró.
—En cualquier caso, ese papel está en casa junto con la lista de regalos que recibí, que me vendría muy bien tener aquí —explicó, poniendo un plato de sándwiches sobre la mesa—. Tendré que escribir la dirección en cada nota y ponerlas con cada regalo que haya que devolver cuando vuelva a casa. Intenté acordarme de todo el mundo y del regalo que enviaron. Claro, que habrán llegado más —suspiró—. Tantos. Pero al menos he empezado. Mira, escribí todas esas —añadió, señalando un montón de sobres que había sobre la estantería.
—¿Todas esas?
—Sí. Fue fácil, una vez que decidí qué poner.
—¿Y qué…? —se interrumpió, deseando haberse mordido la lengua. Debía haber sido muy difícil darle explicaciones a la gente que había visto cómo la dejaban plantada ante el altar.
—¿Qué puse? Sólo que les devolvía el precioso lo que fuera, o su precioso regalo, si no recordaba qué era.
—Tu madre podría haberte dado esa información, ¿no?
—¡Oh! —Exclamó, sobresaltada por la pregunta— Bueno, supongo que no pensé… no quería que se molestara —contestó apresuradamente. A Pedro le resultó extraño, parecía que quería cambiar de tema—. Dije que sentía que nuestros planes se cancelaran así de bruscamente. Agradezco su consideración, lamento la inconveniencia, cosas así.
Sirvió el café y se sentó con él a la mesa, parecía muy tranquila, como si hablara de un pequeño contratiempo que le hubiera sucedido a otra persona.
—Yo tengo hambre, tengas tú o no —recalcó.
—Bueno, tomaré uno —aceptó, alargando la mano. Estaba intentando comprenderla. ¿Le importaba tan poco como parecía? ¿Y qué le pasaba con su madre?
—Creo que siempre tengo hambre desde que entré en este barco. Debe ser el aire del mar —dijo, metiéndose un par de patatas fritas en la boca—. ¡ Ah, sí! llamé y recuperé mi antiguo puesto de trabajo. Y hablé con Lois, una mujer que trabaja en el almacén de maderas. Voy a irme a vivir a su apartamento. Está más cerca del trabajo.
—Eso está bien —dijo y, dubitativo, preguntó—. ¿Has llamado a tu madre? —pasara lo que pasara entre ellas, su madre debería saber dónde estaba. No era exactamente menor de edad, pero aún así…
Ella negó con la cabeza.
—¡Pero no pasa nada! —Exclamó, como si le leyera el pensamiento—. Le escribí una carta, urgente.
—¿Por qué no la llamaste? Debe de estar muy afectada.
—¡Por eso! —Respondió Paula, sonrojándose, con cara de culpabilidad—. Se pone muy nerviosa. Y cuando está así, es imposible hablar con ella y… —lo miró con seriedad—. Le escribí para explicarle que necesitaba un poco de sitio, de tiempo, para superar el trauma. Y no era una mentira. ¡No lo era! —¿Intentaba convencerlo a él o a sí misma?—. Esto ha sido muy traumático para mí, ¿no lo entiendes?
—Bueno, sí —aceptó Pedro. Al menos en ese momento parecía muy afectada. ¿Qué le pasaba a esa chica?
—Eso fue lo que le dije a mi madre —dijo, muy recelosa.
—¿Lo entenderá?
—¡Debería! Ella misma está siempre con algún trauma u otro —dijo. Por primera vez, él notaba amargura en su voz. Era hora de cambiar de tema.
—Así que te vas el sábado. Un día más en el Pájaro Azul. ¿Qué te gustaría hacer?
—Lo mismo que el primer día —replicó ella sin dudarlo—. ¿Podríamos volver a esa playa y simplemente… no hacer nada?
—Ya veremos. El tiempo está algo revuelto.
LA TRAMPA: CAPITULO 13
Se alegro de haberse quedado. Fue una semana maravillosa. Volvieron a salir el lunes, esa vez en otra dirección, y atracaron en un pequeño pueblo de pescadores, en un bonito café que se llamaba El Pescador.
—Ésta es Paula Chaves, Abe. Abe Smoley, Paula, el dueño de este famoso establecimiento —presentó Pedro, saludando a un hombre regordete, que iba en mangas de camisa, con la misma familiaridad con que saludaba a sus amigos del club marítimo—. Abe, quiero que le demuestres que sirves la trucha fresca más sabrosa de este lado del Atlántico, y no hace falta que mencione la tarta de moras de Nancy.
