sábado, 3 de noviembre de 2018
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 40
Paula se quedó mirando el borrador de entrada que había redactado, indecisa entre editarlo o no. Había mucha expectación detrás de la nueva entrada del «regreso a América». Había mucho que decir y mucho más que no quería decir.
Pero su blog se había convertido en un lugar espontáneo y sincero.
Estaba acostumbrada a desnudar su alma en él todos los días. ¿Por qué ahora dudaba en hacerlo?
Guardó el borrador, pero optó por no publicarlo.
Al menos por el momento.
—¿Vas a dejar en paz ese maldito ordenador y ayudarme de una vez con los regalitos de la recepción? —le espetó Hector, de pie a su lado.
Tenía una mano en la cadera, y con la otra sostenía un saquito azul lavanda con un cordoncito de satén.
—¿Qué es eso?
—El regalito de la recepción. Cada invitado recibirá un saquito con Conchitas blancas y piedrecitas pulidas.
—¿Para lanzártelo en vez de arroz? Qué original.
—Sí, hemos decidido que nos lapiden a la salida de la boda. Es lo que se lleva ahora en las ceremonias gays.
—¿No tienes miedo de que algunos crean que es eso lo que tienen que hacer?
—Si tengo algún amigo tan estúpido, entonces se merecerá que lo lapiden a él también.
—No te olvides de que asistirán algunos miembros de la familia.
Pedro esbozó una mueca.
—Quizá de la familia de Damian, no de la nuestra.
—¿Ni siquiera la tía Lenore?
—Ya sabes que no puede permitirse viajar a Hawai.
—Lo hiciste adrede, ¿verdad?
—No soy tan maquiavélico.
—No me digas —Paula cerró su portátil y lo dejó a un lado. Habían estado bromeando, pero sabía que su hermano era especialmente sensible al tema de la familia—. De acuerdo, ¿qué tengo que hacer?
—Tengo doscientos de estos saquitos sobre la mesa de comedor —le dijo mientras la guiaba hacia allí.
—¿Has dicho doscientos?
—¡Claro! Uno por cada invitado.
—Dios mío, Hector… ¿has invitado a todos tus conocidos?
—Tengo muchos amigos gays, ¿vale? Les encanta asistir a bodas, y no podía excluir a nadie sin correr el riesgo de montar un drama y que nunca más volvieran a invitarme a mí a una boda.
—¿Cómo es que hoy en día solamente los heterosexuales odian las bodas?
—Porque para vosotros ha dejado de ser una novedad. Lleváis cargando con esa convención desde la noche de los tiempos, mientras que nosotros los gays estamos encantados de sumarnos por fin a la fiesta en calidad de protagonistas.
Se sentó a un lado de la mesa y Paula enfrente. En medio, había montones de cajas de Conchitas y piedrecitas, esperando a ser introducidas en los diminutos sacos color lavanda.
—Tocan a cinco piedrecitas y tres Conchitas por saquito, más uno de estos papelitos —Hector señaló un fajo de papelitos de galletas de la suerte.
—Si no es para lapidarte… ¿para qué querrá la gente estas cosas?
Hector puso los ojos en blanco, cada vez más impaciente.
—Para que vuelvan a sus casas y monten un jardín Zen.
—Ah. Ya.
—Oye, no utilices ese tono tan condescendiente conmigo.
Paula recogió uno de los papelitos y lo leyó:
—Un jardín zen para ti, con amor de Hector y Damian.
Intentó no sonreír, consciente de que eso habría sido interpretado como otro acto de condescendencia.
—Ya sé que has pasado cinco años en Europa y ahora te crees superior a unos provincianos de California como nosotros.
—Estoy algo impactada por el choque cultural, eso es todo.
—¡Pero si has crecido aquí!
—Lo creas o no, pasar cinco años alejada de la cocina vegana, de los jardines Zen y del exceso orno norma de vida es la mejor receta para sufrir un choque cultural.
Miró a Hector. Su camisa blanca hacía un delicioso contraste con su bronceado. El sol que entraba por la ventana arrancaba reflejos a su pelo dorado, herencia del de su madre. Sintió una punzada de tristeza al pensar que sus padres nunca verían a la fantástica persona en que se había convertido su hijo. Aunque ni siquiera estaba secura de que hubieran tenido el buen sentido de apreciarlo y alegrarse por ello.
