jueves, 8 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 13




Se alegro de haberse quedado. Fue una semana maravillosa. Volvieron a salir el lunes, esa vez en otra dirección, y atracaron en un pequeño pueblo de pescadores, en un bonito café que se llamaba El Pescador.


—Ésta es Paula Chaves, Abe. Abe Smoley, Paula, el dueño de este famoso establecimiento —presentó Pedro, saludando a un hombre regordete, que iba en mangas de camisa, con la misma familiaridad con que saludaba a sus amigos del club marítimo—. Abe, quiero que le demuestres que sirves la trucha fresca más sabrosa de este lado del Atlántico, y no hace falta que mencione la tarta de moras de Nancy.


—Casi no queda tarta —dijo el larguirucho adolescente que servía las mesas y que resultó ser el hijo de Abe—. Pero no os preocupéis. Os guardaré la vuestra ahora mismo.


—Gracias, Link. Sabía que cuidarías de mí —replicó Pedro.


Y Link los cuidó, anticipándose a todos sus deseos, lo que contrarió a otro de los clientes, un hombre con barba que llevaba un suéter sin mangas y botas de goma.


—No prestas atención a nadie, en cuanto aparece su majestad por aquí.


—No le hagas caso, Link —dijo Pedro, riendo—. Todavía le duele el último concurso, en el que no brilló en absoluto.


—Un golpe de suerte —masculló el hombre.


—A ti te voy a dar yo suerte —contestó Pedro—. En cuanto acabe este trozo de tarta.


Fue una comida muy sabrosa y Paula disfrutó cada migaja, tanto como las bromas y los a veces ordinarios chistes de los otros comensales. Allí, también, parecía que todos se conocían. Después de la comida, Pedro y el barbudo prepararon un tablero de damas y todo el mundo se agrupó alrededor, para observar la partida de jugadas rápidas. Las damas y las monedas se movían tan rápidamente que Paula no sabía qué estaba pasando en realidad, pero se imaginó que Pedro había ganado por cómo le tomaron el pelo al hombre de las botas cuando salió, prometiendo «¡Ya verás la próxima vez!»


Cuando los clientes de la hora de la comida se marcharon, Pedro le hizo un gesto a Link.


—Ven al barco, te he traído algo —el «algo» hizo que los ojos y la boca de Link se abrieran de par en par.


—¡Jo… pe! Perdone, señorita —se excusó, mirando a Paula—. Pero son unas zapatillas Nike. Y me valen —exclamó poniéndose una y luego la otra.


—Bueno, me dijiste tu número —dijo Pedro.


—Si. Tío. ¡Genial! —dijo Link, dando saltos y admirándolas.


—Venga, vamos a probarlas —Pedro sacó un balón de baloncesto.


—¡Guau! ¿También un balón? —exclamó Link, emocionado—. Muchas gracias, Pedro.


A Paula le costó seguirlos cuando trotaron de vuelta al café, pasándose la pelota. Fueron a un lugar apartado, detrás del garaje, donde había una canasta de baloncesto. El suelo estaba pelado y duro, como si horas de juego lo hubieran aplanado para convertirlo en una cancha perfecta. Se sentó en un bidón que estaba del revés y miró el partido. Pedro jugó con tanta intensidad como lo había hecho antes con el hombre barbudo. De hecho, Pedro era bastante bueno.


Pero no tan bueno como Link, que realmente dio un espectáculo. Tirando desde lejos, o dándose la vuelta y tirando por el encima del hombro, directo a la canasta.


—¡Fenomenal, Link! Eres muy bueno —le dijo impresionada.


Él sonrió, y se apartó el pelo rubio pajizo de la cara.


—Si, este año jugaré en el equipo superior. El año pasado no pude por culpa del Álgebra.


—¿Álgebra?


—Suspendí. Pero la he recuperado. Pedro me ayudó. Y este año el entrenador dice que voy a ser titular.


—¿Vas a seguir ahí vanagloriándote o vas a jugar? —gritó Pedro.


—Vale, vale. ¡Lanza!


Paula volvió a sentarse en el bidón a verlos jugar, pensando en Pedro. «Pedro me ayudó» ¿Cómo sabía que el chico necesitaba ayuda? ¿Cómo había conocido a esta gente?


Quizás no era tan raro sentirse cómoda con Pedro. Todo el mundo se encontraba a gusto con él. Se preguntó por qué esa idea la deprimía.


Volvieron por la tarde, y Pedro se marchó poco después. Antes le presentó a Sims, un hombre joven, bajo y musculoso, que parecía duro como el acero.


—Pasará por aquí todas las mañanas y todas las tardes. Aquí tienes su teléfono. Si necesitas algo, llámalo —le dijo al marcharse. Señaló hacia la izquierda—. Hay un centro comercial justo detrás del parque, por si quieres echar una ojeada. Te veré en un par de días —le dio un sobre y saltó al embarcadero.


Lo vio marcharse y se sintió muy sola. 


Abandonada.


Intentó recuperar la sensación que había tenido en el puente. Esa maravillosa sensación de libertad y poder. Podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa.


Pero ya no. Se sentía más como un pájaro con un ala rota, que hubiera caído, impotente, en cubierta.


Dio una patada contra el suelo y sacudió la cabeza. «Paula Chaves, eres una tonta», se dijo. «Simplemente porque un hombre que acabas de conocer se ha marchado a dedicarse a sus asuntos…»


¿Santo cielo! ¿Acaso ella, como su madre, dependía de un ángel con forma de hombre para que la rescatara cuando tenía una crisis?


De eso nada. Podía cuidarse ella sola.


Aunque sí le estaba agradecida. Pedro Alfonso le había concedido un respiro de dos días. Tiempo para relajarse, disfrutar y pensar. Le había permitido quedarse en ese maravilloso y cómodo barco, donde podía sentarse a hacer planes sin que nadie la molestara. «Gracias, Pedro Alfonso», musitó para sí, acercándose el sobre a la mejilla.


El sobre. Lo abrió.


Contenía tres billetes de cien dólares.


Él se había acordado de que llegó sin dinero y no tenía más que un vestido de novia. Había entendido cómo se sentía al ponerse la ropa de Meli, que no era exactamente de su talla, y no era suya. Incluso le había indicado dónde comprar. Sin hacerle ofrecimientos que podrían haberla avergonzado. Simplemente le había dado lo que necesitaba, sin preguntas.


Exactamente igual que le había dado a Link lo que tanto deseaba.


Pedro Alfonso le gustaba.


Claro, le devolvería el dinero. Todavía tenía unos quinientos dólares en su cuenta bancaria. Pero él le había dado más que dinero. El hecho de que se hubiera acordado era el incentivo que necesitaba para ponerse en marcha mañana. Se sentó inmediatamente a hacer una lista de las cosas que tenía que hacer.


Esa maravillosa sensación había vuelto. No estaba casada con Benjamin. Era libre para volar. Sabía que podía recuperar su trabajo, y aún estaba a tiempo de matricularse para el trimestre de otoño. Ni siquiera tenía por qué vivir en casa de sus padres. Lois, la secretaria de la decoradora Casey, estaba buscando a alguien que quisiera compartir el apartamento con ella. 


Y Lois le caía bien.


Paseó por el barco, estudiando cada detalle. Era un barco realmente precioso, muy bien diseñado. Si ella pudiera diseñar casas así de bien… cuando se metió en la cama, un remolino de colores y diseños invadió su mente, pero según se iba durmiendo sólo un color se convirtió en dominante: el profundo azul mar de unos ojos entrecerrados, mirando al sol.



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