—Casi no queda tarta —dijo el larguirucho adolescente que servía las mesas y que resultó ser el hijo de Abe—. Pero no os preocupéis. Os guardaré la vuestra ahora mismo.
—Gracias, Link. Sabía que cuidarías de mí —replicó Pedro.
Y Link los cuidó, anticipándose a todos sus deseos, lo que contrarió a otro de los clientes, un hombre con barba que llevaba un suéter sin mangas y botas de goma.
—No prestas atención a nadie, en cuanto aparece su majestad por aquí.
—No le hagas caso, Link —dijo Pedro, riendo—. Todavía le duele el último concurso, en el que no brilló en absoluto.
—Un golpe de suerte —masculló el hombre.
—A ti te voy a dar yo suerte —contestó Pedro—. En cuanto acabe este trozo de tarta.
Fue una comida muy sabrosa y Paula disfrutó cada migaja, tanto como las bromas y los a veces ordinarios chistes de los otros comensales. Allí, también, parecía que todos se conocían. Después de la comida, Pedro y el barbudo prepararon un tablero de damas y todo el mundo se agrupó alrededor, para observar la partida de jugadas rápidas. Las damas y las monedas se movían tan rápidamente que Paula no sabía qué estaba pasando en realidad, pero se imaginó que Pedro había ganado por cómo le tomaron el pelo al hombre de las botas cuando salió, prometiendo «¡Ya verás la próxima vez!»
Cuando los clientes de la hora de la comida se marcharon, Pedro le hizo un gesto a Link.
—Ven al barco, te he traído algo —el «algo» hizo que los ojos y la boca de Link se abrieran de par en par.
—¡Jo… pe! Perdone, señorita —se excusó, mirando a Paula—. Pero son unas zapatillas Nike. Y me valen —exclamó poniéndose una y luego la otra.
—Bueno, me dijiste tu número —dijo Pedro.
—Si. Tío. ¡Genial! —dijo Link, dando saltos y admirándolas.
—Venga, vamos a probarlas —Pedro sacó un balón de baloncesto.
—¡Guau! ¿También un balón? —exclamó Link, emocionado—. Muchas gracias, Pedro.
A Paula le costó seguirlos cuando trotaron de vuelta al café, pasándose la pelota. Fueron a un lugar apartado, detrás del garaje, donde había una canasta de baloncesto. El suelo estaba pelado y duro, como si horas de juego lo hubieran aplanado para convertirlo en una cancha perfecta. Se sentó en un bidón que estaba del revés y miró el partido. Pedro jugó con tanta intensidad como lo había hecho antes con el hombre barbudo. De hecho, Pedro era bastante bueno.
Pero no tan bueno como Link, que realmente dio un espectáculo. Tirando desde lejos, o dándose la vuelta y tirando por el encima del hombro, directo a la canasta.
—¡Fenomenal, Link! Eres muy bueno —le dijo impresionada.
Él sonrió, y se apartó el pelo rubio pajizo de la cara.
—Si, este año jugaré en el equipo superior. El año pasado no pude por culpa del Álgebra.
—¿Álgebra?
—Suspendí. Pero la he recuperado. Pedro me ayudó. Y este año el entrenador dice que voy a ser titular.
—¿Vas a seguir ahí vanagloriándote o vas a jugar? —gritó Pedro.
—Vale, vale. ¡Lanza!
Paula volvió a sentarse en el bidón a verlos jugar, pensando en Pedro. «Pedro me ayudó» ¿Cómo sabía que el chico necesitaba ayuda? ¿Cómo había conocido a esta gente?
Quizás no era tan raro sentirse cómoda con Pedro. Todo el mundo se encontraba a gusto con él. Se preguntó por qué esa idea la deprimía.
Volvieron por la tarde, y Pedro se marchó poco después. Antes le presentó a Sims, un hombre joven, bajo y musculoso, que parecía duro como el acero.
—Pasará por aquí todas las mañanas y todas las tardes. Aquí tienes su teléfono. Si necesitas algo, llámalo —le dijo al marcharse. Señaló hacia la izquierda—. Hay un centro comercial justo detrás del parque, por si quieres echar una ojeada. Te veré en un par de días —le dio un sobre y saltó al embarcadero.
Lo vio marcharse y se sintió muy sola.
Abandonada.
Intentó recuperar la sensación que había tenido en el puente. Esa maravillosa sensación de libertad y poder. Podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa.
Pero ya no. Se sentía más como un pájaro con un ala rota, que hubiera caído, impotente, en cubierta.
