miércoles, 7 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 12




Tal vez fuera el hombre, pensó ella. Quizás se sentía tan feliz por él.


Puede que feliz no fuera la palabra correcta.


Cómoda, eso era. Nunca se había sentido tan cómoda con nadie. En ningún sitio tan cómoda como viajando en el coche, después de su desastroso amago de boda, desayunando en la cabina del barco y en el puente junto a él.


Tal como Pedro había dicho, encontró varios bañadores. Todos bastante escasos de tela, así que sintió cohibida al mirarse en el espejo con el bikini azul y amarillo que había elegido. Sin embargo, no se cohibió al reunirse con él. Se sentía bien, natural, satisfecha al ver cómo se le iluminó la mirada con admiración. Sorprendida, sintió un estremecimiento de puro placer erótico, al verlo con un pequeño bañador del color de su piel tostada. Extraño. Había visto muchos hombres en bañador, pero nunca se había sentido así. Pero él tenía algo… el pecho desnudo, las piernas desnudas y musculosas y…


Bueno, daba igual. Se sentía cómoda. Era rápido y directo en todo lo que hacía. Lanzó el ancla, bajó el bote, remó hacia la bella playa desierta y, una vez allí, como si fuera cosa de magia, sacó bebidas frías y mantas. Todo lo que ella quería hacer le parecía bien: chapoteó con ella en el agua, construyó castillos de arena, y se tendió a tomar el sol en la playa. Aceptando su silencio. Sin preguntas.


Quizás no fuera el hombre, sino el haber escapado de la situación. No estar intentando complacer a su madre, ni rebelándose contra ella, como cuando aceptó el trabajo en el almacén de madera. Sin intentar amar a Benjamin. Había estado a punto de casarse con él. Ya no se sentía obligada y tal vez esa liberación fuera la causa de su felicidad.


Se sentó. Aún no había acabado todo. Tenía que volver. Enviar notas, devolver regalos.


Presentarse ante su madre… la desolación la invadió. Intentó olvidarse y se puso en pie.


Pedro la vio pasear lentamente por la playa, dando patadas a la arena. Paula estaba recordando. Notó la desesperación de su cara y se sintió impotente.


Sin embargo, cuando regresó estaba radiante.


—He peinado la playa. Y mira lo que he encontrado —le mostró la mano, como si sostuviera una joya valiosa—. ¿No es una preciosidad?


—Perfecta —asintió él. Sólo era una caracola. 


Pero era bonita, con surcos que se curvaban como una medialuna perfecta, de color amarillo pálido, con un reflejo rosado, casi transparente.


—Es un símbolo —dijo ella.


—¿Un símbolo?


—De que este día es un comienzo, no el final de… —hizo una pausa— algo maravilloso.


—Correcto. Y el día no ha terminado aún. ¡Hora de comer! ¿Te apetece cangrejo fresco? —preguntó, contento de ver de nuevo la sonrisa en su cara.


—Suena muy bien —contestó ella, y lo ayudó a cargar las cosas en el bote.


Pescaron los cangrejos con red desde el Pájaro Azul, y los echaron en una cazuela de agua hirviendo, en la enorme parrilla que había en cubierta. Unos minutos después, rompieron las cáscaras y disfrutaron del cangrejo fresco. 


Ensuciándose mucho. Su madre nunca hubiera permitido algo así.


Pero limpiar fue fácil. Tiraron las cáscaras por la borda y limpiaron la cubierta con la manguera, empapándose ellos también. Fue divertido.


Era casi medianoche cuando atracaron en el club marítimo. El final del día más perfecto de su vida. Intentó explicárselo a él.


—Ha sido… ¡maravilloso!


—Entonces, vamos a redondearlo con una copa —dijo él—. Espera. Vuelvo en un segundo.