—¿Qué te pasa? Estás muy taciturna. ¿No te gusta el texto de los papelitos? ¿Acaso te parece chabacano?
—No, no, en absoluto —negó, sacudiendo la cabeza—. Sólo estaba pensando en mamá y papá.
La expresión desconfiada de su hermano desapareció al instante.
—Pues no lo hagas —le pidió con tono suave.
Pero era demasiado tarde. Ya había sacado a colación el tema que tantas veces habían evitado.
—Se habrían alegrado mucho por ti —le dijo ella, aunque no estaba del todo segura de que fuera cierto.
—No digas eso. Los dos sabemos que se habrían llevado un disgusto.
—La gente madura y aprende. Creo que ellos lo habrían hecho.
—A mí no me importa —repuso, triste—. Porque yo siempre supe que tú eras la única que acabaría cuidando de mí, pasara lo que pasara.
—¿De veras? —Paula sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y parpadeó para contenerlas.
—Por supuesto. Tú siempre fuiste lo más seguro de mi vida. Siempre estuviste a mi lado, haciendo todo aquello que se suponía deberían haber hecho ellos.
Paula experimentó una punzada de culpabilidad al recordar que, tan pronto como había tenido la oportunidad, había salido corriendo de su lado.
Había escapado a Europa y lo había dejado atrás.
—Bueno, ahora hablemos de algo interesante… —dijo Hector— como el hecho de que estoy terriblemente cachondo.
—No sé si quiero tener esta conversación contigo…
—A Damian se le ocurrió la brillante idea de que debíamos dejar de acostarnos durante un mes antes de la boda, para que nuestra noche de novios fuera aún más excitante.
—Parece una buena idea.
—Y lo sería si no me molestara tener una erección cada quince minutos. El día de la boda voy a estar más duro que una piedra, delante de todo el mundo. Sí, es una idea genial.
Paula se echó a reír bajo la ceñuda mirada de su hermano.
—Perdona —y se puso a llenar un saquito.
Estaba feliz por Hector, pero algo seguía molestándola, inquietándola. No era solamente el recuerdo triste de sus padres, o el brusco impacto de su regreso a los Estados Unidos. Había algo más.
Algo llamado Pedro. A su lado, había vislumbrado un mundo nuevo. Un mundo en el que el amor y el compromiso eran sueños asequibles. Pero lo peor era que ahora sabía que, una vez que ya había visto ese mundo… ya no podría conformarse con menos.
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 39
De vuelta en Los Estados Unidos
Esta misma mañana, puse pie nuevamente en los Estados Unidos por primera vez en cinco años.
Lo primero que percibí fue el olor a comida rápida procedente del restaurante del aeropuerto: un olor grasiento como no hay otro en el mundo. Luego me fijé en la gente, el noventa por ciento de la cual tenía un aspecto inequívocamente estadounidense.
Tenemos una nación llena de excesos. Y eso se manifiesta en nuestra mirada franca y abierta, en nuestras chanclas de marca cara y en nuestra constante insatisfacción con lo que tenemos.
Siempre estamos queriendo más, una idea sobre la que estuve reflexionando en el taxi que me llevó a casa de mi hermano, donde me quedaré hasta que encuentre de nuevo un apartamento propio.
Esa filosofía del querer siempre más… ¿ha invadido mi dormitorio, se ha apoderado de mi vida amorosa?
Me entristece reconocer que he vuelto a casa escarmentada de mis experiencias. La felicidad no me estaba esperando al final de mis años practicando sexo por Europa. He vivido y me he divertido, sí, pero lejos de contentarme con ello, he aprendido que también deseaba otra cosa: amor.
Quizá no lo haya encontrado, pero al menos ahora he descubierto que eso es lo que quiero. Y eso siempre es algo, ¿no?
Pero me estoy poniendo muy depresiva, y no es ése el sentimiento que quiero comunicaros. ¿Cómo explicar que la sensación de querer siempre más no es algo bueno ni saludable… y al mismo tiempo admitir que precisamente he descubierto en mí un legitimo deseo de hacer algo más que lo que he estado persiguiendo durante todos estos años?
No tengo todas las respuestas. En realidad no tengo ninguna. Sólo sé que estoy preparada para regresar a los Estados Unidos y para empezar una nueva fase de mi vida.
Ya no busco al perfecto amante. Ahora busco, por muy tópico que pueda sonar… el amor perfecto.
viernes, 2 de noviembre de 2018
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 38
¿Qué tiene esto que ver con el amor?