Dio una patada contra el suelo y sacudió la cabeza. «Paula Chaves, eres una tonta», se dijo. «Simplemente porque un hombre que acabas de conocer se ha marchado a dedicarse a sus asuntos…»
¿Santo cielo! ¿Acaso ella, como su madre, dependía de un ángel con forma de hombre para que la rescatara cuando tenía una crisis?
De eso nada. Podía cuidarse ella sola.
Aunque sí le estaba agradecida. Pedro Alfonso le había concedido un respiro de dos días. Tiempo para relajarse, disfrutar y pensar. Le había permitido quedarse en ese maravilloso y cómodo barco, donde podía sentarse a hacer planes sin que nadie la molestara. «Gracias, Pedro Alfonso», musitó para sí, acercándose el sobre a la mejilla.
El sobre. Lo abrió.
Contenía tres billetes de cien dólares.
Él se había acordado de que llegó sin dinero y no tenía más que un vestido de novia. Había entendido cómo se sentía al ponerse la ropa de Meli, que no era exactamente de su talla, y no era suya. Incluso le había indicado dónde comprar. Sin hacerle ofrecimientos que podrían haberla avergonzado. Simplemente le había dado lo que necesitaba, sin preguntas.
Exactamente igual que le había dado a Link lo que tanto deseaba.
Pedro Alfonso le gustaba.
Claro, le devolvería el dinero. Todavía tenía unos quinientos dólares en su cuenta bancaria. Pero él le había dado más que dinero. El hecho de que se hubiera acordado era el incentivo que necesitaba para ponerse en marcha mañana. Se sentó inmediatamente a hacer una lista de las cosas que tenía que hacer.
Esa maravillosa sensación había vuelto. No estaba casada con Benjamin. Era libre para volar. Sabía que podía recuperar su trabajo, y aún estaba a tiempo de matricularse para el trimestre de otoño. Ni siquiera tenía por qué vivir en casa de sus padres. Lois, la secretaria de la decoradora Casey, estaba buscando a alguien que quisiera compartir el apartamento con ella.
Y Lois le caía bien.
Paseó por el barco, estudiando cada detalle. Era un barco realmente precioso, muy bien diseñado. Si ella pudiera diseñar casas así de bien… cuando se metió en la cama, un remolino de colores y diseños invadió su mente, pero según se iba durmiendo sólo un color se convirtió en dominante: el profundo azul mar de unos ojos entrecerrados, mirando al sol.
miércoles, 7 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 12
Tal vez fuera el hombre, pensó ella. Quizás se sentía tan feliz por él.
Puede que feliz no fuera la palabra correcta.
Cómoda, eso era. Nunca se había sentido tan cómoda con nadie. En ningún sitio tan cómoda como viajando en el coche, después de su desastroso amago de boda, desayunando en la cabina del barco y en el puente junto a él.
Tal como Pedro había dicho, encontró varios bañadores. Todos bastante escasos de tela, así que sintió cohibida al mirarse en el espejo con el bikini azul y amarillo que había elegido. Sin embargo, no se cohibió al reunirse con él. Se sentía bien, natural, satisfecha al ver cómo se le iluminó la mirada con admiración. Sorprendida, sintió un estremecimiento de puro placer erótico, al verlo con un pequeño bañador del color de su piel tostada. Extraño. Había visto muchos hombres en bañador, pero nunca se había sentido así. Pero él tenía algo… el pecho desnudo, las piernas desnudas y musculosas y…
Bueno, daba igual. Se sentía cómoda. Era rápido y directo en todo lo que hacía. Lanzó el ancla, bajó el bote, remó hacia la bella playa desierta y, una vez allí, como si fuera cosa de magia, sacó bebidas frías y mantas. Todo lo que ella quería hacer le parecía bien: chapoteó con ella en el agua, construyó castillos de arena, y se tendió a tomar el sol en la playa. Aceptando su silencio. Sin preguntas.
Quizás no fuera el hombre, sino el haber escapado de la situación. No estar intentando complacer a su madre, ni rebelándose contra ella, como cuando aceptó el trabajo en el almacén de madera. Sin intentar amar a Benjamin. Había estado a punto de casarse con él. Ya no se sentía obligada y tal vez esa liberación fuera la causa de su felicidad.
Se sentó. Aún no había acabado todo. Tenía que volver. Enviar notas, devolver regalos.
Presentarse ante su madre… la desolación la invadió. Intentó olvidarse y se puso en pie.