Vio cómo entraba en la cabina y se apoyó en la barandilla, disfrutando de la paz. Las luces del club y de los barcos de alrededor estaban difuminadas por la neblina y parecían tan distantes como las estrellas que tachonaban el cielo. Sintió la oscuridad rodeándola como una manta protectora, las olas chocaban rítmicamente contra el barco, y la invadió un estado de serenidad total.


—Aquí estoy —Pedro volvió y puso una bandeja con brandy y dos copas sobre la mesa que había entre las tumbonas—. Haz tú el brindis —dijo, sirviendo y dándole una copa.


Sentada en la tumbona, con la copa entre las manos, intentó decir algo que expresara su bienestar.


—¿No hay una canción que dice… «Cuando llegas al final de un día perfecto y te sientas solo con tus pensamientos…»?


—Eso me ofende. No estás sola.


—No exactamente, pero… —se mordió el labio. No era correcto decirle que se sentía como si estuviera sola, estando con él. Pero no era eso lo que quería decir. Que él estuviera allí lo hacía mejor. Como ponerse un zapato viejo, tan cómodo que ni siquiera lo notabas. ¡Vaya, hombre! Ésa tampoco era forma de expresarlo—. Lo que quiero decir es que estar con alguien que te gusta de verdad es casi como estar solo, ¿no crees?


—Gracias, creo —replicó Pedro, sonriendo de medio lado.


—¡Oh! Quería decir que has hecho que el día sea perfecto. Si no hubieras…


—Olvídate de eso. Estoy listo para tomar el brandy. Simplemente haz un brindis.


Ella deseó que se le ocurriera algo apropiado, acordarse del final de la canción.


—Supongo que tendré que quedarme con «por el final de un día perfecto» —dijo, levantando su copa.


—¡Brindemos por eso! —exclamó él, y chocaron las copas.


No estaba acostumbrada al alcohol e inspiró profundamente al sentir cómo el líquido calentaba su cuerpo.


—No es un brindis apropiado. No puedes ni imaginarte lo que hoy ha significado para mí. Un empujoncito que me ha levantado la moral.


—¿Un empujoncito?


—Más bien una patada en el trasero. Casi estoy lista para volver a recoger los pedazos —sonrió ella.


—¿Casi?


Ella se estremeció. Tomó otro sorbo de brandy.


—No siempre es fácil enfrentarse a las cosas.


—¿Quieres hablar de…? —Dijo él, vacilante— ¿ …de lo ocurrido?


—¡No! —se sentía incapaz de soportar su compasión. Y no quería hablar sobre el día anterior—. Sólo quiero enfrentarme al futuro.


—¿Necesitas más tiempo?


—¿Qué?


—Más patadas, o empujoncitos, o lo que sea. Podríamos salir a navegar mañana también.


—Mañana es lunes. ¿No tienes que ir a trabajar?


—¿A trabajar? —repitió sorprendido.


Ella hizo una mueca. Una pregunta estúpida. 


Seguramente no trabajaba, sino que hacía lo que quiera que hicieran los ricos. Benjamin no trabajaba, y probablemente era más rico que Benjamin. Recordó lo que había dicho sobre el barco: «Lo vi en una exposición. Me gustó. Lo compré». Igual que ella se compraba unos zapatos.


—Quería decir que bueno… no estás ocupado, ¿o algo así?


—Mañana no. Tengo un campeonato de golf pasado mañana y una reunión en Detroit el jueves, pero el resto de la semana estoy libre, por lo que recuerdo. En cualquier caso, el barco es tuyo. Toda la semana, si quieres.


—Pero… —objetó ella, asombrada por la invitación. Contenta. Sería maravilloso relajarse en el barco durante una semana. Lejos de todo y de todos—. Tú no… ¿no vives aquí?


—Oh, no. Sólo vengo cuando voy a navegar. Pero estarás totalmente segura. El puerto está vigilado y Sims, mi capitán, vive a un par de manzanas de aquí. Viene a revisar el Pájaro Azul todos los días, lo mantiene todo en orden. Le diré que estás aquí y cuidará de ti.



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