Más comentarios:
7. Timberwolf dice: Eurogirl, ¿dónde estás? ¿Te has enamorado o qué te pasa?
8. Juju dice: Timberwolf, tío, es lo más romántico que te he leído nunca.
9. Dharmachick dice: En serio, Eurogirl, estamos preocupadas por ti. ¿Por qué no escribes algo para confirmarnos que no has perecido en un estúpido accidente de góndola?
10. Emmy dice: Vamos amigas, siempre que Eurogirl ha desaparecido, todas hemos sabido lo que estaba haciendo. Teniendo sexo, al contrario que algunas de nosotras.
El paisaje italiano desfilaba ante sus ojos en una sucesión de idílicas escenas. Mientras conducía, Pedro lo contemplaba distraído, como si no lo estuviera viendo en realidad. A su lado, Nicholas cerró el Herald Tribune con un sonoro suspiro.
—¿Vas a pasarte todo el maldito día así?
Porque en ese caso, no creo que pueda seguir en este coche contigo. Me estás deprimiendo.
Pedro lo miró sin comprender.
—¿Qué?
—Anímate, hombre.
Volvió a concentrarse en la carretera y no dijo nada. Debería haberse tomado la separación de Paula como una ruptura más, una de tantas, pero no lo sentía así. De repente, nada más doblar una curva, el paisaje toscano se desplegó ante ellos en toda su belleza.
Nicholas, que había terminado antes de tiempo con sus asuntos en Munich, había quedado con Pedro en Florencia para viajar a Turín, donde le esperaba una nueva misión. El viejo volvió a suspirar.
—Mira, hay mujeres que merecen el esfuerzo de dejarlo todo por ellas. Son pocas, pero existen.
—No irás a aconsejarme sobre mujeres, ¿verdad?
—Parece que lo necesitas.
—Lo que necesito es salir de una vez de Italia. Pensé que era en eso en lo que ibas a ayudarme.
—No dejaste de acostarte con esa chica cuando te ordené que lo hicieras, ¿eh?
—Se volvió a los Estados Unidos, así que dejé de acostarme con ella.
—Sólo porque se marchó.
—¿Realmente crees que algunas mujeres valen el esfuerzo de renunciar a tu libertad y a todo lo que es importante para ti?
—Pregúntatelo a ti mismo: ¿qué es lo que te importa realmente a ti? —le espetó Nicholas.
—¿No fuiste tú quien me ordenó hace una semana que me alejara de ella?
—Sé que ya no pones tu corazón en el trabajo. Puedo verlo.
Pedro abrió la boca para protestar, pero ningún sonido salió de su garganta. La verdad era que todo había dejado de importarle cuando se marchó Paula.
—Yo me tropecé con una de esas mujeres una vez, y me comporté como un estúpido —le confesó de repente el viejo, sorprendiéndolo—. Renuncié a ella en lugar de renunciar a todo aquello que creía que me importaba y que no era realmente importante. Siempre me ha arrepentido de aquella decisión, y nunca he dejado de preguntarme cómo habría sido mi vida si me hubiera quedado con ella.
Pedro se sintió como si acabara de recibir una patada en el estómago. Estaba seguro de que él iba a pasarse el resto de su vida preguntándose cómo habría sido todo si se hubiera quedado con Paula.
—¿Por qué no te quedaste con ella?
—Por la misma razón por la que tú la has dejado marchar. Estaba terriblemente asustado.
—Yo no estoy asustado —replicó Pedro, pero las palabras sonaron falsas incluso a sus propios oídos.
Sí que estaba asustado. Tenía miedo de lo muy vulnerable que podía hacerle el amor, del gran poder que una mujer como Paula podía ejercer sobre él. Miedo de renunciar a una vida que conocía bien por otra de la que no sabía nada.
—Te estoy diciendo que no seas cobarde. Esa no es manera de vivir una vida.
Pedro nunca se había considerado un cobarde.
Siempre había vivido con riesgo, y se había enfrentado a peligros que habrían intimidado a la mayoría de los hombres, pero quizá… Quizá en lo que se refería a los riesgos del corazón, nunca se había visto obligado a demostrar su valentía.
O quizá, en lo que se refería a tales asuntos… no tenía ninguna valentía que demostrar.
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 37
Había sido un estúpido al dejarla marchar.
Debería haberse mostrado más persuasivo, más autoritario, más… algo. Y menos imbécil.