Pedro la vio pasear lentamente por la playa, dando patadas a la arena. Paula estaba recordando. Notó la desesperación de su cara y se sintió impotente.
Sin embargo, cuando regresó estaba radiante.
—He peinado la playa. Y mira lo que he encontrado —le mostró la mano, como si sostuviera una joya valiosa—. ¿No es una preciosidad?
—Perfecta —asintió él. Sólo era una caracola.
Pero era bonita, con surcos que se curvaban como una medialuna perfecta, de color amarillo pálido, con un reflejo rosado, casi transparente.
—Es un símbolo —dijo ella.
—¿Un símbolo?
—De que este día es un comienzo, no el final de… —hizo una pausa— algo maravilloso.
—Correcto. Y el día no ha terminado aún. ¡Hora de comer! ¿Te apetece cangrejo fresco? —preguntó, contento de ver de nuevo la sonrisa en su cara.
—Suena muy bien —contestó ella, y lo ayudó a cargar las cosas en el bote.
Pescaron los cangrejos con red desde el Pájaro Azul, y los echaron en una cazuela de agua hirviendo, en la enorme parrilla que había en cubierta. Unos minutos después, rompieron las cáscaras y disfrutaron del cangrejo fresco.
Ensuciándose mucho. Su madre nunca hubiera permitido algo así.
Pero limpiar fue fácil. Tiraron las cáscaras por la borda y limpiaron la cubierta con la manguera, empapándose ellos también. Fue divertido.
Era casi medianoche cuando atracaron en el club marítimo. El final del día más perfecto de su vida. Intentó explicárselo a él.
—Ha sido… ¡maravilloso!
—Entonces, vamos a redondearlo con una copa —dijo él—. Espera. Vuelvo en un segundo.
Vio cómo entraba en la cabina y se apoyó en la barandilla, disfrutando de la paz. Las luces del club y de los barcos de alrededor estaban difuminadas por la neblina y parecían tan distantes como las estrellas que tachonaban el cielo. Sintió la oscuridad rodeándola como una manta protectora, las olas chocaban rítmicamente contra el barco, y la invadió un estado de serenidad total.
—Aquí estoy —Pedro volvió y puso una bandeja con brandy y dos copas sobre la mesa que había entre las tumbonas—. Haz tú el brindis —dijo, sirviendo y dándole una copa.
Sentada en la tumbona, con la copa entre las manos, intentó decir algo que expresara su bienestar.
—¿No hay una canción que dice… «Cuando llegas al final de un día perfecto y te sientas solo con tus pensamientos…»?
—Eso me ofende. No estás sola.
—No exactamente, pero… —se mordió el labio. No era correcto decirle que se sentía como si estuviera sola, estando con él. Pero no era eso lo que quería decir. Que él estuviera allí lo hacía mejor. Como ponerse un zapato viejo, tan cómodo que ni siquiera lo notabas. ¡Vaya, hombre! Ésa tampoco era forma de expresarlo—. Lo que quiero decir es que estar con alguien que te gusta de verdad es casi como estar solo, ¿no crees?
—Gracias, creo —replicó Pedro, sonriendo de medio lado.
—¡Oh! Quería decir que has hecho que el día sea perfecto. Si no hubieras…
—Olvídate de eso. Estoy listo para tomar el brandy. Simplemente haz un brindis.
Ella deseó que se le ocurriera algo apropiado, acordarse del final de la canción.
—Supongo que tendré que quedarme con «por el final de un día perfecto» —dijo, levantando su copa.
—¡Brindemos por eso! —exclamó él, y chocaron las copas.
No estaba acostumbrada al alcohol e inspiró profundamente al sentir cómo el líquido calentaba su cuerpo.
—No es un brindis apropiado. No puedes ni imaginarte lo que hoy ha significado para mí. Un empujoncito que me ha levantado la moral.
—¿Un empujoncito?
—Más bien una patada en el trasero. Casi estoy lista para volver a recoger los pedazos —sonrió ella.
—¿Casi?
Ella se estremeció. Tomó otro sorbo de brandy.
—No siempre es fácil enfrentarse a las cosas.
—¿Quieres hablar de…? —Dijo él, vacilante— ¿ …de lo ocurrido?
—¡No! —se sentía incapaz de soportar su compasión. Y no quería hablar sobre el día anterior—. Sólo quiero enfrentarme al futuro.
—¿Necesitas más tiempo?
—¿Qué?
—Más patadas, o empujoncitos, o lo que sea. Podríamos salir a navegar mañana también.