Nunca debió haberse dejado arrastrar por sus emociones, por sus sentimientos. Porque si Paula llegaba a perecer… él sería el único culpable.
Se prometió que no volvería a suceder. Por mucho que le doliera, a partir de ese instante y por lo que se refería a Paula, se guardaría sus sentimientos para sí mismo.
El mensaje de texto seguía resonando en su cabeza mientras recorría a toda velocidad la carretera de la montaña, rumbo a la costa.
Había pedido ayuda para detener el tren y había alertado a las autoridades sobre la identidad de Kostas y facilitado su descripción física. Pero seguía teniendo miedo de que los carabinieri fracasaran y Paula terminara muerta o herida por su culpa.
No podía consentir que eso sucediera.
En ese momento, recibió la llamada de un colega avisándole de que el tren se detendría en la penúltima parada antes de llegar a su destino, y que allí los carabinieri se encargarían de retener a Kostas hasta que él llegara. No podía perder la esperanza…
Al cabo de tres horas, llegó a la pequeña estación apenas unos minutos después de la llegada prevista del tren. Con el corazón encogido, atravesó el aparcamiento a la carrera y enseguida vio a los carabinieri. Un agente de la CIA al que reconoció de inmediato parecía vigilar a un tipo alto y moreno, que estaba esposado. Luego barrió con la mirada a la multitud de curiosos… y descubrió a Paula hablando con un policía de uniforme.
Tenía el rostro bañado en lágrimas, pero estaba viva.
Estaba bien. Y no gracias a él.
Atravesó la multitud mientras el agente y varios carabinieri se llevaban a Kostas, y llegó ante Paula justo cuando acababa de hablar con el policía. Lo miró sorprendida.
—Recibiste el mensaje… gracias.
—Paula, lo siento. Nunca debí haberte dejado marchar.
—No, la culpa es del todo mía —sacudió la cabeza—. Yo me metí sola en este peligro. Soy la única culpable.
—Gracias a Dios que pudiste mandarme ese mensaje.
—No me acordaba de que llevaba el móvil…
Pedro se moría de ganas de tocarla, de estrecharla entre sus brazos, de besarla hasta hacerle perder el sentido… pero sabía que ese tiempo había pasado. Lo de ceder y satisfacer sus deseos físicos, y emocionales, se había acabado. Sobre todo después de la manera en que había puesto en peligro su vida.
Era lo mínimo que se merecía una mujer como Paula.
—Me alegro de que no te haya pasado nada. Tendrás que responder algunas preguntas, pero después de eso… estarás libre para marcharte. Para regresar a los Estados Unidos, si eso es lo que quieres.
Paula asintió.
—Ya he hablado con ese tipo de la CIA.
—Ah. Entonces supongo que ya no te molestarán más.
—Siento haberme enfadado tanto contigo. Ya no estoy enfadada. Sé que lo mejor es que terminemos con lo nuestro ahora.
—Claro —repuso él, sintiéndose como si acabara de recibir una patada en el estómago.
Paula sonrió. Pero era una sonrisa tensa, forzada.
—Desde el principio sabíamos que acabaríamos así, ¿no?
Pedro le sostuvo la mirada pero no dijo nada. La verdad era demasiado desagradable para encentarse a ella en aquel momento.
—No pasa nada. Ambos sabemos quiénes somos. A ti te gusta la aventura, y a mí también. Está en nuestra naturaleza no sentar nunca la cabeza.
—Tienes razón —respondió Pedro con una seguridad que distaba de sentir.
Pero esa vez sería fuerte. La abandonaría antes de que pudiera volver a sufrir algún daño.
Paula se inclinó y le dio un leve beso en los labios. De tan leve, casi inexistente.
Acto seguido, sin despedirse y sin mirar atrás… dio media vuelta y se marchó.
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 36
¿Qué tiene esto que ver con el amor?
Más comentarios:
4. Lola dice: Eurogirl, el amor no tiene NADA que ver.
5. Tokyolover dice: yo prefiero el sushi al amor.
6. Dharmachick dice: Eurogirl, acuérdate de que la vida tiene muy poco sentido mientras no tengamos gente que nos quiera y nos enamore. Es el amor lo que nos distingue de las hormigas.
Cuando llamó a su agencia de viajes, Paula se enteró de que al día siguiente salía un avión de Roma para los Estados Unidos. En menos de veinte minutos hizo la reserva para ella y para su gata y se informó sobre el transporte hasta el aeropuerto.
Luego telefoneó a su casera y le explicó la situación. Después de pedirle disculpas por tener que abandonar tan pronto el apartamento, se ofreció a pagarle alguna cantidad extra a cuenta de la fianza por todos los problemas que le había causado, incluido el mantenimiento y cuidado de Angélica. La mujer se negó a aceptar el dinero, pero Paula tomó nota mental de dejarle algo antes de salir para los Estados Unidos.
Su última llamada fue para la familia que la había contratado. Detestaba ser tan poco formal, haber desaparecido de su trabajo nada más empezar, pero no le había quedado otro remedio. Les recomendó a otra profesora que sabía que estaba buscando empleo, y con eso logró tranquilizar un tanto su conciencia.
Una vez rotos sus vínculos con Italia y arreglados los preparativos del viaje, sólo le quedaba llamar a su hermano… pero en aquel momento no estaba de humor para soportar un interrogatorio. Lo llamaría desde el aeropuerto, o en alguna otra ocasión en que se sintiera más fuerte para explicárselo todo.
Ahora lo único que tenía que hacer era sentarse en el tren y esperar a llegar a su destino.
Se puso a mirar por la ventanilla mientras se esforzaba por ignorar la náusea que le subía por el estómago. Un malestar que empeoraba por momentos conforme se alejaba de Pedro.
No le había quedado otra opción. Sabía, sin embargo, que con el tiempo se sentiría peor, cuanto más pensara y se empantanara en sus sentimientos. Sus estúpidos y románticos sentimientos.
Era por eso por lo que se había empeñado en vivir aquella vida libre de compromisos. Era exactamente la clase de cosas que tanto se había empeñado en evitar: el dolor incontrolado, insoportable. Ya había probado suficientemente aquel dolor de niña, viendo cómo sus padres se auto-destruirán. Y también después, intentando criar a su hermano y siendo testigo de lo cerca que había estado de destruirse también.
Se había pasado toda su vida adulta huyendo de aquel dolor: ahora se daba cuenta de ello. Y no le parecía una elección tan mala. En absoluto.
Finalmente, el tren abandonó la estación a la caída de la noche.
Paula dejó de mirar por la ventanilla y cerró los ojos, abrazándose. El traqueteo del tren terminó por adormecerla, y no volvió a despertarse hasta que llegó a Roma. Parpadeó varias veces, cegada por la luz de la estación, bostezó y se estiró. Luego recogió sus maletas y se dispuso a bajar del tren junto al resto de los pasajeros.
Pero cuando acababa de bajar, una mano la agarró del brazo y se encontró frente a frente con Kostas.
—Te estoy apuntando con una pistola, así que cállate y disimula, ¿entendido?
Se le secó la garganta, e inmediatamente comprendió lo estúpida que había sido al abandonar Bellagio. Voluntariamente se había metido en la boca del lobo.
—Sí —susurró mientras se dejaba arrastrar, casi sin fuerzas—. ¿Adonde me llevas?
—¿Tienes tu pasaporte?
—Sí.
—Nos vamos a Atenas, donde te harán algunas preguntas.
—No tienes que llevarme hasta allí… Puedo explicártelo todo aquí, ahora mismo…
El pánico le atenazaba el pecho. Le costaba trabajo respirar.
—No me tomes por tonto, Paula.
—Yo…
La interrumpió clavándole el cañón del arma en las costillas.
—Subiremos al próximo tren y nos comportaremos como dos amantes bien avenidos. Nada de jugarretas, o te dispararé.
Paula no dudaba de su palabra. Kostas la guió a través de la estación y recorrieron varios andenes hasta que subieron a otro tren. Su destino era el puerto de Venecia, lo que quería decir que allí tomarían un barco hacia Atenas… ¿un barco privado? ¿Quizá para, una vez allí, arrojarla por la borda?
Se le hizo un nudo en la garganta. Tenía que mantener la cabeza fría y pensar. Tenía que encontrar una manera de escapar antes de que llegaran a la costa.
Cinco minutos después, se hallaban en un compartimiento privado del tren, y Paula seguía sin haber encontrado una solución. Sentado a su lado, Kostas se golpeaba nerviosamente la rodilla mientras esperaba a que el tren partiera de una vez.
Afortunadamente, no la había registrado.