—Mañana es lunes. ¿No tienes que ir a trabajar?
—¿A trabajar? —repitió sorprendido.
Ella hizo una mueca. Una pregunta estúpida.
Seguramente no trabajaba, sino que hacía lo que quiera que hicieran los ricos. Benjamin no trabajaba, y probablemente era más rico que Benjamin. Recordó lo que había dicho sobre el barco: «Lo vi en una exposición. Me gustó. Lo compré». Igual que ella se compraba unos zapatos.
—Quería decir que bueno… no estás ocupado, ¿o algo así?
—Mañana no. Tengo un campeonato de golf pasado mañana y una reunión en Detroit el jueves, pero el resto de la semana estoy libre, por lo que recuerdo. En cualquier caso, el barco es tuyo. Toda la semana, si quieres.
—Pero… —objetó ella, asombrada por la invitación. Contenta. Sería maravilloso relajarse en el barco durante una semana. Lejos de todo y de todos—. Tú no… ¿no vives aquí?
—Oh, no. Sólo vengo cuando voy a navegar. Pero estarás totalmente segura. El puerto está vigilado y Sims, mi capitán, vive a un par de manzanas de aquí. Viene a revisar el Pájaro Azul todos los días, lo mantiene todo en orden. Le diré que estás aquí y cuidará de ti.
LA TRAMPA: CAPITULO 11
Paula siguió a Pedro escalerilla arriba, y se puso a su lado, en lo que él denominó «puente volante». Desde ese punto de mira, observó cómo sacaba al Pájaro Azul del embarcadero.
Había otras personas navegando, o subiendo a su barco para arreglar, limpiar o simplemente sentarse y disfrutar. Todos, incluido Pedro, parecían conocer a los demás, y los saludos y bromas se cruzaban de barco a barco. Dos niños, envueltos en equipo salvavidas, miraron hacia Paula y la saludaron con la mano, haciendo que formara parte del jolgorio.
Les devolvió el saludo, de nuevo sintiendo la risa aflorar. Estaba de vacaciones. No estaba, aunque lo hubiera planeado durante dos meses, de luna de miel con Benjamin. En vez de eso, iba a navegar con un hombre que era prácticamente un desconocido, y se sentía más feliz que en mucho tiempo.
¿Por qué estaba tan contenta? ¿Por el hombre que la acompañaba?
Cielos, casi no lo conocía. Ayer, lo había utilizado porque estaba allí. Un baluarte para salvarla de lo ocurrido. Una forma de escapar a la curiosidad, las recriminaciones y la vergüenza. Apenas lo había mirado.
Simplemente lo había agarrado y no lo había vuelto a soltar. ¡Era una desvergonzada!
¿Qué pensaría de ella? Sintió como su cara se arrebolaba. Se obligó a mirarlo, posiblemente por primera vez. De ayer tenía un recuerdo borroso. Incluso esa mañana, había estado más interesada en el barco que en él.
Era bastante guapo. Su pelo fosco y revuelto, quemado por el sol, contrastaba con su piel bronceada. Obviamente, pasaba mucho tiempo al aire libre. Tenía facciones regulares, labios carnosos, nariz afilada y ligeramente desviada, lo que contribuía a crear esa expresión de… ¿arrogancia? No, decidió. Simplemente de distanciamiento, como si no le importara lo que nadie pensara de él. Igual que no le importaba llevar un jersey descolorido, ni que los vaqueros que cubrían sus largas piernas tuvieran manchas de gasolina. Los llevaba con la misma elegancia natural con que llevaba el esmoquin el día anterior. Estaba descalzo, sujetando el timón con dedos fuertes. Sus ojos eran tan límpidos y tan azules como el cielo, y escrutaban a su alrededor con atención. Estaba concentrado en dejar atrás los barcos que los rodeaban y sacar el Pájaro Azul a mar abierto.
A ella se le ocurrió que así era él. Siempre concentrando su atención en el momento presente.
Ayer le había dicho «Sácame de aquí» y él hizo justamente eso. Sin preguntas ni explicaciones, sin sonsacarla.
Esa mañana, había estado pendiente de sus necesidades básicas… ropa, comida. Le había proporcionado las dos. Y sin preguntas.
Incluso diversión, como si hubiera sido su invitada. «¿Te gustaría salir a navegar? Las cosas pueden esperar». Lo que venía a ser lo mismo que decir: «Olvídate del ayer y del mañana. Disfruta del hoy».