Llevaba el móvil en el bolsillo, y Kostas, que sabía de su escasa afición por tales aparatos, ignoraba que se había comprado uno al llegar a Italia. Por una vez en la vida, su fobia a la tecnología podría convertirse en una ventaja… si tenía suerte. Tenía que quedarse a solas aunque sólo fuera durante un minuto, para poder usar el móvil.
—Necesito ir al baño.
—Ya iremos juntos cuando el tren esté en marcha. No quiero correr el riesgo de que te escapes por una ventanilla.
Decepcionada, decidió cambiar de táctica… provisionalmente. Si pudiera convencerlo de que no deseaba escaparse, quizá se confiara.
Al otro lado de la ventanilla, los pasajeros se apresuraban a subir a sus trenes, arrastrando sus maletas, mirando sus relojes. Todos ellos ajenos a la escena de la que Kostas y ella eran protagonistas: un terrorista con un arma cargada sentado al lado de su víctima.
El tiempo parecía arrastrarse con interminable lentitud. Paula se removió en su asiento, con el corazón latiendo a toda velocidad. Intentó respirar profundamente varias veces para tranquilizarse.
Necesitaba mantener la cabeza despejada para encontrar una vía de escape.
El móvil de Kostas sonó cuando estaban saliendo de la estación. Lo contestó con su mano libre, hablando en griego. Paula comprendió la mayor parte de la breve conversación. Informó a su interlocutor de que la había encontrado, que estaba de camino y que no preveía ningún problema. Mientras hablaba, la miraba con una expresión vagamente hostil.
Paula desvió la vista e intentó no parecer molesta u ofendida por aquella hostilidad. Al ver que Kostas cortaba la llamada, se tragó el nudo de terror que le subía por la garganta y forzó un tono tranquilo, sereno:
—Nunca te lo dije, pero lamento haberme marchado como lo hice, sin darte ninguna explicación.
—Estoy seguro.
—Yo nunca te mentí acerca de mis sentimientos, Kostas. Te quería. Creía de verdad que lo nuestro era algo más que una simple aventura.
Kostas se sonrió.
—Yo también pensaba que éramos unos amantes extraordinarios.
—Si no hubiera sido así, no me habría quedado tanto tiempo contigo.
Algo en su postura le indicó que se estaba relajando. Nunca fallaba: sólo había que elogiar a un tipo por sus proezas sexuales y él se lo creía a pie juntillas. Los hombres eran así.
El revisor pasó por su compartimento y Kostas le entregó los dos billetes. Paula no tuvo oportunidad de hacer nada.
Estaba cada vez más asustada. Sabía que sus posibilidades de escapar se reducirían a cero en el momento en que se embarcara con Kostas.
Tenía que arriesgarse.
No quería morir. Pensó en Pedro y en todo lo que le había hecho sentir. Había sido una relación enteramente distinta de la que había tenido con Kostas o con cualquier otro hombre que hubiera conocido. Más profunda, más intensa, más emocional. Y había sido a su pesar.
Amor. Se había enamorado de él, y ahora tendría que salir del pozo de dolor en el que se había hundido. Eso si vivía lo suficiente para contarlo. Todavía podía sentir la presencia del arma en el bolsillo de Kostas, rozándole un costado. Pero se había relajado un tanto. Lo suficiente para hacerle concebir alguna esperanza…
—Necesito usar el baño —insistió.
—Está bien. Pero si intentas algo, lo pagarás caro. ¿Entendido?
Paula asintió.
—Yo te seguiré, y te esperaré en la puerta.
Se obligó a respirar profundamente varias veces. Aspirar aire, soltarlo; aspirarlo, soltarlo…
Se dirigió hacia el servicio, y nada más cerrar la puerta del minúsculo compartimento, sacó el móvil del bolsillo y empezó a escribir un mensaje de texto. No podía arriesgarse a que Kostas la oyera hablando con Pedro.
Con dedos temblorosos, redactó el mensaje: Tgo problems. Tren 52332 a Venecia. SOS. Kostas. Llego 9.25 p.m. Pr favor ven a buscarme.
Seleccionó su número en la agenda y pulsó el botón de enviar; acto seguido abrió el grifo y se lavó las manos. Antes de abandonar el cubículo, puso el móvil en modo silencio y volvió a guardárselo.
Salió por fin, esforzándose por mantenerse tranquila. A juzgar por su expresión, Kostas no parecía sospechar nada.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)