—Bueno, Paula Chaves, no podrías haber elegido mejor día —le dijo, dedicándole, por fin, toda su atención. Ella notó una sensación de calor que le recorría todo el cuerpo.
—¿Mejor día? —preguntó.
—Para tu primera travesía en barco.
Ella miró a su alrededor y vio ya estaban fuera del puerto y navegaban a bastante velocidad.
—El viento, el tiempo, el agua. Es un día perfecto —dijo él.
—Sí —corroboró ella, encantada con la calidez del sol sobre su espalda, con la forma en que el viento le revolvía el cabello y la sensación de atravesar el espacio a gran velocidad. Estuvo callada un rato, disfrutándolo.
—¿Te gusta?
—Me encanta —musitó. Le encantaba estar junto a él, descalza sobre la madera mientras el barco surcaba la superficie del agua. Tenía una sensación de libertad que no había sentido nunca antes. Veía vagamente a los escasos barcos que pasaban, la costa en la distancia, con edificios y casas donde la gente trabajaba, jugaba, amaba y se peleaba. Pero eso no tenía nada que ver con ella. Estaba aquí, apartada de todo. Lo único que tenía que hacer era quedarse en ese puente volante y ¡volar! Se sentía libre como un pájaro—. Ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul —comentó.
—Eso ya lo dijiste esta mañana.
—¡Es verdad! Lo dije. Pero era distinto. Pensaba en el diseño, en la decoración azul. Es curioso —replicó, arrugando la nariz—. El azul es uno de los colores que menos me gustan.
—¿Ah sí? ¿Debería cambiarlo?
—¡No! Es perfecto. Esta mañana se me ocurrió que trae hacia dentro el exterior… el cielo y el mar.
—Bueno, es un alivio —dijo él con voz seria, pero sus ojos chispeaban de risa. Ojos azules. A Paula empezaba a gustarle ese color.
—En cualquier caso, ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul.
—¿Sí?
—Uno se siente como si estuviera volando —explicó, haciendo un ademán con la mano.
—Esa es una sensación que siempre he asociado con los aviones.
—¡No! Estar en un avión es más como estar encerrado en un armario volador —al ver su mueca añadió—. Vale. Ríete. Pero no me digas que en un avión te has sentido como si tuvieras alas y pudieras volar a… a cualquier sitio.
—¿Te sientes así?
Ella asintió, y comenzó a reírse.
—Es una locura ¿verdad? Pero así me siento. Libre como un pájaro al que han abierto la jaula.
Él la miró desconcertado, como si intentara comprenderla. Ella sintió la necesidad de tranquilizarlo.
—Es una sensación maravillosa. De veras. Como si pudiera ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa que desee. Simplemente extender las alas y despegar. El cielo es el único límite.
—Bueno, ¡eso es fenomenal! —dijo él. «Eso supongo», pensó, mirándola fijamente. Parecía muy excitada y, sí, feliz. Se preguntó si sería un sentimiento auténtico.
Ayer había sido auténtico. Vio las pastillas y percibió su tristeza y confusión cuando se enganchó a él, un perfecto desconocido. Y allí estaba, ignorando el episodio por completo.
Borrándolo de su mente, igual que cuando tiró sus mejores galas a la papelera. Eso no podía ser sano. ¿Debería recordárselo? ¿O tal vez ayudarla a mantener las apariencias?
—Oye, ¿te apetece ir a nadar? —preguntó, mientras intentaba decidirse.
—¿Ahí? —exclamó mirando el agua. Hizo una mueca—. Muchas gracias, pero me siento como un pájaro, no como un pez.
—Bueno, no quiero que salgas volando. Sólo intentaba traerte de nuevo a la tierra —calló, sonriendo avergonzado, porque eso era exactamente lo que intentaba hacer. Si le hubiera dado una oportunidad, le habría dicho que Benjamin le había hecho un favor desapareciendo—. De todas formas, no me refería a nadar aquí —concluyó.
—¿No?
—No. Hay una playa unas millas más abajo. Es casi inaccesible desde la carretera, así que es muy tranquila.
—¡Ah!, sería divertido, pero… —Paula se miró la ropa.
—Seguro que hay bañadores de sobra. Ve a mirar —dijo él. Observó cómo bajaba la escalerilla. Desde luego, no parecía desolada. ¿Por qué recordarle lo de ayer?
Y menos aún él, un extraño. Era mejor dejar esas conversaciones para su madre, o para su amiga del alma. Hoy era un día para olvidarse de todo, él podía ayudarla a volar, era un experto. ¡Sin duda!
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